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viernes, 25 de agosto de 2017

JM COETZEE: ADRIANA



Señora Nascimento, usted nació en Brasil pero vivió varios años en Sudáfrica. ¿Cómo llegaron ahí?

Mi esposo mis dos hijas y yo lle­gamos a Sudáfrica desde Angola. En Angola mi esposo trabajaba en un pe­riódico y yo en el Ballet Nacional. Pero en 1973 el gobierno declaró estado de emergencia y entonces cerraron el periódico. Incluso quisieron reclutar a mi marido en el Ejército

-estaban lla­mando a todos los hombres menores de 45 años, aunque no fueran ciuda­danos. No podíamos regresar a Bra­sil, era muy peligroso, y no teníamos ningún futuro en Angola, así que nos marchamos, tomamos un bote hacia Sudáfrica. No fuimos los primeros en hacerlo, ni los últimos.

¿ y por qué Cape Town?

¿Por qué Cape Town? Por ninguna razón en especial; teníamos un pa­riente ahí, un primo de mi esposo que era dueño de una tienda de frutas y verduras. Al llegar nos quedamos con él y su familia, fue difícil para todos, nueve personas en tres cuartos, mientras esperábamos nuestros papeles de residencia. Después mi esposo se las arregló para encontrar trabajo como guardia de seguridad y pudimos mudamos a un departamento. Eso fue en un lugar llamado Epping. Unos meses más tarde, después del desastre que lo arruinó todo, nos mudamos otra vez, a Wynberg, cerca de la escuela de las niñas.

¿A qué desastre se refiere?

Mi esposo trabajaba el turno de la noche cuidando una bodega cerca de los muelles. Era el único guardia. Hubo un robo -un grupo de hombres asaltaron el lugar. Lo atacaron, le dieron con un hacha. Quizá fue con un machete, pero lo más probable es que haya sido un hacha. Le destrozaron parte de la cara. Todavía me cuesta trabajo hablar de eso. Un hacha. Pegarle a un hombre con un hacha porque está haciendo su trabajo. No lo puedo entender.

¿Qué le sucedió a su esposo?

Sufrió heridas cerebrales. Murió. Tardó mucho, casi un año, pero murió. Fue terrible.

Lo siento.

Sí. Durante un tiempo la firma para la que trabajaba siguió pagándole su salario. Después el dinero dejó de llegar. Dijeron que ya no era su responsabilidad, que era responsabilidad de la Seguridad Social. ¡De la Seguridad Social! La Seguridad Social nunca nos dio un centavo. La mayor de mis hijas tuvo que abandonar la escuela. Encontró trabajo como cerillo en un supermercado. Eso nos dio 120 rands a la semana. Yo también busqué trabajo, pero no pude encontrar nada de ba­llet, no estaban interesados en mi estilo, así que tuve que dar clases en una academia de danza. Danza latinoamericana. La danza latinoamericana era muy popular en Sudáfrica en aquel entonces. María Regina se quedó en la escuela. Le quedaba el resto del año y el siguiente para graduarse. María Regina, mi hija pequeña. Quería que se graduara, no que siguiera los pasos de su otra hermana, colocando latas en anaqueles por el resto de su vida. Ella era la inteligente. Amaba los libros.

En Luanda mi esposo y yo tratábamos de hablar algo de inglés durante la cena, también un poco de francés, para recordarles a las niñas que Angola no era el mundo, pero ellas nunca aprendieron. En la escuela de Cape Town, inglés era la materia más floja de María Regina. Así que la inscribí en clases complemen­tarias. La escuela daba clases extra por las tardes para niños como ella, recién llegados. Así empecé a escuchar del se­ñor Coetzee, el hombre sobre el que me pregunta, quien resultó no ser uno de los maestros de la escuela, no, para nada, pero la escuela lo había contratado para dar esas clases extra.

“Este tal Coetzee me suena a afriká­ner”: le dije a María Regina. “¿Qué la escuela no puede pagar un maestro de inglés decente? Quiero que aprendas un inglés correcto, enseñado por un inglés”.

Nunca me gustaron los afrikáners. Veíamos a muchos afrikáners en Angola trabajando para las minas o de mercena­rios en el Ejército. Trataban a los negros como basura. No me gustaba eso. En Sudáfrica mi esposo aprendió algunas expresiones en afrikáans -tenía que ha­cerlo, la compañía de seguridad estaba llena de afrikáners- pero en lo que a mí respecta, ni siquiera me gustaba el idioma. Gracias a Dios que la escuela no enseñaba afrikáans, eso hubiera si­do demasiado.

“El señor Coetzee no es afrikáner”, me dijo María Regina. “Tiene barba. Escribe poesía”.

“Los afrikáners también pueden te­ner barba”: le dije, “y no necesitas tener barba para escribir poesía. Quiero ver a ese señor Coetzee con mis propios ojos, no me gusta cómo suena todo esto. Dile que venga a la casa. Dile que está in­vitado a tomar té para que demuestre que es un buen maestro. ¿Qué tipo de poesía escribe?’.

María Regina empezó a ponerse ner­viosa. Estaba en esa edad en que a los niños ya no les gusta que interfieras en su vida escolar. Pero le dije: “Mientras sea yo la que pague las clases extras voy a me­terme tanto como quiera. ¿Qué tipo de poesía es la que escribe ese hombre?”.

“No sé’: me contestó. “Nos hace reci­tar poesía. Hace que nos la aprendamos de memoria”.

“¿Qué les hace memorizar?”, le pre­gunté. “Dime”.

“A Keats’: contestó.

“¿Quién es Keats?”, le dije (nunca había oído hablar de Keats, no conocía a ninguno de esos escritores antiguos, nunca los estudiamos cuando yo iba a la escuela).

“Una soñolienta modorra atenaza mis sentidos”, recitó María Regina, “como si hubiera bebido cicuta. La cicuta es veneno. Ataca tu sistema nervioso”.

“¿Eso es lo que el señor Coetzee quiere que aprendan?”, le dije.­

“Está en los libros”, contestó. “Es uno de los poemas que tenemos que apren­demos para el examen”.

Mis hijas siempre se estaban que­jando de que era muy estricta con ellas. Pero nunca les gritaba. Sólo si las ob­servaba como un halcón podía evitar que se metieran en problemas en este país extraño que no era nuestro hogar, en un continente al que nunca debimos haber ido. Joana era más fácil, ella era la buena, la tranquila. María Regina era más imprudente, siempre estaba lista para retarme. A María Regina la tenía que traer cortita, María Regina con su poesía y sus sueños románticos.

Estaba el asunto de la invitación, la forma correcta de invitar al profesor de tu hija a tomar té en casa. Hablé por telé­fono con el primo de Mario pero no fue de mucha ayuda. Así que al final le tuve que pedir a la recepcionista del estudio que me escribiera una carta. “Estimado señor Coetzee”, escribió. “Soy la madre de María Regina Nascimento, alumna de su clase de inglés. Está usted invitado a tomar té en nuestra residencia -le di la dirección- en tal y tal día y a tal y tal hora. El transporte está arreglado. RSVP Adriana Teixeira Nascimento”.

Eso de que el transporte estaba arre­glado se refería a Manuel, el hijo mayor del primo de Mario, que solía darle un aventón a María Regina en su camioneta por las tardes, después de hacer sus en­tregas. No tendría problema en recoger a un profesor.

Mario era su esposo.

Mario. Mi esposo. El que murió.

Continúe, por favor. Sólo quería estar seguro.

El señor Coetzee fue la primera per­sona a la que invitamos al departamento -además de los parientes de Mario. Era sólo un maestro -aunque para María Regina, e incluso para Joana, los maestros eran como dioses, y yo no tenía por qué desilusionarlas. La noche anterior las chicas hornearon un pastel y lo metieron en el refrigerador e incluso le pusieron (que­rían poner “Bienvenido, señor Coetzee”, pero las obligué a que escribieran “St. Bonaventure, 1974”). También hicieron unas bandejas llenas de esas galletas que en Brasil llamamos brevidades.

María Regina estaba muy emociona­da. “¡Por favor, por favor, llega tempra­no a la casa!’, escuché que le suplicaba a su hermana. “¡Dile a tu supervisor que te sientes mal!’. Pero Joana no estaba preparada para hacer eso. No es fácil tomar horas libres, le dijo, te las des­cuentan de tu paga.

