-Yo les dije que hacía cuatro noches que estaban bebiendo y de parranda. Abrazados a mujeres extrañas y de malas costumbres. Ellos se reían nerviosamente como si nada les importara, habían cobrado una buena plata por adelantado para cometer aquel crimen y estaban como locos mostrando las armas que tenían. Les dije a los cuatro que se fueran a beber a otra casa, que la mía era sagrada y que no quería ver esas porquerías que solo traían desgracias. Pero a mi no me hacían caso. Les dije que iba a buscar al policía y fue entonces que Tobías me pegó una fuerte cachetada y me tomó del cuello y me dijo que me callara y así me llevó a la cama, casi sin respirar. Entonces sus amigos se levantaron y entre todos me desnudaron y me violaron. No escuchaban mis súplicas. Tobías se sentó a tomar vino de la botella mientras miraba como sus amigos hacían lo que querían conmigo y yo sentí rabia. Mucha rabia y un dolor tremendo ¿Sabe? –hace una pausa, los recuerdos parecen dolerle. Pero suspira y sigue –. Yo lloraba, lloré hasta que él dijo basta y entonces allí se levantaron, se tranquilizaron y me dejaron toda maltrecha, humillada, golpeada, mojada, y llorando. Se fueron entre risas –Enciende un cigarrillo–.
-Si no quiere contarme más, estará bien así, señora.
-Yo ya había dejado de ser puta –continúa su relato mientras fuma-. Cipriano Tavares me dijo una noche que me buscara un buen hombre que me ayude con mis crianzas, porque él decía que era buena en la cama, pero que también era buena en la cocina y que sabía leer, y que se escribir y se hacer todas las otras tareas de las mujeres casadas –parece sonreir-. Con el tiempo conocí al flaco Tobías que era hijos de peremerimbinos y que me usó, me traicionó y finalmente disparó sobre ese hombre.
-¿Por qué cree que Tobías se acercó a usted, señora Guadalupe?
-Creo que fue porque tenían datos que, de vez en cuando Cúter me visitaba. Siempre lo esperaron a él. Nunca pensé que Tobías estuviese conmigo por amor, pero al principio me ayudó mucho con dinero, bastante dinero para que yo me instale solamente a atenderlo a él, para que yo le perteneciese.
-¿Y después que pasó cuando se fueron?
-El maldito arrojó sobre la mesa unos pesos, acomodó la pistola en su sobaco se puso el sombrero negro y salió sin cerrar la puerta. De tanto llorar y maldecir me quedé dormida, cansada y sucia. Los niños de los vecinos entraron a mi casa, me vieron desnuda, se llevaron el dinero y las botellas de vino y me robaron algunas cosas más. Cuando me desperté uno de ellos salía corriendo con ropa que luego vi que la usaba su hermana los domingos a la tarde. Por eso me fui de Altos Moncadas. Allá todos me señalaban como la puta de Tobías, el asesino de Cipriano Tavares, decían.
-¿Para quién trabajaba Tobías y sus amigos?
-Mire señor, ellos decían que el Gobierno les pagaba muy bien para limpiar de una vez por todas a un tipo. En realidad a mi no me importaba las cosas que ellos hablaban. Los otros tres ocupaban el cuarto del fondo y me pagaban el alquiler.
-¿Alguna vez vio a Cúter armado?
- No, nunca le vi un arma, ni sabía que le llamaban de "Cúter" ni oí que hablase mal de otros. Nada de nada. Él era cariñoso, se había enamorado de otra mujer, me lo dijo una noche en que le ofrecí sexo gratis si quería, porque me hacía sentir una dama, y hasta me ayudaba en el cuidado de la higiene. Un caballero, eso era. A mi, señor, me quedaron dudas que él fuese el muerto –apaga el cigarrillo en el cenicero de metal que tiene en la mesa y se mira las manos –. Yo me encontré con un cuerpo destrozado a balazos y todo ensangrentado, ni siquiera pude verle el rostro. El recuerdo de aquel cuerpo destrozado, con la ropa puesta y rota a jirones, dificultaba todo. Yo fui la única mujer que vio aquello en la camilla de la autopsia, y fue por orden del juez Bonaventura. Y el mismo juez me dijo que firmara un documento donde certificaba que el muerto era el famoso Cúter. Si yo no lo hacía, me dijo que los policías tendrían sexo gratis conmigo, así es que allí mismo firmé –golpea la mesa con rabia-. Firmé con bronca, con vergüenza, no se bien que es lo que firmé, pero después me enteré que mi declaración decía que él había estado toda la noche conmigo y que me había contado que saldría a robar por algunas casas –ríe resignada como deseando que hubiese sido cierto-. Todo era mentira. Todo fue una farsa, con esa declaración desmentían lo del tren y todo lo demás.
-¿Cuénteme de Cúter, cuánto tiempo vivió en Altos Moncadas?
