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viernes, 21 de julio de 2017

ROBERTO ARLT: LA OLA DE PERFUME VERDE



Yo ignoro cuáles son las causas que lo determinaron al profesor Hagenbuk a dedicarse a los naipes, en vez de volverse bizco en los tratados de matemáticas superiores. Y si digo volverse bizco, es porque el profesor Hagenbuk siempre bizqueó algo; pero aquella noche, dejando los naipes sobre la mesa, exclamó:

-¿Ya apareció el espantoso mal olor?

El olfato del profesor Hagenbuk había siempre funcionado un poco defectuosamente, pero debo convenir que no éramos nosotros solos los que percibíamos ese olor en aquel restaurant de después de medianoche, concurrido por periodistas y gente ocupada en trabajos nocturnos, sino que también otros comensales levantaban intrigados la cabeza y fruncían la nariz, buscando alrededor el origen de esa pestilencia elaborada como con gas de petróleo y esencia de clavel.

El dueño del restaurant, un hombre impasible, pues a su mostrador se arrimaban borrachos conspicuos que toda la noche bebían y discutían de pie frente a él, abandonó su flema, y, dirigiéndose a nosotros -desde el mostrador, naturalmente-, meneó la cabeza para indicarnos lo insólito de semejante perfume.

Luis y yo asomamos, en compañía de otros trasnochadores, a la puerta del restaurant. En la calle acontecía el mismo ridículo espectáculo. La gente, detenida bajo los focos eléctricos o en el centro de la calzada, levantaba la cabeza y fruncía las narices; los vigilantes, semejantes a podencos, husmeaban alarmados en todas direcciones. El fenómeno en cierto modo resultaba divertido y alarmante, llegando a despertar a los durmientes. En las habitaciones fronteras a la calle, se veían encenderse las lámparas y moverse las siluetas de los recién despiertos, proyectadas en los muros a través de los cristales. Algunas puertas de calle se abrían. Finalmente comenzaron a presentarse vecinos en pijamas, que con alarmante entonación de voz preguntaban:

-¿No serán gases asfixiantes?

A las tres de la madrugada la ciudad estaba completamente despierta. La tesis de que el hedor clavel-petróleo fuera determinada por la emanación de un gas de guerra, se había desvanecido, debido a la creencia general en nuestro público de que los gases de guerra son de efecto inmediato. Lo cual contribuía a desvanecer un pánico que hubiera podido tener tremendas consecuencias.

Los fotógrafos de los periódicos perforaban la media luz nocturna con fogonazos de magnesio, impresionando gestos y posturas de personas que en los zaguanes, balcones, terrazas y plazuelas, enfundadas en sus salidas de baño o pijamas, comentaban el fenómeno inexplicable.

Lo más curioso del caso es que en este alboroto participaban los gatos y los caballos. “Xenius”, el hábil fotógrafo de “El Mundo” nos ha dejado una estupenda colección de caballos aparentemente encabritados de alegría entre las varas de sus coches y levantando los belfos de manera tal, que al dejar descubierto el teclado de la dentadura pareciera que se estuviesen riendo.

Junto a los zócalos de casi todos los edificios se veían gatos maullando de satisfacción encrespando el hocico, enarcado el lomo, frotando los flancos contra los muros o las pantorrillas de los transeúntes. Los perros también participaban de esta orgía, pues saltando a diestra y siniestra o arrimando el hocico al suelo corrían como si persiguieran un rastro, mas terminaban por echarse jadeantes al suelo, la lengua caída entre los dientes.

A las cuatro de la madrugada no había un solo habitante de nuestra ciudad que durmiera, ni la fachada de una sola casa que no mostrara sus interiores iluminados. Todos miraban hacia la bóveda estrellada. Nos encontrábamos a comienzos del verano. La luna lucía su media hoz de plata amarillenta, y los gorriones y jilgueros aposentados en los árboles de los paseos piaban desesperadamente.

Algunos ciudadanos que habían vivido en Barcelona les referían a otros que aquel vocerío de pájaros les recordaba la Rambla de las Flores, donde parecen haberse refugiado los pájaros de todas las montañas que circunvalan a Barcelona. En los vecindarios donde había loros, éstos graznaban tan furiosamente, que era necesario taparse los oídos o estrangularles .

-¿Qué sucede? ¿Qué pasa? -era la pregunta suspendida veinte veces, cuarenta veces, cien veces, en la misma boca.

