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viernes, 28 de octubre de 2016

PLÍNIO CAMILLO : MI RUBIECITA



Júnia, tu negrita!
Ven acá ya!

(Nació mi rubiecita, dos días después de mi tercer hijo!

Él no vengó a mi negrito!

Uno menos para dañarse!

Murió gritando. Los tés de hierbas nada resolvieron.

Falleció y no se volvió ángel.
No tienen ángeles negros…)


Negrita!
Sale ya de ahí!

(Rubiecita nació con hambre.

Clarinha!

El grito de la señora hizo que los niños se asustaran.

Daban revolcones.

Esas son diabluras aprendidas con los negritos sinvergüenzas de los fondos.
Ella estaba marchita y yo desagotaba en la tristeza.
Tenía miedo de endurecerme.)


Negra tonta!
Vio lo que ella hizo?

(Mi señor me mandó a cuidar de ella.
Sin resguardo.
Sin llantos y mi blanquita sólo bebió de mi.
Cada mordida que me daba, yo me apegaba más.
Sangrando le prometí a Oxum: seré de ella!
Aquellos ojos color manto-de-virgen me hechizaron.)

Joana, repugnante!
Que disparates dices !?!

(Mamó de mi hasta los seis años.

De pié.

En el terreno.

En la sala.

Donde ella quería me arrancaba la ropa y chupaba.
Hasta en frente de los señores!
Yo hacía todo por mi rubiecita.)

Negrita, diabla!
Vamos pronto!

(Los hermanos más viejos la dejaban a ella sola.
Nunca jugaba a las muñecas.
O a las casitas.
No jugaba a nada.
Solo conmigo jugaba.
Mas, ella cortaba mi corazón, cuando su padre salia a cabalgar, 
a ver la negrada en el campo.
Ella se quedaba sola.
Para calmar el llanto: se montaba en mi)

Tu, grosera!
corre!

(Los bastarditos no podían aproximarse.
No los dejaban.
No se lo merecían.
Ni los míos podían)

Negra de cabello duro!
Ve a cuidar de su vida!

(Entreteniendo a mi Clarinha.
Le mostraba lo que sabia:
La belladona hace ver las cosas malas.
Una copa de leche es muy buena.
La buchina es para no tener hijos.
La mandioca-brava, es solo para hacer harina.
El narciso en el te, solo da dolor de barriga, hasta puede matar.)

Tu muerta de hambre!
Hable derecho!

(En el Sol, sus cabellos me daban alegría.
Solamente yo los adornaba.
le pasaba babosa y se los dejaba brillantes.
Para que no grite, la dejaba jugar con mi collar.
Y solamente yo lavaba los vestidos de ella.
Estaba como una reina.
Antes de su primer baile, ella me escupió y después sonrió!)

Tu, cosa ruin!
Hacé las cosas bien o te mando para el tronco.

(Mi rubiecita creció.
Moza bonita.
Elegante.
Linda y educada.
Tocaba piano.
Aprendió a coser conmigo.)

Negra vieja!
Porque te estás demorando?

(Mi rubia se va a casar con quién el padre le mandó.
Va a ser una linda novia.
La más bella novia.
Mi Rubiecita. 
Se va a vivir lejos.
Le pedí que me llevara.
Ella me dijo que no.
Le imploré.
Se enojó.
Le supliqué. 
Me pegó y no me dio rabia, no. 
Me dio dolor.
Daba pena, yo sin ella.)

Junia! Mijunita!
PorelamordeDios me duele tanto!

(Amasé el narciso bien fuerte, con todo mi dolor.
No quiero que ella se vaya.
No sin mi.
Sin mi pecho.
Puse menta y azúcar para suavizar.
Destrozó a mi corazón ver a mi rubiecita gritar hasta morir. 
Todos mis hijos murieron gritando.)


Plínio Camillo
Escritor brasileño.
Nacido en Ribeirâo Preto, actualmente vive en Sâo Paulo.
Autor de los siguientes blogs:
http://negrosoutrasvozes.wordpress.com/
http://contosbombonsortidos.wordpress.com/
http://cervejaerua.wordpress.com/
http://pliniocamillo.wordpress.com/
Imagen: "MInha Lorinha" negrosoutrasvozes.wordpress.com
Foto: archivo del blog.
Traducción y adaptación: Ibarrechea

INFORME: ANTON DE KOM


“Una vez que el barco negrero había arribado a Surinam y, durante unos cuantos días, la alimentación había vuelto a ser aceptablemente buena, los infelices esclavos eran bañados y a continuación embadurnados con manteca y aceite; además, se les cortaba el pelo rasurándoles la cabeza de manera que quedaran formadas con el cabello que se dejaba sin cortar, toda clase de figuras como estrellas, medialunas y otras varias, con el fin de ponerlos en ridículo, expuestos a la burla y a la risa de los blancos, tan exquisitamente educados en aquellos tiempos”.

