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viernes, 25 de agosto de 2017

ANTONIO DI BENEDETTO: PERO UNO PUDO




Sabemos de esto por la tradición oral que viene de nuestros remotos antepasados, pues ocurrió hace diez o más años.

Hemos de advertir, asimismo, que si al expresarnos prescindimos de todas las formas del singular no es porque asumamos rango de majestades, sino porque todo lo nuestro es plural. Por lo menos, así lo entendemos nosotros. Ésta es una diferencia con los hombres, porque, sin dejar de creer que sea posible, nos parece harto difícil la individualidad. El repetirse de las acciones y los pensamientos, el encontrar que ya hubo quien lo haga o en otra parte hay quien lo hace o puede hacerlo idénticamente es tan depresivo que sólo la vanidad puede impedir el suicidio. No negamos, no, que de esta manera constituimos lo que el hombre puede llamar una sociedad estacionaria o retrógrada; pero es que estamos cansados de seguir ciegamente su ejemplo. Eso conduce periódicamente a la muerte en masa, a la angustia constante de los esclarecidos y al dolor de los vencidos y los menos dotados. Nosotros sólo queremos vivir, vivir en paz.

Se nos dirá, tal vez, que nuestra paz viene a ser semejante a la de las araucarias petrificadas. Tal vez. Después de todo, nosotros somos animales. Ni siquiera sabemos nuestro nombre; no ya, por la abolición de lo personal, el de cada uno, sino el de la especie. Se nos llama, a veces, piojillos de las plantas, y éste no ha de ser el nombre científico, ni siquiera el que se nos dé en otros países. Pero tampoco eso puede preocuparnos. Ni aunque se nos llamase elefantes o monos sabios conseguirían algo de nosotros, ni siquiera una excitación orgullosa. El bien y el mal, lo bueno y lo malo son fatales e incontrastables. Distribuidos por partes iguales se sufren menos y se gozan más.

Lo único que deseamos es vivir, y no la muerte. Por eso somos tan diferentes de los seres humanos, claro está que no de todos, siendo como es posible que sólo seamos distintos de algunos determinados.

Algo de esto contiene, precisamente, lo que ocurrió en los lejanos tiempos.

Temblaban nuestros abuelos porque la dueña de casa anunciaba, de día en día, la desinsectización de las plantas. No lo hacía, no, pero al marido y a todas las visitas les decía que iba a hacerlo. Una corriente inmigratoria dotada de alguna experiencia de otros mundos nos hizo notar que, siendo para una mujer la desinsectización sinónimo de limpieza, no era preciso asustarse de esa mujer, por ser ella poco y nada higiénica. Como respondiéramos que mujeres hay que no son limpias ellas mismas pero sin embargo viven afanadas limpiando el hogar, la corriente inmigratoria -que a poco se asimilaría al nosotros genérico- nos hizo observar que esa mujer no sólo no se limpiaba ella sino que nunca limpiaba los pisos y que los pañales de la hija eran repugnantes.

Quizás esto mismo fue lo que decidió al marido. Muchas veces escuchamos sus amenazas, sordas o francas, pero jamás nos atrevimos a contarlas en nuestro tesoro de esperanzas. Hasta que el marido procedió un día, memorable para nuestra familia, a la desinsectización de su matrimonio.

Después, con el consiguiente traslado de él a una casa inhabitable, porque es de piedra y carece de plantas, vino para la nuestra, aunque no el abandono total, un prolijo descuido a cargo de los parientes. De tal modo llegó para nosotros la era próspera.

* * *

Pero él ha vuelto y la hija, que ya, es claro, no usa pañales, también está aquí, de regreso del colegio religioso.

Ha vuelto hace días y está de reparaciones, de ordenamiento, denodada, fiera, egoístamente, con su concepción tan distinta de la nuestra, buscando por si solo, como olvidado de que no se puede y bien pudo aprenderlo cuando por sí mismo buscó mujer.