Jamás se registraron tantos llamados telefónicos en las secretarías de los diarios como entonces. Los telefonistas de guardia en las centrales enloquecían frente a los tableros de los conmutadores; a las cinco de la mañana era imposible obtener una sola comunicación; los hombres, con la camisa abierta sobre el pecho, habían colgado los auriculares. Las calles ennegrecían de multitudes. Los vestíbulos de las comisarías se llenaban de visitantes distinguidos, jefes de comités políticos, militares retirados, y todos formulaban la misma pregunta, que nadie podía responder:

-¿Qué sucede? ¿De dónde sale este perfume?

Se veían viejos comandantes de caballería, el collar de la barba y el bastón de puño de oro, ejerciendo la autoridad de la experiencia, interrogados sobre química de guerra; los hombres hablaban de lo que sabían, y no sabían mucho. Lo único que podían afirmar es que no se estaba en presencia de un fenómeno letal, y ello era bien evidente, pero la gente les agradecía la afirmación. Muchos estaban asustados, y no era para menos.

A las cinco de la mañana se recibían telegramas de Córdoba, Santa Fe, Paraná y, por el Sur, de Mar del Plata, Tandil, Santa Rosa de Toay dando cuenta de la ocurrencia del fenómeno. Los andenes de las estaciones hervían de gente que, con la arrugada nariz empinada hacia el cielo, consultaban ávidamente la fragancia del aire.

En los cuarteles se presentaban oficiales que no estaban de guardia o con licencia. El ministro de Guerra se dirigió a la Casa de Gobierno a las cinco y cuarto de la mañana; hubo consultas e inmediatamente se procedió a citar a los químicos de todas las reparticiones nacionales, a las seis de la mañana. Yo, por no ser menos que el ministro me presenté en la redacción del diario; cierto es que estaba con licencia o enfermo, no recuerdo bien, pero en estas circunstancias un periodista prudente se presenta siempre. Y por milésima vez escuché y repetí esta vacua pregunta:

-¿Qué sucede? ¿De dónde viene este perfume?

Imposible transitar frente a la pizarra de los diarios. Las multitudes se apretujaban en las aceras; la gente de primera fila leía el texto de los telegramas y los transmitía a los que estaban mucho más lejos.

“Comunican que la ola de perfume verde ha llegado a San Juan.”

“De Goya informan que ha llegado la ola de perfume verde.”

“Los químicos e ingenieros militares reunidos en el Ministerio de Guerra dictaminan que, dada la amplitud de la ola de perfume, ésta no tiene su origen en ninguna fábrica de productos tóxicos.”

“La Jefatura de Policía se ha comunicado con el Ministerio de Guerra. No se registra ninguna víctima y no existen razones para suponer que el perfume petróleo-clavel sea peligroso.”

“El observatorio astronómico de La Plata y el observatorio de Córdoba informan que no se ha registrado ningún fenómeno estelar que pueda hacer suponer que esta ola sea de origen astral. Se cree que se debe a un fenómeno de fermentación o de radioactividad.”

“Bariloche informa que ha llegado la ola de perfume.”

“Rio Grande do Sul informa que ha llegado la ola de perfume.”

“El observatorio astronómico de Córdoba informa que la ola de perfume avanza a la velocidad de doce kilómetros por minuto.”

Nuestro diario instaló un servicio permanente de comunicación con estación de radio; además situó a un hombre frente a las pizarras de su administración; éste comunicaba por un megáfono las últimas novedades, pero recién a las seis y cuarto de la mañana se supo que en reunión de ministros se había resuelto declarar el día feriado. El ministro del Interior, por intermedio de las estaciones de radios y los periódicos se dirigían a todos los habitantes del país, encareciéndoles:

1° No alarmarse por la persistencia de este fenómeno que, aunque de origen ignorado, se presume absolutamente inofensivo.

2° Por consejo del Departamento Nacional de Higiene se recomienda a la población abstenerse de beber y comer en exceso, pues aún se ignoran los trastornos que puede originar la ola de perfume.

Lo que resulta evidente es que el día 15 de septiembre los sentimientos religiosos adormecidos en muchas gentes despertaron con inusitada violencia, pues las iglesias rebosaban de ciudadanos, y aunque el tema de los predicadores no era “estamos en las proximidades del fin del mundo”, en muchas personas se desperezaba ya esta pregunta.