-No recuerdo bien, él solo iba y venía. Me contaba que hacía viajes representando a una empresa que ya no estaba más en el pueblo que compraba y vendía terrenos. Se alojaba en lugares distintos, en el hotel o en casas de mujeres que no estaban con los días sangrantes. Hasta en eso nos conocía. Pero ahora recuerdo que cuando se fue, la última vez, me dijo que era porque se había enamorado y fue ésa la vez en que me pidió que me desnudara despacito, muy despacito, apenas iluminada por una vela, lo más sensual posible, me decía que lo hiciera despacito, bien despacito, qué loco era -sonreía, con cierta nostalgia-. Y anote que él era un ángel, era un caballero, no me llamó por mi nombre esa noche, me dijo señora y mientras yo me desnudaba, él escribía, escribía cartas creo. Y mientras me sentaba desnuda en la mesa esperando algo más de él, agarró sus cosas y las guardó en su maleta, después tuvimos un buen sexo y se fue. Me dio un beso y se fue.
-¿Cuánto tiempo antes que lo mataran fue aquello, entre ustedes?
-Dos años creo –enciende otro cigarrillo- después, en el juicio me llamaron, había muchos testigos y yo señalé a Tobías como el matador. A Carlos como el de la escopeta recortada, a Norberto, que tenía la ametralladora y a Luis, un cagón que dijo que solo manejaría el auto y que lloró durante todo el juicio. Me daban asco, no paré de sonreír y de mirarlos.
-¿Los hermanos Barragán eran Tobías y?
-Tobías y Norberto eran hermanos. Eran los hermanos Barragán, que habían llegado desde donde era Naranjillos. Todos esos juntos no llegaban ni a atarle los cordones de los zapatos al amor de mi vida.
-Me llama la atención, eso de que era el Gobierno quien les pagaba, ¿es verdad?
-Si, ellos dijeron que el Gobierno les pagó para matarlo, lo dijeron en el juicio pero creo que era para pedir protección o algún tipo de estrategia del abogado, la cuestión es que terminaron muertos en la celda. Bien hecho.
-¿Y qué me puede contar de la señora Beatriz?
-¿La señora Beatriz? No, yo no creo que ella fuese la dueña de aquel corazón maravilloso. Me parece un disparate. Un invento. Aunque uno nunca acaba por conocer los caminos del amor, no sabemos de dónde carajo vienen ni adónde nos llevan. Yo misma, sofocada en desgracias creí enamorarme del hijo de puta de Tobías Barragán.
-Cúter, a su entender, ¿era un tipo que la gente quería, respetaba?
-Si, es cierto, aquí en el pueblo todas amábamos a Cúter, nos gustaba, pero creo que todos los hombres lo odiaban. Había que conocerlo, cuándo pedía auxilio, cuando pedía amor, cuando pedía su tiempo, su espacio, ¿vio? Su mirada hablaba, su silencio hablaba y de eso, creo, una verdadera mujer enamorada lo sabe y renuncia a todo para satisfacer al hombre, y ése hombre mutilado a tiros tenía otra aura, digamos –juega con la caja de fósforos, la golpetea sobre la mesa –. El cadáver que yo miré no tenía rostro y no tenía la cicatriz en su pierna izquierda. De haber visto sus partes íntimas le aseguro que podría no haber dudado, ¿no le parece a usted?
-¿Puede describirme a Cúter, cómo era?
-Él era de estatura mediana, bien parecido, de ojos marrones de mirada dura y una sonrisa constante, parecía de esos tipos que nunca se encuentran por ahí, cansados. Un trigueño lindo, de cabello oscuro con marcadas ondulaciones, de un andar elegante de voz suave, pero firme, era cuidadoso en los detalles, no tengo ninguna fotografía de él. No hay ninguna fotografía de él. Nadie la tiene.
-¿Qué edad le calculaba usted o cree que tenía cuando murió?
-Yo tenía treinta y ocho años y él cuarenta y ocho, eso me dijo la última vez que me hizo el amor, sobre la mesa.
La señora Guadalupe Enriquez, se mostró calma al final de aquella entrevista, y agregó algo interesante, me dijo que a veces lo sueña, lo sueña tranquilo, muy alejado de todo, cuidando una granja llena de animales. Me dijo que siempre lo sueña así.
En base a la recolección de datos, pude reunir algunas personas más que aportaron estos datos.
Ciudad se Sâo Vicente.
