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viernes, 25 de mayo de 2018

WILLIAM FAULKNER: UNA ROSA PARA EMILIA


I
Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mu­jeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.

Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor —autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal—, le eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del sheriff para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el Mayor volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña osatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No les hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
—Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
—De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del sheriff, firmado por él?
—Sí, recibí un papel —contestó la señorita Emilia—. Quizá él se considerasheriff. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
—Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos. . .
—Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
—Pero, señorita Emilia...
—Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! —exclamó llamando al negro—. Muestra la salida a estos señores.

II
Así pues, la señorita Emilia, venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si vol­ió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsela en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro —un hombre joven a la sazón—, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.

“Como si un hombre —cualquier hombre— fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.

Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano de ochenta años.
—¿Y qué quiere usted que yo haga? —dijo el Mayor.
—¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
—No creo que sea necesario —afirmó el juez Stevens—. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
—Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven— se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
—Es muy sencillo —afirmó éste—. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
—Por favor, señor —exclamó el juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, Lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo, esto alegró a la gente; al fin podían com-padecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un penique de más o de menos..
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia. y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en su rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre..
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.

III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que le hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...

Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello denoblesse oblige —claro que sin decir noblesse oblige— y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja Lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, recla­mara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó, cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
—Necesito un veneno —dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
—Necesito un veneno —dijo. —¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
—Quiero el más fuerte que tenga —interrumpió—. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
—Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
—Quiero arsénico. ¿Es bueno?
—¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que de­sea...?
—Quiero arsénico.

El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.

—¡Sí, claro —respondió el hombre—; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.

IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el “Elks Club” que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de do­mingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Ernilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....

Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los baptistas —la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocu­rrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la es­posa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....

De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empeza­mos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando, podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia, había engordado, y su cabello empezaba a ponerse gris. En po­cos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....
Todos estos años, la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas, con sus cajas de pintura y sus pinceles a que la señorita Emilia les enseñara a pintar, según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oir hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de nuestra presencia, eso na­die podía decirlo; y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.

IV
El negro encontró a las primeras señoras que llegaron a la casa, en la puerta principal, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció; atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera, a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre, colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el porche estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viej­os, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.

Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba..

Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos..
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, le había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía y sobre él y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo..
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada, ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.


William Faulkner
Escritor estadounidense, William Faulkner es considerado como uno de los más grandes autores del siglo XX, galardonado en 1949 con el Premio Nobel de Literaturay considerado como uno de los padres de la novela contemporánea.
Nacido en el Sur de los Estados Unidos, Faulkner no llegó a acabar los estudios y luchó en la I Guerra Mundial como piloto de la RAF. Como veterano tuvo la oportunidad de entrar en la universidad pero al poco tiempo decidió dedicarse por completo a la literatura.
Tras cambiar habitualmente de trabajo, Faulkner publicó su antología de cuentos La paga de los soldados (1926) tras encontrar cierta estabilidad económica como periodista en Nueva Orleans. Poco después comenzaría a publicar sus primeras novelas en las que reflejó ese Sur que tan bien conocía, El ruido y la furia (1929) es la más conocida de este periodo. Luego llegarían obras tan famosas como Luz de agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! (1936) o El villorrio (1940).
Santuario (1931) fue, a la larga, su novela más vendida y la que le permitió dedicarse a la escritura de guiones para Hollywood. Sus cuentos más conocidos de esta época pueden leerse en ¡Desciende, Moisés! escrito en 1942. Como guionista, habría que destacar su trabajo en Vivamos hoy (1933), Gunga Din (1939) o El sueño eterno (1946). En el apartado de premios, Faulkner tuvo un reconocimiento tardío aunque generalizado. Además del ya nombrado Nobel de Literatura también recibió el Pulitzer en 1955 y el National Book Award, este entregado ya de manera póstuma por la edición de sus Cuentos Completos.
Fuente: lecturalia.com - elaguila-alvarado.blogspot.com - Foto: muyinteresante.es

LEOPOLDO LUGONES: EL HOMBRE MUERTO



La aldeíta donde nos detuvimos con nuestros carros, después de efectuar por largo tiempo una mensura en el despoblado, contaba con un loco singular, cuya demencia consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo con encarecimiento desesperado que le consideraran difunto.

De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que muchos, ante su desesperación, simularan y aquello no hacía sino multiplicar sus padecimientos.

No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado, para imploramos con una desolada resignación, que positivamente daba lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que, de tarde en tarde, pasaban por el lugarejo.

Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició la ocasión de interrogar al curioso personaje. Este se dio cuenta, acto continuo, de lo que mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por todos conceptos discorde con su catadura.

-Pero yo no soy loco -dijo con una notable calma, que mal velaba, no obstante, su doloroso pesimismo-. Yo no soy loco, y estoy muerto, efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?

Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.

-Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá…

(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y próximas.)

-Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar hasta el espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda su ciencia. Parece que tenía la solitaria.

“Cierta vez, sin embargo, en uno de esos desmayos, me quedé. Y aquí empieza la historia de mi tormento; de mi locura…

“La incredulidad unánime de todos, respecto a mi muerte, no me dejaba morir. Ante la naturaleza, yo estaba y estoy muerto. Mas para que esto sea humanamente efectivo, necesito una voluntad que difiera. Una sola.

“Volví de mi desmayo por hábito material de volver; pero yo como ser pensante, yo como entidad, no existo. Y no hay lengua humana que alcance a describir esta tortura. La sed de la nada es una cosa horrible.”

Decía aquello sencillamente, con un acento tal de verdad, que daba miedo.

-¡La sed de la nada! Y lo peor es que no puedo dormir. ¡Treinta años despierto! ¡Treinta años en eterna presencia ante las cosas y ante mi no ser!

En la aldea habían concluido por saber aquello de memoria. Pasaron a ser vulgares sus reiteradas tentativas para obligarlos a creer en su muerte. Tenía la costumbre de dormir entre cuatro velas. Pasaba largas horas inmóvil en medio del campo, con la cara cubierta de tierra.

Tales narraciones nos interesaron en extremo; mas cuando nos disponíamos a metodizar nuestra observación, sobrevino un desenlace inesperado.

Dos peones que debían alcanzarnos en aquel punto, arribaron la noche del tercer día con varias mulas rezagadas.

No los sentimos llegar, dormidos como estábamos, cuando de pronto nos despertaron sus gritos. He aquí lo que había sucedido.

El loco dormía en la cocina de nuestro albergue, o aparentaba dormir entre sus velas habituales -la única limosna que nos había aceptado.

No mediaban dos metros entre la puerta donde se detuvieron cohibidos por aquel espectáculo, y el simulador. Una manta le cubría hasta el pecho. Sus pies aparecían por el otro extremo.

-¡Un muerto! -balbucearon casi en un tiempo. Habían creído en la realidad.

Oyeron algo parecido al soplo mate de un odre que se desinfla. La manta se aplastó como si nada hubiera debajo, al paso que las partes visibles -cabeza y pies- trocáronse bruscamente en esqueleto.
El grito que lanzaron púsonos en dos saltos ante el jergón.

Tiramos de la manta con un erizamiento mortal.

Allá, entre los harapos, reposaban sin el más mínimo rastro de humedad, sin la más mínima partícula de carne, huesos viejísimos a los cuales adhería un pellejo reseco.


Leopoldo Lugones
Nació el 13 de junio de 1874 en Villa de María del Río Seco, provincia de Córdoba.
Aprendió las primeras letras de la mano de su madre doña Custodia Arguello y de ella recibió una educación católica estricta.
Cursa el bachillerato en el Colegio Nacional de la ciudad de Córdoba, en donde destacó tanto por su aplicación como por su rebeldía. En esa ciudad provinciana se inicia a los dieciocho años en el periodismo y en la literatura.
Tuvo contacto con el socialismo (fue uno de sus pioneros en Argentina), el liberalismo, el conservadurismo y desde 1924, el fascismo. Realizó viajes por Europa y residió en París antes de la I Guerra Mundial. De regreso a la Argentina, fue el director del suplemento literario de La Nación y bibliotecario del Consejo de Educación.
Como poeta, se inicia en 1897 con Las montañas del oro, con versos medidos y libres, y prosa poética, en plena eclosión del modernismo. Esta atmósfera decadente se prolonga en Los crepúsculos del jardín (1905) y Lunario sentimental (1909), siempre influenciado por Rubén Darío. Su registro poético cambia luego con las Odas seculares (1910), exaltación de las riquezas argentinas inspirada en Virgilio. Su poesía se vuelve intimista y cotidiana en El libro fiel(1912), El libro de los paisajes (1917) y Las horas doradas (1922). En su poesía narrativa aparecen títulos como Poemas solariegos (1927) y el póstumo Romances del Río Seco. Como cuentista escribe Las fuerzas extrañas (1906) y Cuentos fatales (1926), que desarrollan la literatura fantástica que se liga con Horacio Quiroga y anuncia a Jorge Luis Borges y Julio Cortázar.
El relato histórico sobre la guerra de la independencia anima La guerra gaucha y las meditaciones esotéricas de teosofía, una olvidable novela, El ángel de la sombra (1926). En el campo de la historia cuentan El imperio jesuítico (1904), Historia de Sarmiento (1911) y El payador (1916). Tradujo partes de La Iliada de Homero y estudió aspectos de la Grecia clásica en Las limaduras de Hefaistos y las dos series de Estudios helénicos. La evolución de su pensamiento político puede seguirse en libros como Mi beligerancia, La patria fuerte y La grande Argentina.Leopoldo Lugones se suicidó en el Tigre, San Fernando, Buenos Aires, Argentina, el 18 de febrero de 1938. Fuente: ciudadseva.com - Revista Caras y Caretas, Buenos Aires, 1907 - buscabiografias.com