Quien escribe es Anton de Kom, surinamés nacido en 1898, descendiente directo de esclavos y estudioso de este tema. Sus relatos son tan patéticos y muestran tal brutalidad en el trato de los esclavos que cualquier relato fantasioso sobre la maldad humana, queda empequeñecido.

“La viuda Mauricius, una dama de la más alta sociedad en Surinam, hizo atar a un árbol a una vieja esclava y azotarla hasta ocasionarle la muerte. Ella mismo explicó que lo había hecho movida por un simple capricho, ya que experimentaba un gran deseo de ver sufrir a la anciana nodriza. Varios de sus esclavos había corrido esa misma suerte: incluso tres niños pequeños de su plantación eran frecuentemente castigados en el “potro español”.

Ante la intervención de la justicia por los malos tratos la viuda admitió los hechos y respondió: “como se trata de bienes de mi propiedad, por los cuales pagué con mi dinero, puedo destruirlos”.
Las mujeres que placían al patrón, debían servirle en la cama y los niños que de esa unión nacieran iban engrosar la riqueza del propietario.

El dueño de la plantación “Arendrust” “tuvo conocimiento que uno de sus esclavos estaba enamorado de la esclava Betje, la querida del amo. Mandó a azotar al esclavo, quemarlo por todo el cuerpo y luego clavarlo a un cepo de madera. Cuando el desgraciado sucumbió a tales tormentos, lo echaron a un pozo, cubriéndolo de cal viva. Betje, que no era indiferente a los reclamos del esclavo, fue asimismo azotada hasta hacerla sangrar y sometida a quemaduras”.

Las esclavas más bellas eran alquiladas por una cantidad de dinero que debía ser entregada íntegramente al patrón.

El caso más escabroso que relata A. de Kom es el siguiente: “Claas Badouw, director de la plantación “La Rencontre” acusó injustamente a su esclavo Pierro de haber intentado envenenarlo. Pierro fue conducido a la cocina donde le seccionaron los diez dedos de las manos y los diez dedos de los pies con un afilado cincel. Seguidamente fue obligado a comérselos. Badouw tomó con su propia mano un cuchillo y le cortó una oreja al esclavo la que también tuvo que comer.

Entonces el caballero blanco empuñando una navaja le cortó la lengua y le ordenó que la tragara. Agonizando de dolor Pierro emitía algunos sonidos lo que puso furioso a Badouw que con una tenaza le arrancó el trozo de lengua que le quedaba. A continuación fue llevado al embarcadero del río y atado dentro de un viejo bote. Intentándose quemarlo vivo mediante hierba seca de la orilla, a la cual se prendió fuego. Como la hierba no producía la suficiente llama, Baudouw dio la orden de desatar al esclavo, azotarlo y enterrarlo, vivo aún, en un foso…”

Las historias pertenecen al libro de A. de Kom, “Nosotros, esclavos de Surinam” publicado por Ediciones Casa de las Américas



Anton de Kom

Poeta, ensayista y activista político y sindical surinamés, nacido en Paramaribo (capital de la antigua Guayana Holandesa y de la actual República del Surinam) el 22 de febrero de 1898, y fallecido en Sandbostel (Neuengamme, Alemania) el 24 de abril de 1945. Aunque el registro quedó consignado con el nombre oficial de Cornelis Gerhard Anton de Kom, se hizo llamar siempre por el apelativo de Anton de Kom, e incluso firmó algunas de sus obras con diversos pseudónimos derivados de la contracción de este nombre (como Adek o Adekom). En Surinam se le recuerda y reverencia no sólo por su interesante producción literaria, sino también por su infatigable actividad política y social, que contribuyó de forma decisiva a la consolidación del pequeño país como república independiente. Su legado cívico e intelectual resulta tan valioso para sus compatriotas que, el 17 de octubre de 1983, la Universidad de Surinam -fundada en 1966- pasó a denominarse oficialmente Universidad Anton de Kom de Surinam.



