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viernes, 4 de noviembre de 2016

BRUNO SCHULZ: LOS PÁJAROS

Habían llegado los días del invierno, días de un ocre calcinado y llenos de tedio. La tierra con sus tonalidades herrumbrosas había sido cubierta por un exiguo manto de nieve, ahora perforado y disminuido. La nieve no llegó a cubrir todos los tejados, pues algunos aún seguían viéndose negros y bermellones, cuyos techos de maderas arqueadas encerraban ahumados desvanes, semejantes a sombrías catedrales abrazadas por nervaduras de bóveda hechas de cabrios y vigas: oscuros pulmones de los vientos invernales. Cada nueva aurora desvelaba otras chimeneas, crecidas durante la noche, hinchadas por los vientos nocturnos, negros registros de órganos mefistofélicos. 
A los deshollinadores les costaba desalojar a las cornejas que, como hojas negras con vida propia, se posaban al anochecer en las ramas de los árboles, cerca de la iglesia, levantando el vuelo de allí con un batir de alas y regresando después, para posarse de nuevo cada una en su rama y en su sitio, volando en bandadas por la mañana: nubes de humo oscuro, copos de hollín ondulantes y fantásticos que manchaban con un graznido desigual los destellos azafranados de la aurora. Los días se endurecían de frío y aburrimiento, al igual que los panes del año pasado. Se cortaban con cuchillos mellados, con desgana, en una perezosa somnolencia. 
Mi padre ya no salía de casa. Mientras encendía las estufas de carbón estudiaba la naturaleza insondable del fuego, experimentaba el gusto metálico y salado, el olor ahumado de las invernosas llamas, la fría caricia de las salamanquesas que lamían el hollín brillante en la gayola de la chimenea. 
Mi padre llevaba a cabo con esmero todo tipo de reparaciones en las partes altas de la casa. A todas horas podía vérsele encaramado, mal que bien, en lo alto de una escalera, arreglando algo en el techo, en las cornisas de las altas ventanas, en los contrapesos y cadenas de las lámparas colgantes. Utilizaba –igual que los pintores– la escalera como unos enormes zancos; se encontraba a gusto en aquella perspectiva de pájaro, cerca de un cielo pintado, de un techo decorado con arabescos y pájaros. Cada vez se alejaba más de la vida práctica. Cuando mi madre, inquieta y preocupada por su estado, se esforzaba por interesarlo en una conversación seria sobre nuestros asuntos, sobre el pago del plazo último, mi padre la escuchaba distraídamente, lleno de inquietud, dejando ver un latido de crispación en aquel semblante cuya mirada se extraviaba en algún punto. 
En ocasiones la interrumpía con un gesto conminatorio para correr después hacia un rincón de la estancia y pegar su oído a una rendija del suelo, y permanecer de ese modo, a la escucha, levantando los índices de ambas manos, dando a entender de esa manera la importancia incontestable del asunto. Por esa época aún no nos dábamos cuenta del triste fondo de sus extravagancias, el deplorable delirio que maduraba en su interior. 
Mi madre no tenía ninguna influencia sobre él, aunque sin embargo mi padre demostraba admiración y sumisión hacia Adela. La limpieza de la habitación era para él un ritual importante al que no dejaba nunca de asistir, siguiendo los quehaceres de Adela con un encontrado sentimiento de temor y voluptuosidad, atribuyendo a cada uno de sus gestos un profundo y simbólico significado. Cuando Adela, con un ímpetu juvenil y decidido comenzaba a pasar el cepillo de mango largo por el suelo, no podía resistirlo: las lágrimas acudían entonces a sus ojos, una leve sonrisa aparecía en su semblante, y su cuerpo era sacudido por un voluptuoso espasmo. Su hipersensibilidad a las cosquillas casi lo trastornaban: bastaba que Adela agitase un dedo ante él imitando la acción de hacerle cosquillas, para que huyera lleno de un tremendo pánico, atravesando todas las habitaciones y cerrando ruidosamente las puertas tras de sí. Al llegar a la última habitación caía de bruces sobre la cama y se retorcía allí con una risa convulsa, provocada por una imagen interior que no lograba dominar. De ese modo, Adela tenía sobre él una autoridad casi ilimitada. 
Fue entonces cuando nos dimos cuenta, por primera vez, que mostraba un interés apasionado por los animales. Al principio se trataba de una pasión tanto de artista como de cazador; quizá fuese, también, una profunda simpatía zoológica de una criatura por formas de vida diferentes, que le permitían experimentar en los registros no probados de la existencia. 
Más tarde, el asunto adquirió un sesgo contra natura, fantástico y complicado, esencialmente pecaminoso, y que mejor sería no desvelar públicamente. Aquello comenzó cuando hizo incubar los huevos de pájaro. Con grandes dificultades, y mucho gasto, consiguió que le enviaran desde Hamburgo, desde Holanda y algunas estaciones zoológicas africanas, huevos que dio a incubar a enormes gallinas belgas. A mí también me apasionaba asistir al nacimiento de aquellos seres de fantásticas formas y colores. 
