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viernes, 19 de mayo de 2017

SILVIO MATTONI: POEMAS

El yo

Ése que estaba ayer frente a una mesa
de fórmica, esperando la llegada de alguien
y simulando hacer lo que se hace
en una oficina, mientras lo distraen
los murmullos de quienes ya han usado
el tiempo para charlar, el que sintió
cierto desaliento, sin nada que ahí llame
o acompañe, ni una ventana para ver
la siesta luminosa y las palomas gordas
que afuera se burlaban casi a carcajadas
en “u” del mármol falso, que no piensan
en torturarse ellas mismas, ése era yo.

Ése que el verano pasado en un día
apenas empezado trató de despertarse
tomándose un café en el bar de la clínica,
pero sin buscar demasiada atención
para que nada lo apartara de la idea
de una vida feliz, el que salió a la puerta
antes de subir a la pieza donde habían
dormido su mujer y su hijo y pudo oler
el rocío sobre el pasto del parque de enfrente,
diciéndose que no podía ser, que era imposible
que el mundo fuera tan hermoso y a la vez
tan cruel, aunque por suerte a él la belleza
no lo engatusaba, o casi, ése era yo.

Ése que hace veinte años una noche
caminaba en la calle con un vaso en la mano,
antes de las prohibiciones, y charlaba
con todos los borrachos, sus amigos casuales,
irreconocibles de día, el que se reía
de sí mismo y de los libros que ya entonces
parecían un destino demasiado parco,
el que se sentó en una placita con un gay
condenado a vivir poco, un pintor
fracasado aún joven y un par de anónimos
drogadictos, y vio un escarabajo
escalando baldosones de cemento,
obstinado por los focos o un instinto
inaccesible, ignorante, ése era yo.



Todas las dentistas son lindas


Mis dentistas son altas, lindas, alumnas
de otra que debió ser un centelleo
de belleza juvenil y todavía
tiene una sonrisa encantadora. ¿De dónde
salió esta raza? ¿Es otro mundo?
De algún modo, nada menos que una clase
social reproduciéndose. Me torturan
con delicadeza infinita, dedos finos
envueltos en látex. En los momentos
de dolor más álgido, empiezo
a pensar cómo serán sus vidas y cómo
se acostumbra uno a sufrir en beneficio
de una meta diferida. Escucho
el kitsch musical que no perdona
a nadie. Especulo sobre la habilidad
manual de una profesión que acaso garantiza
un mínimo imaginario de nivel
en la escala onírica de la economía,
aunque sea tan servil, húmeda, monótona
como el trabajo del esclavo para que goce
otro. Y así de a poco en esas tardes
me adormezco y olvido los pinchazos.
No es valor, apenas una respuesta
a la agresión intermitente y prolongada.
Pero yo puedo entender o acordarme
de su cuerpo flaco con la mitad
de lo que pesa ahora, abrochado
a una camilla móvil en la máquina
que filmaría un líquido fosforescente
atravesando los canales de sus órganos
diminutos y tan sólo a dos meses
de arrancar. Puedo verlo todavía llorar
por la inyección del material radioactivo
y cansarse después, cerrar los ojos,
dormirse mientras el aparato del infierno
movía ejes mecánicos y prendía
dispositivos electrónicos. No precisaba
valentía: resignación al presente
por un bien que no está ahí. Yo sí,
y no la tenía, no la quería, pero igual
no se me escapó el grito. Laocoonte
habrá llorado cuando las serpientes
sombrías lo apretaban, aunque no
por sí mismo sino por sus hijos. Era
absurda la condena, sin sentido, casi
estúpidamente divina, y en el instante
en que el aullido enorme parecía
pronunciarse en sus labios, apretó
los dientes y decidió morir como una estatua.
Al bebé le rodeaban el cuerpo los abrojos
de una tecnología cada vez más necia
y soñaba en su belleza inaccesible.
Así son, ahora, mis dentistas, que ignoran
la existencia del mal. Se dedican
a su oficio y no imaginan los tristes
pensamientos del paciente. Despreocupadas
tararean canciones, hablan solas,
y como mi hijito, perfectamente
saludables, se ríen ante el más pequeño
de los gestos que algún otro les hace.



Carta


“Querido Ratón Pérez:
Le escribo esta carta
para informarle que el día lunes
12 de octubre se me cayó
mi primera muela y la he perdido.
Espero que la haya encontrado
y guardado, ya que es muy importante
para mí porque, como ya he mencionado,
es la primera muela que se me salió.”
Y firma. ¿Serán imprescindibles
estos pequeños mitos incluso cuando
la edad nos dice que pasaron
los años de creer? O al revés, nunca
hemos creído. Hijita, la lágrima
y la risa de tu eficacia, tu claridad
tratan de aliviar al padre incrédulo.
¿A quién se dirigen mis cartas cada día?
¿Por cuánto tiempo más seguiría
enviándolas si de verdad no hubiera
nada en el sentido? Como vos, Margarita,
sé que no existen las monedas secretas,
que gastar no es perder. ¿Escribiremos
todavía una carta que no se cambie
por nada? Pasan los mensajeros cotidianos
de noche, en puntas de pie, y se llevan
tus dientes blancos para hacer collares
o juguetes de marfil para sus crías ínfimas.
Hacen un ruido sordo que se confunde a veces
con tu respiración resfriada del invierno
o el suspiro sofocado de calor. Se van
con los poemas a cuestas para envolver
las piezas preciosas y encender después
un fuego subterráneo. Soy ahora
un otro que no cree ya en sí mismo
pero miro a la gente pasando pensativa
y no hay nadie como vos que pueda
escribir una carta tan precisa.




Silvio Mattoni
Silvio Mattoni nació en Córdoba en 1969. En poesía, publicó El bizantino (1994), Tres poemas dramáticos (1995), Sagitario (1998), Canéforas (2000), El país de las larvas (2001), Hilos (2002), El paseo (2003), Poemas sentimentales (2005), Excursiones (2006), El descuido (2007), La división del día. Poemas 1992-2000 (2008), Héroes (2009) y La chica del volcán (2010). En ensayo, los libros Koré (2000), El cuenco de plata (2003), y El presente (2008). Tradujo a Henri Michaux, Francis Ponge, Catulo, Marguerite Duras, Diderot, Mario Luzi, Georges Bataille, Cesare Pavese, Pascal Quignard, Louis-René des Forêts, Yves Bonnefoy y Robert Marteau, entre otros. 
Fuentes: vuelodigital.com.ar - Yanina Magrini - Foto: telam

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