ALEJANDRA PIZARNIK: POEMAS

A LA ESPERA DE LA OSCURIDAD


Ese instante que no se olvida
Tan vacío devuelto por las sombras
Tan vacío rechazado por los relojes
Ese pobre instante adoptado por mi ternura
Desnudo desnudo de sangre de alas
Sin ojos para recordar angustias de antaño
Sin labios para recoger el zumo de las violencias
perdidas en el canto de los helados campanarios.

Ampáralo niña ciega de alma
Ponle tus cabellos escarchados por el fuego
Abrázalo pequeña estatua de terror.
Señálale el mundo convulsionado a tus pies
A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir.

Pero ese instante sudoroso de nada
Acurrucado en la cueva del destino
Sin manos para decir nunca
Sin manos para regalar mariposas
A los niños muertos




EL DESPERTAR

a León Ostrov 
Señor 
La jaula se ha vuelto pájaro 
y se ha volado 
y mi corazón está loco 
porque aúlla a la muerte 
y sonríe detrás del viento 
a mis delirios 

Qué haré con el miedo 
Qué haré con el miedo 

Ya no baila la luz en mi sonrisa 
ni las estaciones queman palomas en mis ideas 
Mis manos se han desnudado 
y se han ido donde la muerte 
enseña a vivir a los muertos 

Señor 
El aire me castiga el ser 
Detrás del aire hay mounstros 
que beben de mi sangre 

Es el desastre 
Es la hora del vacío no vacío 
Es el instante de poner cerrojo a los labios 
oír a los condenados gritar 
contemplar a cada uno de mis nombres 
ahorcados en la nada. 

Señor 
Tengo veinte años 
También mis ojos tienen veinte años 
y sin embargo no dicen nada 

Señor 
He consumado mi vida en un instante 
La última inocencia estalló 
Ahora es nunca o jamás 
o simplemente fue 

¿Còmo no me suicido frente a un espejo 
y desaparezco para reaparecer en el mar 
donde un gran barco me esperaría 
con las luces encendidas? 

¿Cómo no me extraigo las venas 
y hago con ellas una escala 
para huir al otro lado de la noche? 

El principio ha dado a luz el final 
Todo continuará igual 
Las sonrisas gastadas 
El interés interesado 
Las preguntas de piedra en piedra 
Las gesticulaciones que remedan amor 
Todo continuará igual 

Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo 
porque aún no les enseñaron 
que ya es demasiado tarde 

Señor 
Arroja los féretros de mi sangre 

Recuerdo mi niñez 
cuando yo era una anciana 
Las flores morían en mis manos 
porque la danza salvaje de la alegría 
les destruía el corazón 

Recuerdo las negras mañanas de sol 
cuando era niña 
es decir ayer 
es decir hace siglos 

Señor 
La jaula se ha vuelto pájaro 
y ha devorado mis esperanzas 

Señor 
La jaula se ha vuelto pájaro 
Qué haré con el miedo



PEREGRINAJE 
a Elizabeth Azcona Cranwell 

Llamé, llamé como la náufraga dichosa 
a las olas verdugas 
que conocen el verdadero nombre 
de la muerte. 

He llamado al viento, 
le confié mi ser. 

Pero un pájaro muerto 
vuela hacia la desesperanza 
en medio de la música 
cuando brujas y flores 
cortan la mano de la bruma. 
Un pájaro muerto llamado azul. 

No es la soledad con alas, 
es el silencio de la prisionera, 
es la mudez de pájaros y viento, 
es el mundo enojado con mi risa 
o los guardianes del infierno 
rompiendo mis cartas. 

He llamado, he llamado. 
He llamado hacia nunca. 