Así que Manuel trajo al señor Coetzee a nuestro departamento, y de inmediato supe que no era buena persona. Le calculé unos treinta y pocos, estaba mal vestido, con el pelo mal cortado y una barba que no le quedaba nada bien porque era muy delgada. Hu­bo algo que me sorprendió de golpe, no sé por qué: tenía pinta de célibataire. Lo que quiero decir es que no sólo no esta­ba casado sino que no parecía apto para el matrimonio, como esos hombres que han pasado su vida entera de curas y que perdieron su virilidad y se han vuelto incompetentes para estar con una mujer. Su comportamiento tampoco me gustó (le estoy dando mi primera impresión). Parecía enfermizo, deseoso de marchar­se cuanto antes. No había aprendido a ocultar sus sentimientos, el primer paso hacia un comportamiento civilizado.

“¿Desde cuándo es usted profesor, señor Coetzee?”, le pregunté.

Se retorció en su asiento y mencionó algo que no recuerdo sobre América, so­bre ser profesor en América. Después de algunas otras preguntas, resultó que nunca había dado clases y, peor aún, que ni siquiera tenía título de maestro. Yo estaba muy sorprendida, por supuesto. “Si usted no está certificado, cómo pue­de ser maestro de María Regina”, le dije. “No lo entiendo’.

La respuesta, que otra vez me costó trabajo exprimirle, fue que, para mate­rias como música, ballet o idiomas, las escuelas podían contratar a gente que no estaba propiamente cualificada, o que no tenía título alguno. A estas personas no les pagaban como si fueran maestros de verdad, sino que más bien la escuela les pagaba con el dinero que recolectaba de padres como yo.

“Pero usted no es inglés”, le dije. Esta vez no era una pregunta, sino una acu­sación. Ahí estaba él, un tipo contratado para enseñar inglés, al que le pagaban con mi dinero y el de Joana, pero que no era maestro y, peor, ni siquiera inglés, sino afrikáner.

“Estoy de acuerdo en que no soy de ascendencia inglesa”, me dijo. “Sin embargo he hablado inglés desde niño y he pasado exámenes de inglés en la universidad, por lo tanto creo que estoy capacitado para enseñar inglés. El inglés no tiene nada de especial. Es tan sólo un idioma entre muchos otros”.

Eso fue lo que dijo. El inglés es sólo un idioma entre muchos. “Mi hija no va a convertirse en un perico que anda mez­clando idiomas, señor Coetzee”, le dije. “Quiero que aprenda inglés como se debe, y que lo haga con el acento adecuado”.

Por fortuna para él, en ese momento llegó Joana. Joana ya tenía veinte años, pero ante la presencia de un hombre aún se retraía. Comparada con su hermana no era una belleza -mire, aquí hay una foto de ella y su esposo y sus hijos, la tomaron poco después de que regresá­ramos a Brasil, véalo usted, no es una belleza, ésa se la quedó su hermana ­pero era una buena chica y yo siempre supe que sería una buena esposa.

Joana entró al cuarto donde está­bamos sentados, con el impermeable puesto (cómo recuerdo ese largo imper­meable suyo). “Mi hermana”, dijo María Regina, como si explicara quién era esa nueva persona en lugar de presentarla. Joana no dijo nada, sólo nos miró con timidez. Pero el señor Coetzee casi tiró la mesita al levantarse.

¿Por qué María Regina estará enamo­rada de este tonto? ¿Qué le ve? Eso era lo que me preguntaba. Era muy fácil saber lo que ese célibataire solitario veía en mi hija, que se estaba convirtiendo en una auténtica belleza de ojos negros aunque todavía fuera una niña, pero ¿por qué se aprendía esos poemas para este hombre si nunca había hecho algo así por otro maestro? ¿Cuál era la explicación? ¿Es­taba pasando algo entre ellos que mi hija no me contaba?

Si este hombre estuviera interesado en Joana sería otra cosa, pensé. Joana podía no tener cabeza para la poesía, pero tenía los pies en el suelo.

“Este año Joana está trabajando en Clicks”, le dije. “Para ganar experien­cia. El próximo año va a tomar un cur­so de administración. Para convertirse en gerente”.

El señor Coetzee asintió, abstraído. Joana no dijo nada.

“Quítate el impermeable, mi niña”, le dije, “y toma un poco de té”. Normal­mente nosotros tomábamos café, no té. Joana había traído el té el día anterior para nuestro invitado, Earl Grey, muy in­glés pero no muy rico, no sabía qué íba­mos a hacer con el resto del paquete.

“El señor Coetzee trabaja en la escue­la”, le repetí a Joana, como si no supiera. “Nos está explicando cómo es que da clases de inglés aunque no es inglés”.

“En realidad no soy exactamente el maestro de inglés”, interrumpió el señor Coetzee, dirigiéndose a Joana. “Soy el profesor de inglés especial. Eso quiere decir que fui contratado por la escuela para ayudar a los chicos que tienen pro­blemas con el idioma. Les ayudo a pasar los exámenes. Así que más bien soy una especie de coach para los exámenes. Eso describe mejor mi trabajo; eso sería un mejor nombre para lo que hago”.

“¿Tenemos que hablar de la escuela?”, dijo María Regina. “Es tan aburrido”.

Pero no había nada aburrido en esa conversación. Doloroso, quizá, para el señor Coetzee, pero no aburrido. “Pro­siga”, le dije, ignorándola.

“No pretendo ser un coach de inglés por el resto de mi vida”, dijo. “Es algo que me permite ganarme la vida y para lo que, por cierto, estoy capacitado. Pero no es mi vocación. No es para lo que fui llamado al mundo”.

No es para lo que fui llamado al mundo. cada vez más extraño.

“Si quiere que le explique mi filosofía sobre la enseñanza lo puedo hacer”, dijo. “Es bastante breve, breve y sencilla”.

”Adelante’: le dije, “déjenos escuchar su breve filosofía”.

“Lo que yo llamo mi filosofía de la enseñanza es de hecho una filosofía del aprendizaje. Proviene de Platón, pero modificada. Antes de que el verdadero conocimiento pueda ser posible, creo que en el corazón del estudiante debe palpitar cierto anhelo por encontrar la verdad, un cierto fuego. El verdadero estudiante arde por aprender. Y recono­ce en el maestro, o aprehende, a aquel que ha llegado más cerca de la verdad. Desea tanto esa verdad, encarnada en su maestro, que está listo para incine­rar a su viejo yo para alcanzarla. Por su parte, el maestro reconoce el fuego de ese estudiante y lo anima, y le responde ardiendo con su propio fuego, con una luz más intensa. Y así los dos ascienden a una esfera más alta, por decirlo de al­guna manera”.

Hizo una pausa, sonriendo. Parecía más relajado ahora que había echado su discurso. ¡Qué hombre tan extraño y tan vano!, pensé. ¡Autoinmolarse! ¡Qué tonterías dice! ¡Tonterías peligrosas! ¡Sa­cadas de Platón! ¿Se está burlando de no­sotros? Pero María Regina, me di cuenta, se inclinaba hacia él, le devoraba la cara con los ojos. María Regina no pensaba que todo eso fuera una broma. ¡Esto no está bien!, me dije.

“Eso no me suena a filosofía, señor Coetzee”, le dije, “suena a otra cosa, no diré a qué porque es nuestro invitado. María Regina, ve a buscar el pastel. Joa­na, ayúdala y quítate el impermeable. Ayer mis hijas hicieron un pastel para honrar su visita”.

En cuanto mis hijas salieron del cuar­to me fui al corazón del asunto; con voz suave para que no escucharan. “María es una niña, señor Coetzee. Estoy pagan­do para que aprenda inglés y obtenga un buen certificado. No estoy pagando para que juegue con sus sentimientos, ¿entiende?”. Las niñas regresaron con el pastel. “¿Entiende?”, le repetí.

”Aprendemos aquello que más anhe­lamos”, replicó. “María quiere aprender, ¿no es así, María?”.

María se sonrojó y se sentó.

“María quiere aprender”, repitió, “y está progresando mucho. Tiene una buena conexión con el idioma. Tal vez se convierta en escritora algún día. ¡Qué pastel más bonito!”.

