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viernes, 26 de agosto de 2016

CLAIRE KEEGAN: QUEMADURAS

Lo intentarán en verano. Juntos, van a confrontar su pasado, la fuente de todo su problema, y erradicarlo. Esa, al menos, es la teoría. La primera noche, se sientan afuera, delante de la casa, los tres niños, su padre y Robin, la nueva esposa. Los niños se sientan en el columpio del porche, sin decir palabra. El cielo está de un fantasmagórico azul policía. El mayor, cuyas piernas son las más largas, los separa de la verja con los pies, su hermano y hermana a cada lado de él. El padre está sentado en la mecedora, pero no se mece. En lugar de eso, está recordando olores de fibra y ungüento, gasa envuelta en papel de aluminio, vinagre helado para una quemadura. Su nueva esposa está en la verja, limándose las uñas. Físicamente, es exactamente lo opuesto de la madre de los chicos, una mujer simple, de poco busto, con el cabello oscuro que le llega hasta la cintura. Todo el mundo está escuchando. Los altos pinos peinan al viento. (¿Quién anda ahí?, parece decir: ¿Quién? ¿Quién?). La cadena de la silla cruje. Allá en el campo, algo se sacude ruidosamente, una vaca, que quizás se rasca contra una reja. Los chicos siguen columpiándose, chocando con la oscuridad. Cuando la niña cierra los ojos, su padre la levanta y la lleva adentro. Los varones, que no desean quedarse solos con su madrastra, pronto los siguen. Se enciende la luz del dormitorio; brilla débilmente a través de las ventanas sucias. Robin oye cómo se hunden los colchones sobre los resortes, las zapatillas que caen sobre pisos de madera, el chasquido de un cinturón, un cierre relámpago, voces bajas. Está oscuro y estrellado, y hay serpientes en los alrededores. Un camino cubierto de grava que lleva hasta una casa desconocida, el olor a humedad y a ganado, charcos de agua de lluvia en el patio poceado. Su marido sale y cruza el porche. Cuando habla, su voz suena potente y tierna. No lamenta haberse casado con él. 
–Nadie dice que no podemos volver atrás, Robin. Nada es definitivo. Lo sabes. 
–Lo sé –dice y se estira para apretarle la mano. 
–Tenemos que hacer las paces con esa cosa. Si esto no funciona, siempre podemos volver a la ciudad, y acá no ha pasado nada. ¿Entiendes? Ella asiente en la oscuridad. 
–Dios, es como retroceder en el tiempo. Sigo esperando oír el ruido del cajón de los cubiertos que se cierra de golpe. Así empezaba. Cuando golpeaba el cajón de los cuchillos, uno ya olía problemas –dice, aferrándose a la verja hasta que los nudillos se le ponen blancos–. ¿Ves ese columpio? Lo hice instalar para el chico, para que pudiera columpiarse descalzo y enfriarse las quemaduras. Dios –y menea la cabeza, como si todo estuviera más allá de él–. He sido un tonto por tanto tiempo. 
–Vamos a la cama, querido –dice Robin, tomándolo de la mano. Sus pertenencias, cajas y bolsos están vacíos, desperdigados por el suelo, pero ella se abre camino hasta el último dormitorio por el resplandor de los veladores de los niños. Ellos se desvisten y acuestan sin preocuparse por lavarse o cepillarse los dientes. Robin se tapa con la manta hasta el mentón. En la oscuridad, no alcanza a distinguirlo. No puede decir lo oscuro que está ahí afuera. No caminaría sola por ese camino de grava ni que le pagaran un millón de dólares. Se acurruca en el calor del cuerpo de su marido, siente el sueño, tironeando, arrastrándola y, cuando se rinde, dejándose ir, recuerda que allí era donde dormía la ex mujer de él. A la mañana, dejan las puertas y ventanas abiertas y un viento fresco recorre la casa. Algunas de las aldabas de las ventanas están duras; hay telarañas en cada rincón. Los niños inspeccionan las polillas muertas y los insectos en las repisas de las ventanas, los dan vuelta con escarbadientes, cuentan las patas, les arrancan las alas. 