Ha vuelto y está allí, ahora, con unas piedras azules, engañosas como su aparente transparencia. Las coloca en la tierra de los cancos, las rocía con agual y va así de planta en planta, disponiendo la muerte para nosotros y conversando descuidadamente con la niña.

-Hago mi felicidad, hija. Así como curo las plantas, curé mi vida y la tuya. . .

Nosotros, sintiendo que el veneno viene, que la muerte viene, como un curso de lava ascendente, gritamos, le gritamos, despavoridos, enfrentándolo con su crimen de hoy y con su crimen del pasado:

-Asesino!

Pero él continúa, absorto y radiante a la vez, en su error, sin que, por suerte, para gloria de nuestro credo, generalice diciendo que todos, como él, pueden hacerlo:

-Hago, hija, la belleza de la vida; la belleza de nuestra vida.

Y nosotros, acusadores y clamantes:

-Asesino! Asesino! Asesino. . . !

Pero nuestra voz, quizás, se oye menos que el choque del viento en una nube.


Antonio Di Benedetto
(Mendoza, 2 de noviembre de 1922 - Buenos Aires, 10 de octubre de 1986) fue un periodista y escritor argentino. Comenzó a estudiar Derecho pero luego se dedicó al periodismo, llegando a ser subdirector del diario Los Andes. A pesar de la urgencia que le imponía su oficio, desde joven logró escribir crónicas de prosa precisa y cuidada. Con los años se convirtió en un editor de noticias reconocido por su oposición a la censura. También fue corresponsal del periódico La Prensa.
Di Benedetto comenzó a escribir en su adolescencia, inspirado por autores como Fiódor Dostoyevski y Luigi Pirandello y llegó a ocupar un lugar sobresaliente en la narrativa contemporánea argentina, por su estilo conciso y muy personal, por su inventiva, por su capacidad de crear personajes que sentimos latir y su deseo de remodelar el mundo poéticamente.
Di Benedetto publicó su primer libro en 1953, Mundo animal, un volumen de cuentos. Más tarde escribiría cinco novelas, la más famosa de las cuales es Zama. Aparecida en 1956, es considerada frecuentemente por críticos latinoamericanos como su obra maestra. Luego, publicó El silenciero (1964) —premiada por la subsecretaría de Cultura, en 1965— y Los suicidas(1969), que es una crónica repleta de melancolía y construida con frases cortas.
Durante la última dictadura cívico-militar fue perseguido, y apresado el 24 de marzo de 1976 en su despacho del diario Los Andes, encarcelado y torturado ("Creo nunca estaré seguro que fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente; pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas"). Sufrió cuatro simulacros de fusilamiento y numerosas golpizas. Fue excarcelado más de un año después, el 4 de septiembre de 1977, anímicamente destrozado.
Sin poder escribir, porque le rompían todos sus papeles, encontró un ardid. Adelma Petroni, escultora amiga de Di Benedetto, cuenta en una entrevista con la escritora María Esther Vázquez: “Me mandaba cartas donde me decía: ‘Anoche tuve un sueño muy lindo, voy a contártelo’. Y transcribía el texto del cuento con letra microscópica (había que leerla con lupa). Después esos cuentos se editaron bajo el título de Absurdos”.
En septiembre de 1977 abandonó el país —según Petroni, viajó con el anticipo que le dio el editor por Absurdos—, y se exilió en Europa, primero en Francia, donde dio clases, y después en España. Vivió seis años en Madrid, donde no fue especialmente destacado, y regresó a Argentina en 1984. A pesar de los numerosos reconocimientos por lo peculiar de su obra, tan original, no adquirió la fama de otros autores latinoamericanos.
Durante su exilio en Madrid, compartió largas horas con su gran amigo, el internacionalmente prestigioso pintor argentino Enrique Sobisch, también radicado en esa ciudad.
Un modesto empleo en la Casa de Mendoza, en Buenos Aires, le permitía sobrevivir a su regreso. Murió de un derrame cerebral, el 10 de octubre de 1986, en la capital argentina.
Fuente: wikipedia.org - talleresbarravento.cl - Foto: talleresbarravento.cl

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