“Es bueno que una mujer sepa coci­nar”, le dije, “pero es todavía mejor que tenga buen inglés y saque buenas califi­caciones en sus exámenes”.

“Buena pronunciación, buenas califi­caciones”, dijo. “Entiendo perfectamente sus deseos”.

Cuando se fue, después de que las niñas se acostaron, le escribí una carta en mi terrible inglés. No pude ha­cerlo mejor, no era el tipo de carta con la que mi amiga del estudio de danza me podía ayudar. Estimado señor Coet­zee, escribí, Le repito lo que dije cuan­do nos visitó. Usted ha sido contratado para enseñarle inglés a mi hija, no para jugar con sus sentimientos. Ella es una niña y usted un adulto. Si desea exponer sus sentimientos, hágalo fuera del salón. Sinceramente suya, ATN.

Eso fue lo que dije. Quizá así no se diga en inglés, pero así es como nos ex­presamos en portugués -su intérprete entenderá. Exponga sus sentimientos fue­ra de clase. No era una invitación para que me buscara, era una advertencia para que no buscara a mi hija.

Metí la carta en un sobre sellado y es­cribí Señor Coetzee Saint Bonaventure, y el lunes por la mañana la puse en la mo­chila de María Regina. “Dásela al señor Coetzee”, le dije, “dásela en la mano”.

“¿Qué es esto”, preguntó María Re­gina.

“Es una nota de un padre al profesor de su hija, no es para ti. Ahora vete, o perderás el camión”.

Por supuesto que cometí un error, no debí haber dicho no es para ti. María Regina ya no estaba en edad de obedecer a su madre. Ya había pasado ese punto pero yo no lo sabía entonces. Yo estaba viviendo en el pasado.

“¿Le entregaste la carta al señor Coetzee?’: le pregunté cuando volvió de la escuela.

“Sí”, me contestó, y no dijo nada más. No creí que fuera correcto preguntarle ¿La abriste en secreto y se la diste luego de leerla?

Al día siguiente, para mi sorpresa, María Regina llegó con una nota del profesor ese; no era una respuesta sino una invitación. ¿Nos gustaría ir de pic­nic con él y su padre? Al principio pensé en rechazar la oferta. “Dime”, le dije a María Regina, “¿de veras quieres que tus amigos de la escuela piensen que eres la consentida del profesor? ¿Quieres que anden cuchicheando a tus espaldas?”. Pero eso no le importaba, ella quería ser la consentida del profesor. Me presionó y me presionó para que aceptara, y Joana la apoyó, así que al final accedí.

Había mucho alboroto en la casa, en la cocina, Joana trajo cosas de la tienda, así que cuando el señor Coetzee pasó a recogemos el domingo por la mañana teníamos una canasta llena de paste­les y galletas y dulces, suficiente para un ejército.

No nos recogió en un coche porque no tenía coche, no, tenía una camione­ta, de esas con caja trasera que en Brasil llamamos camionhete. Así que las niñas, con sus ropas de domingo, tuvieron que sentarse atrás, junto a la leña, mientras que yo me tuve que ir adelante con él y con su padre.

Ésa fue la única vez que vi a su padre. Era bastante viejo y vacilante, sus manos temblaban. Al principio pensé que le tem­blaban porque iba sentado junto a una mujer extraña, pero luego me di cuenta de que temblaban todo el tiempo. Cuan­do nos lo presentó dijo “¿Cómo están us­tedes?” muy educado, muy cortés, pero después se calló. No habló ni conmigo ni con su hijo durante todo el trayecto. Un hombre muy tranquilo, muy humilde, o al que tal vez todo le daba miedo.

Manejamos hasta las montañas -tuvimos que detenemos un momen­to para que las niñas se pusieran sus abrigos porque empezó a hacer frío- y llegamos a un parque -ahora no re­cuerdo el nombre- de muchos pinos y con áreas donde la gente podía hacer su picnic, gente blanca, claro -era un lugar agradable, casi vacío porque era invierno. Tan pronto como elegimos un lugar, el señor Coetzee se entretuvo des­cargando la camioneta y encendiendo el fuego. Yo esperaba que María Regina le ayudara pero se escabulló con el pretex­to de explorar la zona. Eso no era una buena señal. Porque si su relación con ese hombre era comme il faut, es decir, entre un profesor y su alumna, a ella no le hubiera dado pena ayudarle. Pero fue Joana la que se acercó, ella era muy bue­na en eso, muy práctica y eficiente.

Y yo estaba ahí, abandonada con el padre ¡como si fuéramos dos ancianos, los abuelos! Me costó trabajo hablar con él, como ya dije, no entendía mi inglés y era muy tímido, tímido con una mu­jer; o tal vez simplemente no entendía quién era yo.

Y luego, antes de que la fogata estu­viera bien encendida, llegaron las nubes y se puso oscuro y empezó a llover. “Es sólo una llovizna, pasará pronto” dijo el señor Coetzee. Así que las niñas y yo nos refugiamos en la camioneta mientras él y su padre se apiñaron debajo de un ár­bol, y esperamos a que parara la lluvia. Pero claro que no paró, siguió llovien­do y las chicas poco a poco perdieron el ánimo “¿Por qué de entre todos los días tiene que llover hoy?”, se quejó María Regina como si fuera un bebé. “porque es invierno”, le contesté, “porque es invierno y porque la gente inteligente, los que tienen los pies en la tierra, no andan saliendo de picnic a medio invierno”.

La fogata que hicieron el señor Coetzee y Joana se apagó. Toda la leña se había mojado así que no íbamos a poder asar carne. “¿Por qué no les ofrecen de esas galletas que hicieron?”, le dije a María Regina. Nunca había visto una imagen tan miserable como la de esos dos holandeses, padre e hijo, acurrucados bajo el árbol, tratando de no mojarse y de que no les diera frío. Una imagen mi­serable, pero graciosa. “Ofréceles unas galletas y pregúntales qué vamos a hacer ahora. Pregúntales si quieren llevamos a nadar a la playa”.

Le dije eso a María Regina para que sonriera, pero sólo logré que se enojara más; así que al final fue Joana la que salió en medio de la lluvia para hablar con ellos y regresó con el mensaje de que nos iríamos en cuanto dejara de llover, re­gresaríamos a su casa y ellos nos harían té. “No”, le dije a Joana. “Regresa y dile al señor Coetzee que no, no podemos ir a tomar té, debe llevamos al depar­tamento, mañana es lunes y María Re­gina tiene que hacer tarea y ni siquiera ha empezado”.

Por supuesto que no fue un día feliz para el señor Coetzee. Quería causar­me una buena impresión; quizá de paso quería presumirle sus tres lindas ami­gas brasileñas a su padre; y al final lo que consiguió fue una camioneta llena de gente mojada atravesando la lluvia. Para mí estuvo bien que María Regina viera quién era realmente su héroe, ese poeta que en la vida real ni siquiera podía encender una fogata.

Ésa es la historia de nuestra expedi­ción a las montañas con el señor Coetzee. Cuando finalmente llegamos a Wynberg, le dije enfrente de su padre y de mis hijas lo que había querido decirle todo el día: “Fue muy gentil en invitamos, señor Co­etzee, muy caballeroso”, dije, “pero quizá no es buena idea que un maestro ande favoreciendo a una de sus alumnas sólo porque es bonita. No lo estoy regañando, pero le pido que lo piense”.

Esas fueron las palabras que usé: sólo porque es bonita. María Regina se puso furiosa conmigo, pero a mí no me im­portó mientras me diera a entender.

Más tarde esa noche, cuando María Regina ya se había acostado, Joana entró en mi cuarto. “Mamae, ¿por qué eres tan dura con María Regina?”, dijo. “De ver­dad, no está pasando nada malo”.

“¿Nada malo?”, dije. “¿Qué sabes tú del mundo? ¿Qué sabes tú de la maldad? ¿Qué sabes de lo que un hombre es ca­paz de hacer?”.

“Él no es un mal hombre, Mamae”, dijo. “Seguro que puedes verlo”.

“Es un hombre débil’: dije. “Un hombre débil es peor que uno malo. Un hombre débil no sabe cuándo detenerse. Un hombre débil vive a merced de sus impulsos, los sigue a donde quiera que vayan”.

