TRADUCTOR

viernes, 29 de septiembre de 2017

ELISEO MONTEROS: MENSAJES



Su tía Karina de Santa Fe le envió la fotografía por correo electrónico. De la imagen original, que sin duda mostraba a un grupo de compañeros de trabajo, habían seleccionado la parte en la que aparecía Silvina. Se veía ahí a una mujer de unos veintiocho años, delgada, de cabello y ojos castaños. Una mirada dulce y una sonrisa sincera completaban el cuadro; su mano izquierda estaba apoyada sobre el brazo de una compañera y un chal de tonos suaves cubría su cuello.
Por muy poco apropiado que le pareciera conocer a alguien de esa forma, a Gastón le agradó, en términos generales, lo que vio. Y aunque era un tanto extraño escribirle a una persona de la que sólo conocía una foto y algunas referencias, se dijo que ya estaba metido en el asunto y que, si no lo hacía, siempre tendría la duda sobre qué hubiera pasado de haberle escrito. Cinco días después, cuando terminó de decidirse, le contó que era profesor de literatura y que además escribía, agregando que últimamente tenía algo descuidada esta actividad —que era una forma elegante de decir que se encontraba bloqueado—. Le habló además sobre su segundo libro, publicado algunos meses atrás, y le dijo que esperaba conocer también algo sobre ella.
Ella respondió también cinco días después, cuando él empezaba a creer que no respondería. En un tono muy amable le explicaba que no había podido escribirle antes por falta de tiempo; trabajaba como psicopedagoga y ese año había empezado además la carrera de psicología. Lo felicitaba por el libro y le contaba —lo cual le pareció a él una inesperada muestra de confianza— que había estado pasando por algunos momentos difíciles, pero que era «cuestión de seguir adelante».
Este comienzo, que podía ser considerado como auspicioso, despertó en Gastón cierto entusiasmo, aunque le resultó menos evidente lo que debía escribir en un segundo mensaje. En éste le dijo que él tampoco había estado pasando precisamente por una gran etapa y, ya que ella había sido franca con él, trató de darle aliento. Le envió también algunas fotos.

Por alguna razón, después de aquel primer contacto transcurrió algo más de una semana sin que se comunicaran y Gastón se concentró en sus actividades cotidianas. Se encontraba trabajando en un relato cuando se enteró por su tía de que Silvina se había mostrado extrañada de que no hubiera vuelto a escribirle: «¡No me escribió más!», había dicho en tono de reproche. Comenzó así una nueva etapa de comunicación a través del e-mail. Él se esforzaba en mostrarse tan interesante como se lo permitía su vida un tanto monótona, pero las respuestas llegaban días después o no llegaban.
En ese momento apareció —reapareció— Ingrid, una joven que había conocido tiempo atrás y con la que había tenido encuentros y desencuentros. Ingrid le había atraído en aquella época por su gracia y simpatía, aunque siempre se había alejado de ella por razones misteriosas o injustas. Eso fue también lo que sucedió ahora, porque, cuando estaba considerando otra vez un acercamiento a Ingrid, recibió un nuevo mensaje de Silvina. Le decía en él que había leído su libro y que le había parecido muy bueno.
En otro mail le decía Silvina que, para las vacaciones de julio, tal vez viajaría con una amiga a otra provincia, y que si esa provincia era Córdoba podían verse. Pero poco después explicó que se hallaba enferma, tenía una especie de gripe de la que no podía curarse, y así fue como empezó a dudar de viajar. Cuando llegaron las vacaciones y Gastón comprobó que Silvina no se decidía, pensó que podía ser él quien viajara a Santa Fe. Aunque al comunicárselo no notó demasiado entusiasmo, de todos modos resolvió hacerlo, creyendo que debía agotar todas las posibilidades.
El final del viaje fue un tanto accidentado: a las siete de la mañana se pinchó un neumático del ómnibus en el que viajaba y tuvo que esperar casi dos horas hasta que llegó el vehículo de reemplazo. Esa misma mañana, ya en casa de su tía, llamó por teléfono a Silvina y escuchó por primera vez su voz, que le resultó muy distinta de la que había imaginado, menos dulce y como si fuera de una persona de más edad. Por lo demás, la conversación fue agradable y, a pesar de que Silvina manifestó que seguía enferma, quedaron en que ella iría al día siguiente a la casa de su tía. «¡Sos famoso!», le dijo ella en cierto momento, porque había buscado su nombre en Internet y había visto algunas páginas que hablaban de los libros que había publicado. Aunque el calificativo le pareció exagerado, él no creyó oportuno refutar esa especie de halago.
Al día siguiente Silvina terminó llegando hacia la hora del almuerzo. La conversación giró en torno al trabajo en común de Silvina y Karina —eran compañeras— y, cuando terminaron de almorzar, Gastón y Silvina continuaron charlando algunos minutos, hasta que decidieron salir a caminar. Como ninguno de los dos conocía la zona, fueron casi en línea recta hasta una especie de centro comercial y entraron a un café. Allí continuaron hablando, especialmente sobre algunas cosas que ella ya le 1había mencionado antes: la repentina muerte de su madre, pocos años atrás; el alejamiento de una querida amiga, de la que nunca había vuelto a saber; el fracaso en su último noviazgo, que había terminado porque su novio se había enamorado de otra mujer.
Gastón intentó darle palabras de aliento, pero tuvo la sensación de que sus palabras sonaban huecas, como si ella las escuchara sin que llegaran a su corazón o como si él mismo no sintiera lo que estaba diciendo. Hablaban de estas cosas cuando ella dijo que se sentía incómoda porque los empleados no dejaban de observarlos. A esto contribuía probablemente el hecho de que eran casi los únicos en el café, aunque Gastón, absorto en la conversación, ni siquiera lo había notado.
«¿Vamos?», dijo ella de repente.
Serían algo más de las cinco de la tarde de ese límpido día de julio cuando llegaron a la parada del ómnibus que debía llevarla a su casa. Éste llegó a los pocos minutos y se despidieron cordialmente, prometiendo continuar comunicándose. Por la noche, sin embargo, cuando Gastón repasaba los momentos que había vivido con Silvina en ese día, no podía evitar sentir una persistente intranquilidad, que parecía provenir de la sensación de que ella le había agradado y de la inseguridad acerca de cuán interesada estaría ella en él.

