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viernes, 3 de noviembre de 2017

ANTONIO MUÑOZ MOLINA: EL VIENTO DE LA LUNA



Fue el último verano que vivió con nosotros cuando mi tío Pedro decidió que iba a instalarnos la ducha, el verano anterior al viaje del Apolo XI a la Luna.
Yo tenía doce años y había terminado el curso con un suspenso vergonzoso en Gimnasia. En el vestuario mis compañeros se reían de mis calzoncillos y en la sala de aparatos el profesor de Educación Física me humillaba junto a los más gordos y torpes de la clase cuando no sabía saltar el potro ni escalar por la cuerda y ni siquiera dar una voltereta. Esa mañana de julio –hasta principios de septiembre yo no tendría que enfrentarme a la renovada humillación y el íntimo suplicio de un nuevo examen de gimnasia-, mi tío Pedro sacó el bidón metálico al corral y nos mostró todas las cosas que había comprado en la ferretería o conseguido en su taller de carpintería metálica, donde estaba a punto de que lo ascendiesen a soldador de primera: una alcachofa de ducha, varios tubos de cobre de distintas longitudes y grosores, una manguera remendada con parches de bicicleta. Mi madre y mi abuela lo miraban con admiración y algo de alarma, sobre todo cuando me pidió que le acercara la escalera de mano y la apoyara contra el muro de la caseta exterior donde estaba el retrete. Se echó el bidón al hombro, subió por la escalera sujetándose con una sola mano, fornido, enérgico, en camiseta, con su pantalón azul de soldador, la cara y los brazos muy blancos, porque ya no le daba el sol sin misericordia del trabajo en el campo. Yo sujetaba la escalera y mi madre y mi abuela le hacían advertencias asustadas, agárrate bien, no mires para abajo, que te puede dar mareo, no vayas a caerte. Mi tío se pasó la mañana al sol, atareado en el tejadillo, ajustando el bidón con anclajes metálicos, soldando junturas, la cara protegida por su careta de metal con una mirilla como de morrión de película, la pistola de soldadura soltando chorros de chispas que dejaban un olor muy acre en el aire y caían al suelo como tenues plumas de ceniza. Con su careta de soldador mi tío se parecía al Hombre de la Máscara de Hierro. Yo permanecía alerta al pie de la escalera, dispuesto a alcanzarle lo que él me pidiera con sus ademanes recién adquiridos de experto: un destornillador, un martillo, un tubo de cobre. Mi tío sudaba en la ofuscación del sol de julio, bajo un sombrero de paja que mi abuela me había hecho alcanzarle, no fuera a coger una insolación, y que ya era incongruente con su mono azul de experto en soldadura y en carpintería metálica.
-Ya casi ha terminado mi hermano la ducha –le dijo mi madre a mi padre cuando llegó él del mercado a la hora de comer, y le señaló el bidón ya instalado en el tejadillo del retrete, por encima de las hojas tupidas de la parra-. Dice que mañana podremos ducharnos.
– ¿Y el agua? –dijo mi padre, con su mirada escéptica y el aire entre reservado e irónico que tenía siempre en casa, y que podía oscilar fácilmente hacia el malhumor y el silencio.- ¿De dónde pensáis traer el agua para ducharos?
Al día siguiente, domingo, mi tío se levantó temprano y salió del cuarto con sigilo, como temiendo despertarme. Desde la cama yo escuchaba cada mañana los aleteos y el piar de las golondrinas que anidaban todos los años en el hueco de mi balcón. Oía también los pregones de los vendedores ambulantes y los cascos de los caballos y los mulos, las ruedas de los carros retumbando sobre el empedrado. Distinguí de lejos, todavía sin desprenderme por completo del sueño, los martillazos que daba mi tío sobre la chapa del bidón, en el corral, y luego el gruñido de la polea del pozo, y el del agua pasando de un recipiente a otro. Con la ayuda de mi madre, mi tío sacaba agua del pozo, la trasvasaba a otro cubo, subía con él la escalera y vaciaba el agua en el bidón del tejadillo. Había procurado no despertarme y no me había pedido que le ayudara: quería que al levantarme me encontrara la sorpresa. Oí sus pasos jóvenes y fuertes, subiendo por la escalera hasta el primer rellano, y luego su voz gritando mi nombre.
Bajé al corral, y allí estaba mi tío, junto a la caseta del retrete, en calzoncillos, unos calzoncillos blancos y rudimentarios de tela idénticos a los míos, y a los de mi padre y mi abuelo, peludo y musculoso, la cara y el cuello muy morenos y el torso muy blanco, con un estropajo y un trozo de jabón en la mano, triunfal.
-Venga, prepárate, que vamos a ducharnos. ¿Tú cuántas veces te has duchado en tu vida?