“Mamae, todos somos débiles”, dijo Joana.

“No, estás equivocada, yo no soy débil”, le dije. “¿Dónde estaríamos nosotras si me permitiera ser débil? Vete a dormir y no le cuentes nada de esto a María Regina. Ni una palabra. No lo entendería”.

Yo esperaba que ese fuera el final del señor Coetzee. Pero no, uno o dos días después llegó una carta suya, no la trajo María Regina sino el correo, era una carta formal, mecanografiada, el sobre también. Primero se disculpaba por el fracaso del picnic. Quería hablar conmigo en privado pero no sabía có­mo. ¿Podía venir a verme? ¿Podía ve­nir al departamento o prefería que nos viéramos en otro lado, quizá almorzar juntos? Lo que le pesaba no era María Regina. María Regina era una niña in­teligente y con un buen corazón; era un privilegio darle clase. Podía estar segura que nunca, nunca traicionaría la confianza que yo había depositado en él. Inteligente y hermosa -esperaba que ese comentario no me molestara. Porque la belleza, la verdadera belleza, estaba más allá de la piel, brotaba cuan­do el alma se mostraba a través de la carne; y de dónde había sacado María Regina esa belleza sino de mí.

[Silencio]

¿Y?

Eso fue todo. Eso era lo importante. Que si lo podía ver a solas.

Por supuesto que me pregunté de dónde había sacado la idea de que yo querría verlo, o que querría recibir car­tas suyas, porque nunca le dije nada para alentarlo.

¿Entonces qué hizo? ¿Lo vio?

¿Que qué hice? Nada, sólo esperé aque me dejara en paz. Yo estaba de luto, y aunque mi esposo no hubiera muerto, no quería atenciones de otros hombres, menos del profesor de mi hija.

¿Aún guarda esa carta?

No tengo ninguna de sus cartas. Nolas guardé. Cuando nos fuimos de Sudá­frica limpié el departamento y tiré todas las cartas y los recibos.

¿Y no le contestó?

No.

No le contestó y no tuvo ninguna rela­ción con el señor Coetzee.

¿Qué es esto? ¿Por qué me hace estas preguntas? Viene desde Inglaterra para hablar conmigo, me dice que está escri­biendo una biografía de este hombre que casualmente fue maestro de mi hija hace muchos años y de pronto cree que pue­de interrogarme sobre mis “relaciones”. ¿Qué tipo de biografía está escribiendo? ¿Es del estilo Hollywood, de los chismes y secretos de los ricos y famosos? Si me niego a discutir mis relaciones con este hombre, ¿va a decir que traté de ocultar algo? No, no tuve, como dice, “relacio­nes” con el señor Coetzee. Y no voy a decir más. Para mí no era normal sentir algo por un hombre así, un hombre tan blandengue. Sí, blandengue.

¿Esta sugiriendo que era homo­sexual?

No estoy sugiriendo nada. Pero le fal­taba un algo que las mujeres necesitan, una cualidad, fuerza, hombría. Mi espo­so tenía esa cualidad. Siempre la tuvo, se le acentuó cuando estuvo preso seis meses, aquí en Brasil, cuando los milita­res. Después de eso solía decir que ya no le sorprendía lo que un ser humano era capaz de hacerle a otro. Coetzee nunca tuvo una experiencia que lo pusiera a prueba y le enseñara cómo es la vida. Por eso digo que era un blandengue. No era un hombre, era apenas un niño.

[Silencio]

En cuanto a lo de si era homosexual, no dije que lo fuera, pero sí era, como ya mencioné, un célibataire -no sé cómo decirlo en inglés.

¿Un solterón? ¿Asexual?

No, asexual no. Solitario. No apto para la vida conyugal. No apto para la compañía de una mujer.

[Silencio]

Mencionó que hubo más cartas.

Sí, como no le contesté escribió otra vez. Escribió muchas veces. Tal vez pen­saba que si me escribía lo suficiente las palabras terminarían por desgastarme, como las olas que desgastan a la roca. Guardaba las cartas en el buró; algunas ni las leí. Pero pensaba, De entre mu­chas, pero muchas de las cosas que este hombre no tiene es un tutor que le dé lecciones de amor. Porque si te enamoras de una mujer no te sientas a escribir a máquina cartas larguísimas que termi­nan con un “Sinceramente suyo”, no. Escribes a mano, como se escriben las cartas de amor, y la entregas junto con un bouquet de rosas rojas. Luego pensé que tal vez era así como se enamoraban los holandeses: con prudencia, despaci­to, sin fuego, sin gracia. Y sin duda tam­bién así haría el amor si se le presentaba la oportunidad.

Guardé las cartas y no les conté nada a las niñas. Eso fue un error. Tranquila­mente pude haberle dicho a María Re­gina Ese señor Coetzee me escribió para disculparse por lo del domingo. Dice tam­bién que está contento con tu progreso en clase. Pero me quedé callada, lo que al final trajo muchos problemas. Incluso hoy, creo, María Regina no lo ha olvi­dado, ni me ha perdonado.

¿Entiende usted estas cosas, señor Vincent? ¿Está casado? ¿Tiene hijos?

Sí, estoy casado. Tenemos un hijo, un niño. El próximo mes cumple cuatro.

Los niños son diferentes, no sé de ni­ños. Pero le voy a decir algo, aquí entre nos, algo que no debe poner en su libro. Yo amo a mis dos hijas, pero a María Re­gina la quería de otra forma. La quería pero la critiqué mucho mientras creció. A Joana no, Joana era muy simple y directa. Pero María era demasiado encantadora. Podía -no sé si usan esta expresión- te­ner a un hombre comiendo de su mano. Si la viera entendería lo que digo.

¿Qué es de ella?

Está en su segundo matrimonio. Vi­ve con su esposo en Estados Unidos, en Chicago. Él trabaja como abogado en un bufete. Creo que es feliz con él. Creo que ha hecho las paces con el mundo. Antes tuvo muchos problemas de los cuales no voy a hablar.

¿Tiene alguna foto suya que quizá pueda usar para mi libro?

No sé, voy a ver. Se está haciendo tar­de. Su compañero debe estar exhausto. Sí, sé cómo es eso de ser intérprete. Parece fácil, pero la verdad es que tienes que po­ner atención todo el tiempo, no te puedes relajar y el cerebro se cansa. Paremos de una vez. Apague su grabadora.

(Publicado en Nexos 385, enero 2010.)


