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viernes, 19 de febrero de 2016

IBARRECHEA: RECURRENCIA

Me bajo del auto de marca alemana con mi última amante y subo a mi otro auto de marca Italiana con mi pareja y me bajo de nuevo solo jubilado y divorciado y subo a otro modelo del auto de marca Italiana esta vez con otra pareja y me bajo de ese auto para subir de nuevo solo, a otro auto de marca francesa con otra amiga con derechos y de nuevo subo a un auto de marca alemana con mi futura ex y otra vez a un auto de marca Italiana con mis hijos y no me acuerdo quién y juego al fútbol y pongo música y todos a mi alrededor bailan y de allí subo a mi bicicleta rodado veintiocho y pedaleo entre amigas de la secundaria y las dejo a todas por mi otra bicicleta más pequeña de la primaria y subo al triciclo y pedaleo por la vereda hasta donde está mi mamá, que me alcanza y que me abraza y que me besa porque aprendí a caminar. 

Soy aquel niño otra vez. 
Y lloro. 

Lloro cuando a ella, a mi madre que descansa en las aguas de su tumba que la guardan, le arrojo una flor. Y le pido y le cuento y le canto y le prometo y le digo que la quiero y que la extraño, y que sepa, que le doy las gracias. 

Todo en un ensordecedor silencio que atraviesa mi alma.
Entonces, ella me vuelve a empujar y vuelvo a pedalear.
Y ahí voy, para empezar de nuevo. 
Otra vez.
Ahí voy.



"Recurrencia" en la voz de la escritora LELIA RECALDE DEPONTI

Vídeo de Carlos Eduardo Julián
Gentileza: YouTube





"RECURRENCIA" By  José Antonio Ibarrechea
Copyright 2013 PASEN Y VEAN

RAFAEL R. COSTA: POEMAS

Quiero tenerte siempre enamorada,
astrológicamente persuadida,
llamarte amor constelación perdida
bajo una carta de tarot echada.


Quiero que sepas que no existe nada
que pueda al destino causar herida,
que no depende del azar la vida
ni del dibujo astral la madrugada.

La suerte a ella misma se bendice,
y sueña que peina allí en su santuario
la cabellera azul de Berenice.

La suerte está echada, y en un armario
la tiene oculta el géminis que dice
que dispara flechas del sagitario.


*******************************************************************************************


Decidle a Pentesilea
que puede tener por cierto
que también en el desierto
sube y baja la marea.

Coronada en los abismos
busque el corazón de Aquiles,
mande guerreras a miles
a cabalgar espejismos.



Ya doy los primeros pasos,
aunque me sé vigilado
por un domador cansado
y psicópatas payasos,

prófugos del cafetín
que cuelga sólo un fanal,
llamado del Arenal...
Es el principio, no el fin.



Y cuando llegue a la escena
confiado en mi fiel instinto,
La Dama del Laberinto
será mi reloj de arena.



Los pasos doy, no demoro,
la magia espero no cese
después de acabar con ese
medio hombre y medio toro.



La cabeza envuelta en lino
tejido por las que aman
te traeré del que llaman
cariñosamente Mino.

Y no dudes que así sea,
no podrán tus amazonas,
tus cetros y tus coronas,
librarle, Pentesilea.

**************************************************************************

Ya ni su olor ni su nombre recuerdo,
sé que era de noche y que no llovía,
que al ir calle abajo algo me decía
que era un loco loco y no un loco cuerdo.

Regalo todo aquello que no pierdo,
yo no hago el inventario cada día,
y prefiero sin más melancolía
psicópata amor a romance lerdo.

Aunque bien me acostumbro a las miserias
y llevo por maleta los pesares,
también a mí me vieron por las ferias.

Yo viví en los adentros de los bares,
y tuve alma, sus venas, sus arterias,
y un mundo con su barco y con sus mares.

******************************************************************************

Volverán aquellos días felices
igual que un día volverá el verano.
Y mis dedos serán la misma mano,
y mis ojos los mismos aprendices.

Me iré adonde van las viejas actrices,
y habitaré por detrás de un pantano.
También la gloria tiene un cirujano
que llena a la verdad de cicatrices.

Quisiera saber lo que sabe la hora,
contar hasta sesenta por sistema,
oír que con silencio se enamora.

Sentir al corazón como mi emblema
y no sentir, como lo siento ahora,
que es un ratón royendo de un poema.