Teresita Zurita Copertuno fue la primera femenina en suicidarse arrojándose al paso del tren en el valle de Imbuté, según consta en los libros de guardia de la Policía Local, Libro de actas número cinco, folios treinta y uno, treinta y dos y treinta y tres, de aquel año siniestro. La recordaba así su tía doña Ernestina Chacón viuda de De León, mujer que supo guardar durante todo el tiempo de requisa del gobierno Conservador, papeles relacionados a la historia de la zona de Peremerimbé y de los integrantes de la "Turma Sem Bandeiras" de don Teófilo Cabanillas, donde militaban casi todos sus parientes. Ella me contó algo parecido a lo que ya me había relatado el ex policía detective, don Ricardo Muñoz, que dijo haber tenido en la mira de su arma al auténtico Cipriano Tavares alias "Cúter" pero que no lo pudo matar porque justo ladró un perro y él se dio vuelta y le mostró un estilete y que como dijo más adelante alguien más estaba en el lugar, que se le acercó lentamente y le apoyó el cañón de una pistola en la nuca, y que por eso se las tuvo que entregar y caer de rodillas implorando por su vida hasta que le arrebataron el arma reglamentaria y que pudo ver que le quitaban la munición, que la vaciaban totalmente y que se la devolvían desarmada en todas sus partes. Diez años de seguimiento de pistas falsas y verdaderas a lo largo y ancho de toda sudamérica perdidos por el ladrido de un perro vagabundo y callejero, y un puntapié certero de la mestiza Teresa Paniagua. Y también dijo que "Por las sombras que alcanzaba a ver en el piso aseguraba que eran dos los hombres, más la mujer de huesos duros que le había pegado en los testículos, los que estaban en el lugar" -repitió eso todas las veces que pudo, hasta su retiro obligatorio-.
Pero siguiendo el relato de doña Ernestina, me voy a detener en sus palabras y copiarlas textualmente, ya que me explica a través de este drama, cómo era aquella gente, de costumbres exóticas, y siempre sosteniéndose en su memoria prodigiosa, a pesar de sus ochenta años.
Ella empezó contando la historia de la siguiente manera:
"Teresita, de muy niña, se paraba en un cajón de frutas y miraba como su padre se afeitaba, le veía enjabonarse la cara y con asombro miraba como la navaja guiada por una mano experta, se deslizaba de abajo hacia arriba en el cuello y de arriba hacia abajo por la cara, con cierto cuidado y delicadeza entre la nariz y el labio. Ella reía y aplaudía cuando se rasuraba su padre. Teresita desde el cajón de frutas saltaba y decía que quería volar como las mujeres de Peremerimbé y que a su padre, eso le causaba gracia, mientras la hacía girar a su alrededor tomándola de las manos, y hasta le decía que trepe a los fresnos y que se arroje a sus brazos, cosa que la niña hacía con cierta destreza, bajo la mirada comprensiva de Leonor, que le enseñaba a bailar y cantar las canciones de moda. Teresita era siempre bañada y vestida como una princesa por su madre, mi hermana Leonor Chacón, que murió días después de la tragedia de su hija y que a partir de allí, fue que algunos cobardes se fueron entregando a las autoridades, y a dar nombres de otros revoltosos escondidos, pues Cúter había vuelto por ellos, y estos traidores del Movimiento, se señalaban entre ellos como los posibles matadores de los soldados Colque y Lizarraga en mutuas acusaciones. Pero volviendo a Teresita, le cuento que ella había quedado muda la noche que entraron a su casa Cúter y Jensen. Ese tal Tavares era un hombre común, sin rasgos particulares más que su sonrisa y su habilidad para el uso del cuchillo y Jensen era un rubio, de cabello largo que sacó a mi cuñado, don Jaime Zurita Copertuno de los pelos hacia afuera sin dejar de apuntar a mi afligida hermana, Teresita quiso gritar como gritaba su madre -se pone a tejer con dos agujas mientras habla- pero no le salió más que el aire de sus pulmones, me dijo Leonor."
Después me cuenta que Teresita hizo varios dibujos de lo que ella había visto esa noche, desde la puerta de su habitación, pues a partir del asesinato de su padre, nunca más volvió a hablar.
"Le quité la navaja de rasurar que usaba su padre, y que tenía en sus manos quietecitas, dormidas y la desperté a la mañana siguiente del funeral. Ella abrió los ojos, le dije que se levante, pero no quiso. Te entiendo Teresita -le hablé despacio, pasándole mi mano por su largos cabellos negros- y la dejé sola para que suelte el llanto guardado. Mientras que mi pobre hermana Leonor, pensativa, miraba la mariposa negra posada en la luminaria del techo. En los dibujos de Teresita, que deben estar por ahí guardados -dice señalando la casa- aparece un hombre delgado y rubio apuntando con un arma a su madre. En otro, dibuja a Cúter agachado sobre su padre, ella hace una gran mancha color rojiza sobre el piso, y en el siguiente dibuja al mismo hombre de sombrero, con una enorme mariposa nocturna en las manos y que hace como que se la entrega a ella, que resalta la sonrisa de éste como una enorme y grotesca medialuna. Tiempo después, Teresita dibuja el vuelo de aquella mariposa negra como una gran ave, negra y misteriosa y ella desde la puerta parece observarla, vestida con su ropita de día domingo y un hermoso sombrero de alas anchas y cintas. Y en el último dibujo, que le hace a las autoridades que la interrogaron, muestra muchas manchas que fueron analizadas por el equipo de médicos que mandó el gobierno. Una mancha roja alargada, es su padre. Una mancha verde adentro de un cuadro, es su madre mirando y gritando por la ventana, una mancha rosa adentro de un rectángulo que simula una puerta es ella, parada observando todo. Y dibuja cuatro manchas negras, tres alargadas y una casi redonda, las que se entendieron que eran tres las personas que vinieron a matar a Zurita Copertuno, mientras que la otra, era el policía Ricardo Muñoz, que así lo admitió en el estudio médico posterior que le hicieron, cuando ya estaba instalada esa disciplina de interpretar las cosas que uno dice y piensa. Algunas pequeñas manchas más, como si fuesen estrellas había, lo que señalaba que el crimen fue de noche y arriba de todo, dibuja una extraña estrella negra. La mariposa, dijimos. Allí coincidimos todos."