Vino al mundo en el seno de una humilde familia de granjeros de raza negra, formada por Adolf de Kom -que había nacido siendo esclavo, aunque ya era un hombre libre cuando engendró al futuro escritor- y Judith Jacoba Dulder. Sus padres procuraron darle una formación elemental en la escuela pública; pero el pequeño Anton, tan pronto como hubo obtenido el diploma que acreditaba esta escolarización básica, abandonó los libros y se puso a trabajar, para contribuir al sostenimiento de la endeble economía doméstica.


Ya metido de lleno en la penosa vida laboral de los desheredados de su país, entre 1916 y 1920 el joven Anton de Kom trabajó duramente en una compañía dedicada a la explotación del caucho. La aspereza de este empleo le aconsejó procurarse mejores oportunidades laborales, aunque para ello tuviera que verse obligado a abandonar su tierra natal; y así, el 29 de julio de 1920 se embarcó rumbo a Haití, donde, por espacio de un año, trabajó para la una compañía naval Holandesa (la Societé Commerciale Hollandaise Transatlantique).

Pero su nueva situación laboral tampoco le satisfacía, por lo que, dispuesto a dar un paso decisivo en su peripecia vital, cruzó el Atlántico y desembarcó en Holanda, donde, tras varios intentos fallidos, consiguió empleo como representante de té, café y tabaco en una empresa de La Haya. Allí conoció a una bella joven holandesa, de raza blanca, que pronto habría de convertirse en su esposa; y allí, aleccionado por sus compañero de trabajo y por las primeras experiencias negativas que había tenido como trabajador en Holanda (v. gr., un despido que le había privado de su primer empleo en Europa por temor de un arbitrario reajuste empresarial), empezó a integrarse en los foros políticos y sindicales de la Izquierda.

Imbuido de una pujante conciencia política y sindical, Anton de Kom empezó a estudiar a fondo la historia colonial de su tierra (ligada, desde tanto tiempo atrás, a la Corona holandesa) y generó en su interior un profundo sentimiento anticolonialista que le impulsó a relacionarse con otros activistas de esta causa (fundamentalmente, con los nacionalistas indonesios que, asentados en Holanda, se sentían tan víctimas del colonialismo de los Países Bajos como el propio De Kom y sus compatriotas). Su progresión social y, sobre todo, intelectual fue tan sorprendente que, en el transcurso de los diez años que pasó en Europa, consiguió convertirse en uno de los grandes líderes internacionales del anticolonialismo, al que dedicó numerosos artículos, ensayos y discursos que pusieron de relieve el denso substrato cultural y reflexivo de sus planteamientos. Los rotativos y revistas de izquierdas de todo el mundo (y, especialmente, los de manifiesto ideario comunista) publicaron abundantes escritos de Anton de Kom, quien, además de este prestigio intelectual, adquirió reconocimiento mundial por su trabajo la frente de la Ayuda Roja Internacional y por haber fundado una de las ligas antiimperialistas más poderosas de todo el planeta.

Así las cosas, en 1932 el intelectual surinamés decidió que había llegado la hora de luchar, in situ, por la independencia política y económica de su tierra natal. El 20 de diciembre de 1932, acompañado por su familia, tomó un barco en Holanda que le dejó en Surinam el 4 de enero del año siguiente, y a partir de entonces abrió una especie de despacho político-sindical destinado a ayudar a los trabajadores explotados y, en general, a difundir la ideología anticolonialista hasta que prendiera la llama independentista en aquel remoto rincón del Cono Sur americano.

Su llegada resultó tan amenazadora para las Autoridades locales que, el día 1 de febrero de 1933, cuando no se había cumplido ni un mes desde su retorno a Surinam, fue arrestado por las fuerzas policiales y retenido durante algunos días en las oficinas del Procurador General. La masa obrera -que, en tan corto período de tiempo, ya había tenido ocasión de beneficiarse del apoyo, los consejos y las propuestas sindicales sugeridas por Anton de Kom- se congregó ante las puertas de las dependencias oficiales donde el líder permanecía retenido y exigió su inmediata puesta en libertad, pues corría el rumor de que las Autoridades holandesas había decretado su innegociable expulsión del territorio colonial. En lo más tenso del tumulto, la policía abrió fuego contra la multitud y cayeron muertos treinta partidarios de De Kom, quien acabó siendo responsabilizado de la masacre y, finalmente, conducido a una nave que, de forma ilegal, sin que hubiera mediado proceso judicial alguno, lo llevó de nuevo a Holanda. En la actualidad, el pueblo de Surinam recuerda a los caídos en aquella atroz jornada conmemorando, cada 7 de febrero, aquel episodio conocido como "Martes Negro".