-Yo, ninguna.
– Pues ésta va a ser la primera.
Me quedé en calzoncillos, igual que él, porque no tenía bañador y no sabía que uno pudiera ducharse desnudo. Mi madre y mi abuela nos miraban, maravilladas, asustadas, las dos frotándose las manos sobre los delantales, nerviosas, examinando el interior del cobertizo del retrete, que ahora tenía en el techo, saliendo de un agujero taladrado en el yeso y el cañizo por mi tío, un tubo de cobre que acababa en la alcachofa de una ducha, y del que colgaba un largo trozo de alambre terminado en un gancho.
-Tengo que poner un grifo –dijo mi tío-, pero por ahora nos arreglaremos tirando del alambre.
-A ver si os vais a escurrir y os vais a caer y os hacéis daño –dijo mi abuela, medrosamente asomada al cobertizo donde no había más que la taza del retrete.
-¿Y si os mojáis y se os corta la digestión? –dijo mi madre.
-Ni que fuéramos a tirarnos de cabeza al mar –mi tío, jovialmente, ya se había situado exactamente debajo de la alcachofa de la ducha, y sujetaba el alambre-. ¿Preparado?
Dije que sí, casi pegado a él, en el espacio escaso del cobertizo, y entonces mi tío tiró del alambre, cerrando los ojos, y al principio no pasó nada y volvió a abrirlos. El mecanismo debía de haberse atascado. Mi tío tiró otra vez, con más fuerza, y se quedó con el gancho de alambre en la mano, pero entonces el agua empezó a caer sobre nosotros, fría, en hilos muy finos, como una lluvia desconcertante y gozosa, y mi tío llamó a gritos a mi madre y a mi abuela y abrió la puerta de tablones del cobertizo para que las dos vieran la maravilla de la ducha que caía sobre nosotros y chorreaba en el suelo. Recibíamos el agua con las bocas abiertas y los párpados apretados, como una lluvia benévola que se pudiera manejar a voluntad. Mi tío me hacía cosquillas, me frotaba su trozo áspero de jabón por la cara, me apartaba para recibir él todo el chorro, y mi madre y mi abuela se reían tan escandalosamente al vernos que pronto llamaron la atención de las vecinas en los corrales próximos.
-¿A qué vienen tantas risas?
– Los vecinos, que han puesto una ducha.
-¡La ducha! –dijo mi tío, a voces-. ¡El gran invento del siglo! El día que me case me daré una gran ducha antes de vestirme de novio…
Entonces, tan bruscamente como había empezado, aquella lluvia suave y fría se interrumpió, y mi tío y yo nos quedamos mirándonos, las caras y el pelo llenos de jabón, los pies chapoteando en agua sucia, junto a la taza del retrete, una o dos gotas escasas, con color de óxido, cayendo despacio de la alcachofa de la ducha.
Ya no volvimos a usarla. Era un trabajo agotador para un recreo tan fugaz: ir sacando uno por uno los cubos de agua del pozo, vaciar el agua en otro cubo, subirlo por la escalera hasta el bidón. Lo intentamos otra vez, pero resultó que el interior del bidón se había cubierto de óxido, y los agujeros de la ducha se cegaban, dejando salir nada más que unos hilos mezquinos, de un color rojizo. El día en que iba a casarse, mi tío se lavó a conciencia en la palangana, como había hecho siempre, a manotazos, en medio del corral.


Antonio Muñoz Molina
Antonio Muñoz Molina nació en Úbeda, Jaén, el 10 de enero de 1956. Fue al colegio salesiano Santo Domingo Savio de Úbeda. Estudió historia del arte en la Universidad de Granada y periodismo en la de Madrid. Está casado con la también escritora Elvira Lindo. En los años ochenta se estableció en Granada, donde trabajó como funcionario y colaboró como columnista en el diario Ideal. Su primera novela, Beatus ille, apareció en 1986 pero fue con la aparición de Un invierno en Lisboa al año siguiente que se consagró como escritor al recibir el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa. Algunas de sus obras han sido llevadas al cine, como Beltenebros. Obtuvo el premio Planeta por El jinete polaco, y de nuevo el Premio Nacional de Narrativa en 1992.En 1995 ingresó, con apenas 39 años, en la Real Academia Española, donde ocupa el sillón "u". Colabora habitualmente en los periódicos más importantes del país, función que compagina con su trabajo de escritor. Fue nombrado director del Instituto Cervantes de Nueva York en junio de 2004. En 2007 es investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Jaén como reconocimiento a toda su obra. En 2013 fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Fuente: escritores.org - llevatetodo,com - Foto: elbibliofiloenmascarado.com

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