-¿Es la mariposa que le regala Cúter antes de irse?
-Así es señor, eso mismo les dije a las autoridades cuando me llamaron como intérprete de mi sobrina, ya que mi hermana continuaba con su estado emocional alterado. Teresita empezó a ir a la escuela y se entendía con los maestros y compañeros a través de pequeños dibujos, hasta que empezó a escribir.
Recuerda doña Ernestina que su hermana, la madre de Teresita, sufrió un ataque que la dejó postrada en cama hasta su muerte, fue un día en que viajaban ellas dos, en tren y que, entre las estaciones de Altos Moncadas y Manvatará, vieron entre el pasaje a Cúter, al gringo de pelo largo y a la Paniagua y que por eso Leonor pegó un grito y cayó desmayada y dicen que fue atendida por la presión alta y que dijo antes de morir que el agente detective Ricardo Muñoz tenía razón. Ella los había visto, todavía estaban vivos y persiguiendo a los peremerimbinos que como su marido, Jaime Zurita Copertuno, habían emboscado y matado a los soldados del sargento Tavares en las cercanías de Naranjillos.
-Mi hermana murió un sábado, preocupada porque su hija no la había visitado el último jueves. No sabía nada de lo ocurrido a su hija, nadie quiso contarle.
-¿Cómo fue?
-Teresita estaba por cumplir quince años de edad, estábamos listos para prepararle una hermosa fiesta todo el vecindario unido. Ella estudiaba por la mañana y los jueves a la tarde visitaba a su madre enferma en el hospital a la salida de la academia de piano de la señorita Beatriz Pereda, la misma de la casa acribillada, que venía desde la ciudad de Altos Moncadas. Si señor, la misma Beatriz Pereda que dijo que ella no sabía quién era Cipriano Tavares, que nunca había oído hablar de él.
En el último dibujo de Teresita, que encontraron al lado de las vías del ferrocarril, se ve claramente a una niña vestida de rosa, caminando pensativa, mientras que a su alrededor, parece que vuelan varias mariposas negras, y allá al fondo, perfectamente delineada, ella había dibujado la silueta oscura y amenazante, de la máquina de un tren.
-La misma máquina que la arrastró cien metros, dicen.
-Si, la misma señor.
-"¡Que pongan un arma en mis manos, que la pongan ahora mismo!” habría ordenado el Caudillo de la Sierra del Indio Muerto, Don Teófilo Cabanillas, que era periodista, escritor, historiador y hasta médico no recibido de parturientas que atendía con una dedicación y esmero ejemplar vea usted, señor periodista, y resulta ser que en medio del tiroteo infernal, un exaltado que huía despavorido por allí, le alcanzó un Marling cuarenta y cuatro y medio –eso me contaba don Santos Poussin, hijo de europeos que estaba instalado en la mesa del bar de don Escolástico Funes, bebiendo y hablando sin parar, como beben los hombres que alguna vez estuvieron en la región de los peremerimbinos-.
-Sepa usted que cuando me hice de los recortes de esta historia que le voy a contar yo tendría entre trece o catorce años y que mi padre era el proveedor de insumos para la edición semanal de un periódico llamado “Crónicas peremerimbinas” que el Gobierno Conservador de aquellas épocas mando a destruir. Quemaron todo, y hasta a las mismas cenizas les volvieron a prender fuego. Pero antes que la memoria me juegue algunas de las malas y me deje atrás del carro, le voy a relatar, aunque no se muy bien en qué grado de veracidad usted recibirá este comentario. Pero sin más documento que mi memoria, sin más artilugios que la verdad del recuerdo, y con otra copa de pisco fuerte, le cuento todito, mi estimado amigo periodista -algunos comensales curiosos se arrimaron a la mesa-. Decía mi padre cuando llegaba a casa y después de lavarse las manos en el lavatorio de la galería, que Cabanillas había sido un buen hombre, que se lo veía tranquilo con su traje de color blanco tiza y un moño austeramente negro en el cuello de la camisa, que se lo veía, caminar de aquí para allá, porque la tecnología avanzaba y que cada vez había más periódicos afines al gobierno y que ninguno relataba las viejas historias de la ciudad de Peremerimbé, que yacía bajo el agua del enorme dique que atrapó sin misericordia al río Imbuté. Ya no había próceres, ni poetas, solo trataban de borrar todo vestigio de aquel pueblo heroico, quitándolo de la memoria de los últimos sobrevivientes, como si nunca hubiese existido. Hasta que un día, Teófilo Cabanillas explotó en una furia incontenible. Decía mi padre que decían que fue cuando se asomó a ver la espuma de uno de los dos vertederos que usan las usinas eléctricas y que vieron en el agua flotar un féretro que había emergido y que uno de los allí presentes gritó exasperado ¡Cielo Santo, Cielo Santo es el cajón del abuelo Juan Bautista! Y que el pobre desgraciado se arrojó a las aguas vestido con uniforme de ferroviario y que murió ahogado y destrozado por el caudal por tratar de recuperar el féretro flotante. Los diarios que estaban apareciendo, destacaron que se trató de un suicidio de un loco que veía visiones como todo Peremerimbino.
