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jueves, 14 de abril de 2016

BIENVENU ARBOLAN - AFOUTOU: LA CALABAZA DE ABOUYA

Había una vez, en el pueblo de Siwla, una bella joven que soñaba con casarse con un hombre guapo. Se llamaba Abouya Anansi, sus pretendientes se contaban por decenas, pero no los encontraba lo bastante guapos como para merecer su mano. Esperaba encontrar un Adonis fuera del pueblo, en Gligan, por ejemplo. 
Gligan era la ciudad santa de los pueblos de la región en la que cada año se celebraba una peregrinación que atraía a multitud de jóvenes. Las personas con mal de amores, como Abouya, también solían ir. Abouya acudió a Gligan donde encontró a Kwami Afantchao de cuyos encantos quedó prendada. Al final del peregrinaje, lo siguió a Fafakopé, su pueblo. Allí, Kwami tenía fama de ser un conquistador y un holgazán. Decían que si no fuera tan guapo, Kwami se moriría de hambre. De hecho, Kwami vivía de la generosidad de las mujeres quienes, para obtener sus favores, lo mimaban en exceso. Le daban de comer y lo vestían. Por su parte Kwami, cortejado como estaba todo el santo día, se hizo el remilgado durante años para elegir esposa. Adjouavi Amah, la feliz elegida, se arruinó por mantener a su ocioso marido. 
Tuvieron tres hijos. A medida que iban naciendo, la miseria se apoderaba de la pareja. Kwami no contribuyó a su mengua. Más bien retomó la actividad que mejor sabía realizar: el trueque de sus favores por las atenciones de las mujeres. 
Esta conducta le trajo como consecuencia una segunda esposa: Akpé Loossou. 
Akpé corrió la suerte de Adjouavi, sufrió un suplicio para alimentar a sus dos hijos. 
Como era su costumbre, Kwami siguió mariposeando. 
Y, de mujer en mujer, llegó a Abouya. 
Abouya le dio tres hijos. Otras dos infelices la siguieron en el harén de Kwami. La primera, Afansi Toulaboh, dio a luz a cinco hijos y la segunda, Goussi Yalitoh, a otros dos. De esta manera, en casa de Kwami, cinco esposas y quince hijos malvivían en la escasez. El infame personaje no tenía remedio. Solo pensaba en estar de francachela y en gozar de la vida. No pasaba la noche más que con la esposa que le hubiera saciado el hambre durante el día. Y cada una de ellas, para mostrar a las otras que era la más amada del marido, se desvivía por complacerlo. Así fue como Abouya comenzó a trabajar con los pescadores. Todos los días, se acercaba a la orilla del mar donde esperaba, a veces durante horas, el regreso de las barcas de pesca. Cuando regresaban de vacío, Abouya emprendía el camino de vuelta a casa, muy triste; pero cuando la pesca era productiva, Abouya apiadaba a descargar las capturas. A cambio, recibía algunos pescados. Una parte la vendía barata por las casas del pueblo; con el dinero que conseguía, compraba los condimentos necesarios para sazonar el pescado restante. Necesitaba cocinarlos rápidamente, muy rápidamente; porque, en casa de Kwami, cada una de sus esposas luchaba, cada día, por ser la primera en ofrecerle sus platos. Quien lo lograba, tenía esa misma noche derecho a sus favores. En esa carrera por el corazón de Kwami, ninguna de las cinco esposas lograba cautivarlo. Todas pensaban en la manera de conseguirlo. Algunas recurrieron a los adivinos, otras a los consejos de las confidentas. Nada servía. Kwami permanecía inalcanzable. Una mañana, Abouya bajó, como todas las amas de casa de Fafakopé lo hacían a diario, a la orilla del mar para llenar su cántaro de agua y lavar la ropa. Entonces, el agua del mar era dulce, muy dulce incluso, más dulce que el agua de los ríos, de los lagos y de las charcas. Abouya se adentró en el agua y se detuvo súbitamente; había notado un cuerpo rugoso bajo la planta del pie derecho. Febrilmente, introdujo la mano en el agua y sacó un collar con gruesas cuentas de oro. Se aseguró de que nadie la había visto. Metió el valioso hallazgo