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viernes, 1 de julio de 2016

DANIEL MOYANO: SUSANA


Llovía esa noche que golpeó débil en la puerta, buenas noches con su permiso y su voz raquítica, y después de varios rodeos me pidió que le pusiese una inyección pero que no podía pagar, mi papá no ha cobrado todavía.



Hoy en este pueblo nadie se acuerda de Susana.



Yo había empezado a beber, pero el pulso era firme todavía, con un gesto le señalé el diván, imposible acordarme ahora de su cara. Los latines combinados del prospecto decían que a Susana le faltaban vitaminas, calcio, hierro, fósforo y todo lo demás.


Los vellos de su piel resplandecían bajo la lámpara, temblaba como el animal cuando comprende que va a ser sacrificado, es un temblor que no le pertenece, viene de afuera, del que va a matar o del cuchillo, quién lo sabe.

Cuando advirtió el desprecio profesional con que la traté perdió un poco el temblor y me dijo que no bebiera, que por más solo que uno estuviera en la vida, como por ejemplo ella, etc., y dijo todas esas estupideces que dice la gente cuando usa las palabras soledad o felicidad, palabras que, estrictamente, pertenecen a los locutores de radio y a su espantosa filosofía de broadcasting. No sólo esas palabras me molestaron, sino su preocupación por términos tan abstractos cuando su verdadero problema eran las vitaminas. La receta del médico indicaba tres cajas. Ella dijo desde la puerta que parecían muchas mirando la botella y el vaso sobre la mesa, vaya tranquila, mañana paso por su casa.

A mí me gusta beber cuando no entiendo nada. Desde el momento que comprendo, el alcohol se mezcla a esa comprensión, y entonces en vez de vino uno está tomando rabias, deseos o recuerdos. Susana esa noche, con sus estupideces, agregó lástima a mi vino. Así que guardé la botella en el armario y me acosté pensando en las figuras que se pueden hacer usando puntos ubicados en el espacio, y tuve unas terribles pesadillas euclidianas.

La tercera caja era de inyecciones endovenosas. De eso me acuerdo bien: la sangre de Susana penetrando previamente en la jeringa para asegurar que la aguja estaba en vena, y viendo residuos al final de la inoculación, por favor, devuélvame toda la sangre, no deje nada en la jeringa, no quiero perder una sola gotita.

La cara de Susana puede ser cualquier figura euclidiana; pero dos de sus hermanas son perfectamente reconstruibles, tienen vida propia, pueden ingresar en el espacio del alcohol sin perturbarlo. Mientras yo ponía la inyección o bebía en la cocina el vaso de vino con que pagaban mis servicios, ellas se hamacaban en el patio, bajo un árbol, cantando
canciones relacionadas con el amor y la felicidad, oídas en la radio. No me molestaban los términos en esa circunstancia, porque lo cantaban de tal manera que simplemente parecían una imitación de una felicidad ficticia en un mundo inventado con colores azules. En Susana, en cambio, me hubiera molestado, posiblemente porque ella creía en todo eso. Creo que la cara de Susana es irrecuperable sobre todo porque cuando le ponía las inyecciones toda mi atención se concentraba en devolverle hasta la última gota de sangre que había entrado en la jeringa con el pinchazo. Otra de las razones puede ser la distracción que me producían las canciones de sus hermanas en la hamaca, en las que hablaban de casarse, de tener hijos para este mundo y ser felices de acuerdo con lo que los anuncios radiales expresaban. No puedo recordar adónde estaba ni qué hacia Susana mientras yo bebía y oía las canciones. Puede ser que estuviera detrás, o a mi lado. Quién lo sabe.

Y suponiendo que las canciones no me hubieran distraído, suponiendo, por ejemplo, que las hermanas, más dotadas que Susana para aspirar a aquellas felicidades entrevistas, no me hubieran distraído, por ejemplo, es decir, yo tampoco me hubiera fijado de ninguna manera en Susana, porque por aquellos tiempos, igual que ahora, era difícil una comunión plena, porque estaban pasando cosas muy feas en el mundo, y uno estaba feo por dentro y
por fuera de toda esa fealdad, de los que morían y de los que mataban y de todo lo demás que bien se sabe.