–¡Qué asco! –dice la niña, al encontrar una cucaracha pequeña debajo de una vieja caja de Cornflakes en la despensa. Sobre todo hay una gruesa capa de polvo blanco. La niña escribe su nombre sobre la mesada. (Hace poco que ha aprendido a leer y a escribir). La cabeza embalsamada de venado que está encima del hogar da la impresión de que hubiese venido de la nieve. Robin odia sus ojos plásticos y mirones, y hay algo sombrío a propósito de la cocina, con sus paredes naranja, los gansos azules de madera, volando en V, sobre la pileta, la mesa de la cocina que se tambalea. Desayunan comida basura, sobras del viaje: galletas, queso, papas fritas. Robin raspa lo que queda de un café instantáneo en un frasco, hierve agua en una olla. Buena parte de los cubiertos que hay en los cajones están oxidados. Al abrir la heladera, ve pickles que flotan en un frasco de vinagre verde, bulbos secos de ajo, salchichas arrugadas. 
–¿Quién quiere una inyección de penicilina? –pregunta, sosteniendo un tomate mohoso. Después del desayuno, exploran la casa. La parte habitada de la casa está toda en el primer piso: la cocina, una sala de estar grande y con techo alto, tres dormitorios con baños y un dormitorio colectivo con ocho camas de una plaza. (La familia ampliada solía venir para el Día de Acción de Gracias). Afuera de la cocina, un cuarto de trastos con una máquina de lavar y una secadora, una cuna, una pared con estantes donde se apilan latas de pintura, andadores, frisbees, carbón. Todo descolorido por haber estado expuesto demasiado tiempo al sol. Bajan por las escaleras de la sala de estar hasta la planta baja, que está vacía. No hay nada ahí, solo una sensación de lugar cerrado, un piso de hormigón, viejos olores a cuero, raíces y ratones. El segundo niño se queda arriba de los escalones y observa cómo los demás descienden y vuelven, pero no se aventura a bajar. El patio se continúa en un establo con caballerizas, fardos de heno, un cobertizo para las gallinas con hongos venenosos del lado de adentro. En el extremo más lejano de la casa, brotan de los árboles duraznos pequeños y duros. El sol matinal sume ese lado de la casa en una sombra profunda y palpable. Las cañas de bambú sobre las que se apoyaban arvejas y habas todavía se yerguen oblicuas en la parcela de los vegetales. Los niños las desencajan de la tierra y las arrojan como jabalinas por encima de la hierba alta. La niña está callada, cargando su jirafa de peluche, sosteniéndola para espiar a través de las rendijas del gallinero, las caballerizas en el establo, leyendo los nombres de las marcas en las bolsas de comida vacías. Cuando los varones se van al pueblo con el padre para buscar provisiones, Robin lleva a la niña a recoger flores silvestres al campo. Los alrededores son color rojo sangre, con algunos arbustos cuyo nombre desconoce. La niña señala la hiedra venenosa, le dice a Robin “cuidado” y se estira para arrancar los capullos más rojos y pesados. Robin ve la cicatriz circular en la muñeca de la niña, pero no dice nada. Caminan de vuelta a la casa atravesando los pastizales sibilantes. La niña encuentra en el cuarto de los trastos unas viejas latas de tomates italianos, les saca las etiquetas descoloridas, debajo de las cuales se revela la hojalata brillante y plateada, y arregla las flores rojas, mientras Robin barre los pisos. 
–¿Has visto alguna vez tanto polvo? –dice Robin. La niña se ríe y los varones vuelven con bolsas de papel madera con productos de almacén y Cajitas Felices de McDonald’s. Su padre trajo un bidón de agua potable para el surtidor. Cuando la niña se trepa a un taburete, la mesa tambalea y su bebida se derrama. Su rostro se ve surcado por una mirada de terror. Empieza a llorar fuera de toda proporción. 