Alejandra Pizarnik
(Buenos Aires, 1939 - id., 1972) Poetisa argentina. Su obra poética, que se inscribe en la corriente neosurrealista, manifiesta un espíritu de rebeldía que linda con el autoaniquilamiento. Entre sus títulos más destacados figuran La tierra más ajena (1955), Árbol de Diana (1962) y Extracción de la piedra de locura (1968).

Alejandra Pizarnik nació en el seno de una familia de inmigrantes rusos que perdió su apellido original, Pozharnik, al instalarse en Argentina. Después de cursar estudios de filosofía y periodismo, que no terminó, Pizarnik comenzó su formación artística de la mano del pintor surrealista Batlle Planas. Entre 1960 y 1964 vivió en París, donde trabajó para la revista Cuadernos, realizó traducciones y críticas literarias y prosiguió su formación en la prestigiosa universidad de La Sorbona; formó parte asimismo del comité de colaboradores extranjeros de Les Lettres Nouvelles y de otras revistas europeas y latinoamericanas. Durante sus años en Francia comenzó su amistad con el escritor Julio Cortázar y con el poeta mexicano Octavio Paz que escribió el prólogo de su libro de poemas Árbol de Diana (1962). De regreso a Argentina publicó algunas de sus obras más destacadas; su valía se vio reconocida con la concesión de las prestigiosas becas Guggenheim (1969) y Fullbright (1971), que sin embargo no llegó a completar. Los últimos años de su vida estuvieron marcados por serias crisis depresivas que la llevaron a intentar suicidarse en varias ocasiones. Pasó sus últimos meses internada en un centro psiquiátrico bonaerense; el 25 de septiembre de 1972, en el transcurso de un fin de semana de permiso que pasó en su casa, terminó con su vida con una sobredosis de seconal sódico. Tenía 36 años. Había publicado sus primeros libros en los cincuenta, pero sólo a partir de Árbol de Diana(1962), Los trabajos y las noches (1965) y Extracción de la piedra de la locura (1968), encontró Alejandra Pizarnik su tono más personal, tributario al mismo tiempo del automatismo surrealista y de la voluntad de exactitud racional. En esa tensión se mueven estos poemas deliberadamente carentes de énfasis y muchas veces hasta carentes de forma, como anotaciones alusivas y herméticas de un diario personal. Su poesía, siempre intensa, a veces lúdica y a veces visionaria, se caracterizó por la libertad y la autonomía creativa. Su obra lírica comprende siete poemarios: La tierra más ajena (1955), La última inocencia(1956), Las aventuras perdidas (1958), Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches(1965), Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971). Después de su muerte se prepararon distintas ediciones de sus obras, entre las que destaca Textos de sombra y últimos poemas (1982), que incluye la obra teatral Los poseídos entre lilas y la novela La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa. También póstumamente fue reeditado el conjunto de sus textos en el volumen Obras completas (1994); sus cartas quedaron recogidas en Correspondencia (1998).
Fuente:los-poetas.com - biografiasyvidas.com - Foto: archivos del blog


FRANK ABEL DOPICO: POEMAS

El correo de la noche


Mis piernas van tras el correo de la noche.
Un enemigo tiende su mano miserable, ayuda mi carrera,
luego me hace polvo con su mano apagada.
Las casas huyen grises y una estrella abandona su
casa de la noche
y anda con sus bártulos a cuestas. Una estrella vuelve
a su casa de la noche
y anda por el jardín, medio dormida.
El ciudadano que soy va tras su noticia. Apedreando al que fui.
Quiero saber cómo está Mayra, qué le hablan sus ojos al recuerdo.

El correo de la noche atraviesa edificios, irrumpe en
plazas moribundas.
Sus remos son caballos silvestres como los ojos de Mayra.
Alguien cruza mordisqueando sus dedos. Alguien
(y una carta) entró a la oscuridad.
Pasan los novios, humeantes cuerpos, y el reloj
se clava sus agujas.
A dos cuadras de mí el anciano espera que esté completo
su rebaño.
Un hombre esconde el espejo donde se va a mirar mañana.