Anton de Kom aprovechó su forzosa deportación a Holanda para enfrascarse en la redacción de la que habría de ser su obra más importante, publicada, a mediados de los años treinta, bajo el desgarrador título de Wij slaven van Surianame (Nosotros, esclavos de Surinam [Amsterdam: Contact, 1934]). En realidad, bajo la apariencia de una innovadora historia del Surinam escrita, por vez primera, desde la perspectiva anticolonialista, esta obra fue concebida realmente por De Kom -y así fue también entendida por la mayor parte de sus lectores- como el primer llamamiento explícito a la independencia del territorio colonial en el que había venido al mundo. Pero, además, el escritor de Paramaribo extendía sus reivindicaciones a la causa de todos los oprimidos por discriminaciones raciales e injusticias sociales, con lo que su obra puede inscribirse también en el ámbito de la Literatura de la negritud, en la medida en que ensalza los valores culturales, las tradiciones y las formas de vida de los pueblos de raza negra sometidos por el Imperialismo blanco europeo (sin olvidar, claro está, la condena explícita a esa misma explotación ejercida sobre otros grupos raciales, como los asentados en Asia e Indonesia).

En su repaso histórico al devenir concreto de su pueblo, Anton de Kom hace especial hincapié, en las páginas de Wij slaven van Surianame, en cualquier acontecimiento que refuerce su tesis de que la violencia dominante en los grupos sometidos y expoliados viene generada por la explotación colonial. O, dicho de otro modo, para el intelectual surinamés, cualquier episodio violento surgido entre las clases desfavorecidas -desde la insurrección de los esclavos cimarrones hasta las cruentas luchas de los trabajadores asiáticos en demanda de sus derechos, pasando por los gravísimos altercados a que dio lugar, en la frágil economía de las colonias, la crisis mundial de 1929-, tiene su origen en la depravación que, en su propia naturaleza y condición, llevan implícita el Imperialismo y el Colonialismo. En este sentido, la obra de De Kom va mucho más allá de la mera anécdota local surinamesa, pues, si bien constituye una de las piedras fundacionales sobre las que asentó la identidad nacional de sus compatriotas y la conciencia soberana que acabaría dando lugar a la moderna República del Surinam, es, la vez, una llamada de alcance universal contra la explotación del hombre por el hombre, y, en particular, contra de la violencia ejercida por la raza blanca con el resto de los grupos raciales que pueblan el planeta. No es de extrañar, pon ende, que la figura de De Kom se haya equiparado a la de otros líderes negros de su tiempo tan relevantes como el haitiano Jean Price-Mars o el jamaicano Marcus Garvey.

A raíz del éxito obtenido por su obra Wij slaven van Surianame en numerosos lugares del mundo, Anton de Kom recorrió diversos países dando cursos y conferencias, y defendiendo siempre su propuesta de erradicación inmediata del colonialismo, a la luz de la ideología marxista y, por encima de todo, la conservación y consolidación de los valores culturales de su raza (y de todas las razas sometidas desde tiempos inmemoriales por el hombre blanco europeo). Escritor vocacional, compuso por aquel tiempo abundantes poemas -algunos de los cuales se recogieron y editaron, con carácter póstumo, en un volumen titulado Strijden ga ik (1969)-, y redactó también, amén de numerosos artículos, otras obras en prosa y el guión cinematográfico Tjiboe (editado en Amsterdam en 1989). Pero la mayor parte de estos textos se perdieron trágicamente, como se perdió la voz y la presencia física del propio intelectual surinamés, por culpa -una vez más- de la barbarie, la crueldad y la sinrazón de la pretendidamente "superior" civilización blanca europea.

En efecto, el estallido de la II Guerra Mundial sorprendió a Anton de Kom en Europa y provocó su alistamiento en la resistencia holandesa. Capturado por las tropas nazis el día 7 de agosto de 1944, en la playa de Scheveningen (La Haya), fue trasladado a diferentes campos de concentración ubicados en territorio alemán, hasta que, víctima de tuberculosis, falleció en el de Neuengamme en la primavera de 1945.