John Maxwell Coetzee 
Escritor sudafricano 
Nació el 9 de febrero de 1940 en Ciudad del Cabo criándose entre Sudáfrica y Estados Unidos.
Hijo de afrikaner, su padre, Zacarías Coetzee, fue abogado y empleado del gobierno, su madre, Vera Wehmeyer, una maestra de escuela.
Es descendiente de los primeros inmigrantes holandeses llegados a Sudáfrica en el siglo XVII, y por parte de madre, de alemanes y polacos.
Asistió al St. Joseph's College, una escuela católica en Rondebosch, suburbio de Ciudad del Cabo, más tarde estudiaría en la Universidad de Ciudad del Cabo recibiendo una licenciatura con honores en Inglés en 1960 y otra también con honores en Matemáticas en 1961. Se trasladó al Reino Unido y en 1962 trabajó como programador de computadoras de IBM en Londres hasta 1965. En 1963, cuando aún estaba en el Reino Unido, fue galardonado con una Maestría en Artes de la Universidad de Ciudad del Cabo con una tesis sobre las novelas de Ford Madox Ford titulada "The Works of Ford Madox Ford with Particular Reference to the Novels" (1963). Sus experiencias en Inglaterra fueron más tarde relatadas en Youth (2002), su segundo volumen de memorias de ficción.
Profesor de literatura, crítico, traductor y lingüista, Coetzee asistió a la Universidad de Texas en Austin, en Estados Unidos, en el Programa Fulbright en 1965. Obtuvo un doctorado en lingüística en 1969. Su tesis doctoral fue un análisis estilístico de la obra de Samuel Beckett y llevó por título "The English Fiction of Samuel Beckett: An Essay in Stylistic Analysis"(1968). En ese mismo año comenzó a enseñar literatura Inglés en la Universidad Estatal de Nueva York en Buffalo, donde permaneció hasta 1971. Allí comenzó su primera novela, Dusklands (Tierras de poniente). Solicitó la residencia permanente en los Estados Unidos, pero se le negó debido a su participación en las protestas contra la Guerra de Vietnam. Regresó a Sudáfrica para enseñar literatura Inglés en la Universidad de Ciudad del Cabo, donde fue profesor de literatura entre 1999 y 2001. En 2002, fue nombrado miembro investigador honorario en el Departamento de Inglés de la Universidad de Adelaide, Australia, donde su pareja, Dorothy Driver, es colega académica. Además fue profesor en el Comité de Pensamiento Social en la Universidad de Chicago hasta el 2003.
Su obra es una clara alusión al mundo represivo del apartheid antes de la abolición de la segregación racial y se distingue por abordar la realidad de su país en forma ambigua, sin recurrir a los clichés habituales del realismo.
A su primera novela, le siguieron In the Hearth of the Country (1977), con la que ganó el CNA, el premio mayor de las letras sudafricanas. Escritor de las novelas de culto como Infancia y Desgracia, entre sus obras destacan En el corazón del país(1977), Esperando a los bárbaros (1980), Vida y época de Michel K (1983), Enemigo (1986), Edad de hierro (1990) y El maestro de Petersburgo (1994).
Ganador del Booker Price, obtuvo el Premio Nobel de Literatura de 2003. 
Se casó con Philippa Jubber en 1963 y se divorciaron en 1980. Tiene una hija, Gisela (nacida en 1968) y un hijo, Nicolás (nacido en 1966) de este matrimonio. Su hijo murió en 1989 con 23 años a consecuencia de un accidente. El 6 de marzo de 2006, Coetzee se convirtió en ciudadano australiano.
Fuente: bcehricardogaribay.wordpress.com - buscabiografias.com - Foto: loff.it

MARINA TSVETÁYEVA: POEMAS

El poeta 

" El poeta trae de lejos la palabra. 
Al poeta lo lleva lejos la palabra.

Entre sí y no, por baches indirectos 
de parábolas, signos, planetas, 

hasta lanzándose desde el campanario 
agarra un garfio, pues el camino del cometa 
es el camino del poeta. 

Casuales eslabones 
ése es su enlace. 

Mirar las estrellas de nada sirve! 
En el calendario 
no se pronostican los eclipses del poeta. 

Él es el que desordena los naipes, 
falsea el peso y las cuentas, 
el preguntón en el pupitre, 
el que a Kant para el arrastre deja.

El que en el pétreo foso de la bastilla 
es como un árbol que crece en su belleza... 
aquél de huellas siempre desaparecidas, 
él que es el tren al que cualquiera 
llega tarde, 
su camino es el de los cometas. 

El camino del poeta arde pero no calienta, 
arranca pero no cría, estalla y se quiebra. 
Tu camino es el de enredadas cabelleras, 
no pronosticado en el calendario del poeta. "


Insinuarse 

"Quizás la mejor victoria sea 
sobre el tiempo y la atracción, 
pasar sin dejar huellas, 
pasar sin dejas sombra 

en las paredes... 

Quizás renunciando vencer? 
Quién del espejo se borra? 
Así como Lermontov en el Cáucaso 
colarse sin inquietud en las rocas. 

Es quizás la mejor diversión 
con los dedos de Sebastián Bach 
del órgano provocar el son? Despedazarse sin dejar 

cenizas para la urna... 

Quizás por engaño vencer? 
De toda latitud darse de alta? 
Así en el tiempo tal océano 
colarse sin inquietar las aguas... "


Yo te reconquisto 

"Yo te reconquisto de toda tierra y celestial altura, 
porque me es cuna el bosque, y el bosque sepultura, 
porque en la tierra estoy, con un pie sólo, uno, 
porque voy a cantarte como no canto a ninguno. 

Yo te reconquisto de todo tiempo y de toda espada, 
de toda noche y de toda bandera dorada, 
arrojaré las llaves y los mastines del umbral, 
pues perro fiel soy yo en la noche terrenal. 

Te reconquisto de todos los demás, de la otra, de la una 
no seré yo esposa de ninguno, ni serás tu esposo de ninguna, 
y en la última lucha te sacaré, no reproches, calla!, 
del que en la noche estuvo con Jacob en la batalla. 

Pero hasta que en tu pecho los dedos cruzar pueda 
- oh maldito seas tú!- en ti mismo te quedas, 
tus dos alas dirigidas al espacio profundo, 
pues el mundo es tu cuna y tu sepulcro el mundo. "



Marina Ivánovna Tsvietáieva
(en cirílico Марина Ивaновна Цветaева) fue una destacada poetisa rusa (26 de septiembre de 1892 - 31 de agosto de 1941).
Nació el 26 de septiembre de 1892, hija del fundador del Museo Pushkin de Moscú Iván Tsvetáiev. Tuvo que exiliarse en Praga (1922) y luego en Francia(1925) después de la revolución rusa con su marido, un oficial en activo. Vivió 14 años en Francia, desdichada y deprimida. Tenía dos hijas, Irina y Ariadna, y un hijo, Gueorgui. 
En 1939, volvió a la Unión Soviética con su hijo Gueorgui (Mur) para reunirse con su marido Serguéi Efrón, quien había regresado a Rusia con su hija Ariadna en 1937. Pero en el mismo año su marido Serguéi Efrón y Ariadna fueron arrestados, y Serguéi Efrón fue fusilado en 1941. Ariadna, tras permanecer ocho años en el Gulag, fue arrestada de nuevo en 1949 y enviada al destierro en el raión de Turujansk. 
Fue rehabilitada en 1955. Marina Tsvetáyeva, padeciendo la reprobación oficial, no pudo encontrar vivienda ni trabajo. Era tan pobre que su hija Irina hubo de ir al orfanato donde, dadas las malas condiciones, murió de hambre. Cuando comenzó la Gran Guerra Patria, Marina fue evacuada a Yelábuga, Tartaristán, donde se suicidó en 1941.


Respuesta a un cuestionario
Marina Ivánovna Tsvietáieva
Nacida el 26 de septiembre de 1892 en Moscú

Mi padre era hijo de un sacerdote de la provincia de Vladímir, especialista en literatura europea; doctor honoris causa de la Universidad de Bolonia; profesor de historia del arte, primero en la Universidad de Kiev y después en la de Moscú; director del Museo Rumiántsev; fundador, inspirador y coleccionista particular del primer museo de las bellas artes de Rusia. Héroe del trabajo. Murió en Moscú en 1913, poco después de la inauguración del Museo. Legó su patrimonio (escaso, porque era generoso) a la escuela de Talitsi (su aldea natal, en la provincia de Vladímir). Su biblioteca, enorme, reunida gracias a su trabajo y con grandes dificultades, la legó toda, sin exceptuar un solo libro, al Museo Rumiántsev.


Mi madre era una polaca de sangre azul, discípula de Rubinstein, dotada de un raro talento musical. Murió prematuramente. La poesía me viene de ella. También donó la biblioteca (la suya y la del abuelo) al Museo. De este modo, de nosotros los Tsvietáiev, Moscú ha recibido tres bibliotecas. Yo también donaría la mía, si no hubiese tenido que venderla durante los años de la Revolución.

Mi primera infancia – transcurrió en Moscú y en Tarusa (nido de una secta cristiana de flagelantes en el Oká); de los diez a los trece años (muerte de mi madre) – viví en el extranjero; hasta los diecisiete, nuevamente – Moscú. Nunca en una aldea rusa.

Influencias principales – por el lado materno: la música, la naturaleza, la poesía, Alemania. La pasión por el judaísmo. Uno contra todos. Heroica.

Algo más oculta pero no menos fuerte fue la influencia de mi padre: la pasión por el trabajo, la ausencia de arribismo, la sencillez, la renuncia. La influencia conjunta de mi padre y de mi madre – mi carácter espartano. Dos leitmotivs en una sola casa: la música y el Museo. El aire en casa no era burgués ni intelectual, era – caballeresco. La vida se entendía de manera sublime.

