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viernes, 27 de enero de 2017

ENRIQUE ANDERSON IMBERT: EL LEVE PEDRO



Durante dos meses se asomó a la muerte.
El médico murmuraba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarla y que él no sabía qué hacer… Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana.
Demasiado flaco y eso era todo.
Pero al levantarse después de varios días de convalecencia se sintió sin peso.
–Oye –le dijo a su mujer–, me siento bien, pero no te puedes imaginar cuán ausente me parece el cuerpo. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda.
–Languideces –le respondió su mujer.
–Tal vez.
Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aún se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón. Pero según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa y de la burbuja, del globo y de la pelota. Le costaba muy poco saltar limpiamente, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana más alta.
–Te has mejorado tanto -–observaba su mujer– que pareces un chiquillo acróbata.
Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.
Muy tempranito fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, cogió el hacha y asestó el primer golpe. Y entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo. Prendido todavía al hacha, quedó un instante en suspensión, levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó como un tenue vilano de cardo.
Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.
–¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!
–Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?
Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le reconvino:
–Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.
–¡No, no! –insistió Pedro–. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.
Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuerte a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.
–¡Hombre! –le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir en vertiginoso galope– ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unos pasos como si quisieras echarte a volar.
–¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya empieza la ascensión.
Esa tarde Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente. Y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quitara las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a cogerlo de los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento le dieron a su cuerpo la solidez necesaria para traquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó a los barrotes de la cama y le advirtió:
–¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.
–Mañana mismo llamaremos al médico.
–Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.
Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.
–¿Tienes ganas de subir?
–No. Estoy bien.
Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.
Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo. Parecía un globo escapado de las manos de un niño.
–¡Pedro, Pedro! –gritó horrorizada.
Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.
–Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea que es lo que pasa.
Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible. Aterrizaba.
En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le escapó de las manos. Cuando corrió a la ventana ya su marido, desvanecido, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje infinito. Se hizo un punto y luego nada.


Enrique Anderson Imbert
Escritor, novelista y crítico literario argentino, nacido en Córdoba (Argentina) el 12 de febrero de 1910 y muerto el 6 de diciembre de 2000 en Buenos Aires. Se doctoró en Filosofía y Letras en 1946 en la universidad bonaerense y fue profesor en las universidades de Cuyo y Tucumán en Argentina y en las de Michigan y Harvard en Estados Unidos, donde también desarrolló sus estudios e investigaciones. En 1980 se retiró de la vida académica.
En 1967 ingresó en la Academia Americana de Artes y Ciencias y en 1978 fue nombrado miembro de la Academia Argentina de las Letras, donde ejerció la vicepresidencia entre 1980 y 1986. Fue finalista del premio Cervantes en 1994.
Comenzó a publicar cuentos y ensayos en periódicos locales cuando sólo tenía 16 años y en 1928 colaboró en varias revistas literarias antes de dirigir las páginas culturales del diario La Vanguardia. Su gran obra, Historia de la literatura hispanoamericana (1961, con numerosas reediciones) es uno de los textos más importantes en su campo y de obligada referencia. Destacan asimismo en su producción como crítico y estudioso de la literatura sus publicaciones La crítica literaria contemporánea (1957), La originalidad de Rubén Darío (1967), Genio y figura de Sarmiento (1967) y Teoría y técnica del cuento (1979). En cuanto a su trabajo como novelista, cabe señalar Vigilia (1953), Fuga (1953) y Evocación de sombras en la ciudad geométrica (1989). También ha escrito diversas colecciones de cuentos líricos-fantásticos, de entre los que sobresalen El Grimorio (1961), El gato de Cheshire (1965), La sandía y otros cuentos (1969), La locura juega al ajedrez (1971) y La botella de Klein (1975), contenidos en parte en la antología El leve Pedro (1976), cuentos en los que combina lo real con lo extraño y fantástico. 
Fuente: www.mcnbiografias.com - Pablo Rino Carbajo - Alianza Editorial, 1976 - Foto: archivo del blog

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