© Rafael R. Costa 
Nació en Huelva capital, España, en la popular barriada de La Navidad (1959). Después de una vida de bohemio y viajero literario por Alemania, Francia y Sudáfrica, regresa a Huelva y gana una oposición en la conocida como 'Casa de la Cultura', donde se ubica la Biblioteca Pública Provincial. Aquí permanece durante cinco años hasta que decide marcharse a Madrid, donde reside desde 1989, dedicándose de manera exclusiva al oficio de escribir. Ha publicado varios libros de poesía, casi siempre resultado de premios ganados. También ha publicado varias novelas: El caracol de Byron que fue Premio Ciudad de Irún de Novela y El niño que quiso llamarse Paul Newman que ganó el Premio Onuba de Novela, y recientemente ha sido también finalista en la cuarta edición del premio Irreverentes de novela con su obra El Cráneo de Balboa. Sus obras: 44 sonetos de amor y otros barcos a la deriva - Berlín melodrama - El nazi elegante - La interpretadora de sueños - La novelista fingida - La novia de Txeroki - Valdemar Canaris, el navegante solitario. 
Fuente: www.compartelibros.com

OKSANA ZABUZHKO: POEMAS

Clitemnestra

  Tú no eres realmente una mujer
Agamenón regresa a casa,
Va subiendo las escalas, el sol
Está tras él, tintinea su atuendo de metal
Como un presuntuoso ídolo-guerrero, las correas de cuero
De su armadura chirrean.
¡Sáquenlo, no lo quiero!
No quiero el olor animal de su boca,
O sus manos de uñas orladas de negro - Esas manos
Arrancaron mi ropa como a un cadáver en el campo de batalla,
Y debajo de las uñas los jirones
Y pelusillas de la ropa y cabellos del crimen probablemente aún se pudren.
Quizás no soy realmente una mujer.
No quiero gritar y torcerme de mortal placer,
Clavada por su arma fulgurante en medio de cantidades de apestoso sudor
Bajo una carga más arrolladora que el Poder Real-
            Bajo su cuerpo
Escurriendo sus pegajosos jugos letales en mí - Odio
El quejido de puta en tono agudo que de mi garganta escapará,
Odio la languidez que me embargará,
La nuez de su cuello pastoso sobre mí
Cuando abra los ojos. ¡Oh hijo de Atreus!
Así es como Troya, tendida, agonizaba debajo de ti.
Elásticas y rápidas tus flechas apuntan a toda cosa viva-
¿Es de cierva o de mujer, esta sangre caliente
Chorreando por los muslos lo que te hace vencedor,
Capaz de extraer sangre de un cuerpo como un inocente el agua de una piedra?
No fue lujuria o brutalidad sino bestialidad
Haber conquistado a Clitemnestra, y a la Cierva, a Casandra, Micenas y Troya.
Quizás no soy realmente una mujer.
Agamenón está llegando a casa, y las sombras oliendo oscuridad
                                                y sudor se están expandiendo.
Estoy fría.
Tiemblo al comprender: ¡Matar también es un oficio!
Hilando, tejiendo
Destejiendo (como la mujer de Itaca), frotando el cuerpo rosado de Aegisthus
             (qué tiene que ver él con esto?)
Con aceite suavizante-
Estos son placeres para manos, ocupaciones para manos - Pero no para
Las de una reina.
Ellas no son más nobles, por ejemplo, que palpar hoyuelos.
Sería cien veces mejor escaparse con algunos peregrinos,
Digamos, a Delfos, y hacerse Sacerdotisa,
Pertenecer a cada festín, a cada lisiado que pasa,
Rendirme a esa fuerza sin rostro
Sin malevolencia
Omnipresente - Desviándose, corriendo, inadvertida...
Oh, ¡cuán fría soy!
Tú asciendes las escalas, con el sol a la espalda -
Oh endiosado, más endiosado, más odioso, más tiránico
Es tu tranco subiendo las escalas (cada paso pesa
un año de guerra Troyana) - Oh ven más cerca, más cerca...
Deslumbrada por el blanco y el negro - este dibujo de sombras, manchas
De sol sobre las losas de mármol -
Guardo en mi vista, con la fuerza completa de mi imaginación,
Justo este pequeño cuarto
Donde la cortina es como un estallido carmesí - cuando te paras tras ella,
Con un gesto señorial único
De mi mano, rígida con el frío del obediente acero,
Yo mejoraré todo lo que has hecho,
Erigiré otro reino -
Un mundo sin Agamenón.