Sucesión de acontecimientos espirituales: durante toda mi primera infancia – la música; a los diez años – la Revolución y el mar (Nervi, cerca de Génova, nido de emigrantes); a los once años – el catolicismo; a los doce – la primera sensación de patria (“El varego”, Port Arthur); a partir de los doce años y hasta la fecha – pasión por lo napoleónico, interrumpida en 1905 por Spiridónova y Schmidt; a los trece, catorce y quince años – el populismo; a los dieciséis – ruptura con la ideología, amor por Sarah Bernhardt (El aguilucho), estallido de bonapartismo; de los dieciséis a los dieciocho años – Napoleón (Victor Hugo, Béranger, Fréderic Masson, Thiers, memorias, el Culto). Poetas franceses y alemanes.

Mi primer encuentro con la Revolución fue en 1902-1903 (los emigrantes), el segundo fue en 1905-1906 (en Yalta, con los socialistas revolucionarios). Nunca hubo un tercero.

Sucesión de libros favoritos (cada uno representa una época): Ondina (primera infancia), Lichtenstein de Hauff (adolescencia), L’aiglon de Rostand (primera juventud). Más tarde y hasta hoy: Heine – Goethe – Hölderlin. Prosistas rusos (hablo desde mi punto de vista actual) – Leskov y Aksákov. De los contemporáneos – Pasternak. Poetas rusos – Derzhavin y Nekrásov. De los contemporáneos – Pasternak.

Mis poemas preferidos en la infancia – “Al mar” de Pushkin y “El manantial ardiente” de Lérmontov. Doblemente – “El rey de los bosques” y Erlkönig. Amo con pasión “Los gitanos” de Pushkin desde los siete años y hasta la fecha. Nunca me gustó Eugenio Onieguin.

Mis libros más amados en el mundo, con los que me incinerarán – Los Nibelungos, La Ilíada, El cantar de las huestes de Ígor.

Mis países predilectos – la antigua Grecia y Alemania.

Instrucción. A los seis años – la escuela de música de Zograf-Plaksinaia; a los nueve años – el iv liceo femenino; a los diez – nada; a los once – el colegio católico en Friburgo (Schwarzwald); a los trece – el liceo de Yalta; a los catorce – el colegio moscovita de Alfiórova; a los dieciséis – el liceo de Briujanenko. Terminé el séptimo año; del octavo – me retiré.

A los dieciséis años asistí, en la Sorbona, a un curso de verano sobre la literatura francesa antigua.

Al pie de mi primera composición en francés firmé (tenía once años): Trop d’imagination, trop peu de logique.

Escribo versos desde los seis años. Publico desde los dieciséis. También los he escrito en francés y en alemán.

Mi primer libro – Álbum vespertino. Lo publiqué yo misma cuando aún estaba en el liceo. Primera crítica – un gran artículo de felicitación de Max Voloshin. No sé de influencias literarias, sé de influencias humanas.

Autores favoritos (de entre los contemporáneos) – Rilke, Romain Rolland, Pasternak.

Jamás pertenecí ni pertenezco a ningún movimiento literario o político.

Marina Tsvietáieva, 1926.

(Traducción de Selma Ancira)
Fuente: files.bibliotecadepoesiacontemporanea.webnode.es - wikipedia.org - jornada.unam.mx -
Foto:blogaloido.wordpress.com

ANTONIO DI BENEDETTO: PERO UNO PUDO




Sabemos de esto por la tradición oral que viene de nuestros remotos antepasados, pues ocurrió hace diez o más años.

Hemos de advertir, asimismo, que si al expresarnos prescindimos de todas las formas del singular no es porque asumamos rango de majestades, sino porque todo lo nuestro es plural. Por lo menos, así lo entendemos nosotros. Ésta es una diferencia con los hombres, porque, sin dejar de creer que sea posible, nos parece harto difícil la individualidad. El repetirse de las acciones y los pensamientos, el encontrar que ya hubo quien lo haga o en otra parte hay quien lo hace o puede hacerlo idénticamente es tan depresivo que sólo la vanidad puede impedir el suicidio. No negamos, no, que de esta manera constituimos lo que el hombre puede llamar una sociedad estacionaria o retrógrada; pero es que estamos cansados de seguir ciegamente su ejemplo. Eso conduce periódicamente a la muerte en masa, a la angustia constante de los esclarecidos y al dolor de los vencidos y los menos dotados. Nosotros sólo queremos vivir, vivir en paz.

Se nos dirá, tal vez, que nuestra paz viene a ser semejante a la de las araucarias petrificadas. Tal vez. Después de todo, nosotros somos animales. Ni siquiera sabemos nuestro nombre; no ya, por la abolición de lo personal, el de cada uno, sino el de la especie. Se nos llama, a veces, piojillos de las plantas, y éste no ha de ser el nombre científico, ni siquiera el que se nos dé en otros países. Pero tampoco eso puede preocuparnos. Ni aunque se nos llamase elefantes o monos sabios conseguirían algo de nosotros, ni siquiera una excitación orgullosa. El bien y el mal, lo bueno y lo malo son fatales e incontrastables. Distribuidos por partes iguales se sufren menos y se gozan más.

Lo único que deseamos es vivir, y no la muerte. Por eso somos tan diferentes de los seres humanos, claro está que no de todos, siendo como es posible que sólo seamos distintos de algunos determinados.

Algo de esto contiene, precisamente, lo que ocurrió en los lejanos tiempos.

Temblaban nuestros abuelos porque la dueña de casa anunciaba, de día en día, la desinsectización de las plantas. No lo hacía, no, pero al marido y a todas las visitas les decía que iba a hacerlo. Una corriente inmigratoria dotada de alguna experiencia de otros mundos nos hizo notar que, siendo para una mujer la desinsectización sinónimo de limpieza, no era preciso asustarse de esa mujer, por ser ella poco y nada higiénica. Como respondiéramos que mujeres hay que no son limpias ellas mismas pero sin embargo viven afanadas limpiando el hogar, la corriente inmigratoria -que a poco se asimilaría al nosotros genérico- nos hizo observar que esa mujer no sólo no se limpiaba ella sino que nunca limpiaba los pisos y que los pañales de la hija eran repugnantes.

Quizás esto mismo fue lo que decidió al marido. Muchas veces escuchamos sus amenazas, sordas o francas, pero jamás nos atrevimos a contarlas en nuestro tesoro de esperanzas. Hasta que el marido procedió un día, memorable para nuestra familia, a la desinsectización de su matrimonio.

Después, con el consiguiente traslado de él a una casa inhabitable, porque es de piedra y carece de plantas, vino para la nuestra, aunque no el abandono total, un prolijo descuido a cargo de los parientes. De tal modo llegó para nosotros la era próspera.

* * *

Pero él ha vuelto y la hija, que ya, es claro, no usa pañales, también está aquí, de regreso del colegio religioso.

Ha vuelto hace días y está de reparaciones, de ordenamiento, denodada, fiera, egoístamente, con su concepción tan distinta de la nuestra, buscando por si solo, como olvidado de que no se puede y bien pudo aprenderlo cuando por sí mismo buscó mujer.

Ha vuelto y está allí, ahora, con unas piedras azules, engañosas como su aparente transparencia. Las coloca en la tierra de los cancos, las rocía con agual y va así de planta en planta, disponiendo la muerte para nosotros y conversando descuidadamente con la niña.

-Hago mi felicidad, hija. Así como curo las plantas, curé mi vida y la tuya. . .

Nosotros, sintiendo que el veneno viene, que la muerte viene, como un curso de lava ascendente, gritamos, le gritamos, despavoridos, enfrentándolo con su crimen de hoy y con su crimen del pasado:

-Asesino!

Pero él continúa, absorto y radiante a la vez, en su error, sin que, por suerte, para gloria de nuestro credo, generalice diciendo que todos, como él, pueden hacerlo:

-Hago, hija, la belleza de la vida; la belleza de nuestra vida.

Y nosotros, acusadores y clamantes:

-Asesino! Asesino! Asesino. . . !

Pero nuestra voz, quizás, se oye menos que el choque del viento en una nube.


