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viernes, 28 de abril de 2017

MARIO VARGAS LLOSA: DÍA DOMINGO

Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo muy rápido: "Estoy enamorado de ti". Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatían siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: "Ahora. Al llegar a la Avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras como te odio!". Y antes todavía, en la iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decidirme, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: "No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén". Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la Avenida Pardo desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. "Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no me friego". Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella: el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación. "Qué le digo, pensaba, qué le digo". Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma.

-Flora -balbuceó-, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú.

Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo de la Avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y tercer ficus, pasando el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y él podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación, pequeñitos y perfectos.
-Mira Miguel -dijo Flora; su voz era suave, llena de música, segura-. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio.
-Todas las mamás dicen lo mismo, Flora -iiinsistió Miguel- ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos.
-Ya te contestaré, primero tengo que pensarrlo -dijo Flora, bajando los ojos. Y después de unos segundos, añadió: -Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.
Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba.
-¿No estás enojada conmigo, Flora, no? -diijo humildemente.
-No seas sonso -replicó ella, con vivacidadd-. No estoy enojada.
-Esperaré todo lo que quieras -dijo Miguel.. Pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta tarde, no?
-Esta tarde no puedo -dijo ella, dulcementee-. Me ha invitado a su casa Martha.

Una correntada cálida y violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y ahora parecía una crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual. Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de servicios, el derecho a espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus manos de golpe.

-No seas así, Flora. Vamos a la matinée coomo quedamos. No te hablaré de esto. Te prometo.
-No puedo, de veras -dijo Flora-. Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar.

Ni siquiera en esas últimas palabras una esperanza. Un rato después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era simple competir con un simple adversario, pero no con Rubén.
Recordó los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no podía hacer nada, estaba derrotado.

Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada murmurando su nombre. Vestido de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante, mirando al horizonte. Levantada la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba Flora, sonriendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores.

Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su cuarto. Se echó de bruces en la cama: y luego Rubén, con su mandíbula insolente, y su sonrisa hostil: estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente, mientras su boca avanzaba hacia Flora.
Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. "No la verá; decidió. No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada".

La Avenida pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce de la Avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío: había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos, le dio valor, y siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacia Rubén, los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí sabía comportarse.
-Hola -les dijo acercándose-. ¿Qué hay de nuevo?
-Siéntate -le alcanzó una silla el Escolar--. ¿Qué milagro te ha traído por aquí?
-Hace siglos que no venías -dijo Francisco..
-Me provocó verlos -dijo Miguel, cordialmennte-. Ya sabía que estaba aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco?

Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente.
-¡Cuncho! -gritó el Escolar-. Trae un vaso. Que no esté muy mugriento.
Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo "por los pajarracos" y bebió.
-Por poco te tomas el vaso también -dijo Frrancisco-. ¡Qué ímpetus!
-Apuesto a que fuiste a misa de una -dijo el Melanés, un párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo- ¿O no?
-Fui -dijo Miguel imperturbable-. Pero sóllo para ver a una hembrita, nada más.
Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes, silbaba La niña popof, de Pérez Prado.
-¡Buena! -aplaudió el Melanés-. Buena, don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita?
-Eso es un secreto.
-Entre pajarracos no hay secretos -recordó Tobías-. ¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era?
Qué importa -dijo Miguel.
-Muchísimo -dijo Tobías. Tengo que saber con quién andas para saber quién eres.
-Toma mientras -dijo el Melanés a Miguel-... Una a cero.
-¿A que adivino quién es? -dijo Francisco---. ¿Ustedes no?
-Yo ya sé -dijo Tobías.
-Y yo -dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes- Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es?
-No -dijo Rubén, con frialdad-. Y tampoco me importa.
-Tengo llamitas en el estómago -dijo el Esccolar-. ¿Nadie va a pedir una cerveza?
El Melanés se pasó un patético por la garganta:
-Y have not money, darling -dijo.
-Pago una botella -anunció Tobías, con ademán solemne-. A ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso.
-Cuncho, bájate media docena de Cristal -diijo Miguel.
Hubo gritos de júbilo, exclamaciones.
Eres un verdadero pajarraco -afirmó Francisco.
-Sucio, pulguiento -agregó el Melanés-, sí señor, un pajarraco de la pitri-mitri.
Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al Melanés referir historias sexuales, crudas, extravagantes y afiebradas y se entabló entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fútbol. El Escolar contó una anécdota. Venía de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás pasajeros bajaron en la Avenida Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el cachalote Tomasso, ese albino de dos metros que sigue en primaria, vive por la Quebrada, ¿ya captan?; simulando gran interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado hacia el asiento de adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar.
-Lo hacía porque yo estaba ahí afirmó el Escolar-. Quería lucirse.
-Es un retrasado mental -dijo Francisco-. Esas cosas se hacen a los diez años. A su edad no tiene gracia.
-Tiene gracia lo que pasó después -rió el Escolar-. Oiga chofer, ¿no ve que este cachalote está destrozando su carro?
-¿Qué? -dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas encarnadas, los ojos espantados, el cachalote Tomasso forcejeaba con la puerta.
-Con su navaja -dijo el Escolar-. Fíjese como le ha dejado el asiento.
El cachalote logró salir por fin. Echó a correr por la Avenida Arequipa; el chofer iba tras él, gritando: "Agarren a ese desgraciado".
-¿Lo agarró? -preguntó el Melanés.
-No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor, de recuerdo. Aquí la tengo.
Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie.
-Me voy -dijo-. Ya nos vemos.
-No te vayas -dijo Miguel-. Estoy rico, hoy día. Los invito a almorzar a todos.
Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo alabaron.
-No puedo -dijo Rubén-. Tengo que hacer.
-Anda vete no más, buen mozo -dijo Tobías---. y salúdame a Marthita.
-Pensaremos mucho en tí, cuñado -dijo el Melanés.
-No -exclamó Miguel. Invito a todos o a ninguno. Si se va Rubén, nada.
-Ya has oído, pajarraco Rubén -dijo Francissco-, tienes que quedarte.
-Tienes que quedarte -dijo el Melanés-, no hay tutías.
-Me voy -dijo Rubén.
-Lo que pasa es que está borracho -dijo Miguel-. Te vas porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que pasa.
-¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? -dijo Rubén- ¿Cuántas te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces más que tú.
-Resistías -dijo Miguel-. Ahora está difícil. ¿Quieres ver?
-Con mucho gusto -dijo Rubén- ¿Nos vemos a la noche, aquí mismo?
-No. En este momento -Miguel se volvió hacia los demás, abriendo los brazos: -Pajarracos, estoy haciendo un desafío.

Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a Rubén, sentarse, pálido.
-¡Cuncho! -gritó Tobías-. El menú. Y dos piscinas de cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío.

Pidieron bistecs a la chorrillana y una docena de cerveza. Tobías dispuso tres botellas para cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido. Cuando alcanzaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos.
-Ordena tú -dijo Miguel a Rubén.
Otras tres por cabeza.
Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentísima ruleta, todo se movía.
-Me hago pis -dijo-. Voy al baño.
Los pajarracos rieron.
-¿Te rindes? -preguntó Rubén.
-Voy a hacer pis -gritó Miguel-. Si quierees que traigan más.
En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó donde ellos.
-Salud -dijo Rubén, levantando el vaso.
"Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo fregué".
-Huele a cadáver -dijo el Melanés-. Alguien se nos muere por aquí.
-Estoy nuevecito -aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo.
-Salud -repetía Rubén.

Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus ojos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza: la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.
-¿Te rindes, mocoso?
Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar.
-Los pajarracos no pelean nunca -dijo obligándolos a sentarse-. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación.
El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana.
-Yo ya había ganado -dijo Rubén-. Este no puede ni hablar. Mírenlo.
Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenía la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva.
-Cállate -dijo el Escolar-. Tú no eres un campeón, que digamos, tomando cerveza.
-No eres un campeón tomando cerveza -subrayó el Melanés-. Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas.
-Mejor tú no hables -dijo Rubén-; ¿no ves que la envidia te corroe?
-Viva la Esther Williams de Miraflores -dijo el Melanés.
-Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar -dijo Rubén-. ¿No quieres que te de unas clases?
-Ya sabemos, maravilla -dijo el Escolar-. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito.
-Este no es campeón de nada -dijo Miguel con dificultad. Es pura pose.
-Te estás muriendo -dijo Rubén-. ¿Te llevo a tu casa, niñita?
-No estoy borracho -aseguró Miguel-. Y tú eres pura pose.
-Estás picado porque le voy a caer a Flora -dijo Rubén-. Te mueres de celos. ¿Crees que no capto las cosas?
-Pura pose -dijo Miguel-. Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, sólo por eso ganaste.
-Por lo menos nado mejor que tú -dijo Rubén-, que ni siquiera sabes correr olas.
-Tú no nadas mejor que nadie -dijo Miguel---. Cualquiera te deja botado.
-Cualquiera -dijo el Melanés-. Hasta Miguel que es una madre.
-Permítanme que me sonría -dijo Rubén.
-Te permitimos -dijo Tobías-. No faltaba más.
-Se me sobran porque estamos en invierno ---dijo Rubén-. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua también son tan sobrados.
-Ganaste el campeonato por tu padre -dijo Miguel-. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas no más, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras.
-En la playa -dijo Rubén-. Ahora mismo. -Eres pura pose -dijo Miguel.

El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arrogantes.
-Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón -dijo.
-Pura pose -dijo Miguel.
-Si ganas -dijo Rubén, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo gano, tú te vas con la música a otra parte.
-¿Qué te has creido? -balbuceó Miguel-. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído?
-Pajarracos -dijo Rubén, abriendo los brazos-, estoy haciendo un desafío.
-Miguel no está en forma ahora -dijo el Escolar-. ¿Por qué no se juegan a Flora a cara o sello?
-Y tú por qué te metes -dijo Miguel-. Acepto. Vamos a la playa.
-Están locos -dijo Francisco-. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta.
-He aceptado -dijo Rubén-. Vamos.
-Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo -dijo Melanés-. Vamos a la playa. Y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros..
-Los dos están borrachos -insistió el Escolar-. El desafío no vale.
-Cállate, Escolar -rugió Miguel-. Ya estoy grande, no necesito que me cuides.
-Bueno -dijo el Escolar, encogiendo los hombros-. Friégate, no más.
Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la Avenida Grau había transeúntes; la mayoría sirvientas de trajes chillones, en su día de salida. Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco.
-¿Ya te pasó? -dijo el Escolar.
-Sí -respondió Miguel-. El aire me ha hechho bien.