En la versión del gran poeta y dramaturgo ucraniano Lesya Ukrainka (1871-1913), estas son palabras dichas por Casandra a Clitemnestra cuando las dos se encuentran cara a cara en el umbral del Palacio de Micenas durante el retorno de Agamenón.


Carta desde la casa de verano

Querido-------,
La tierra está mohosa de nuevo.
Lluvia ácida: nuestros emparrados de pepinos negros
Sobresalen de la tierra como alambre rechinado.
Y no estoy segura de la huerta este año.
Necesita una buena limpieza,
Pero estoy temerosa de esos árboles. Cuando paseo
Entre ellos, parece como si fuera a pisar
Algún animal muerto pudriéndose en la alta hierba,
Algo con gusanos que se arrastra, algo sonriendo
Con insania bajo el sol caliente
Y los sonidos me ponen nerviosa:
Anteayer, en la espesura maullando,
El monótono chirrido de un árbol,
El escándalo interrumpido de los gansos - todos constantemente
Estirándose por la misma nota. ¿Recuerdas
El olmo seco, el que un rayo convirtió
En un gigantesco hueso carbonizado el último verano?
A veces pienso que se enseñorea
Sobre el jardín completo, infectándolo todo con rabiosa insania.
¿Los arboles locos cómo actúan?
Tal vez corren con furioso arrebato como tranvías descarrilados. En fin,
Guardo un hacha junto a la cama, nunca se sabe.
Al menos las mariposas se aparean: Tendremos
Orugas pronto. Oh, sí, la hija del vecino
Dio a luz - un niño, un poco exagerado. Tenía dientes y pelo
Ya, y podría ser un mutante,
Porque ayer, teniendo nueve días apenas, gritó,
"Apaguen el cielo" y no volvió a decir una palabra.
Aparte de todo es un niño saludable.
Bueno, eso es todo. Si puedes salir
El fin de semana, tráeme algo para leer,
Preferiblemente en una lengua que yo no sepa.
Las que llamo mías se encuentran agotadas.
Besos, amor, O.



 Oksana Zabuzhko
Nació en Ucrania en 1960. Graduada en Filosofía de la Universidad de Kyiv Shevchenko. Enseñé cultura ucraniana y literatura como escritora en residencia en Penn State University. Becaria Fulbright en los Estados Unidos. Libros de poesía: May Hoarfrost (1985); The Conductor of the Last Candle (1990); Hitchhiking (1994); y The new Archimedes´ Rule, Selected poems, 1980-1998 (2000). Novelas: Extraterrestrial Woman (1992), The tale of the reed pipe (2000) y la muy reconocida Investigación de campo en sexo ucraniano (1996), que la estableció como una de las más controvertidas figuras de la Literatura ucraniana actual. A Kingdom of Fallen Statues, fue publicado en Toronto en 1996. Es coeditora de la antología From Three Worlds: New Writing From Ukraine (1996, Zephyr Press, Boston, Massachusetts). Ha ganado prestigiosos premios literarios. Por sus poemas vertidos al inglés recibió el premio de poesía del Global Commitment Foundation.
Fuente:jehat.com - Foto:wpm2011.org

CIRSE MAIA: POEMAS



Circe Maia es una de las poetas centrales de América Latina. Su obra, sin embargo, se conoce más por los elogios que otros poetas y escritores como Eduardo Galeano, María Teresa Andruetto o Mario Benedetti han hecho de su escritura vívida y musical. Maia nació en Montevideo en 1932. En 1944, cuando tenía doce años, su padre le publicó su primer libro de poemas, Plumitas. Pero el que figura como primero en su bibliografía es En el tiempo, de 1958, que contiene textos sobre la naturaleza, sobre la naturaleza del tiempo, del cambio y de la permanencia y sobre la muerte de su padre. Años después Maia, ya casada con el médico Ariel Ferreira y madre de dos hijas, se mudó a Tacuarembó, en el norte de Uruguay.