Antonio Di Benedetto
(Mendoza, 2 de noviembre de 1922 - Buenos Aires, 10 de octubre de 1986) fue un periodista y escritor argentino. Comenzó a estudiar Derecho pero luego se dedicó al periodismo, llegando a ser subdirector del diario Los Andes. A pesar de la urgencia que le imponía su oficio, desde joven logró escribir crónicas de prosa precisa y cuidada. Con los años se convirtió en un editor de noticias reconocido por su oposición a la censura. También fue corresponsal del periódico La Prensa.
Di Benedetto comenzó a escribir en su adolescencia, inspirado por autores como Fiódor Dostoyevski y Luigi Pirandello y llegó a ocupar un lugar sobresaliente en la narrativa contemporánea argentina, por su estilo conciso y muy personal, por su inventiva, por su capacidad de crear personajes que sentimos latir y su deseo de remodelar el mundo poéticamente.
Di Benedetto publicó su primer libro en 1953, Mundo animal, un volumen de cuentos. Más tarde escribiría cinco novelas, la más famosa de las cuales es Zama. Aparecida en 1956, es considerada frecuentemente por críticos latinoamericanos como su obra maestra. Luego, publicó El silenciero (1964) —premiada por la subsecretaría de Cultura, en 1965— y Los suicidas(1969), que es una crónica repleta de melancolía y construida con frases cortas.
Durante la última dictadura cívico-militar fue perseguido, y apresado el 24 de marzo de 1976 en su despacho del diario Los Andes, encarcelado y torturado ("Creo nunca estaré seguro que fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente; pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas"). Sufrió cuatro simulacros de fusilamiento y numerosas golpizas. Fue excarcelado más de un año después, el 4 de septiembre de 1977, anímicamente destrozado.
Sin poder escribir, porque le rompían todos sus papeles, encontró un ardid. Adelma Petroni, escultora amiga de Di Benedetto, cuenta en una entrevista con la escritora María Esther Vázquez: “Me mandaba cartas donde me decía: ‘Anoche tuve un sueño muy lindo, voy a contártelo’. Y transcribía el texto del cuento con letra microscópica (había que leerla con lupa). Después esos cuentos se editaron bajo el título de Absurdos”.
En septiembre de 1977 abandonó el país —según Petroni, viajó con el anticipo que le dio el editor por Absurdos—, y se exilió en Europa, primero en Francia, donde dio clases, y después en España. Vivió seis años en Madrid, donde no fue especialmente destacado, y regresó a Argentina en 1984. A pesar de los numerosos reconocimientos por lo peculiar de su obra, tan original, no adquirió la fama de otros autores latinoamericanos.
Durante su exilio en Madrid, compartió largas horas con su gran amigo, el internacionalmente prestigioso pintor argentino Enrique Sobisch, también radicado en esa ciudad.
Un modesto empleo en la Casa de Mendoza, en Buenos Aires, le permitía sobrevivir a su regreso. Murió de un derrame cerebral, el 10 de octubre de 1986, en la capital argentina.
Fuente: wikipedia.org - talleresbarravento.cl - Foto: talleresbarravento.cl

MÚSICA: ALBERTO DOGLIOTTI


"Taquito Militar"
de: Mariano Mores
Subido por Lisandro Rodríguez
Gentileza: YouTube




"La Cumparsita"
de: Gerardo Matos Rodríguez
Subido por: Lisandro Rodríguez
Gentileza: YouTube



Alberto Dogliotti
(1939Montevideo - 9 de julio de 2007Islas Canarias
fue un pianistaarreglador y compositor uruguayo, reconocido como un importante músico de jazz y candombe.
Comenzó sus estudios a la temprana edad de 4 años. Fue premiado consecutivamente por dos años en el Concurso de Juventudes Musicales de Uruguay y siendo adolescente obtuvo una beca para continuar su formación clásica en el Conservatorio Nacional de Viena. Durante su estadía en Austria, un Dogliotti de apenas 17 años aprovechó para realizar giras por varios países europeos. Parte de su repertorio incluyó la música de artistas uruguayos como Eduardo Fabini.
En la década de 1960 se vincula con el Hot Club de Montevideo y la Peña de Jazz, los dos locales más importantes de jazz de la capital uruguaya. En este período incursiona en este género musical, convirtiéndose en uno de sus principales referentes en Montevideo.
Su relación con el carnavalero y publicista Carmelo "Lito" Imperio, quien lo llevó a un programa que tenía en los antiguos galpones de Saeta, fue uno de los factores que lo acercaron a la música popular. En 1964 recorre varios países de Sudamérica, brindando presentaciones en importantes hoteles. Fue contratado en 1967 por el Hotel Intercontinental de Quito, para lo cual forma un sexteto integrado por Daniel "Bachicha" Lencina (trompeta), Tito Caballero (saxo, flauta y clarinete), Chocho Paolini (saxo-tenor), Eduardo Useta (bajo y guitarra eléctrica) y Santiago Ameijenda (percusión). Con este grupo graba para "Facolor" su primer larga duración, titulado "Fiesta en el Hotel Quito". Al año siguiente, la misma cadena de hoteles le propone ir a Lima (Perú). En este marco, Dogliotti contrata nuevos músicos y con ellos graba "Mike Dogliotti y su orquesta" para el sello "MAG".
Falleció en julio de 2007 en las Islas Canarias, donde estaba radicado hacía 24 años.
Fuente: es.wikipedia.org - YouTube - Foto: discogs.com

viernes, 18 de agosto de 2017

GUNTER GRASS: CUENTOS CORTOS


Las ventajas de las gallinas de viento

Porque apenas ocupan sitio
en sus perchas de corrientes de aire
y no picotean mis domésticas sillas.
Porque no desprecian las duras mondas de los sueños,
ni corren tras las letras
que el cartero pierde cada mañana ante mi puerta.
Porque se quedan quietas
de la pechuga al penacho,
paciente superficie, escrita en letra pequeña,
sin olvidar plumas ni apóstrofos…
Porque dejan la puerta abierta
y la clave sigue siendo la alegoría
que canta de vez en cuando.
Porque sus huevos son tan ligeros
y digeribles, traslúcidos.
Quién vio ese instante
en que el amarillo se harta, agacha las orejas y calla.
Porque su silencio es tan suave,
la carne del mentón de una Venus,
las alimento…

A menudo con viento del Este,
cuando pasan las hojas de tabiques intermedios,
se abre un nuevo capítulo
y me apoyo feliz en la valla,
sin tener que contar las gallinas…
porque son innumerables y se multiplican sin pausa.


Inundación

Esperamos que cese la lluvia,
aunque nos hemos acostumbrado
a permanecer invisibles, tras la cortina.
La cuchara es colador ahora y nadie se atreve ya
a extender la mano.
Muchas cosas flotan por las calles,
cosas bien escondidas en tiempo seco.
¡Qué penoso ver las sábanas usadas del vecino!
Vamos a menudo al indicador de nivel
y comparamos, como relojes, nuestras cuitas.
Algunas cosas pueden regularse.
Pero cuando los aljibes se desborden y se colme la medida que heredamos
tendremos que ponernos a rezar.
El sótano está sumergido, hemos subido las cajas
y comprobamos con la lista el contenido.
Todavía no se ha perdido nada…
Como es seguro que las aguas bajarán pronto
hemos empezado a coser sombrillitas.
Será muy duro volver a cruzar la plaza,
claramente, con sombra de plomo.
Al principio echaremos de menos la cortina
y bajaremos al sótano a menudo
para contemplar la marca
que las aguas nos legaron.


Estadio de noche


Lentamente ascendió el balón en el cielo.
Entonces se vio que estaba lleno el graderío.
En la portería estaba el poeta solitario,
pero el árbitro pitió fuera de juego.


Sustento de profetas

Cuando la langosta invadió nuestra ciudad,
no traían ya la leche a casa y el periódico se asfixiaba,
abrieron las cárceles y soltaron a los profetas.
Entonces recorrieron las calles los 3.800 profetas.
Podían hablar impunemente y alimentarse a placer
de aquel fiambre saltarín y gris que llamábamos plaga.

Qué otra cosa se hubiera podido esperar…

Pronto volvieron a traernos la leche, el periódico respiró
y los profetas llenaron las cárceles.


Asuntos de familia

En nuestro museo—vamos todos los domingos—,
han inaugurado una sección nueva.
Nuestros hijos abortados, embriones pálidos y serios,
se acurrucan en simples tarros de cristal,
preocupados por el futuro de sus padres.