En la esquina de la Avenida Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso.
-Hola, Rubén -cantaron ellas, a dúo.
Tobías las imitó, aflautando la voz:
-Hola, Rubén, príncipe.

La Avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que se bifurca: por un lado, serpentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta el mar. Se llama "la bajada a los baños", su empedrado es parejo y brilla por el repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchísimos veranos.
-Entremos en calor, campeones -gritó el Mellanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron.

Corrían contra el viento y la delgada bruma que subía desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las casetas.

El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía.
-Regresemos -dijo Francisco-. Tengo frío...
Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo. Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casi vertical, que baja hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, gaseosa, donde la neblina se confundía con la espuma de las olas.
-Me voy si éste se rinde -dijo Rubén.
-¿Quién habla de rendirse? -repuso Miguel---. ¿Pero qué te has creído?
Rubén bajó la escalerilla de tres en tres escalones, a la vez que desabotonaba la camisa.
-¡Rubén! -gritó el Escolar- ¿Estás loco? ¡¡Regresa!
Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los siguió.

En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los bañistas, hasta el límite curvo del mar, había un declive de piedras plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivísimos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos de los niños y de las mujeres cuando una ola conseguía salpicarlos, antes de regresar arrastrando rumorosas piedras y guijarros, no se veía ni un hilo de playa pues la corriente inundaba hasta el espacio limitado por las sombrías columnas que mantienen el edificio en vilo y, en el momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de cemento, decorados por estalactitas y algas.
-La reventazón no se ve -dijo Rubén-. ¿Cómmo hacemos?
Estaban en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres; tenían los rostros serios.
-Esperen hasta mañana -dijo el Escolar-. Al medio día estará despejado. Así podremos controlarlos.
-Ya que hemos venido hasta aquí, que sea ahora -dijo el Melanés-. Pueden controlarse ellos mismos.
-Me parece bien -dijo Rubén-. ¿Y a tí?
-También -dijo Miguel.
Cuando estuvieron desnudos, Tobías bromeó acerca de las venas azules que escalaban el vientre liso de Miguel. Descendieron. La madera de los escalones, lamida incesantemente por el agua desde hacía meses, estaba resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamanos de hierro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la planta de sus pies al cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían, el éxito ya no dependía de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén estaba también cárdena, replegada en millones de capas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se inclinó: tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada de la próxima ola, que venía sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando la cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera, Rubén se arrojó; los brazos como lanzas, los cabellos alborotados por la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse, sin bajar la cabeza ni plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió apenas y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacia adentro; sus brazos aparecían y se hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban trazando una estela cuidadosa y muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabía que el fondo era allí escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro y rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las piedras. Cerró los ojos y saltó y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue azotado desde la frente hasta las rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas sus fuerzas para devolver a sus miembros el calor que el agua les había arrebatado de golpe. Estaba en esa extraña sección del mar de Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la resaca y las olas, y hay remolinos y corrientes encontradas, y el último verano distaba tanto que Miguel había olvidado cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso aflojar el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo cuando se salva una ola y se está sobre la cresta, en esa plancha líquida que escolta a la espuma y flota encima de las corrientes. No recordaba que conviene soportar con paciencia y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que una ola se avecina, sumergirse -apenas, si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo, si el estallido es cercano-, aferrarse a alguna piedra y esperar atento el estruendo sordo de su paso, para emerger de un solo impulso y continuar avanzando, disimuladamente, con las manos, hasta encontrar un nuevo obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra los remolinos, girar voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de pronto, en el momento oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma, conmovida tumbos inofensivos; el agua es clara, llana y en algunos puntos se divisan las opacas piedras submarinas.

Después de atravesar la zona encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a Rubén a poca distancia, mirándolo. El pelo le caía sobre la frente en cerquillo; tenía los dientes apretados.
-¿Vamos?
-Vamos.
A los pocos minutos de estar nadando, Miguel sintió que el frío, momentáneamente desaparecido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las pantorrillas sobre todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia, insensibilizándolas primero, luego endureciéndolas. Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba afuera, volvía la cabeza para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión, con la que hundió una vez más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al contrario, hendir el agua como una proa y facilitar el desliz. A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la facilidad de una gaviota que planea.
Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues el agua era limpia, sosegada y sólo atravesaban tumbos recién iniciados), quería recordar únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que los días de sol centelleaba como un diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucediera otra, brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen de una montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón (a la que había llegado una vez, hacía dos veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma verbosa y negruzca, porque en ese lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las olas extraían a la superficie y entreveraban con los nidos de algas y malaguas, tiñendo el mar), sino, más bien, en un verdadero océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas descomunales, que hubieran podido abrazar a un barco entero y lo hubieran revuelto con asombrosa rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas, mástiles, velas, boyas, marineros, ojos de buey y banderas.

Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzó la cabeza y vio a Rubén que se alejaba. Pensó en llamarlo con cualquier pretexto, decirle por ejemplo "por qué no descansamos un momento", pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo parecía concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos agarrotados, la piel tirante, el corazón acelerado. Movió los pies febrilmente. Estaba en el centro de un círculo de agua oscura, amurallado por la neblina. Trató de distinguir la playa, cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa equívoca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo veía una superficie breve, verde negruzco y un manto de nubes, a ras del agua. Entonces, sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza que había bebido, y pensó "fijo que eso me ha debilitado". Al instante preciso que sus brazos y piernas desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en dirección a la playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. "No llego a la orilla solo, se decía, mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré me ganaste pero regresemos". Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto, golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo imperturbable que lo precedía.