–¡Eh! –dice su padre–. ¡Eh, querida! ¿Qué pasa? Toma, no es para tanto. Toma, bebe la mía. La sienta sobre sus rodillas y le da un sorbo de su bebida, hunde una papa frita en el ketchup y le dice que es una niña buena, su niña, que coma, que pronto va a ser tan alta como ese pasto del patio, pero la niña se desliza entre sus rodillas y se acurruca buscando refugio debajo de la mesa. Esa noche, en la cama, después de que los niños se han ido a dormir y que se cerraron las puertas, hablan. 
–Tal vez, viniendo acá, abro una lata llena de gusanos –dice él–. Trayendo a los niños. Abriendo una gran lata de gusanos. 
–No me parece, querido. –Es como si esa puta todavía estuviera aquí. Lo siento. Los niños lo sienten –dice–. ¿La viste hoy, lo mal que se puso por solo derramar su bebida? Quizás esto no es necesario. Toda esa mierda de charlatanería psicológica sobre enfrentarse al pasado –dice, estirándose para subir la potencia del ventilador. Aun cuando es otoño, siente calor en esos cuartos, demasiado calor para estar cómodo–. Una vez estábamos en un restaurante, y derramó su jugo de uvas, que mancha. Era un lugar sofisticado, con un mantel blanco y todo. Bien, mi esposa explotó de furia y le cruzó una cachetada a nuestra hijita antes de que yo pudiera moverme. 
–Dios. Él bebe agua de un vaso de plástico. Algunos de los pelos de su estómago se le han puesto blancos. 
–Quizás deberíamos transformar el lugar, renovarlo, cambiar las cosas de sitio –dice Robin–. Podríamos invitar a algunos de los amigos de los chicos. No es que vaya a faltar espacio. 
–Quizás –dice, pasándose la mano por la frente–. Tal vez deberíamos hacer que tiraran agua bendita, llamar al cura. Tal vez deberíamos prenderle fuego al lugar y mandarnos a mudar de aquí. Volver a casa, hacer que nos vean los psicólogos. 
–No te preocupes –dice ella, rascándole la cabeza–. Todo va a salir bien, ya verás. 
–Eso espero –dice él, acomodándose las almohadas–. Por cierto que eso espero. La cocina es en lo primero que empiezan a trabajar. Sacan todos los muebles, el aparador, la mesa que se tambalea, retiran de las paredes los platos de madera y el extintor y vacían todos los cajones. Dibujan un croquis para una nueva cocina en la parte posterior de un viejo calendario del Whitney Bank. Se deciden por una isla. Algo alrededor de lo que se puedan sentar todos y cocinar. Dejan que cada uno de los niños elija un nombre de la sección “Carpinteros” en las páginas amarillas y llaman para pedir presupuestos. Cuando termina la semana, la isla se construye en el centro de la cocina. Nada lujoso, apenas un mostrador alto y rectangular, con cajones abajo. El gasista instaló por adentro un caño que se une a las hornallas. Robin se llevó a la niña a la cooperativa y eligieron unas bonitas tejas rojo ladrillo para los zócalos y tejas decorativas con hojas color beige para el borde. Juntas, mezclan cemento blanco en una palangana y lo colocan. La mujer deja que la niña se quede levantada hasta tarde para ayudarla, mientras todos los demás duermen. Compra seis sillas de director, del tipo de las que se les saca el asiento de tela para poder meterlo en el lavarropas; hace venir a un electricista para que instale interruptores que disminuyen la luz encima de la repisa. Los niños atornillan ganchos en la viga y cuelgan todos los utensilios de cocina del techo. La noche en que terminan el trabajo, el padre va hasta el mercado de Winn-Dixie para comprar cerveza sin alcohol. Robin tiene una bandeja de lasañas en el horno y de postre cocina una torta de chocolate. Los niños se arrodillan sobre las sillas de director que hay alrededor de la isla para ayudar. Robin pone al mayor a cargo de tamizar la harina y la cocoa, mientras ella mezcla la manteca y el azúcar con una cuchara de madera. La niña mide las cucharaditas de polvo de hornear y maicena, y enmanteca el molde, en tanto su hermano bate los huevos. Robin les concede a cada uno un turno en el bol, le sonríe al mayor, que es zurdo y mezcla contra la dirección de las agujas del reloj. Verifica el horno, vierte la masa en el molde. Los niños lamen el bol hasta dejarlo limpio.