Después de su regreso a Córdoba continuaron comunicándose, generalmente por teléfono, pero muchas veces no la encontraba. A veces lo atendía su padre, que no parecía estar ni a favor ni en contra de la relación, y otras su hermano, que se mostraba directamente hostil. Aún así, cuando la encontraba parecía que las cosas iban bien, porque Silvina siempre se mostraba amable.
Cierto día él volvió a sugerirle que podían verse, en este caso durante un fin de semana largo en el que podía viajar a Santa Fe. Al notar las vacilaciones de ella, Gastón mismo expresó sus dudas por una relación de ese tipo, a la distancia. Ella se quedó callada y de inmediato él se dio cuenta de que había cometido un error; luego quiso atenuar la fuerza de su última frase pero ya no fue posible.
A partir de ese día Silvina se mostró más distante y Gastón se dijo que lo más conveniente era hablar claramente con ella. En la primera ocasión que tuvo, le expresó lo que sentía sobre la relación y la sensación que tenía de que a ella no le interesaba demasiado. Ella respondió que lo que le había sucedido antes era todavía muy reciente, que no estaba preparada. Él le preguntó entonces si pensaba que era cuestión de tiempo, pero ella no quiso asegurarle nada. Pareció claro que Silvina no quería estar de novia, pero después, por algo que insinuó, fue casi evidente que había iniciado una relación con otro. También fue evidente que, aunque él insistiera, ella no cambiaría de opinión.

Con el transcurso de los días llegaron las inevitables reflexiones, los razonamientos, las justificaciones; también, las cuestiones que no tenían explicación. De todo ese cúmulo de meditaciones, lo único que Gastón vio con claridad fue que no debía volver a buscarla más.
Tal vez cambiando de opinión, ella le escribió en otras dos ocasiones: cierta vez para advertirle sobre un mensaje de e-mail que se había enviado en forma automática desde su cuenta y que temía que incluyera un virus y, más adelante, para saludarlo para Navidad. Él respondió en ambos casos, amablemente pero sin entusiasmo.
Cada tanto recibía alguna noticia de Silvina de parte de su tía, pero después las noticias empezaron a hacerse menos frecuentes. Poco a poco fue sumergiéndose en sus actividades, en sus responsabilidades, hasta que ella no fue más que el recuerdo de un intento más, de una mera tentativa.


Eliseo Monteros
Nació en la ciudad de Córdoba en 1977. Estudió bibliotecología en la Universidad Nacional de Córdoba y se ha desempeñado en distintas bibliotecas de su ciudad natal. Desde hace varios años se dedica también a escribir. Entre sus obras figuran un Diccionario biográfico de bibliotecarios y bibliotecólogos (2008), los volúmenes de cuentos Antes de volver a empezar (2005) y La última aventura (2014), la novela corta Viaje de vacaciones (2015) y el libro de ensayos Un lector agradecido (2017). 
Obtuvo la 5ª. Mención en Narrativa en Certamen Nacional «Arco Iris de Palabras» por el cuento «El hombre que pensaba demasiado» (2002); 3º. Premio (compartido) en la categoría adultos del III Concurso de Microrrelatos «Universos Mínimos», por el microrrelato «La desaparición» (2016). 
Mail: eliseo-monteros@hotmail.com - Del libro La última aventura - Ediciones del Boulevard, 2014. 
Fuente: cordoba-literaria.blogspot.com - Foto: universolamaga.com

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

El comentario estará sujeto a la aprobación del equipo y su administrador. Gracias.