La agitación y el esfuerzo desentumieron sus piernas, su cuerpo recobró algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén había disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo, cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenía muy enrojecidas las pupilas y la boca abierta.
-Creo que nos hemos torcido -dijo Miguel-... Me parece que estamos nadando de costado a la playa.
Sus dientes castañearon, pero su voz era segura. Rubén miró a todos lados. Miguel lo observaba, tenso.
-Ya no se ve la playa -dijo Rubén.
-Hace mucho rato que no se ve -dijo Miguel--. Hay mucha neblina.
-No nos hemos torcido -dijo Rubén-. Ya se ve la espuma.
En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados por una orla de espuma que se disolvía y, repentinamente, rehacía. Se miraron, en silencio.
-Ya estamos cerca de la reventazón, entonces -dijo, al fin, Miguel.
-Sí, hemos nadado rápido.
-Nunca había visto tanta neblina.
-¿Estás muy cansado? -preguntó Rubén.
-¿Yo? Estás loco. Sigamos.
Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde, Rubén había dicho "bueno, sigamos".

Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no podía más: casi no avanzaba, tenía la pierna derecha semi-inmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando gritó "¡Rubén!". Este seguía nadando. "¡Rubén, Rubén!". Giró y comenzó a nadar hacia la playa, a chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, sería bueno en futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, recordó haber confesado a los pajarracos "voy a la iglesia sólo a ver una hembrita" y tuvo una certidumbre como una puñalada, Dios iba a castigarlo ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizá, el infierno. En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina que no conoce límites, y mientras azotaba el mar con los brazos -sus piernas colgaban como plomadas transversales-, moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez de hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosnas y ahí descubrió que la vacilación y el regateo en ese instante crítico podían ser fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: "¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!"
Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si lo desesperación de Rubén fulminara la suya, sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba.
-Tengo calambre en el estómago -chillaba Rubén-. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo que más quieras, no me dejes, hermanito.

Flotaba hacia Rubén y ya iba a acercársele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores, y los hunden con ellos, y se alejó, pero los gritos lo aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: "no te muevas, Rubén, te voy a jalar pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos, Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy a jalar de la cabeza, pero no me toques". Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo posible para ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a Rubén quejarse monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos, "me voy a morir, sálvame Miguel", o estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenía a Rubén con una mano, con la otra trazaba círculos en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenía la cara contraída por el dolor, los labios plegados en una mueca insólita.
-Hermanito -susurró Miguel-, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así.
Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos; movió la cabeza débilmente.
-Grita, hermanito -repitió Miguel-. Trata de estirarte. Voy a sobarte el estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer.
Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: "¡no quiero morirme, Miguel, sálvame!"

Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tumbo los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegía contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a Rubén a extenderse de espaldas, y soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodillas: le hizo masajes en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus dos manos se frotaba también.
-¿Estás mejor?
-Sí, hermanito, ya estoy bien. Salgamos. Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados hacia adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, de pie en la galería de las mujeres, mirándolos.
-Oye -dijo Rubén.
-Sí.
-No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso.
-¿Crees que soy un desgraciado? -dijo Miguel-. No diré nada, no te preocupes.
Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos.
-Ya nos íbamos a dar el pésame a las familiias -decía Tobías.
-Hace más de una hora que están adentro -diijo el Escolar-. Cuenten ¿Cómo ha sido la cosa?
Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó:
-Nada. Llegamos a la reventazón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas, por una puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo.

Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación.
-Te estás haciendo un hombre -le decía el Melanés.
Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.


Mario Vargas Llosa


(Arequipa, Perú, 1936) Escritor peruano. Con la publicación de la novela La ciudad y los perros (1963), Mario Vargas Llosa quedó consagrado como una de las figuras fundamentales del «boom» de la literatura hispanoamericana de los años 60. Al igual que otros miembros del mismo grupo, su obra rompió con los cauces de la narrativa tradicional al asumir las innovaciones de la narrativa extranjera (William Faulkner, James Joyce) y adoptar técnicas como el monólogo interior, la pluralidad de puntos de vista o la fragmentación cronológica, puestas por lo general al servicio de un crudo realismo. Por otra parte, se deben también al novelista peruano importantes aportaciones críticas y hondas reflexiones sobre el oficio de escribir, como su teoría sobre los "demonios interiores", que intenta explicar la escritura como un acto de expulsión, por parte del creador, de los elementos de la conciencia capaces de incubar perturbaciones que sólo el hecho de escribir puede exorcizar. La concesión del Nobel de Literatura en 2010 coronó una trayectoria ejemplar.

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CARLOS FUENTES: EL QUE INVENTÓ LA PÓLVORA



Uno de los pocos intelectuales que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual -titular de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas las Universidades-, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda; y gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero norteamericano: "Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años, es traidor a la industria de la construcción". De haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído, llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días, el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir.


La situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran cómicas; recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo porque los anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el certificado de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era ocasión de cierta melancolía.

Nunca hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph; se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de aluminio y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas.

El cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato, para todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de los vikingos.

Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud… Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.

La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)

Aquí debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas.

El abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras, envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del comensal).

Yo, justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca. Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se reunían… amor rosa palabra, brillaban un instante en el cielo, para disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.

Aquí concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas. Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas, obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas, sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente.

La acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros. ¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras instituciones republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses sociales exigen que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios, plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que, cada día más alto, corría como arteria paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa era usada inmediatamente por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de emborracharse. Así sucedía en todas las actividades.

Mi trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de estos lugares misteriosos.

Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo -por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos servibles que encuentro delatan- que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!» ¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda.

Aquí, desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la memoria, y también, la facultad previsora… Viven al día, emparedados por los segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen de un año relleno de datos- y formular algún proyecto.

¡Qué gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas… Termino el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños; las llantas y los trapos, la obsesidad maloliente, la carne inflamada del detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe de ellos.

No puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías de Bastiat, es especialmente grotesco.

Entre las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!… Ahí pasa otra vez el mensajero:

"USEN TODO TODO TODO"

Ahora, ahora un hongo azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales rotos…

Estoy sentado en una playa que antes -si recuerdo algo de geografía- no bañaba mar alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena. He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo… ah, la primera chispa…


Carlos Fuentes


(Ciudad de Panamá, 1928 - México, 2012) Narrador y ensayista mexicano, uno de los escritores más importantes de la historia literaria de su país. Figura fundamental del llamado boom de la novela hispanoamericana de los años 60, el núcleo más importante de su narrativa se situó del lado más experimentalista de los autores del grupo y recogió los recursos vanguardistas inaugurados por James Joyce y William Faulkner (pluralidad de puntos de vista, fragmentación cronológica, elipsis, monólogo interior), apoyándose a la vez en un estilo audaz y novedoso que exhibe tanto su perfecto dominio de la más refinada prosa literaria como su profundo conocimiento de los variadísimos registros del habla común.
En lo temático, la narrativa de Carlos Fuentes es fundamentalmente una indagación sobre la historia y la identidad mexicana. Su examen del México reciente se centró en las ruinosas consecuencias sociales y morales de la traicionada Revolución de 1910, con especial énfasis en la crítica a la burguesía; su búsqueda de lo mexicano se sumergió en el inconsciente personal y colectivo y lo llevaría, retrocediendo aún más en la historia, al intrincado mundo del mestizaje cultural iniciado con la conquista española.

Biografía
Hijo de un diplomático de carrera, tuvo una infancia cosmopolita y estuvo inmerso en un ambiente de intensa actividad intelectual. Licenciado en leyes por la Universidad Nacional Autónoma de México, se doctoró en el Instituto de Estudios Internacionales de Ginebra, Suiza. Su vida estuvo marcada por constantes viajes y estancias en el extranjero, sin perder nunca la base y plataforma cultural mexicanas. En la década de los sesenta participó en diversas publicaciones literarias. Junto con Emmanuel Carballo fundó la Revista Mexicana de Literatura, foro abierto de expresión para los jóvenes creadores.
A lo largo de su vida ejerció la docencia como profesor de literatura en diversas universidades mexicanas y extranjeras, y se desempeñó también como diplomático. Impartió conferencias, colaboró en numerosas publicaciones y, junto a la narrativa, cultivó también el ensayo, el teatro y el guión cinematográfico. Algunos de sus ensayos de tema literario fueron recopilados en libros como La nueva novela hispanoamericana (1969) y Cervantes o la crítica de la lectura (1976).
A los veintiséis años se dio a conocer como escritor con el volumen de cuentos Los días enmascarados (1954), que fue bien recibido por la crítica y el público. Se advertía ya en ese texto el germen de sus preocupaciones: la exploración del pasado prehispánico y de los sutiles límites entre realidad y ficción, así como la descripción del ambiente ameno y relajado de una joven generación confrontada con un sistema de valores sociales y morales en decadencia.
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ALFREDO Y JORGE TAULLARD: PRINCIPALES ESTRELLAS VISIBLES DESDE EL RIO DE LA PLATA





Es fácil aprender a reconocer las principales estrellas y constelaciones valiéndose de un mapa estelar y dedicando algunas noches en diferentes épocas del año. Por ser innecesario conocer todas ellas y sus intrincados límites, hemos diseñado únicamente las más características constelaciones que abarcan estrellas de gran magnitud. Para iniciarse es preferible elegir noches de luna llena, a fin de ver en el firmamento pocas estrellas, las de mayor brillo.

Comenzaremos por las estrellas que permanecen siempre sobre el horizonte del Río de la Plata y luego haremos una somera referencia a las restantes visibles desde este mismo lugar.

La Cruz del Sur es, entre nosotros, una de las constelaciones más conocidas y casi todos los yachtsmen la identificarán con certeza; no obstante, es conveniente evitar confundirla con otra cruz muy similar y próxima, que forma parte de la constelación del Navio (Argo Navis) y que según podrá apreciarse en el gráfico adjunto está ubicada en la proa. La Cruz del Sur fué célebre entre los navegantes del siglo XV, cuando se inició la era de los grandes descubrimientos, exploraciones y conquistas de tierras en el hemisferio austral. Pero ya con anterioridad los indígenas sudamericanos la identificaban con un avestruz que huye perseguida por los perros en el momento que estos le dan alcance y empiezan a destriparla. Tome el planisferio celeste que ilustra estas notas, hágalo girar hasta colocar la Cruz del Sur en la posición que usted la observa en el cielo y así le será más fácil hallar las otras constelaciones.