-Ser, o tener los ideales que tenía esa gente, lo señalaba como un revolucionario, un contrabandista, una persona deshonesta, ilegal y hasta hijo de mala madre, señor -señaló un tercero, desde otra silla en la mesa cercana a la puerta y levantándose se arrimó a nosotros-. Mi nombre es Ernesto Serna, soy un granjero nacido en las cercanías de Naranjillos pero aquí todos me conocen por “el Chungo Serna” y quiero agregar que dicen que, sencillamente hablaban de que aquella gente sufría el síndrome del desarraigo o algo parecido y que por ello alucinaban, pero mi abuelo nos contaba que efectivamente vieron salir a flote varios féretros, del lago Imbuté. No tuvieron piedad ni con los muertos.
-Eso también contaba, mi padre –agregaba Poussin-. Y eso hizo que Teófilo Cabanillas, alzara primero su voz en algunas de las plazas, pidiendo la reivindicación del pensamiento y todos los derechos de los descendientes Peremerimbinos, la tierra. Luego intentó abrir nuevamente algo parecido al “Crónicas peremerimbinas” y que finalmente, con el odio metido en la sangre, se le acercaron varios idealistas, delincuentes, alguna gente que no tenía nada qué hacer y se fueron sumando a lo que se llamó “A Turma sem bandeiras.” Un nombre que les puso una mujer llamada Marcela da Silva, una de las mujeres de los Fontana, que era de piel bien oscura y que finalmente se volvió a su tierra porque quería aprender a pilotear aviones para repartir periódicos desde el aire, por toda esta Sudamérica. Cosas que se les ocurrían a algunas mujeres, que querían volar.
-Contaban además que los tipos se fueron armando lentamente y como en lo que dura un bostezo, aparecieron los delitos. Muy pero muy lejos del pensamiento de Don Teófilo. Hubo un brazo armado, donde andaban metidos los hermanos Fontana, que desvirtuó aquella lucha ejemplar del uso de la palabra como fundamento que exponía Cabanillas. Aferrado a la historia. Y fue allí, en Naranjillos donde se hicieron fuertes.
-Naranjillos era un caserío que albergó a los Peremerimbinos caídos en desgracia. Ya no figura ni en los mapas escolares.
-Dicen que la gente los quería, porque algunos repartían algo de lo que robaban por aquí y por la capital, y que el gobierno mandó al ejército porque ya era insostenible esa avalancha de secuestradores, asesinos y delincuentes escondidos bajo los ideales justos y muy bien fundamentados del reconocimiento al pueblo originario peremerimbino.
- Y de sus logros como comunidad, de su enseñanza, de sus labores. Pero parece que los tipos se fueron volviendo locos.
- Yo diría, que algunos se fueron enriqueciendo aprovechando la flaqueza intelectual de sus “camaradas” –agrega Moncho Páez, pidiendo permiso para intervenir y continuó así-. Dicen que había de todo. Fíjese el caso de la Cachita, este es un hecho que muy pocos saben pues sistemáticamente se fue eliminando todo vestigio documental. Pero La Cachita, era una mujer que tenía dos o tres hijos y de distintos padres y que dicen que estaba instalada en la casa de citas de las mujeres solidarias de Naranjillos, llamada la casa de citas “Rosa Blanca”.
-Que dicen que dicen, permiso amigo, no se trataba únicamente de putas –acota en tono de voz áspera, Poussin-.
-Así es, cualquier dama que precisaba de dinero, se instalaba en un cuarto por un módico alquiler, decían eso, parece que primero Teófilo conoció a La Cachita en ése lugar, la sacó de esa casa a ella y a sus hijos, la ubicó en su pequeña casita cerca del embarcadero que había y dicen que un día, cuando volvió de la Sierra alta, la encontró de nuevo en la Rosa Blanca, y con una fila de hombres olorosos esperándola, con el boleto del “Pase” en la mano -sostenía Moncho Páez-.