Mis piernas siguen los ecos de la noche.
Soy un bufón, esquivo ese color dulce de la primavera
porque dentro llevo los charcos de su lluvia y puedo
florecer,
y es indiscreto florecer, uno tan noble,
tan bueno que es uno así de solo,
con mi tierno diablo y mi dios tan solo y pobrecito.
Quiero poner la vida como trampa,
criar conmigo al rey que nunca seré, a los reyes
sonámbulos, los que con cielo y pan hacen el
amor sin manifiestos.
Busco una noticia, busco el puente que hicieron los
héroes para mí,
y siempre está más lejos, está en el mismo sitio de
los héroes,
debo hacer algo más que comerme estas naranjas,
debo inventar un flamboyán o algo amenazante,
el puente me espera, nos espera,
tantas flores mediocres aplastan los caballos
que el correo va lento, los caballos sangran pero yo
los aplaudo.
Los caballos resbalan, rehenes de la luna,
dejan su lamido triste en mi pupila.
El correo de la noche puede ser asaltado
pero va con cicatrices que recuerdan al sol.

En un lugar de mi vida hay un revólver.


La Casa de rojo (Trabalenguas de amor)


El día que me quieras tendrá más luz que junio.
Amado Nervo.


Del pez se hizo el árbol,
del árbol el acta de nacimiento,
del acta de nacimiento nació la penumbra,
la penumbra tuvo por hijo a su murciélago,
el murciélago chocó con los ojos de Eva,
con los ojos de Eva quemaron a Juana de Arco,
bajo el arco de triunfo un mendigo insultaba las estrellas,
las estrellas fueron condenadas a cadena perpetua por la noche,
la noche fue titulada bailarina,
una bailarina dejó un zapato de cristal sobre una nube,
la nube fue en busca de la tierra del Corán,
en la tierra del Corán,
en la tierra del Corán tú no estabas ni yo tampoco,
tampoco estábamos en ninguna parte,
en ninguna parte nos habíamos pronunciado ni se había escrito que tu pelo era un triángulo,
simplemente dormíamos en los extremos de una isla,
tus pechos hacían de centinelas, aún son los centinelas.
Y se volvió al principio.
El principio es el pez que procrea al árbol,
y al final surge un almendro,
sobre un almendro tú haces flotar mi eternidad,
como un pájaro hace flotar su equilibrio
ante la vista perfecta del cazador de pájaros,
y el cazador falla, pobre cazador que no tendrá ni almendro ni pájaro en la cena,
pobre pájaro que esta noche volará en el hambre
y ahí no sabe volar.
Entonces el pájaro viscoso deja abiertas las compuertas de su pecho,
derrama canto y sangre y vuelo sobre el árbol,
el cazador entiende, su hambre corta el árbol,
camina cien lunas a través de su hambre, árbol encima, hasta que muere siendo un árbol rojo,
una casa de rojo en el camino, una casa que canta y vuela según quieras,
canta casa, vuela casa, y yo flotando encima
con mi acta de nacimiento, con mi ser por duplicado,
sobre una casa de rojo que puede ser tu corazón, que puede ser mi corazón,
con un guardián corrupto que deja salir sangre y entrar huellas
pero que no deja que duerma sobre el techo.
Lo soborno y dice que es tu corazón, que no es el mío,
me aconseja matar la eternidad de un garrotazo.
Pero esa casa de rojo es mi corazón, yo soy hijo del pájaro muerto por el pájaro
y tú eres la hija del cazador de pájaros.
Mi cigüeña fue lista, es la famosa cigüeña que nunca se equivoca
y me ordenó entrar al corazón por esa boca,
a la casa de rojo, a la casa de rojo voy a entrar por esa boca,
como del pez se hizo el árbol y yo me llamo pez
y penumbra y murciélago y son los ojos de Eva que me incendian.
Bajo el arco de triunfo de la puerta voy a pasar hoy mismo,
esta noche será que por fin me pondré mi corazón
y mi casa de rojo será mía y tuya una mitad y será un zapato de sangre para dos,
un corazón de agua para dos,
porque del pez se hizo el árbol,
del árbol el acta de nacimiento,
del acta de nacimiento nació la penumbra
y no pararé, no pararé,
aunque las estrellas envíen los pájaros fatales contra el techo,
aunque muertos de hambre veamos descender un pájaro viscoso,
aunque la historia no te parezca larga.
Aunque la historia no te parezca larga.


Apuntes de Gulliver
A Miguel Barnet y a Pedro de la Hoz.