El Centauro, ser mitológico, mitad hombre y mitad caballo, se lo representa luchando con un lobo al que le clava la lanza en el pecho. El Centauro posee dos estrellas de gran luminosidad, formando sus patas delanteras, denominadas Regiel - Centauro y Agenao (más comúnmente Alfa y Beta-Centauro) . La primera es especialmente mentada por ser la estrella más próxima a la Tierra; a pesar de lo cual su luz tarda en llegarnos tres años y medio, es decir que si se extinguiese súbitamente, tardaríamos ese tiempo en percibir dicho fenómeno desde la Tierra, porque seguiríamos viendo su luz. Alfa de Centauro es una estrella doble, la mayor es muchísimo más grande que el sol y a su alrededor gira la menor, pero no obstante la inmensa distancia que separa a ambas, es necesario poseer un buen anteojo para individualizarlas.

El Navio Argos es una de las grandes constelaciones australes y hace referencia al navio que condujo a los argonautas, guerreros griegos que tomaron parte en la empresa de conquistar el vellocino de oro. Fué construido por Argos, de quien tomó el nombre y a quien ayudó la diosa Minerva, la cual ató a la proa un trozo de encina profética (según figura en el dibujo). Embarcados los argonautas bogaron hacia Oriente, una tempestad los arrojó contra la costa de África y averiaron el timón en el paso de las Sinipleyades (rocas movibles). Los tripulantes cargaron la nave en hombros hasta el legendario lago Tritón, donde había bellos oasis y bosques de palmeras y naranjos. El timón (remo popel) de la nave Argos contiene la hermosa estrella Canopus, nombre del piloto, cuya distancia a la Tierra es tan grande que hasta el presente ha sido imposible medir, con certeza. Canopus es aproximadamente seis millones de veces mayor que el Sol, es tal vez la estrella más voluminosa.

Eridano simboliza un río mitológico en cuyas márgenes se criaba el ámbar y forma en el cielo una larga constelación que se extiende desde la estrella Achernar hasta Rigel. Achernar es la estrella más importante de esta constelación y en árabe significa "el fin del río", efectivamente, se halla colocada en uno de sus extremos. Esta estrella de primera magnitud es un elemento importantísimo para guiar la navegación en nuestro hemisferio. Uniendo con una línea recta Achernar con Alfa de Centauro se ubicará fácilmente el Polo Sur celeste en el centro de esta línea imaginaria.

El Escorpión (una de las doce constelaciones zodiacales) posee una estrella de gran magnitud de bello color rojo: Antares; rival de Marte en hermosura de tonalidad. Antares es doble siendo rojo rubí la mayor, pero su binaria tan sólo es visible con un buen anteojo, entonces se verá su hermoso color verde esmeralda. A las estrellas rojas se les llama "antarias" y su color se debe a los vapores de óxido de titanio que las rodean a manera de envoltura. Antares se halla colocada en el corazón del anímalejo cuya cola está formada por una fila de estrellitas dispuestas con la forma de un interrogante. El Escorpión, según la leyenda helénica espantó a Faetón, el cochero, por lo cual éste volcó el carro del Sol y cayó al río Erídano, ahogándose.

Este Escorpión fué también enviado por Diana Cazadora (Luna) para picar al gigante Orion (porque osó tocarla durante una cacería), pero luego se arrepintió de ello, ya que no procedió por voluntad propia sino instigado por su hermano Apolo y para compensarlo del mal hecho, lo ubicó en el cielo, por eso los astrónomos griegos decían que Orion huía desapareciendo bajo el horizonte cuando el Escorpión emergía en el firmamento.

Orion representa un cazador gigante. En una mano sostiene una piel de cordero y en la otra empuña un indestructible garrote de bronce con el que acomete a golpes al Toro y lo hace retroceder (de acuerdo al movimiento de traslación diaria de las estrellas). Le siguen sus dos perros (Can Mayor y Can Menor).

El cinturón de Orion está formado por las muy conocidas Tres Marías (Mintaka, Anilam y Alnitak) del cual pende una espada formada por una fila bien recta de estrellitas. Rigel (pierna del gigante) es una magnífica estrella de color blanco puro (porque en su superficie arde gas helio) y Betelgeuze (espalda del gigante) es otra estrella característica por su color rojo profundo.

Entre las Tres Marías y Rigel se verá la nebulosa de Orion que ocupa una superficie aproximadamente igual al disco aparente de la luna y con una estrellita central constituyendo posiblemente otro gran universo. ¿Quién es capaz de comprender la grandeza y mecanismo de semejante universo? Es imposible contemplar la magnífica nebulosa de Orion sin sentir profunda emoción.

Los navegantes griegos decían que el gigante Orion caminaba por el mar a grandes pasos, avanzando sobre el mar pisando de isla en isla.