-Es cierto, la historia dice que él viajaba a las poblaciones de la Sierra, donde había llevado manuales explicativos de lo que fue el Imperio Peremerimbino para ser repartido entre alumnos, y decían que en algunos establecimientos tuvieron que entregarlo por la fuerza, porque los docentes no querían saber nada con ellos, por orden del gobierno.
-La cuestión es que agarró sus cosas, y se instaló en la parte de atrás del “Crónicas”, Y largó a la Cachita al mundo desde donde ella venía, ya estaba cansado.
-La tal Cachita se quedó finalmente con todos los bienes del finado doctor Cabanillas, y posiblemente haya estado juramentando amor a cada cliente que entraba con ella.
-Dicen que ella murió con un cuchillo atravesado en la garganta, desnuda, en el invierno siguiente, como murieron los otros guerrilleros Peremerimbinos.
-Y dicen que dos de los matadores de Cúter, hace cuarenta años, eran hijos de ella. Los pobres diablos murieron de muerte natural en prisión ¿usted cree?
-Recuerdo que contaba mi tío, con asombro que era un hermoso cuarto con cocina y baño y amplio ventanal desde donde se divisaba el puente angosto, que volaron los milicos, donde se fue a vivir Teófilo. Justo atrás de la Imprenta y “oficina” de los rebeldes –dice el Chungo, que agrega-. Me contaban unos tíos, entre ellos mi padrino, señor periodista, que entre la furia de palabras que usaba Cabanillas en sus arengas, metió su “Oda a las putas.” Algo así como la letra de un tango, no sé si me entiende, oda a las putas, todo un cabrón don Teófilo Cabanillas, me lo imagino pues no me acuerdo bien de él, yo era muy chico.
¡Oh glorioso pueblo Peremerimbino!
Dignos dueños de la tierra,
qué va desde el inmenso mar,
hasta las montañas nevadas del Indio Muerto.
Bravo Cacique Mapuyo.
Soberano aliado en las lides
de nuestro Comandante,
bravo Coronel Don Juan Penerguido.
Ante ustedes pido.
La gloria en las batallas!
¡Y el coraje de las putas
de las que he nacido!
Algunos hombres presentes alrededor de la mesa parecían elaborar una sonrisa. Otros, bajaban la cabeza, como en señal de respeto.
-Hasta que de repente, un día fueron avisados que andaban unos tipos del Ejército dando vueltas por el monte, y salieron a enfrentarlos, dicen que decían y sin el conocimiento de don Teófilo Cabanillas, que de eso tampoco entendía nada -sigue Poussín-.
-Y dicen que fue uno de los Fontana el que mandó a liquidarlos. Gran error, se metieron con el brazo armado del Gobierno.
-Por culpa de eso nos quedamos sin nuestras tierras.
-Allí nace el mito del tal sargento Tavares, “el llamado Cúter” que era un tipo más loco que estos locos y que a los tiros entró y liquidó a unos veinte, entre ellos algunos familiares nuestros, junto a su compañero, que era un tipo rubio que se llevó a la Teresa de los cabellos arrastrándola hasta el río, dijeron.
-La Teresa Paniagua era la enfermera que estaba de turno en la Unidad Auxiliadora Primaria, pues en el caserío no había ni hospital, ni curas ni policías adscriptos, según argumentaban los regionalistas y mucho menos íbamos a saber nosotros que solo éramos niños campesinos. Desconocíamos eso, totalmente.
-Nos contaban que se la llevaron para el río, después volaron el puente y nunca más nadie los vio. A ninguno. Si hubiesen dejado que vuelen el puente, no pasaba más nada, aseguraban.
-Pero parece que los emboscaron y ellos reaccionaron así.
-¿Me cuentan algo de Teresa?
-Todos decían que se le entendía poco a la Teresa, porque solo hablaba en Guaraní. Pero que escribía muy bien en Castellano, decían eso los testigos ¿verdad, señores?
Todos afirmaban moviendo la cabeza.
-Después se supo que el gringo rubio era un cabo primero llamado Guillermo Jensen. De acuerdo a las noticias, que decían que el Ejército los había dado por desaparecidos y muertos a los dos suboficiales y hasta negaban aquel enfrentamiento.
-Quedan muy pocas personas que hayan estado en esa parte de Naranjillos a la hora del tiroteo y de la masacre, ya son muy viejos, y de eso no prefieren hablar.
-Pero casi con certeza, todos recuerdan la mañana en que el poeta Cabanillas salió corriendo y se paró en medio de la calle escandalosa por el tiroteo y con el aire caliente por el tufo a pólvora y sangre, y que gritaba en pleno descontrol que le pongan un arma en sus manos, un arma que no sabía usar y que en el medio del fuego cruzado por el milico gringo y los llamados guerrilleros peremerimbinos que estaban sorprendidos por la fiereza de esos dos militares malucos, que entraron a los tiros.
