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viernes, 18 de agosto de 2017

FERNANDO FERNÁNDEZ DUVAL: YO TUVE QUE DAR LA CARA



A mi me pasó esto porque Feliciano de la Cruz sintió solemnemente su soledad en los huesos, porque a su paso todo el mundo le gritaba: Feliciano barriga é serón y porque no era un mañeé como yo, de menuda figura y pocas carnes, que vine desde pequeño de un batey y después de una jurunera del fin del mundo, a donde nunca ha llegado una máquina de cuatro ruedas, ni un bombillo con luz. Feliciano de la Cruz, no era ciertamente como yo, y sin embargo aterrorizaba a machos y hembras e incluso a los perros que ladraban a su paso y salían huyéndole con el rabo metido entre las patas, como si hubieran visto salir al mismísimo diablo, tal vez por su rostro invertido, con los ojos esquinados y saltones, la frente y los pómulos anchos, mejillas escurridizas y una barbilla estrecha y en punta, por lo que además le decían cara de cueco.

Recuerdo muy bien la tarde cuando vine un día como hoy, o mejor dicho, cuando Facundo el carnicero me trajo junto a mí hermana Casilda, EPD, haciendo de contrapeso en cada lado del serón, colocado encima de una mula que hedía a peste, para que la carga de dos puercos vivos de cincuenta y treinta libras cada uno, no se cayera al suelo. 

¡Préstame a esos dos muchachos! le oí pedirle con autoridad a mi padrastro Mariano, que mañana se los devuelvo sin quitarles un pedazo, y todavía es mañana, pues no nos devolvió y por eso nos quedamos viviendo aquí en su casa del Asiento, en contra de nuestra voluntad, en el cuarto de servicio del fondo del patio, a donde guardaban los víveres que se preparaban para llevar al mercado, las sillas y los arneses de montar, las gallinas ponedoras con jirigüao entre las plumas, con tres gallos padrotes, de buena raza, por cierto, que cantaban en las madrugadas y nos despertaban sobresaltándonos hasta matarnos el tiempo en las literas, dos perros de razas de buen tamaño, un pastor alemán y un dálmata, un viralata muy sarnoso y flaco, que ladraban y una docena de perdices que revoloteaban el cuartito cuando tenían hambre.

En este sitio nos trataron como dos extranjeros, que mucho nos echaron en cara, porque todo el mundo cuando nos veía se daba cuenta por el pelo crespo y duro de nuestras cabezas, el color negro de nuestras pieles y los rasgos de nuestras grandes bocas bembudas, que sobresalen en nuestras caras, a diferencia de los que viven aquí, que lucen sus melenas bien planchadas y el claro de su piel, orgullo de su ancestro español.

Feliciano de la Cruz lloraba su soledad en silencio, o salía al patio debajo de la luna o de una jumiadora colocada en la rama de algún árbol raquítico, de los muchos que había en redondel. Se ponía cabizbajo. Rezongaba y mullía como una gata en celo. 

Aunque no era un mañeé, pero a don Facundo le daba igual, nos trataba como tal y con desprecio por nuestra condición, al fin los negros son igualitos, unos trapos é mierda, nos imputaba seriamente y se reía a carcajada, sobre todo, cuando tomaba ron, oyéndose el eco de su voz por todas partes. 

Yo me le acerqué amigablemente a Feliciano de la Cruz, mientras los otros le salían huyendo como el diablo a la cruz. Me hice su amigo con mucha fidelidad y de uno que le decía Diego Pata é Ñame que había mandado en su localidad a un hombre al infierno a freír moscas por asuntos de honor y por lo cual vino a dar entre despeñaderos a esta tierra.

Ese Diego dio mucha agua que beber, de lo valiente que fue, con la risa y mirada de loco que tenía con sus ojos desorbitados como dos luceros, pero como nada bueno dura mucho en esta tierra, al poco tiempo de estar aquí, conoció a una mujer de familia que lo mudó enterito, dejándonos solos a mí y a Feliciano de la Cruz en casa de don Facundo. Me cuentan que vive como un hacendado, pues el papá de la mujer, rico al fin, lo puso a vivir como la gente, limpiecito de su cuerpo y de su ropa, en casa propia y amueblada con sus tres calientes. 

Diego a mí me protegió de los otros, pero también a Feliciano de la Cruz cuando nos molestaban, pelaba por su largo y filoso cuchillo, que siempre llevaba escondido debajo de la camisa, se cuadraba con suma agilidad y se ponía en pelea como gato barcino que era. Los tres nos hicimos muy buenos amigos, casi inseparables, que hasta envidia daba a los otros peones de la casa. 

Con la partida de Diego, empezó Feliciano de la Cruz a sufrir de soledad y de indefensión como fiera acorralada. Me dijo que sentía miedo, mucho miedo, porque todo el mundo lo relajaba y le tiraba piedras y le salía huyendo de lo feo que era, hasta el propio don Facundo se las tomó contra él y de un atrás para adelante lo echó del cuartito y entonces Feliciano de la Cruz se puso a deambular conmigo, ora, contando las estrellas en las noches y en las madrugadas, ora, llenándose de polvo por los muchos caminos que recorría con el sol en las espaldas, andando y desandando por los montes, hasta el día en que estoy confesando frente al fiscal de la provincia que me mira amenazante, escéptico y esquelético, de ojos pequeños y perspicaces, rostro de piedra y mueca burlona, porque inesperadamente tuve que dar la cara, apretar el pecho fuertemente y las dos orbitas que cuelgan entre las piernas, crujir los dientes como perro en rabia y defenderlo como un macho bragado. Le propiné entonces una herida muy peligrosa en el pecho a un fulano de malas purgas que le fue encima con malas intensiones y el pobre Feliciano de la Cruz no pudo defenderse, porque también terminó muerto.


Fernando Fernández Duval
Sociólogo, escritor y proyectista dominicano
Foto: elsiblo.blogspot.com

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