Con la última inyección, que aparentemente debía restituir el vigor a Susana (supuesto que ella hubiese tenido previamente un vigor), concluyó mi trabajo. Hubo excesivos agradecimientos de toda la familia y pusieron ante mí una botella entera.

Hablamos mucho esa noche, hablamos de esas cosas intrascendentes que mencionan las personas cuando no tienen qué decirse. Las hermanas de las hamacas desarrollaron su tema favorito, la felicidad, dándome la sensación de que la palabra no podía llegar siquiera a su propio alcance. Pero de todos modos la alusión parecía una felicidad bastante divertida. En un momento, cuando el tema estaba agotado y nos quedamos sin saber para dónde agarrar, Susana, que había quedado sola conmigo, me habló de su soledad; pero no pude entender cabalmente sus palabras porque ya el vino había alterado mis sentidos.

Tomé mis instrumentos y salí procurando reconstruir mentalmente el significado de las canciones que sus hermanas habían cantado tantas veces entre el vaivén de las hamacas.


Daniel Moyano

(Buenos Aires, 6 de octubre de 1930 - Madrid, 1992) fue un escritor argentino Pasó su infancia en la ciudad de Córdoba y luego se radicó en la provincia de La Rioja donde ejerció como profesor de música e integró el Cuarteto de Cuerdas de la Dirección de Cultura de esa provincia. Aquí formó su familia y escribió gran parte de su obra literaria. Durante la última dictadura militar argentina fue encarcelado en La Rioja en 1976. Una vez liberado, se exilió en España, donde vivió hasta su muerte el 1º de Julio de 1992. Allí fue obrero en una fábrica de maquetación y, posteriormente, ejerció la crítica literaria para el diario El Mundo.

El escritor nació el 6 de octubre de 1930, en Buenos Aires. En 1934 su familia se traslada a las sierras cordobesas. En 1937, luego del fallecimiento de su madre, viaja a la ciudad de Córdoba, en dónde cursará sus estudios y trabajará de albañil. "Después de vivir con mis abuelos pasé de tío en tío. Mi padre desapareció. Reapareció años después. Todos los tíos me dieron material para los cuentos... Pasé un tiempo en un reformatorio, y mi hermana en un colegio de monjas, donde nos colocó un tío".

En 1947 ingresa en el servicio militar obligatorio. "Cuando me tuve que enrolar en Córdoba, no tenía documento. Mi padre le había dicho a mi madre: ‘Hay que hacer los trámites para anotarlo a Daniel’, pero mi mamá dijo: ‘Daniel está anotado en el cielo, qué me importan los papeles’. Estoy anotado en el cielo, con el pastor, pero no en la tierra. Escribimos a Buenos Aires y nos dijeron que viajáramos. No fui a Buenos Aires, costaba un dineral. Un juez en Córdoba me dijo: ‘Venite con dos testigos falsos, decí que naciste en Córdoba un año antes, y entonces te enrolamos y no te cobramos’. Me enrolé a los diecisiete e hice el servicio a los diecinueve. En los papeles figuro nacido en Córdoba, el 6 de octubre del ‘29. Nací en Buenos Aires el 6 de octubre del ‘30. Mis testigos falsos fueron un violinista gallego y un ave negra de esas que andan en los tribunales, que dijo: ‘Yo me ocupé, Sr. Juez, de los servicios de obstetricia’. El violinista dijo: ‘Pues mire, yo he estado ahí sentado, leyendo una partitura y me puse a tocar el violín, y me dijeron: ¡Ha sido un varón!’"

Fuentes: El estuche del cocodrilo, Buenos Aires, Ediciones del Sol, 1974 - www.hecate.com.ar - wikipedia -
Foto: diariodelcamino.blogspot.com

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