Günter Grass
(Danzig, actualmente Gdansk, Polonia, 1927 - Lübeck, 2015) Escritor alemán cuya obra narrativa reflexionó ácidamente sobre la historia de su país y la sujeción del individuo a las ideologías imperantes. En 1999 recibió el Premio Nobel de Literatura "por su forma de descubrir y recrear el rostro olvidado de la historia". 

De origen alemán por parte de padre y polaco por el lado materno, militó en su adolescencia en las Juventudes Hitlerianas y fue llamado a filas en 1944, hecho prisionero por los americanos y liberado en 1946. Tras desempeñar diversos trabajos y oficios (bracero agrícola, picapedrero), ingresó en la Escuela de Bellas Artes de Düsseldorf para seguir cursos de escultura, que luego continuaría en Berlín. En sus inicios cultivó paralelamente la creación plástica (escultura y artes gráficas) y la literaria en las vertientes poética y dramática, componiendo piezas como Faltan diez minutos para Buffalo (1957), Inundación (1957) y Tío, tío (1958).
Fue sin embargo la narrativa, en la que se concentró a partir de 1958, la que lo lanzó a la fama con El tambor de hojalata (1959), primera de las novelas que integran la denominada "trilogía de Danzig". La obra tuvo una enorme resonancia, generó una gran polémica literaria y cimentó el renombre del autor. En ella, como en las otras dos (El gato y el ratón y Años de perro), su ciudad natal constituye el telón de fondo ante el cual se desarrolla la historia del protagonista, Oskar Matzerath, un enano que deambula permanentemente acompañado de un diminuto tambor, a cuyos redobles va evocando un animado fresco de la pequeña burguesía alemana entre 1930 y 1950.
Internado en una institución psiquiátrica, Oskar Matzerath narra su vida desde el comienzo. Esta narración se intercala con un diario que escribe en su reclusión y que abarca de 1952 a 1954. El personaje no ha crecido desde los tres años a causa de un accidente provocado con objeto, precisamente, de detener su crecimiento. En cambio, maduró intelectualmente cuando aún se hallaba en estado embrionario. Esta disparatada peculiaridad le permite ver con toda claridad lo que le rodea, pero sin participar en nada, en una auténtica relativización de la propia realidad. Desde su singularísima situación, Oskar evoca su infancia en Danzig, donde su madre y el marido de ésta regentaban una tienda de comestibles. Con ellos convivía un primo, de origen polaco, que formaba con el matrimonio un ménage à trois.
Llegó después la ascensión del nazismo, y el pequeño Oskar se dedicaba a perturbar los desfiles de los camisas pardas tocando su tambor de hojalata. Después de empujar al primo polaco a la muerte durante el asedio de la oficina de correos, se integró en una troupe de enanos que, durante la guerra, hacían números de circo para entretener a los soldados. De regreso en Danzig, y en el momento en que el Ejército Rojo se disponía a tomar la ciudad, consiguió que su padrastro muriese asfixiado al obligarle a tragarse una insignia nazi.
El lenguaje de Grass es como una pirotecnia de truculencias, pastiches estilísticos, juegos de palabras y descripciones llenas de dramatismo y no ajenas a ciertas evocaciones simbólicas. Völker Schlöndorff realizó en 1979 una película basada en esta novela. La labor de desenmascaramiento es llevada a cabo desde una perspectiva de ingenua intrepidez, que opera totalmente al margen de cualquier ideología o tendencia moralizadora y pone en marcha una amplísima gama de recursos estilísticos y compositivos.
El tono satírico-grotesco predomina también en El gato y el ratón (1961), a la que sigue Años de perro (1963), donde la historia política de Alemania en el segundo cuarto de siglo sirve, una vez más, de marco referencial a los avatares y conflictos de una relación entre dos amigos de infancia. Después del estreno y la publicación en Berlín del drama Los plebeyos ensayan la rebelión (1966), en el que se pone en entredicho la postura del dramaturgo Bertolt Brecht en relación al levantamiento antiestalinista del 17 de junio de 1953 en Berlín oriental, publicó las novelas Anestesia local (1969), cuya versión teatral resumida apareció ese mismo año con el título de Antes, y Diario de un caracol (1972), que reflejan la intensa actividad política del escritor en las filas de la socialdemocracia alemana.
En El rodaballo (1977), acaso la más ambiciosa de sus creaciones novelísticas, recurre al mito y a la historia para plantear una parábola de la condición humana y de la relación hombre-mujer que contiene, además, una historia del arte culinario y una aguda sátira del feminismo. La obra se compone de nueve capítulos correspondientes a los de la gestación. Una mujer es la protagonista de cada capítulo, que se desarrolla en distintas épocas de la historia y tiene como hilo conductor la alimentación humana desde la época de las cavernas hasta nuestros días, otorgando a las conquistas culinarias mayor trascendencia que a las guerras y a los episodios consignados en las historias convencionales.
El protagonista que subyace al conjunto de la narración es el rodaballo, y el punto de partida de la inspiración es un cuento sobre ese pez del autor romántico Philipp Otto Runge. Capturado en la edad de la piedra, el rodaballo promete al pescador que si lo suelta le ayudará a liberarse del matriarcado imperante. De ahí deriva la concepción viril de la historia, hecha de imposición del poder y de sumisión de la realidad a la elucubración que desemboca en el totalitarismo, nutrido por invenciones tales como Dios, el progreso o la revolución. El libro de cocina es el verdadero texto de historia, el que recoge la estricta realidad y los progresos y conquistas del género humano, porque el hombre, más que un animal racional, es un animal (el único) capaz de cocinar. En nuestra época, el rodaballo es capturado de nuevo, pero esta vez por tres feministas a las que promete, si lo sueltan, apoyar su causa. Pero ellas no lo liberan y le organizan un juicio, con lo que el curso de la historia no se invertirá, y a los excesos del predominio viril no sucederán excesos por parte del sexo opuesto.
Günter Grass publicó posteriormente, entre otros títulos, el relato Encuentro en Telgte (1979), evocación de su actividad dentro del "Grupo 47" y de la figura de Hans Werner Richter, ambientada durante la guerra de los Treinta Años, y las novelas Partos mentales o los alemanes se extinguen (1980) y La ratesa (1986), melancólica prefiguración del fin de la Humanidad en un holocausto atómico del que sólo se salvarían las ratas.
En 1978 apareció Escarmientos, libro que reúne sus discursos y escritos políticos, y dos años después se editaron sus Ensayos sobre literatura 1957-79. Entre sus últimas obras cabe citar Alemania, una unificación insensata (1990); la novela Malos presagios (1992); Cuatro decenios(1992); Es cuento largo (1995), libro muy crítico acerca del proceso de la reunificación alemana, y Mi siglo, colección de cien relatos (uno por cada año del siglo) publicada en 1999, año en que fue doblemente galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y con el Premio Nobel de Literatura.
En 2002 publicó A paso de cangrejo, nueva narración sobre la Alemania de la Segunda Guerra Mundial que abordaba el sufrimiento de los alemanes a través del relato del hundimiento de la embarcación Wilhelm-Gustloff en 1945, en el mar Báltico. En 2006 vieron la luz el poemario Lírico botín, que recoge la producción poética de los cincuenta años anteriores del autor, y la narración autobiográfica Pelando la cebolla, en la que Grass hizo pública su condición de miembro de las SS durante su primera juventud. La noticia desató ríos de tinta en todo el mundo, pero especialmente en su país de origen, en el que no faltaron las voces que reclamaron la renuncia del escritor a su Nobel. Grass tuvo que salir al paso pidiendo perdón por su "pecado de juventud", mientras que sus defensores esgrimieron su continua dedicación a la causa antibelicista y a la denuncia de los desmanes y horrores provocados por la guerra.
Socialdemócrata convencido, Günter Grass nunca evitó salir a la primera línea del debate público para defender sus puntos de vista. Así, criticó la reunificación alemana por considerarla demasiado acelerada y traumática para la República Democrática Alemana, y defendió siempre los derechos de las minorías en su país. En su momento, fue un defensor del movimiento sandinista. Crítico con el capitalismo, no perdía ocasión de señalar su íntima injusticia y, en su opinión, la reducción que opera en las formas sociales de experiencia del mundo y de relación entre las personas.
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