Crecieron los enanos que huían de las flores.
Creció un arbusto seco tan alto que sostuvo el peso de los cielos.
Creció Yudith aunque sigue escuchando a las hormigas.
Creció el perro blanco a pesar de las piedras y los palos.
Creció el brazo derecho a pesar del brazo izquierdo y a pesar de los escalofríos y las playas.
Creció la tormenta. Sin lluvia.
Crecieron los mapas y los diccionarios a pesar de las barricadas del reloj.
Creció el príncipe pero no tiene el reinado prometido.
Creció la puesta del sol. Con algunos errores, eso sí.
Crecieron las muchachas de mi barrio, una a una, seno y aire.
Los muchachos también, de pronto, frente a la antigua bodega y con permiso de los padres.
Creció mi primer amor y mi segundo amor, el tercero y así hasta el infinito.
Fulano se hizo grande, no recuerdo su nombre, pero un día me golpeó sobre los ojos.
Creció mi país y salió de viaje por el mundo, como en las aventuras.
Creció el cuchillo del hombre que vendía atardeceres.
Creció la añoranza y ya no le sirven los vestidos.
A José, el mudo, no le hizo falta crecer porque cambió el crecer por su jardín de rosas.
Alguien, lejanamente, hace crecer sus sueños pintándole los labios.
Crecieron los piratas, ahora el mar les parece más pequeño, los tesoros abundan.
Creció la primavera, alta, pensante, con las uñas postizas.
Únicamente los juguetes conservan su estatura.


Frank Abel Dopico 
(Santa Clara, Cuba,1964-2016)






Dice Yeilén Delgado Calvo (delupasycatalejos.wordpress.com)


Recuerdo con claridad el día que descubrí que la denominación de «poeta» era una cosa tremenda. Fue hace unos 20 años, la tarde cuando me regalaron el primer libro de poemas.

Aún era demasiado pequeña, pero intenté leerlo y comencé a descubrir, por suerte temprano, que la poesía es una cosa de otro mundo que nos acompaña, y que andar de espaldas a ella por esta vida a veces árida, es perderse la oportunidad de acaparar la verdadera riqueza, la que nos alumbra dentro.

Desde entonces hasta hoy he leído poesía con apetito, y siempre me provoca felicidad extrema hallar a la vuelta de la esquina un poeta tremendo. Así me sucedió con Frank Abel Dopico (Santa Clara, 1964-2016).

Los primeros versos suyos los encontré en una revista, y quedé asombrada con la manera de convertir la simplicidad en belleza. Después, a mi paso por Santa Clara, armé a retazos su existencia de tintes dramáticos, novelescos, pero que se resistía a la tristeza. El público lo había amado. Ganó en 1988 el Premio David y el Premio de la Crítica. En 1994 se fue a vivir a España, desde donde publicó poco. A su vuelta a Cuba, en el 2008, el panorama literario había cambiado y no muchos sabían cuánto significaba para las letras cubanas ese hombre que –me contaron– murió un poco solo y de demasiado alcohol.

También supe de su influjo que seguía, no solo en el vocablo impreso para siempre, sino además en la obra de un músico agradecido, del que fue profesor, al que ayudó a superar su timidez infantil mediante el teatro, y que ahora hace canciones sinceras que en Cuba se admiran.

De vuelta a La Habana fui directo a comprar El correo de la noche (Editorial Letras Cubanas, 2015), una reedición del poemario que había merecido el David. Y después de leerlo reafirmé la opinión de que la poesía sufre el prejuicio que signa lo desconocido. No vende, proclaman las grandes editoriales, y la gente acaba por creerse que es cosa de élites.

Parte de la culpa la tienen los malos poetas, los que hacen del sinsentido una forma de exhibir supuesta cultura; pero Dopico, porque era de veras poeta, no asumía poses, más bien asaeteaba con sus metáforas insólitas y su irrespeto por los lugares comunes.

«Y cuando en cada ombligo nace un duende, no se trata de una visión, sino de una visión a lo Frank Abel. Caramba, Frank, todo aquello devino contagioso ¡Cuántos quisimos dopiquear! Te convertiste en un estilo», afirma Yamil Díaz en su carta-prólogo.

La poesía, como todo lo sublime, no anda necesitada de explicaciones. Cada quien puede hacerla su ancla o su globo aerostático, según lo precise. Lo único imperdonable es aferrarse a la literalidad, temerle a buscar detrás de las palabras. No queda más que compartir un cóctel de versos desordenados, una herejía que creo me sería perdonada por la desprejuiciada alma que los atrapó en papel.

«Bienaventurada seas si esta noche vienes a partir / mi soledad en dos pedazos, / a darle a mi puerta su carruaje/… Donde crecen las alas antes hay precipicios… Se informa a los propietarios de maravillas/…que lo increíble existe a una gota de las cosas… ¿A quién de caminar no le ha brotado un ángel?

Fuente: verbiclara.wordpress.com - delupasycatalejos.wordpress.com - mardesnudo.atenas.cult.cu
Foto: otrolunes.com

BERTOLT BRECHT: POEMAS



Epitafio

Escapé de los tigres
alimenté a las chinches
comido vivo fui
por las mediocridades.

