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viernes, 1 de septiembre de 2017

JUAN RULFO: NO OYES LADRAR LOS PERROS




—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

—No se ve nada.

—Ya debemos estar cerca.

—Sí, pero no se oye nada.

—Mira bien.

—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

—¿Cómo te sientes?
—Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.

Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

—No veo ya por dónde voy —decía él.

Pero nadie le contestaba.

El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”

—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.

Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.



Juan Rulfo
Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno 
Nació el 16 de mayo de 1917 en Sayula, estado de Jalisco, México.
Fue el tercero de los cinco hijos de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo y María Vizcaino Arias. Una familia acomodada. Su padre murió asesinado el 1 de junio de 1923 cuando él tenía seis años.
Ingresó en la escuela primaria en 1924, el mismo año del fallecimiento de su padre; seis años después lo haría su madre, quedando bajo la custodia de su abuela. Posteriormente entró en un orfanato de Guadalajara. Vivió su infancia en el campo, en su tierra natal, donde fue testigo de los violentos episodios de larebelión cristera entre 1926 y 1929.
En 1933 quiso ingresar a la Universidad de Guadalajara, pero al estar en huelga, decidió trasladarse a la Ciudad de México en 1934. Asistió como oyente al Colegio de San Ildefonso. En ese mismo año comenzó a escribir y a colaborar en larevista América. Desde 1938 viajó por regiones del país en comisión de servicio de la Secretaría de Gobernación cultivando su pasión por la cultura y la antropología de su país. Por entonces comenzó a publicar sus cuentos más relevantes en revistas literarias.
Su primera novela, Los hijos del desaliento, la comenzó a escribir en 1938, y en 1942, aparecieron publicados dos cuentos suyos en la revista Pan, que formarían parte de El llano en llamas (1953), junto con otros que fueron apareciendo en revistas.
En 1946 comenzó a trabajar para la Goodrich Euzkadi como agente viajero y allí inició su notable labor fotográfica. Se casó con Clara Aparicio en 1947, con la que tuvo cuatro hijos: Claudia Berenice, Juan Francisco, Juan Pablo y Juan Carlos). Pasó a trabajar en el departamento de publicidad de la Goodrich, y de 1954 a 1957 colaboró en la Comisión del Papaloapan y fue editor en el Instituto Nacional Indigenista en la Ciudad de México.
Dos capítulos de su novela Pedro Páramo (1955) se publicaron en revistas y después, el libro, traducido casi de inmediato al alemán por Mariana Frenk(1958), y algún tiempo después en otros idiomas, como inglés, francés, sueco, polaco, italiano, noruego o finlandés. Con tan sólo dos obras. "El llano en llamas" y "Pedro Páramo" pasó a ser considerado como uno de los grandes autores de la literatura universal.
Además fue autor de algún que otro guion, como El despojo, sobre una idea original suya; El gallo de oro (1964), basado en una idea del novelista con guion de Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez y La fórmula secreta (1965), de Rubén Gámez con textos de Rulfo.
De su obra, hay que señalar que gracias a los borradores de sus Cuadernos, publicados en 1994, se evidencia el proceso de escritura en el cual Pedro Páramo se ha decantado de manera parecida a la poesía de César Vallejo, a fuerza de cortes sobre el cuerpo mismo del texto, despojándolo de cualquier demasía explicativa o hasta narrativa. Además fue emparentado con la tradición de la literatura de la Revolución Mexicana (Azuela, Guzmán, Muñoz), luego Revueltas (1943), o Yáñez (1947), sin lugar a duda antecedentes importantes de su obra, aunque pronto acaba con esos escritores inaugurando un nuevo lenguaje y una nueva forma novelística.
Eligio García, hermano del escritor colombiano Gabriel García Márquez cuenta que la primera frase de "Cien años de soledad" en boca del coronel Aureliano Buendía y que reza "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." nació en un hotel de Acapulco (México), donde el escritor pasaba unas vacaciones. El párrafo inicial figura como un homenaje al escritor Juan Rulfo, pues la frase es muy semejante a una que el mexicano usó en Pedro Páramo: "El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo".
En 1970 logró el Premio Nacional de Literatura en México y en 1983 el Premio Príncipe de Asturias en España.
Juan Rulfo falleció en la Ciudad de México el 7 de enero de 1986 a causa de un enfisema pulmonar. 
Fuente: buscabiografias.com - estoespurocuento.wordpress.com - El Llano en Llamas 1953 

Foto: archivos del blog

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