-Sucedió que en pocos segundos, según me contaron, vieron que de repente los dos quedaron frente a frente, midiéndose, Tavares, que iba derechito a buscarlo y Cabanillas que parecía no entender que estaba frente a la muerte misma. Sorprendido, como si hubiese visto un fantasma errante. A eso lo contaba mi padre. Que leyó las “Crónicas de los que quedamos.” Antes de la requisa y quema.
-Hay un relato de uno de los Fontana que lo debe tener doña Ernestina Chacón de De León, la viuda de Epifanio De León, que murió con un cúter clavado en la garganta, seis años después, y que dice algo así como que Cabanillas levantó las manos y que el sargento, mesmo assim, le disparó sin piedad, ennobleciendo la actitud de uno y tirando a la mierda la del sargento del Ejército Nacional.
-Pero hay otro relato, el común que contaron quienes huyeron a salvar sus vidas y que, efectivamente, se ponen de acuerdo en que Cabanillas pedía un arma a los gritos, que decía que pongan un arma en sus manos, ¡ahora mismo carajo! dicen que gritaba y que le alcanzaron un rifle Marling.
-Con certeza no sabemos quién fue, y que cuando cargó un cartucho en la recámara se dio cuenta que tenía al sargento de frente, que el tipo tenía la cara pintada con barro y una pistola de uso reglamentario en su mano derecha y que le apuntaba pero que le dio tiempo al loco Cabanillas a que le apunte y le tire, y que Cabanillas, que estaba nervioso, erró el disparo y que lo último que entonces vio, seguramente, parece que fueron los dientes sonrientes del sargento, a través del barro en la cara, y que debe haber sentido el tufo maloliente de ese uniforme transpirado, orinado y manchado en sangre.
-La bala le entró por el pecho a Cabanillas y dice por ahí mi tío uno de los que estaban escondidos, que el balazo lo tiró como a unos tres metros para atrás, lejos de su blanco sombrero que rodaba por la tierra de la calle.
-Hay quienes contaban que antes de morir, después de fallar su disparo contra el después famoso sargento Cúter, que don Teófilo Cabanillas de más o menos unos sesenta y pico de años, le pidió un segundo y definitivo tiro. Y que el sargento Cúter, se agachó, sacó de su bota embarrada y llenas de bosta de las vacas, un cuchillo fino de los llamados cúter y que se lo clavó en la garganta. Como si nada.
-Todo eso en medio de un tiroteo, dicen que dijeron los que allí estuvieron y que ya nadie se acuerda quién lo dijo.
-Pero conste que todos nosotros, señor periodista, éramos muy chicos cuando todo aquello ocurrió, espero que comprenda.
-Disculpe usted, que no seamos tan precisos, pasaron cincuenta años de aquello. En un pueblo que no era el nuestro.
Al día siguiente y en otro bar.
-Como en aquellos momentos tristes en que te sientes solo y decides esperar. Así amigo, mirábamos aquel cortejo fúnebre, aquí en San Vicente. -me cuenta Rolando Espina, un vecino de la localidad que está a cuatrocientos kilómetros al norte de Altos Moncadas-. Eran los cuatro hermanos varones y todos solteros de Arnulfo Sepúlveda, los que iban cargando el féretro de quien fuera el cura de Peremerimbé. El pueblo que murió bajo el agua. Ellos dicen que el cura Arnulfo murió con un gesto de asombro en su rostro, como si hubiese descubierto cuán largo y extraño era el camino que recorrería su alma, o como si hubiese recuperado un racimo de sus nociones, de sus recuerdos, o quizás el segundo final de su vida, fue un dictamen sobre sus atropellados pecados -me contaba en un tono de voz convencido, seguro-. Indudablemente algo debió haber visto o soñado, porque su dedo índice se irguió amenazante, decían, señalando hacia la única ventana por donde penetraba la luz del sol –sostenía sus palabras tomando un trago de cerveza en cada pausa, el señor Espina–. Sus hermanos cuentan que debieron quebrárselo para poder cerrar el cajón, antes que las moscas atraídas por el olor invadieran la habitación, antes que vistiesen de luto, antes que crucen por las calles del pueblo bajo el cruel sol de Diciembre y antes que nosotros, los parroquianos del bar, caminemos acompañando el rezo de los cuatro sexagenarios hermanos Sepúlveda, que iban levantando la tierra liviana de las calles por la falta de lluvias –adopta una posición más erguida en la silla-. Después que cubrieron con tierra el féretro un poco estropeado por algunas caídas y nosotros nos despojáramos de nuestros sombreros para rezar en el cementerio –señalaba con la mano en alto un supuesto camino hacia el cementerio-.