Contra la seducción
No os dejéis seducir:
no hay retorno alguno.
El día está a las puertas,
hay ya viento nocturno:
no vendrá otra mañana.
No os dejéis engañar
con que la vida es poco.
Bebedla a grandes tragos
porque no os bastará
cuando hayáis de perderla.
No os dejéis consolar.
Vuestro tiempo no es mucho.
El lodo, a los podridos.
La vida es lo más grande:
perderla es perder todo.

Quiero ir con aquel a quien amo

Quiero ir con aquel a quien amo.
No quiero calcular lo que cuesta.
No quiero averiguar si es bueno.
No quiero saber si me ama.
Quiero ir con aquél a quien amo.

La canción del no y el sí

1
Hubo un tiempo en que creía, cuando aún era inocente,
y lo fui hace tiempo igual que tú:
quizás también me llegue uno a mí
y entonces tengo que saber qué hacer.
Y si tiene dinero
y si es amable
y su cuello está limpio también entre semana
y si sabe lo que le corresponde a una señora
entonces diré «No».
Hay que mantener la cabeza bien alta
y quedarse como si no pasara nada.
Seguro que la luna brilló toda la noche,
seguro que la barca se desató de la orilla,
pero nada más pudo suceder.
Sí, no puede una tumbarse simplemente,
sí, hay que ser fría y sin corazón.
Sí, tantas cosas podrían suceder,
ay, la única respuesta posible: No.

2
El primero que vino fue un hombre de Kent
que era como un hombre debe ser.
El segundo tenía tres barcos en el puerto
y el tercero estaba loco por mí.
Y al tener dinero
y al ser amables
y al llevar los cuellos limpios incluso entre semana
y al saber lo que le corresponde a una señora,
les dije a todos: «No».
Mantuve la cabeza bien alta
y me quedé como si no pasara nada.
Seguro que la luna brilló toda la noche,
seguro que la barca se desató de la orilla,
pero nada más pudo suceder.
Sí, no puede una tumbarse simplemente,
sí, hay que ser fría y sin corazón.
Sí, tantas cosas podrían suceder ,
ay, la única respuesta posible: No.

3
Sin embargo un buen día, y era un día azul,
llegó uno que no me rogó
y colgó su sombrero en un clavo en mi cuarto
y yo ya no sabía lo que hacía.
Y aunque no tenía dinero
y aunque no era amable
ni su cuello estaba limpio ni siquiera el domingo
ni sabía lo que le corresponde a una señora,
a él no le dije «No».
No mantuve la cabeza bien alta
y no me quedé como si no pasara nada.
Ay, la luna brilló toda la noche,
y la barca permaneció amarrada a la orilla,
¡y no pudo ser de otra forma!
Sí, no hay más que tumbarse simplemente,
sí, no puede una permanecer fría ni carecer de corazón.
Ay, tuvieron que pasar tantas cosas,
sí, no pudo haber ningún No.

Pero en la fría noche
Pero ya sólo el hielo, en la fría noche, agrupaba
los cuerpos blanquecinos en el bosque de alisos.
Semidespiertos, escuchaban de noche, no susurros de amor
sino, aislados y pálidos, el aullar de los perros helados.

Ella se apartó por la noche el pelo de la frente, y se esforzó
por sonreír,
él miró, respirando hondo, mudo, hacia el deslucido cielo.
Y por las noches miraban al suelo cuando sobre ellos
infinitos pájaros de gran tamaño en bandadas procedentes
del Sur se arremolinaban, excitado bullicio.

Sobre ellos cayó una lluvia negra.



Bertolt Brecht

Poeta y dramaturgo alemán, Bertolt Brecht nació el 10 de febrero de 1898 en Augsburgo. Está considerado uno de los más grandes autores teatrales alemanes del siglo XX y padre del teatro épico.
Comenzó su carrera literaria como poeta, aunque tras la Primera Guerra Mundial terminó su obra teatral Baal. A partir de entonces su carrera se desarrolló en Berlín y Munich, donde logró hacerse con un sitio en el mundo del teatro alemán.
De ideas comunistas, Brecht tuvo que escapar de Alemania tras el auge del partido nazi. En el exilio escribió algunas de us mejores obras como El círculo caucásico de tiza o La vida de Galilei.
Tras un fracasado intento de acceder a la industria de Hollywwod, Brecht volvió a Alemania, instalándose en la RDA, donde continuó con su carrera teatral. Bertol Brecht murió en Berlín el 14 de agosto de 1956.
Fuente:lecturalia.com - zendalibros.com -Foto: archivos del blog