–Bueno –dice Robin–, papá está por llegar. Vamos a limpiar. Robin enciende una vela y la ubica en el medio de la isla, baja las luces. Busca flores rojas en el alfeizar y nota que hay algo a sus pies. Al principio cree que es un ratón. No les teme a los ratones. La niña es la primera que grita. Los niños instintivamente se trepan sobre la isla y la vela encendida se cae. Y es así como los ve el padre: los tres niños y su nueva esposa que gritan, una llama desnuda, un fuego que comienza en la cocina y el piso que se mueve. Rápidamente apaga la vela antes de que el fuego se propague y mira el suelo. Nunca ha visto nada igual. Por alguna razón, no puede moverse. En cambio, recuerda una vieja película en blanco y negro con langostas que descienden sobre un campo en algún lugar de África, borrando una cosecha entera, el medio de subsistencia, en minutos. Las cucarachas están en todas partes. Cucarachas duras y brillantes. Se arrastran alrededor de la isla, avanzando rápidamente por las puertas de la mesada, detrás de las canillas, debajo del surtidor de agua. Se arremolinan detrás de las flores del alfeizar, que huelen a pis de gato. El sonido que producen no es muy distinto del de la llovizna. Los niños se quedan sobre la isla. El mayor agarra los utensilios de cocina de la viga, la cuchara de servir, la paleta de servir, el cucharón, y se los pasa a sus hermanos. Empieza la matanza. Las aplastan con las zapatillas. La niña, renuente al principio, se arremanga, para darles un buen golpe. Robin corre hasta el cuarto de los trastos. Sus zapatos producen un sonido horrible a cada paso. Trae raquetas de tenis y un bate de béisbol de plástico, y también participa de la masacre. Su marido está paralizado. Su nueva esposa está matando con ambas manos. 
–¡No te quedes ahí! –le grita ella–. ¡Ayúdanos! Le pasa el bate de béisbol, abre una de las puertas del bajo mesada y se desparrama una nueva camada de invasoras sobre el piso. Un rápido torrente se arrastra desde lo que parece ser el corazón de la casa, desde la planta baja hasta el centro de la cocina. Una oleada de voces infantiles, agudas e irreverentes, atruena por toda la casa. Todos trepan, desean exterminarlas. 
–¡Vamos! –grita el padre–. ¡Vamos, putas! No pueden decir cuánto tiempo pasa antes de que el torrente brillante de cucarachas decrezca hasta convertirse en un hilillo y se detenga. Las cejas del padre están empapadas de sudor, a la niña se le corrió el elástico de la cola de caballo hasta quedar casi en la punta del pelo, los varones jadean como si hubieran jugado un partido de fútbol. No huelen la cena, que se quemó. Están mirando. Están escuchando. Todos están escuchando. Pueden oír los latidos de sus propios corazones. Al caer una gota de agua en la pileta de la cocina, plop, se sobresaltan, al mismo tiempo, todos juntos.


Claire Keegan
Nació en 1968 en County Wicklow, Irlanda. Estudió inglés y ciencias políticas en la Universidad Loyola en Nueva Orleáns, Estados Unidos, y realizó una maestría en escritura creativa en la Universidad de Gales, Cardiff. Además de Tres luces (2010), con el que obtuvo el Davy Byrnes Award, ha publicado Antártida (1999, premiado con el William Trevor Prize y el Rooney Prize for Irish Literature), y Recorre los campos azules (2007, ganador del Edge Hill Prize), ambos editados también por Eterna Cadencia. En la actualidad vive en County Wexford, Irlanda.

Fuentes:Antártida, Eterna Cadencia Editora - lavoz.com.ar - compartelibros.com - Foto:dublin.cervantes.es

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