J. R. Fernández de Cano  (mcnbiografias.com)
Guillermo Giacosa (Periodista, Diario Perú 21)
Fuentes: clioperu.blogspot.com - mcnbiografias.com
Foto: alchetron.com


ENRIQUE CASTELLS CAPURRO: PINTURAS

Dice el  historiador Ricardo Goldaracena que "como los Brueghel o los Van Eyck pintores por la gracia de Dios un viejo linaje montevideano ha dado al país a lo largo de mas de cien años varias generaciones de pintores. Los Castells, una familia de antigua alcurnia catalana han impuesto definitivamente aquí su nombre como sinónimo de una temática gauchesca curiosamente trasmitida entre consanguíneos" 


Fuente: Latin American Art.

Fuente: estimarte.com

Fuente: Galería de Arte Portón de San Pedro

Fuente: Genealogía de la Familia Castells

Fuente: geocities.ws






Enrique Castells Capurro 
(Montevideo, 9 de marzo de 1913 - Punta del Este, 3 de julio de 1987) 
Fue un acuarelista, pintor y escultor uruguayo.
A pesar de haber sido autodidacta recibió gran influencia de su tío Carlos Castells (1880-1933). Su tema central es el caballo y el gaucho al igual que lo era para su tío Carlos.
Comenzó a pintar a los cuatro años de edad dibujando a la bailarina Ana Pavlova durante una visita de esta al Uruguay. Trabajó en diarios y revistas dibujando escenas de ballet, fútbol, carreras de caballos y temas relativos al gaucho.
Existen grandes murales de su creación en muchas dependencias públicas de Uruguay, como en AFE, Biblioteca Nacional,Pluna, Fuerte de San Miguel, Intendencia de Maldonado, etc. Publicó varios libros con sus pinturas y sus imágenes se han popularizado y reproducido en varios medios.
Ilustró obras sobre Martín Fierro, Santos Vega, Los Tacuruses de Serafín J. García. La editorial Kraft de Buenos Aires publicó en 1950 un inventario de sus obras publicadas. Durante varios años realizó en bronce los premios que otorgaba el Jockey Club en el Gran Premio José Pedro Ramírez, máxima competencia hípica de Uruguay.
También realizó trabajos especiales para Reina Isabel de Gran Bretaña. Existen cuadros y murales suyos en la Universidad de Austin (Texas) la sede de las Naciones Unidas y en colecciones privadas y públicas.
Fuente: wikipedia.org - portondesanpedro.com - www.familiacastells.com - www.oocities.org 
Foto: Genealogía de la Familia Castells

JOSÉ B. ADOLPH: NOSOTROS NO



Aquella tarde, cuando tintinearon las campanillas de los teletipos y fue repartida la noticia como un milagro, los hombres de todas las latitudes se confundieron en un solo grito de triunfo. Tal como había sido predicho doscientos años antes, finalmente el hombre había conquistado la inmortalidad en 2168.



Todos los altavoces del mundo, todos los transmisores de imágenes, todos los boletines destacaron esta gran revolución biológica. También yo me alegré, naturalmente, en un primer instante.

¡Cuánto habíamos esperado este día!

Una sola inyección, de cien centímetros cúbicos, era todo lo que hacía falta para no morir jamás. Una sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que ningún cuerpo humano se descompondría nunca. Desde ese día, solo un accidente podría acabar con una vida humana. Adiós a la enfermedad, a la senectud, a la muerte por desfallecimiento orgánico.

Una sola inyección, cada cien años.

Hasta que vino la segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección solo surtiría efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a tiempo. Solo los jóvenes serían inmortales. El gobierno federal se aprestaba ya a organizar el envío, reparto y aplicación de la dosis a todos los niños y adolescentes de la tierra. Los compartimentos de medicina de los cohetes llevarían las ampolletas a las más lejanas colonias terrestres del espacio.

Todos serían inmortales.

Menos nosotros, los mayores, los formados, en cuyo organismo la semilla de la muerte estaba ya definitivamente implantada.

Todos los muchachos sobrevivirían para siempre. Serían inmortales, y de hecho animales de otra especie. Ya no seres humanos; su psicología, su visión, su perspectiva, eran radicalmente diferentes a las nuestras. Todos serían inmortales. Dueños del universo para siempre. Libres. Fecundos. Dioses.

Nosotros, no. Nosotros, los hombres y mujeres de más de 20 años, éramos la última generación mortal. Éramos la despedida, el adiós, el pañuelo de huesos y sangre que ondeaba, por última vez, sobre la faz de la tierra.