A las nueve de la mañana, la población fatigada de una noche de insomnio y de emociones se echó a la cama. Inútil intentar dormir. Este perfume penetrante petróleo-clavel se fijaba en las pituitarias con tal violencia, que terminaba por hacer vibrar en la pulpa del cerebro cierta ansiedad crispada. Las personas se revolvían en las camas impacientes, aturdidas por la calidez de la emanación repugnante, que acababa por infectar los alimentos de un repulsivo sabor aromático. Muchos comenzaban a experimentar los primeros ataques de neuralgia, que en algunos se prolongaron durante más de sesenta horas, las farmacias en pocas horas agotaron su stock de productos a base de antitérmicos, a las once de la mañana, hora en que apareció el segundo boletín extraordinario editado por todos los periódicos: el negocio fue un fracaso. En los subsuelos de los periódicos grupos de vendedores yacían extenuados; en las viviendas la gente, tendida en la cama, permanecía amodorrada; en los cuarteles los soldados y oficiales terminaron por seguir el ejemplo de los civiles; a la una de la tarde en toda Sudamérica se habían interrumpido las actividades más vitales a las necesidades de las poblaciones: los trenes permanecían en medios de los campos… con los fuegos apagados; los agentes de policía dormitaban en los umbrales de las casas; se dio el caso de un ladrón que, haciendo un prodigioso esfuerzo de voluntad, se introdujo en una oficina bancaria, despojó al director del establecimiento de sus llaves e intentó abrir la caja de hierro en presencia de los serenos que le miraban actuar sin reaccionar, pero cuando quiso mover la puerta de acero su voluntad se quebró y cayó amodorrado junto a los otros.

En las cárceles el aire confinado determinó más rápidamente la modorra en los presos que en los centinelas que los custodiaban desde lo alto de las murallas donde la atmósfera se renovaba, pero al final los guardianes terminaron por ceder a la violencia del sueño que se les metía en una “especie de aire verde por las narices” y se dejaban caer al suelo. Este fue el origen de lo que se llamó el perfume verde. Todos, antes de sucumbir a la modorra, teníamos la sensación de que nos envolvía un torbellino suave, pero sumamente espeso, de aire verde.

Las únicas que parecían insensibles a la atmósfera del perfume clavel-petróleo eran las ratas, y fue la única vez que se pudo asistir al espectáculo en que los roedores, saliendo de sus cuevas, atacaban encarnizadamente a sus viejos enemigos los gatos. Numerosos gatos fueron destrozados por los ratones.

A las tres de la tarde respirábamos con dificultad. El profesor Hagenbuk, tendido en un sofá de mi escritorio, miraba a través de los cristales al sol envuelto en una atmósfera verdosa; yo, apoltronado en mi sillón, pensaba que millones y millones de hombres íbamos a morir, pues en nuestra total inercia al aire se aprecia cada vez más enrarecido y extraño a los pulmones, que levantaban penosamente la tablilla del pecho; luego perdimos el sentido, y de aquel instante el único recuerdo que conservo es el ojo bizco del profesor Hagenbuk mirando el sol verdoso.

Debimos permanecer en la más completa inconsciencia durante tres horas. Cuando despertamos la total negrura del cielo estaba rayada por tan terribles relámpagos, que los ojos se entrecerraban medrosos frente al ígneo espectáculo.

El profesor Hagenbuk, de pie junto a la ventana murmuró:

-Lo había previsto; ¡vaya si lo había previsto!

Un estampido de violencia tal que me ensordeció durante un cuarto de hora me impidió escuchar lo que él creía haber previsto. Un rayo acababa de hendir un rascacielos, y el edificio se desmoronó por la mitad, y al suceder el fogonazo de los rayos se podía percibir el interior del edificio con los pisos alfombrados colgando en el aire y los muebles tumbados en posiciones inverosímiles.

Fue la última descarga eléctrica.

El profesor Hagenbuk se volvió hacia mí, y mirándome muy grave con su extraordinario ojo bizco, repitió:

-Lo había previsto.

Irritado me volví hacia él.

-¿Qué es lo que había previsto usted, profesor? -grité.

-Todo lo que ha sucedido.

Sonreí incrédulamente. El profesor se echó las manos al bolsillo, retiró de allí una libreta, la abrió y en la tercera hoja leí:

“Descripción de los efectos que los hidrocarburos cometarios pueden ejercer sobre las poblaciones de la Tierra.”

-¿Qué es eso de los hidrocarburos cometarios?

El profesor Hagenbuk sonrió piadosamente y me contestó:

-La substancia dominante que forma la cola de los cometas. Nosotros hemos atravesado la cola de un cometa.

-¿Y por qué no lo dijo antes?