Era imposible imaginar en aquellos pequeños monstruos, cuyos enormes picos se abrían, increíblemente, desde el momento de nacer, con un piar glotón que salía del fondo de sus gargantas, en aquella especie de reptiles de cuerpos jorobados, débiles y desnudos, a los futuros pavos reales, faisanes, cóndores o urogallos. Inmersa aquella camada de dragón en cestas algodonadas, los animales estiraban sobre sus delgados cuellos las ciegas cabezas, con los ojos cubiertos por una finísima telilla blanca, y contraían sus gaznates con un chillido débil y sofocado. Mi padre, protegido con un mandil verde, se movía a lo largo de aquellos anaqueles, como un jardinero en un invernáculo de cactus, y hacía salir de la nada aquellas vejigas cerradas en las que palpitaba la vida, aquellas neonatas barrigas que únicamente percibían el mundo exterior bajo su aspecto comestible, aquellos brotes que se dirigían a tientas y a ciegas hacia la luz. Algunas semanas más tarde, cuando aquellos capullos ciegos de vida se abrieron a la luz, los nuevos habitantes llenaron las estancias con un gorjeo multicolor, con un piar centelleante. Se aposentaron en los rieles de las cortinas, en las cornisas de los armarios, anidaron en los arabescos y en los brazos de estaño de las grandes lámparas de araña que colgaban del techo. 
Cuando mi padre se ponía a la tarea de estudiar los densos manuales de ornitología y hojeaba sus láminas de colores, parecía que de aquellas páginas salían fantasmas que llenaban la habitación con sus aleteos abigarrados, con pinceladas purpúreas, escamas zafíreas, verdigris y argentadas. Cuando se les echaba la comida, los pájaros formaban en el suelo un arriate oscilante, lleno de colores, una alfombra viva, que descomponía su forma cada vez que alguien irrumpía en aquel espacio, dispersándose como semovientes flores, y, finalmente, acababan por instalarse en los lugares más altos de la estancia. Me ha quedado especialmente grabado en la memoria un cóndor, enorme pájaro, con el cuello desplumado, la faz cuarteada y cubierto de excrecencias. 
Era un asceta delgado, un lama budista que conservaba en todo su comportamiento una imperturbable dignidad y que observaba el rígido protocolo de su noble raza. Cuando se situaba frente a mi padre, inmóvil en una actitud hierática de divinidad egipcia, con sus ojos cubiertos por un velo blanquecino que utilizaba para tapar su pupila y encerrarse en la contemplación de su quintaesenciada soledad, parecía, con su pétreo perfil, el hermano mayor de mi padre: tanto el cuerpo como los tendones y la piel dura y cuarteada eran del mismo tejido, tenían la misma faz huesuda y reseca, las mismas órbitas profundas con su gruesa córnea. Incluso las manos de mi padre, largas, delgadas, nudosas, con las uñas muy arqueadas, se parecían a las garras del cóndor. Al ver al pájaro dormido de ese modo no podía evitar la impresión de encontrarme frente a la momia reseca, aunque reducida, de mi propio padre. 
Creo que esa extraordinaria semejanza tampoco se le escapó a mi madre, aun cuando entre nosotros nunca llegásemos a tocar ese tema. Es significativo que tanto mi padre como el cóndor utilizasen el mismo orinal. 
No contento con hacer incubar nuevas especies, mi padre organizaba bodas de pájaros en el desván; llevaba allí a los pretendientes, ataba en los rincones y las grietas del armazón del techo a las sumisas y lánguidas novias; finalmente, el tejado de la casa, un amplio tejado de doble declive, se convirtió en un verdadero albergue de pájaros, en un arca de Noé que contenía los distintos tipos de criaturas provenientes de los paises más lejanos. Mucho tiempo después de que la cría de pájaros hubiese llegado a su fin, aquella tradición de nuestra casa se mantuvo entre las criaturas aladas, y, en la época de las grandes migraciones primaverales, seguían abatiéndose sobre nuestro tejado nubes de grullas, pavos reales, pelícanos y otras especies de pájaros. Después de un breve período de esplendor, aquella hermosa empresa tomó un giro lamentable. 
Al poco tiempo se hizo necesario trasladar a mi padre a dos habitaciones del desván que se utilizaban como trasteros. Al amanecer, comenzaba a llegar desde allí el clamor de la voz de los pájaros. A consecuencia del eco que propiciaba el espacio vacío bajo los techos, las paredes de madera de las habitaciones del desván resonaban con la algarabía, los cantos, el batir de alas y las amorosas llamadas y gorjeos. De ese modo perdimos de vista a mi padre durante varias semanas. Pero, de vez en cuando, bajaba, y entonces podíamos darnos cuenta de que había empequeñecido y adelgazado. 
En ocasiones, al perder el control de sí mismo, saltaba de la silla y, agitando los brazos como si fuesen alas, emitía un prolongado canto mientras se le velaban los ojos, después de lo cual, turbado, unía su risa a la nuestra y trataba de bromear sobre lo ocurrido. 
Un día, durante una limpieza general, Adela irrumpió de manera inesperada en el reinado de pájaros de mi padre. Nada más abrir la puerta, se vino abajo a causa del nauseabundo hedor con que los excrementos que cubrían el suelo, las mesas y el resto del mobiliario impregnaban el aire. Sin dudarlo, abrió la ventana y moviendo una larga escoba arremolinó aquella masa de pájaros. Se formó un infernal tumulto de plumas, alas y chillidos, y Adela bailaba la danza de la destrucción como una ménade enloquecida agitando el tirso que llevaba en la mano. 
Mi padre, tan asustado como los mismos pájaros, levantaba los brazos e intentaba emprender el vuelo. Poco a poco aquel tumulto de alas desapareció, y, en el campo de batalla, sólo quedó Adela, fatigada y jadeante, y mi padre, con una expresión afligida y avergonzado, dispuesto a aceptar su completa derrota. Poco después, mi padre descendió lentamente de sus dominios: hombre derrotado, rey en el exilio que había perdido su trono y su reino.