El Toro es otra de las doce constelaciones zodiacales y por consiguiente se encuentra sobre la Eclíptica, círculo así llamado al recorrido aparente del Sol en el cielo. Este toro representa a Júpiter transformado en dicho animal para raptar a la bella Europa. Este Dios enamorado de la doncella y para no despertar los celos de su esposa, tomó forma de un toro blanco de extraordinaria belleza y dulce aspecto que sedujo a la muchacha, quien montó inocentemente en su grupa, circunstancia que aprovechó para huir con su codiciada carga. Otra leyenda relata que este toro recuerda al temido Minotauro (monstruoso ser mitad hombre y mitad toro) que emergió del mar y que desoló la tierra hasta que fué capturado por Hércules, después de una tremenda lucha hasta que consiguió vencerlo, encadenarlo y transportarlo a hombros a través del mar.

En la constelación del Toro se destaca una estrella roja de primera magnitud llamada Aldebarán (ojo del toro) : los hebreos la llamaron "ojo de Dios". Se halla tan alejada de la Tierra que su luz tarda 50 años en llegarnos.

Contigua a esta constelación se encuentra el grupo de las Pléyades que tienen muchos otros nombres, tales como las Siete Cabritas, el Racimo de Uvas, la Gallina de los Siete Pollitos, etc... . Desde antiguo ha tenido gran importancia, rigiendo fechas importantes de la vida civil. Desde la remota antigüedad, cuando aparecían en horas de la madrugada por Oriente, los campesinos iniciaban la época de trabajos rurales y entonces coincidía con el 2 de Noviembre, día que se dedicaba al recuerdo de los antepasados fallecidos, fecha aún observada en la actualidad.

Los marinos griegos esperaban que las Pléyades apareciesen en el horizonte antes de la salida del Sol, en Mayo, para comenzar la temporada de navegación; eran sus estrellas náuticas.

El Can Mayor se destaca por incluir la estrella Sirio, la más brillante de todas, cuyo movimiento helíaco tuvo preponderante importancia entre egipcios y caldeos, siendo el astro regulador de sus calendarios, su nombre deriva de una palabra griega que significa "brillar". Esta estrella coincidía con el solsticio de verano y el desbordamiento del Nilo y la representaron desde entonces como la cabeza del Can Mayor, un perro que ladra en señal del peligro de las inundaciones. También la constelación, de Can Mayor anunciaba los días "caniculares" del verano, los más calurosos de la estación. Esta brillante estrella es de color blanco radiante con reflejos azulados, porque esplenden a través de una atmósfera de hidrógeno. Su brillo es enorme en proporción a su volumen. Gira alrededor de una binaria de color amarillo opaco, imposible de ver sin el auxilio de un buen anteojo. Parece ser, a estar de viejos relatos, que Sirio en la antigüedad fue de color rojo. ¿Habrá cambiado desde entonces ?

En la mitología griega Sirio era el perro que custodiaba conjuntamente con el Dragón a la doncella Europa. Después del rapto de ésta, Júpiter lo regaló a Minerva y últimamente llegó a ser propiedad del cazador Orión.

El Can Menor posee también otra estrella destacada, conocida por Proción. Esta estrella es una de las muy próximas al Sol y sin embargo su luz tarda doce años en recorrer la distancia entre estos astros... Se trata "de una estrella múltiple, en la antigüedad tuvo mayor brillo pero está decayendo poco a poco. Está en decadencia."

El Can Menor simboliza a una perrita llamada Maíra, la cual indicó con sus aullidos a una princesa griega el sitio donde había sido asesinado y enterrado su padre, el rey Icarios, luego la infortunada hija se suicidó colgándose de un árbol.

Los Gemelos, eran los niños mellizos, hijos de Leda y Júpiter. Este se enamoró de Leda y para conseguir su amor adoptó la forma de un cisne. Venus a su vez se convirtió en águila para perseguir a Júpiter quien huyendo se refugió en el seno de la reina en el momento en que estaba bañándose en el Eurotas. Alarmóse en un principio Leda, pero después se dejó seducir por las dulces palabras y el enamorado acento del cisne; puso Leda dos huevos de los que nacieron Castor y Pollux. Cuando fueron mayorcitos, tomaron parte del viaje a bordo de la nave Argos, para la conquista del vellocino de oro. Durante la travesía, azotada la embarcación por una furiosa tempestad, la tripulación invocó la ayuda divina y al instante se apaciguó la tormenta y vióse aparecer sobre la cabeza de los Gemelos unas llamas; desde entonces cuando al apaciguarse una tempestad aparecían estas llamas (fuegos de San Telmo) en la arboladura, se creía que Castor y Pollux estaban presentes para salvar al navío. Su amor fraternal fue siempre tan intenso que Júpiter los premió colocándolos en el cielo como dos grandes estrellas.

La constelación del Cochero sólo nos interesa por su estrella de primera magnitud, Cabra. Este Cochero es Faetón, quien quiso conducir el carro de su padre, el Sol; espantado por el Escorpión, abandonó las riendas y cayó al río Erídano. Se lo representa sosteniendo en sus brazos a la cabra Amaltea que alimentó a Júpiter durante su infancia. Según la leyenda griega se trataba de un animalito terrible y aterrador. Júpiter le quitó uno de los cuernos y se lo regaló a las hijas de un rey de Creta, dotado de la propiedad maravillosa de llenarse al instante de todo aquello que su poseedor deseaba (cuerno de la abundancia y fertilidad). La estrella Cabra (Capella) es de color amarillo pálido y forma un característico triángulo isósceles con las estrellas Menkalinam y Nath, según podrá verse en el diseño adjunto.