en su cántaro. Una vez llena la vasija, se la colocó en la cabeza, dio la espalda al mar y retomó el camino de casa. Apenas había dado unos pasos sobre la arena del litoral cuando oyó una voz femenina que la llamaba desde el mar. Se volvió y vio, a tiro de piedra, caminando sobre las olas hacia la orilla a una mujer esbelta y muy bella. Alrededor de los brazos, una serpiente de colores tornasolados. Sobre sus largos cabellos ondulados que la brisa agitaba, llevaba una calabaza con tapa. La bella criatura olía a buen perfume y su sonrisa resplandecía. Saludó: - ¡La paz sea contigo, Abouya! Soy Mamiwata, la diosa del mar. El collar que está en tu cántaro me pertenece. Se me cayó de las manos y las olas se lo llevaron. Devuélvemelo y te regalaré esta calabaza. Gracias a ella, Kwami será solo tuyo. Abouya accedió. Entonces Mamiwata abrió la calabaza. Estaba vacía. La diosa la llenó de agua. El líquido originó una infinidad de cristalitos blancos. Abouya nunca había visto nada igual. Divertida por el asombro de Abouya, Mamiwata sonrió y declaró: 
-Es sal. Da a los platos de los dioses un gusto que los mortales desconocéis.Si echas una pizca en los platos que sirvas a Kwami, no tendrá ojos más que para ti. ¡Adiós, Abouya! 
La diosa se marchó como había venido, sobre las olas, hacia el horizonte donde desapareció. Ese día para almorzar, Abouya fue la primera en servirle la comida a Kwami Este se sirvió y repitió. Los días siguientes, solo comió los platos de Abouya Alabó los méritos de su esposa ante sus amigos; los invitó a compartir sus comidas y se fueron de su casa satisfechos. En sus hogares, reprocharon a las esposas su falta de destreza culinaria. Estas últimas fueron a ver a Abouya para que les diera unas clases. Les regaló a cada una un poco de sal. Muy pronto, todo el pueblo supo que Abouya poseía el secreto de la buena cocina. El número de solicitantes de sal creció. 
Creció de tal manera que Abouya se convirtió en vendedora de sal. Y vinieron de países lejanos a comprársela. Abouya se hizo rica. Compartió su felicidad con toda la familia de Kwami. Sin embargo, las otras esposas no le perdonaban la influencia que ejercía sobre Kwami. Les interesaba acabar con ese privilegio. Y para hacerlo, había que secar la fuente de la riqueza de Abouya. 
Espiaron a Abouya durante años y lograron saber que su fortuna provenía de una calabaza. Se apoderaron de ella una noche y se la llevaron a la playa, el único lugar en Fafakopé en el que los ojos indiscretos no las verían entregarse a su sucia faena. Adjouavi quiso romper la calabaza con el pie. Gritó de dolor como si hubiera chocado con una piedra. El recipiente quedó intacto. 
Entonces, Afansi cogió la piedra que calzaba una barca y la tiró sobre la calabaza; la piedra se rompió en dos. Akpé propuso que uno de esos pedazos sirviera de lastre en la calabaza para luego arrojarla al mar. Siguieron su consejo. Las mujeres echaron una barca al agua y, cuando alcanzaron alta mar, sumergieron la calabaza. De vuelta a la playa, Goussi tuvo sed. Se arrodilló en la orilla del agua, introdujo la mano, recogió un poco en la palma y se la llevó a la boca. La escupió enseguida. Invitó a las otras esposas a probarla y reaccionaron igual. La dulce agua de mar que habían consumido toda la vida ya no lo era; se había vuelto salada. Las otras esposas descubrieron entonces la repercusión de su falta: en tanto que la calabaza permaneciera sumergida, produciría sal que se disolvería en las olas. Desde entonces, la calabaza de Abouya reposa en el fondo el mar. Mientras que permanezca en él, el agua de mar seguirá siendo salada.

Bienvenu Arbolan-Afoutou
Benín, África
Traducción de: María de los Ángeles Sánchez Hernández
Fuente:europapress.esMarie-Claire Durand Guiziou - Mosaico de cuentos africanos - webs.ulpgc.es

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