Impulsada acaso por el origen griego de su nombre, como declaró en una entrevista, cursó estudios de filosofía y fue profesora de esa materia por más de treinta años. Su texto favorito era el Fedón, de Platón. Los temas filosóficos, impregnados de vivencias cotidianas y de sensaciones vinculadas con la percepción del entorno, aparecen en toda su obra poética. Maia padeció, como muchos otros intelectuales de su país, los años de la dictadura militar. En 1972 arrestaron a su esposo, integrante del Movimiento de Liberación Nacional conocido como Tupamaros; a ella la dejaron en libertad porque su hija menor tenía apenas cuatro días de vida. Un año después, Maia fue destituida de su cargo como docente de escuela secundaria. Debió ganarse la vida como profesora particular de idiomas. En 1983 perdió a su hijo en un accidente de tránsito. Esa experiencia trágica, sumada a las dificultades para escribir y publicar durante la dictadura, la llevó a distanciarse de su trabajo poético. Con el regreso de la democracia a Uruguay en 1985, fue reintegrada a su cargo como profesora de educación secundaria y a partir de entonces se conocieron sus nuevos libros: Destrucciones(1987), escrito en prosa, y Un viaje a Salto (1987), donde relata el encarcelamiento de su marido. Pero fue la publicación de Superficies, en 1990, la que determinó su regreso a la poesía. En 2007 se recopilaron sus libros de poesía en el volumen Circe Maia: obra poética, de más de 400 páginas. Ese año obtuvo también el Premio Nacional de Poesía de Uruguay.

Algunos de los poemas de Circe Maia fueron interpretados por Numa Moraes, Jorge Lazaroff y Los que Iban Cantando. Su poema "Por detrás de mi voz", de En el tiempo, fue musicalizado por Daniel Viglietti en la canción "Otra voz canta", en 1978, y se convirtió en una denuncia de las atrocidades cometidas por los regímenes militares en América del Sur. Grabó tres discos: Circe Maia por ella misma, Imagen final y otros textos y el libro CD/DVD P(M)atrias. Maia tradujo a William Shakespeare, a William Carlos Williams (para la revista porteña Diario de Poesía), a Dylan Thomas y a Ezra Pound, entre otros.
Maia concibe el lenguaje poético como una conversación: "Me da mucho placer que en el poema suene, a veces, una expresión bien de nuestra conversación, porque casi siempre hay un diálogo con el lector. Lo prosaico. Me gusta el prosaísmo". Los objetos, las personas, las muertes cercanas, las flores, la pintura y el tiempo son algunos de los temas elegidos para revelar los pliegues de la experiencia humana y de la existencia. En 2013, el sello cordobés Viento de Fondo publicó La pesadora de perlas, un hermoso libro de conversaciones entre María Teresa Andruetto y Circe Maia. La narradora y poeta cordobesa, que visitó a la poeta uruguaya en su casa de Tacuarembó en otoño de 2012, seleccionó además poemas de ocho libros de Maia publicados entre 1958 y 2001. De esa selección nosotros elegimos cinco poemas.

II
(Las cosas)
¿Para quién son entonces
tranquilas, quietas, siempre
quedándose
mientras tú y yo nos vamos?
Como si atravesáramos una plaza, de noche
nosotros, con la noche
de la mano del viento
y atrás vamos dejando
bancos desiertos, piedras
faroles apagados
árboles entrevistos
vistos de paso, apenas.
¿Y para quién se quedan
-ya casi ni las vemos-
tranquilas, apoyadas
en su aire sin tiempo?

VI
(La pesadora de perlas)
El objeto más delicado sostenido
también delicadísimamente:
la pequeña balanza de las perlas.
En el aire está inmóvil.
Equilibrio perfecto: la mano la sostiene
los ojos la sostienen
aire-luz la sostiene.
Mírala.
O mejor no la mires
no la miremos
ojo opaco podría acaso
¿no lo crees?
desnivelarla.


Vegetal
Aguantar de raíces
esfuerzo acumulado gota a gota.
Crecimiento de ramas, silencioso
crecer de oculta fuerza.
Como rumor de bosque
permanencia del bosque, voz del bosque
múltiple voz de inacabables lenguas.

Si p, entonces q
Red fortísima, de hilos de acero.
Afirmación y negación se enlazan,
se siguen, se desprenden como gotas
de plomo derretido, que se sueltan
de las premisas, como de altos hornos.
Nadie corta estos hilos.
Nadie pellizca la piel de la lógica.
Los finísimos dedos arrojan
su red sobre las cosas.
Sin embargo
la red vuelve vacía.


El golpe negro
¿Otra vez vas a hablarme de plantas?
-Pero ésta
merece que la mires.
Una flor tan enorme
blanca, estirada, abierta,
y en su interior -ya ves-
llena de insectos negros.
Y todo alrededor, también esconde
-rodeado de verdores-
el golpe negro, que se da en los bordes
o por dentro mismo
muy adentro.