De la extensa constelación de Hydra o Serpiente Marina sólo nos ocuparemos de la estrella Alphart (la solitaria) que por su color naranjado de tonalidad rojiza los chinos denominaron "el pájaro rojo" y relata el sabio astrónomo Flammarión que esta estrella pasaba por el meridiano de Pekín a la puesta del Sol, exactamente el día en que comenzaba allí la primavera. Generalmente en el extremo del chorro de agua que el Acuario vierte con una jarra en la boca del Pez Austral. Se la encontrará en la prolongación de una línea casi recta que une Canopus con Achernar.

El Triángulo Austral es una constelación relativamente moderna, ignorada por los antiguos astrónomos. Fue diseñada de acuerdo con las descripciones de Américo Vespucio y otros navegantes del siglo XVI.

Séneca dijo hace muchos siglos que "si las estrellas sólo pudiesen verse de un punto determinado de la Tierra, los hombres correrían a él en tropel para contemplar y admirar las maravillas celestes". Flammarión escribió que "cuando se considera que cada uno de esos innumerables soles, puede ser el centro de un sistema planetario, la imaginación se detiene absorta y confundida". ¡Espectáculo maravilloso y concepción grandiosa, ante los cuales el hombre no puede hacer otra cosa que callar y admirar!

Por: Alfredo y Jorge Taullard
Fuente: histarmar.com.ar

miércoles, 26 de abril de 2017

MÚSICA: SOFI TUKKER



"Matadora"
de: Chacal
Subido por: MAC Motions
Live performance at 'School Night!' Bardot, Los Angeles.
Video by: Marco Curiel
Gentileza: YouTube




ai de mim, aipim 
ô inhame, a batata é uma puta barata 
deixa ela pro nabo nababo que baba de bobo
transa uma com a cebola aquele hálito? 
que hábito! 
me faz chorar 
ai de mim, aipim 
ô inhame, a batata é uma puta barata 
deixa ela pro nabo nababo que baba de bobo 
transa uma com a cebola aquele hálito? 
que hábito! 
me faz chorar 
ai de mim, aipim 
ô inhame, a batata é uma puta barata 
deixa ela pro nabo nababo que baba de bobo 
transa uma com a cebola aquele hálito? 
que hábito! 
me faz chorar 
me faz chorar 
me faz chorar 
me faz chorar 
ai de mim, aipim 
ô inhame, a batata é uma puta barata 
deixa ela pro nabo nababo que baba de bobo 
transa uma com a cebola aquele hálito? 
que hábito! 
me faz chorar 
ai de mim, aipim 
ô inhame, a batata é uma puta barata 
deixa ela pro nabo nababo que baba de bobo 
transa uma com a cebola aquele hálito? 
que hábito! 
me faz chorar 
me faz chorar 
me faz chorar 
me faz chorar

Fuente: Eleu Eduardo Mehret Scorsin Filho - musixmatch.com - thefader.com



"Drinkee"
de:  Lukas Rafael Hespanhol Ruiz / Tucker Raymond Halpern / Sophie Hawley Weld
Subido por: MAC Motions
Live performance at 'School Night!' Bardot, Los Angeles.
Video by: Marco Curiel
Gentileza: YouTube


Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Comigo eu calo
Comigo eu canto
Eu bato um papo
Eu bato um ponto
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Comigo eu calo
Comigo eu canto
Eu bato um papo
Eu bato um ponto
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Comigo eu calo
Comigo eu canto
Eu bato um papo
Eu bato um ponto
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Comigo eu calo
Comigo eu canto
Eu bato um papo
Eu bato um ponto
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Comigo eu calo
Comigo eu canto
Eu bato um papo
Eu bato um ponto
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Comigo eu calo
Comigo eu canto
Eu bato um papo
Eu bato um ponto
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Comigo eu calo
Comigo eu canto
Eu bato um papo
Eu bato um ponto
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Comigo eu calo
Comigo eu canto
Eu bato um papo
Eu bato um ponto
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Comigo eu calo
Comigo eu canto
Eu bato um papo
Eu bato um ponto
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Hey paz de Deus
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Hey 
Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Hey 
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Com Deus me deito
Com Deus me levanto
Comigo eu calo
Comigo eu canto
Eu bato um papo
Eu bato um ponto
Eu tomo um drinque
Eu fico tonto
Fuente: Sony/ATV Music Publishing LLC
(Live at Bardot LA, 02/16/16)



Sofi Tukker es el dúo integrado por Sophie Hawley y Tucker Halpern. Los dos viven en Nueva York y su música se basa en la creación de sonidos influenciados por los largos viajes de ambos alrededor del mundo, especialmente por Brasil. Cuentan con dos singles hasta el momento, los dos interpretados en portugués
Tucker: Yo soy de Boston.
Sophie: No sé bien de donde soy, nací en Alemania, viví en Atlanta, Canadá, Italia y Holanda.
Tucker: Sofi Tukker empezó cuando estábamos en la Universidad. Nos conocimos en una galería de arte. Sophie tocaba en un trío de Bossa Nova Jazz y yo hacía de DJ luego de su show. Un día llegué más temprano y la vi a Sophie.
Sophie: Él remixó una canción de mi grupo otra noche y desde ahí hicimos música juntos hasta el día de hoy.
Fuente: indiehoy.com - Foto: SoundCloud