-Para no alarmar a la gente. Hace diez días que espero la ocurrencia de este fenómeno, pero…, a propósito; anoche usted se ha quedado debiéndome treinta tantos de nuestra partida.

Aunque no lo crean ustedes, yo quedé sin habla frente al profesor. Y estas son las horas en que pienso escribir la historia de su fantástica vida y causas de su no menos fantástico silencio.

Roberto Arlt
Roberto Godofredo Christophersen Arlt nació en Buenos Aires el 2 de abril de 1900. Era hijo de Karl Arlt y Ekatherine Iostraibitzer. Su infancia transcurrió en el barrio porteño de Flores. A los nueve años de edad fue expulsado de la escuela primaria. Fue un niño de carácter nervioso, la lo que no ayudó la ecuación rigurosa y disciplinada que su padre le brindó.
Ya de adolescente Roberto Arlt descubrió el esperanto y comenzó a frecuentar la biblioteca anarquista de su barrio. Se fue de casa a los diecisiete años y sobrevivió realizando toda suerte de oficios: pintor de brocha gorda, ayudante en una librería, aprendiz de hojalatero, peón en una fábrica de ladrillos y estudiante fracasado de la Escuela de Mecánica de la Armada, pero ya en 1920 publicó Las ciencias ocultas Buenos Aires y en 1922, se inició en el periodismo escribiendo en el periódico Patria, que pertenecía a la Liga Patriótica Argentina, organización paramilitar, católica y ultraderechista, por lo que duró poco su colaboración.
Más adelante escribiría para Izquierda, Extrema Izquierda y Ultima Hora. En 1926 apareció publicada su primera novela, El juguete rabioso. Comenzó en esta época a escribir en la revista Mundo Argentino. Dos años después ya era redactor de los diarios El Mundo, Crítica y La Nación. 
En 1929 la editorial Claridad publica su segunda novela, Los siete locos. Sus cuentos se publican en El Hogar, Metrópolis, Azul, mientras sus aguafuertes ya son famosas y esperadas. En 1930 se vincula con la Liga Antiimperialista contra Uriburu, también firmará el manifiesto por la creación de un sindicato de escritores revolucionarios. En 1931 aparece Los lanzallamas, segunda y última parte de Los siete locos. Un año después aparece su última novela, El amor brujo, y empezó a sentirse interesado por el teatro. Estrenó su obra 300 millones.
Al mismo tiempo de su actividad como escritor, Arlt buscó constantemente hacerse rico como inventor, con singular fracaso. Formó una sociedad, ARNA (por Arlt y Naccaratti) y con el poco dinero que el actor Pascual Naccaratti pudo aportar instaló un pequeño laboratorio químico en Lanús. Llegó incluso a patentar unas medias reforzadas con caucho, que no llegaron a ser comercializadas. 
También se publicaron sus Aguafuertes porteñas y tras su viaje a España, dos meses antes del inicio de a sublevación, publicó en 1936 las Aguafuertes españolas.
Murió el 26 de julio de 1942 en Buenos Aires, a causa de un infarto.
En sus relatos se describe de modo descarnado e intenso las bajezas y grandezas de personajes inmersos en ambientes indolentes. De este modo retrata la otra Argentina, no la de las clases bienpensantes sino la de los recién llegados, la de los inmigrantes que intentaron insertarse en un medio regido por la desigualdad y la opresión. Esto le costó el desprecio de la elite cultural de su época que además lo acusó de escribir de un modo "descuidado". Su capítulo más recordado es el de las diferencias reales o aparentes que enfrentaron a los grupos de Florida y Boedo. Aunque mantuvo relaciones con los escritores adscritos al primero (por algún tiempo fue secretario de Ricardo Güiraldes, a quien dedicó El juguete rabioso, y colaboró en la revista Proa), Arlt no dejó de sufrir el desdén de los martinfierristas, representantes de un arte minoritario y europeizado, jóvenes cultos que parecían detentar los derechos a la tradición literaria y a la renovación. 
Sin embargo, la obra de Arlt respira una vitalidad poca veces igualada en la literatura argentina del siglo XX y detrás de sus incorrecciones se asoma la gestación de la nueva realidad social de su país. En los años subsiguientes a su muerte ganó el merecido reconocimiento de la crítica, Cortázar fue el primer autor en reivindicar abiertamente su obra, y actualmente es considerado como el primer autor moderno de la República Argentina. Fuente: escritores.org - ciudadseva.com - Foto: archivos del blog

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