Nosotros, no. Marginados de pronto, como los últimos abuelos de pronto nos habíamos convertido en habitantes de un asilo para ancianos, confusos conejos asustados entre una raza de titanes. Estos jóvenes, súbitamente, comenzaban a ser nuestros verdugos sin proponérselo. Ya no éramos sus padres. Desde ese día éramos otra cosa; una cosa repulsiva y enferma, ilógica y monstruosa. Éramos Los Que Morirían. Aquellos Que Esperaban la Muerte. Ellos derramarían lágrimas, ocultando su desprecio, mezclándolo con su alegría. Con esa alegría ingenua con la cual expresaban su certeza de que ahora, ahora sí, todo tendría que ir bien.

Nosotros solo esperábamos. Los veríamos crecer, hacerse hermosos, continuar jóvenes y prepararse para la segunda inyección, una ceremonia -que nosotros ya no veríamos- cuyo carácter religioso se haría evidente. Ellos no se encontrarían jamás con Dios. El último cargamento de almas rumbo al más allá, era el nuestro. ¡Ahora cuánto nos costaría dejar la tierra! ¡Cómo nos iría carcomiendo una dolorosa envidia! ¡Cuántas ganas de asesinar nos llenaría el alma, desde hoy y hasta el día de nuestra muerte!

Hasta ayer. Cuando el primer chico de quince años, con su inyección en el organismo, decidió suicidarse. Cuando llegó esa noticia, nosotros, los mortales, comenzamos recientemente a amar y a comprender a los inmortales.

Porque ellos son unos pobres renacuajos condenados a prisión perpetua en el verdoso estanque de la vida. Perpetua. Eterna. Y empezamos a sospechar que dentro de 99 años, el día de la segunda inyección, la policía saldrá a buscar a miles de inmortales para imponérsela.

Y la tercera inyección, y la cuarta, y el quinto siglo, y el sexto; cada vez menos voluntarios, cada vez más niños eternos que implorarán la evasión, el final, el rescate. Será horrenda la cacería. Serán perpetuos miserables.

Nosotros, no.


José B. Adolph 
(Stuttgart, 1933 - Lima, 20 de febrero de 2008) 
Fue un escritor y periodista peruano, de origen alemán.
José Adolph nació en Alemania en 1933, llega a Lima a los 5 años. Estudia en el Colegio Anglo-Peruano (hoy Colegio San Andrés). Adquiere la ciudadanía peruana en 1974. Estuvo casado con Maria Inés Uribe y tuvo 4 hijos.
Colaborador de la Revista Caretas, Ajos & Zafiros y de muchas publicaciones literarias.Falleció en Lima, la mañana del 20 de febrero del 2008, siendo sus restos cremados por la tarde del mismo día.
Fuente: narrativabreve.com -Hasta que la muerte, Lima, Moncloa- Campodónico Editores Asociados. 1971 - wikipedia.org
Fuente del texto: suplemento El Dominical, del diario El Comercio
Foto: Libros Peruanos

RAY BRADBURY: LA MAÑANA VERDE


Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.



Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.


Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.

En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.

-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.

El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.

-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto… Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.

Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones o plantar más árboles.

-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!

Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:

-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?

Luego se había desmayado.

Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.

-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.

-¿Qué me ha pasado?

-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.

-¡No!

Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.

-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!

Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.

-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!

Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.

-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.

-¿Pero me dejarán trabajar?

Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.

Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.

Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.

El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.

«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta noche.»

Lo despertó un golpe muy leve en la frente.

El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.

La lluvia.

Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.

Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.

Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.

Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.

El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.

El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.

No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.

Era una mañana verde.

Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.

-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.

Pero el valle y la mañana eran verdes.

¿Y el aire?

De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se podía ver brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.

Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.

Antes de que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.


Ray Bradbury
Ray Douglas Bradbury; Waukenaun, Illinois, 1920 - Los Ángeles, California, 2012) Novelista y cuentista estadounidense conocido principalmente por sus libros de ciencia ficción. Alcanzó la fama con la recopilación de sus mejores relatos en el volumen Crónicas marcianas (1950), que obtuvieron un gran éxito y le abrieron las puertas de prestigiosas revistas. 
Fuente: Luis López Nieves - ciudadseva.com - Foto:archivo del blog