MÚSICA: UNITED FUTURE ORGANIZATION


"No Problem"
Vocalista: Mark Murphy
subido por: Yaberest 
gentileza: YouTube


"Mistress of dance"
Bailarina: Svetlana Zakharova
Imagen: Lago de los Cisnes
subido por: Momirski
Gentileza: YouTube


United Future Organization, también conocida como UFO, es un grupo de nu-jazz, liderado actualmente por Tadashi Yabe y Raphael Sebbag, se formó en 1990 como un equipo de producción para participar activamente en la moda, puesta en escena, arte y club de promociones, eventos y programas de radio. A través de su colaboración con artistas y DJs en Japón, se han convertido en una fuerza a tener en cuenta, a través de sus conocimientos. Fanáticos del jazz, latino, hip-hop y electrónica, tienen una gran cantidad de inspiración musical a su disposición. 
Las producciones de U.F.O. han sido siempre experimentales, de vanguardia y al ajuste de tendencias, y la banda ha desempeñado un papel integral en romper la escena del acid jazz a principios de los años noventa al influir en actos junto a Jamiroquai, The Brand New Heavies, US3 y Galliano, entre otros. 
U.F.O. tiene muchos seguidores en todo el mundo y sus partidarios incluyen nombres como: Francois K, Masters At Work, Dimitri de París, Patrick Forge, Gilles Peterson y Ross Allen. 
(Ibarrechea) Foto:headz.fm

viernes, 18 de mayo de 2018

WALTER R. QUINTEROS. NEGRADA


Esta es la historia de la niña Enriqueta y el negro Zé Lucio.
Ellos se enamoraron. 
Lo conversaron conmigo a escondidas, porque yo era el caporal.
Ella dijo que fue cuando lo vio a Zé Lucio bañándose desnudo en el río.
Él dijo que fue de tanto conocerla al llevar a la niña en el auto, a la escuela para maestras.
Guardé el secreto. No se porqué.
Zé Lucio era uno de los nuestros, de la negrada que trabajaba en la finca. 
Alto, atlético, medio bruto que apenas sabía leer.
En cambio, ella tenía 17 años, era la única hija de los patrones.
Delgada, menuda, de muy buenos modales, saludaba y le sonreía a toda la negrada del campamento.
Le pidió a su madre que sea Zé Lucio quién la lleve a la escuela, porque conducía mejor que el otro negro.
El dueño de la finca, don Clemente Ledezma, su padre, consintió el pedido de su esposa de trasladar a Zé Lucio del taller de vehículos a chófer de la familia.
En reemplazo me mandó a Luí Buba, un negro laborioso, pulcro, delicado, fofo, medio amanerado, que venía de las cocinas.
La niña Enriqueta me agradeció que vistiera bien a Zé Lucio, que lo acostumbrara a usar zapatos y, que lo obligara a bañarse todos los días antes de subir al automóvil.
Una noche encontré a Luí Buba y al negro Zé Lucio peleando desnudos, en la oscuridad del galpón, se escabulleron por los fondos cuando encendí una luz.
(eso me pareció)
Era mi obligación informar a don Clemente de cosas raras, pero no lo hice. 
La negrada que trabajaba en la finca era un poco revoltosa, barullera, rebelde.
Había en las barracas poco para comer, pero mucho para beber.
A la mañana siguiente, la niña Enriqueta y Zé Lucio, salieron, no volvieron.
Yo sabía que eso iba a suceder, pero no lo dije.
El patrón llamó a la policía, mandó a buscarlos.
A ella viva, al negro muerto.
Largó los perros rastreadores al camino.
Por la tarde me hizo azotar a Olivia, la nodriza, que entre llantos clamaba que, 
"sepa el señor Clemente que el amor es una cosa pasajera, hasta que por fin llega". 
Se escuchaban gritos de rabia y de dolor.
Y también me dijo que azotara a los guardias de los portones y, a toda la negrada que estaba en fila, bajo los rayos del sol, esperando el castigo de rigor. 
No se porqué.
Hasta que el negro Luí Buba rompió en llanto. Salió de la fila.
Corrió hasta don Clemente y se arrojó a sus pies.
Le imploraba que los encuentre, que los traiga vivos, 
"porque nadie amará tanto a mi Zé Lucio, como lo amo yo". Así le dijo, así le suplicó.

Walter R. Quinteros
(Ibarrechea)