Conversábamos entusiasmados del tema, mientras los demás ancianos miraban con extrema curiosidad mi grabador chino, el que compramos juntos, con Ángela, antes del beso bajo la lluvia de otoño. (Ojala Ángela lea estas crónicas)
-Y también me dijeron que la gente decía que mucho tiempo antes que mi querido San Vicente, tuviese sus calles definidas y de que por acá fundaran la primera escuela, y que aún antes mismo que nacieran sus otros hermanos, Arnulfo fue enviado a la Congregación de la gran ciudad. Sus padres lo hicieron porque decían que se bebía la misma agua que los animales, y que un grupo de mercaderes de baratijas lo entregó allá con una carta dirigida al obispo que se llamaba Eleazar Bustamante, y que entre otras cosas esta familia le pedía que "Quitara por bondad, el señor representante de nuestro Dios por estas tierras, el mismísimo diablo que tiene esta criatura dentro." Se decía en el pueblo que muchas veces, cuando el empleado de correos llegaba al pueblo, dicen que decían, se dirigía a la casa de los Sepúlveda con noticias escritas que el mismo les leía, y agregaba noticias de las gran ciudad, para aliviar la aflicción de Doña Inés Encarnación Flores, su madre y madre a la vez de cuatro varones más, que dicen que ella decía que eran todos igualitos a Sepúlveda padre, señalando el cabello oscuro y duro de cada uno y dando muestras de una indefinida resignación por no haber parido una hembra para que la ayude en los menesteres de la casa y enseñarle el oficio de mujer para resolver con altura los problemas que se presentan en los hogares y que solo una mujer sabe resolver, dicen que decía, mientras apaleaba a los otros que iban creciendo sin la presencia del padre. Y que mucho antes que Peremerimbé fuese ahogada por los hombres grises que levantaron un dique para contener las aguas para hacer un lago que tenga los canales de riego y unas usinas para la electricidad de los gringos, y que trasladaran el pueblo allá en el alto, Sepúlveda padre se resistió al avance de esa cosa llamada progreso y de esas otras cosas llamadas democracia capitalista y progresista y se alistó en las filas del Comandante y de la señora Carlota y que fue uno de los Sargentos que trasladaron el cuerpo, desde el gallinero donde cayó muerto su jefe, una húmeda madrugada, a doscientos treinta kilómetros de aquí. Dicen que fue uno de los que le limpiaron el cuerpo lleno de bosta de gallinas y uno de los que lo vistieron de gala para que le rindan homenaje con todos los honores hasta su tumba. Y que en los posteriores combates con las fuerzas oficialistas, recibió un tiro por la espalda que le hizo decir que su hijo el cura iba a ser un hombre santo por su consagración al Cielo infinito, desde donde todos venimos. Decía eso hasta morir desangrado, dicen.
Rolando Espina vuelve a tomar, sin perder posturas ni dignidad, y agregaba que:
-Todo eso y muchas cosas más me dijeron los que habían escuchado aquellas historias. Y que dicen ellos mismos que dijeron que nadie deje de contarlas porque el que no tiene historias para contar es un carajo que no ha nacido.
Junto al señor Espina algunos parroquianos tomaban un frasco de ginebra, como si fuese agua fresca de manantial.
-Hasta un tal Cañizares y el dibujante paraguayo Sánchez Artiaga recrearon toda la historia de los Peremerimbinos y el gobierno se las incautó y le quemó todo, allá en Altos Moncada -agregaban los que se fueron arrimando para intervenir en la conversación- Y dicen que Arnulfo dejó de ser cura el día que se volvió loco porque cuando subió al campanario de su iglesia en Peremerimbé, encontró a una mujer desnuda que lo invitaba a volar, como aquella del circo del pequeño Didú, que aún merodeaba por el pueblo, y que tuvieron que cortar las sogas de las campanas para que deje de tañerlas y agarrarlo de sus pelos oscuros y duros y llevarlo para el hospicio de los locos antes que el obispo, ahora don Mercedes Puga se entere que había vuelto a beber la misma agua de los animales.
-Y así es que por aquí anduvieron contando que sus hermanos lo retiraron una madrugada, a punta de pistolas de uso militar y que dicen que se lo llevaron semidesnudo arrastrándolo por el barro de la lluvia de tres días sin parar y que se lo trajeron de vuelta a San Vicente. Setenta años después que sus padres lo entregaran a los viejos mercachifles y veinte años después que el sargento Cúter iniciara la gran matanza de los insurgentes, patoteros y mantenidos en Naranjillos -dice un enardecido Juan Barrenas-.
-En ese mismo pueblo de mierda.
-Casi todos venimos de allí a vivir a Sâo Vicente.
-Aquí mismo, donde ahora nos trajeron este circo para que todos veamos que hay una mujer que vuela. Como la de esta foto, vea usted, una mujer que vuela.
Y entonces me muestran un afiche del circo.
-Papel y lápiz -dicen que pedía a cada momento-, quiero trabajar para que mi pueblo recupere los sueños serenos y tristes de nuestros abuelos peremerimbinos. Dicen que decía y que que se sentaba a escribir donde sea, a la hora que sea hasta quedarse dormido, y que cada vez que soñaba, al despertar tapaba uno de los frascos de medicina que estaban en las mesas de luz para que el sueño quede atrapado.