MÚSICA: QUINCY JONES


"Setembro"
de: Ivan Lins & Wilson Peranzetta
Subido por: Wilson Webster
Gentileza: YouTube estándar
George Benson: Solo Guitar
Herbie Hancock: Solo Keyboards And Synthesizer
George Duke: Solo Electric Piano (Fender And Rhodes)
Gerald Albright: Solo Alto Saxophone
David Paich: Keyboards
Greg Philinganes: Keyboards
Ian Prince: Keyboards
Paulinho da Costa: Percussion
Vocals By Alvin Chea, Cedric Dent, Claude McKnight, David Thomas, Mark Kibble, 
Meryyn Warren, Sarah Vaughan, And Take 6.
M1 And Rhythm Programmed By Quincy Jones
Synthesizer Pads And M1 Pads Programmed By Steve Porcaro
Synthesizer Programmed By Ian Underwood
Rhythm And Vocals Arranged By Quincy Jones
Rhythm Arranged By Greg Philinganes
Vocals Arranged By Mark Kibble




"The Secret Garden"
de: Quincy Jones
Subido Por: Liquid Cool
Gentileza: YouTube estándar
Intérpretes:

Quincy Jones, 
Barry White, 
James Ingram, 
Al B. Sure, 
El Debarge



Quincy Delight Jones, Jr.
Conocido como Quincy Jones (Chicago, 14 de marzo de 1933), compositor, director, arreglista y legendario productor estadounidense de música.
Nació en Chicago, fue el hijo mayor de Sarah Frances (sufría de esquizofrenia) y el jugador de béisbol Quincy Delight Jones. Su familia se trasladó a Seattle cuando contaba 14 años. En la ciudad tocó la trompeta en clubes de soul. Tocó en la Lionel Hampton’s big band y en la banda del Berklee College of Music en Boston, Massachusetts.
En 1950 viajó a Nueva York donde se dedicó a escribir, arreglar y grabar a bandas que tocaban en los clubes de jazz de la ciudad. Allí conoció y se relacionó con Thelonious Monk, Charlie Parker, Billie Holiday, Gene Krupa, Miles Davis y su intimo amigo Ray Charles, a quien había conocido en Seattle de adolescente. En 1956 hizo una gira por el Medio Oriente y Sudamérica como trompetista de Dizzy Gillespie.
A mediados de la década de los cincuenta, se trasladó a París, estudió composición con Nadia Boulanger y Olivier Messiaen, trabó relación con Leonard Bernstein, Aaron Copland y Pablo Picasso y trabajó como director musical de Barclay Records y también como compositor y arreglista. En 1961 regresó a Nueva York, donde se convirtió en vicepresidente de Mercury Records, siendo uno de los primeros afroamericanos con esa posición en la industria del disco. En la compañía produjo a artistas como Peggy Lee, Tony Bennett y Sarah Vaughan. En 1963, recibió el primer Grammy por los arreglos de I Can’t Stop Loving You, grabado por la Count Basie Orchestra.
En 1964, grabó la banda sonora de El prestamista, dirigida por Sidney Lumet. Otras películas en las que compuso la música fueron A sangre fría (1967), basada en el libro de Truman Capote y dirigida por Richard Brooks, La huida (película de 1972) con Steve McQueen y dirigida por el célebre Sam Peckinpah, El color púrpura (1985), basada en el libro de Alice Walker y dirigida por Steven Spielberg, Un hombre para Ivy (1969), del director Daniel Mann. Para televisión compuso para series como Ironside, y El show de Bill Cosby.
Como director de big bands, que mantiene para grabaciones en estudio, aunque raramente para actuaciones en directo, inició su carrera con dos discos de gran impacto en el mundo del jazz: How I feel about jazz y Birth of a band (1959). Más adelante, fichó por A&M Records donde grabó, en 1961, Quintessence. Influido por conceptos de jazz fusión, editó Walking In Space (1969) y Smackwater Jack (1971), que incluye entre otros temas la banda sonora del telefilm, Ironside . En total compuso la música para 33 películas y recibió 79 nominaciones al Premio Grammy.
Como productor, es famoso sobre todo por haber sido coproductor de los tres álbumes más famosos de Michael Jackson: Off the Wall, Thriller y Bad. Dirigió la orquesta de Frank Sinatra y produjo el último álbum de Sinatra con temas originales, no recopilatorio (L.A. is my Lady) así como el regreso a las tablas de la legendaria Lena Horne en 1980.
En el año 2001 publicó su autobiografía Q: The Autobiography of Quincy Jones.
Fuente: wikipedia.org - Foto: VMKY