Bruno Schulz

(Drogóbich, Ucrania, 12 de julio de 1892 – íbid., 19 de noviembre de 1942) fue un escritor, artista gráfico, pintor, dibujante y crítico literario polaco de origen judío, reconocido como uno de los mayores estilistas de la prosa polaca del siglo XX.
“Bruno Schulz es uno de los escritores más originales de Polonia tanto desde el punto de vista estilístico como por el mundo que logró crear. Su obra a menudo ha sido comparada con la de Kafka, Musil y otros grandes escritores de la escuela de Viena, a pesar de reducirse a dos pequeños libros de relatos Las tiendas de canela, 1933, El sanatorio de la clepsidra, 1937, y una novela corta, El cometa. La realidad en el mundo de Schulz conoce amplias posibilidades de transformación de la materia. Todo elemento puede convertirse en su antagonista. Los hombres se transforman en aves, en cucarachas, en puñados de cenizas. Schulz produjo una de las prosas más elaboradas en lengua polaca, coloreada por un erotismo velado y triste. A la muerte del autor, asesinado por los nazis en su ciudad natal, Trzemysl, se perdió casi la totalidad de su obra”. (Sergio Pitol)
Fuente: brunoschulz.org - maldoroediciones - traducido por: Jorge Segovia y Violetta Beck
Antología del cuento polaco contemporáneo, trad. y prólogo de Sergio Pitol, México, Ediciones Era, 1967 - narrativabreve.com - wikipedia.org - Foto: WeLoveUA

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