viernes, 21 de octubre de 2016

WALTER LUDUEÑA: PINTURAS



Muestra Individual - Galería Cerrito

Fin - 120 cm x 140 cm


Gypsyland - 50 cm x 60 cm


Última Escena - 40 cm x 50 cm


La Trompetista y el Muchacho - 40 cm x 50 cm


Narciso II - 40 cm x 50 cm


Autoretrato - 30 cm x 40 cm

Invitación - 24 cm x 30 cm

Desnudo Femenino I - 24 cm x 30 cm

Desnudo Femenino II - 24 cm x 30 cm

Desnudo Femenino III - 24 x 30


Alegoría del Fin - 24 cm x 30 cm


Reflexión 18 cm x 24 cm


Lejanía - 18 cm x 24 xm


Contrapunto 18 cm x 24 cm


Franco - 20 cm x 20 cm

(Obras presentadas en la Muestra Individual en Galería Cerrito - Julio de 2010.)


Walter Ludueña
Walter Ludueña nace en Cordoba en 1971. Cursa estudios en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Nacional de Córdoba (1989-1990), y en la Escuela de Artes de la Facultad de Filosofía y Humanidades (2005) de la misma universidad encontrando afin a su sensibilidad de artista lo que da en llamarse la escuela "Mantegani" y es buceando dentro de los misterios de estas formas del arte donde se encuentra a si mismo como pintor y artista, de una formacion tecnica rigurosa y sin miedos a la hora de abordar los temas es Walter Ludueña quien nos sorprende desde la propuesta de ese mundo magico donde cohabitan, musicos, actores, saltimbanquis o personajes imaginarios a partir de un modelo vivo desnudado y reinventado desde lo mas profundo de su yo donde se conjugan el drama y las alegrias como en el mismo teatro, es decir como en la vida misma. Su lenguaje es un neo-relismo donde la luz escenica crea un clima teatral y onirico muy personal y de gran calidad pictorica. Egresó en 2007 de la Facultad de Lenguas UNC con el título de Profesor de Lengua Inglesa.
ESTUDIOS REALIZADOS
Alumno regular Facultad de Arquitectura y Urbanismo UNC 1989-1990
Alumno Vocacional de la Escuela de Artes de la Facultad de Filosofía y Humanidades UNC 2005
Egresado de la Facultad de Lenguas UNC con el título de Profesor de Lengua Inglesa 2007

Fuente: walterluduena.blogspot.com.ar - Facebook: Ladrón de Arte
Contacto: walterluduena@hotmail.com - Foto: walterluduena.blogspot.com.ar

CLARICE LISPECTOR: LA FELICIDAD CLANDESTINA


“Una mirada de mujer, quizá también una escritura de mujer. Clarice Lispector hincó en el mundo su mirada de mujer inteligente, capaz de captar las mínimas sensaciones, los mínimos detalles y de saber que nada, por pequeño o banal que parezca, carece de importancia. El mundo de lo cotidiano, de lo sin historia, que ha sido durante siglos el mundo de la mujer, puede proporcionar innumerables sorpresas, basta con saber mirar y entender esos signos de una realidad subyacente”.

                                                                                                                                     Elena Losada Soler


Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuera suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un papá dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos; incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad en donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísimas palabras como “fecha natalicia” y “recuerdos”.

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviera al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el transcurso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a adivinar, es algo que adivino a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.

¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: “Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña”. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, esa mamá buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: “¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera quisiste leerlo!”.

Y lo peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: “Vas a prestar ahora mismo ese libro”. Y a mí: “Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras”. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubieran regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no partí brincando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber en dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.

Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.


Clarice Lispector

Clarice Lispector R.M (Chechelnik, 10 de diciembre de 1920 - Río de Janeiro, 9 de diciembre de 1977) fue una escritora brasileña de origen judío. Es considerada una de las más importantes escritoras brasileñas del siglo XX. Pertenece a la tercera fase del modernismo, el de la Generación del 45 brasileña. De difícil clasificación, ella misma definía su estilo como un «no estilo». Aunque su especialidad ha sido el relato, dejó un legado importante en novelas, como La pasión según G. H. y La hora de la estrella, además de una producción menor en libros infantiles, poemas y pintura.
Fuente: narrativabreve.com - "Felicidade clandestina", 1971. Cuentos reunidos, trad. Marcelo Cohen, Madrid, Alfaguara, 2002 - wikipedia.org - Foto: archivo del blog