Cirse Maia
Artículo Presentado por Daniel Gigena (Diario La Nación)
Foto: www.bu.edu.

LUIS CERNUDA: POEMAS


DONDE HABITE EL OLVIDO

Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.



ERAS, INSTANTE, TAN CLARO

Eras, instante, tan claro.
Perdidamente te alejas,
dejando erguido al deseo
con sus vagas ansias tercas.

Siento huir bajo el otoño
pálidas aguas sin fuerza,
mientras se olvidan los árboles
de las hojas que desertan.

La llama tuerce su hastío,
sola su viva presencia,
y la lámpara ya duerme
sobre mis ojos en vela.

Cuán lejano todo. Muertas
las rosas que ayer abrieran,
aunque aliente su secreto
por las verdes alamedas.

Bajo tormentas la playa
será soledad de arena
donde el amor yazca en sueños.
La tierra y el mar lo esperan.




LOS FANTASMAS DEL DESEO

Yo no te conocía, tierra;
con los ojos inertes, la mano aleteante,
lloré todo ciego bajo tu verde sonrisa,
aunque, alentar juvenil, sintiera a veces
un tumulto sediento de postrarse,
como huracán henchido aquí en el pecho;
ignorándote, tierra mía,
ignorando tu alentar, huracán o tumulto,
idénticos en esta melancólica burbuja que yo soy
a quien tu voz de acero inspirara un menudo vivir.

Bien sé ahora que tú eres
quien me dicta esta forma y este ansia;
sé al fin que el mar esbelto,
la enamorada luz, los niños sonrientes,
no son sino tú misma;
que los vivos, los muertos,
el placer y la pena,
la soledad, la amistad,
la miseria, el poderoso estúpido,
el hombre enamorado, el canalla,
son tan dignos de mí como de ellos yo lo soy;
mis brazos, tierra, son ya más anchos, ágiles,
para llevar tu afán que nada satisface.

El amor no tiene esta o aquella forma,
no puede detenerse en criatura alguna;
todas son por igual viles y soñadoras.
Placer que nunca muere
beso que nunca muere,
sólo en ti misma encuentro, tierra mía.
Nimbos de juventud, cabellos rubios o sombríos,
rizosos o lánguidos como una primavera,
sobre cuerpos cobrizos, sobre radiantes cuerpos
que tanto he amado inútilmente,
no es en vosotros donde la vida está, sino en la tierra,
en la tierra que aguarda, aguarda siempre
con sus labios tendidos, con sus brazos abiertos.

Dejadme, dejadme abarcar, ver unos instantes
este mundo divino que ahora es mío,
mío como lo soy yo mismo,
como lo fueron otros cuerpos que estrecharon mis brazos,
como la arena, que al besarla los labios
finge otros labios, dúctiles al deseo,
hasta que el viento lleva sus mentirosos átomos.

Como la arena, tierra,
como la arena misma,
la caricia es mentira, el amor es mentira, la amistad es mentira.
Tú sola quedas con el deseo,
con este deseo que aparenta ser mío y ni siquiera es mío,
sino el deseo de todos,
malvados, inocentes,
enamorados o canallas.

Tierra, tierra y deseo.
Una forma perdida.




Luis Cernuda

(Sevilla, 1904 - Ciudad de México, 1963) Poeta español, una de las figuras fundamentales de la Generación del 27. Su obra se inscribe dentro de una corriente que muchos han calificado de neorromántica, pues la sensibilidad, melancolía y dolor que destila su poesía se halla siempre dentro de unos límites de serena contención, a la manera de G. A. Bécquer, pero con características matizadas por una aguda actitud de la mente, rasgo esencial de la generación a la que perteneció. 
Fuente:biografiasyvidas.com - albalearning.com - Foto: abc.es

ANJA VAN HERLE: PINTURAS

Artículo presentado por Enkil
Anja Van Herle© - CancanAnja Van Herle© – Cancan

Anja Van Herle es una pintora nacida en Belgica en 1969 que reside actualmente en Los Ángeles. Sus pinturas combinan los sentimientos europeos de la moda con las sensaciones americanas que ella explora a través de sus retratos femeninos llenos de glamour y sensualidad. Anja se inscribió en el Belgium’s Higher Institute for Art Education en 1987, donde obtendría un Master en Bellas Artes en Pintura. En el 2003 se trasladaría a Los Ángeles donde se concentrará en las pinturas figurativas.



Anja Van Herle© - PoseAnja Van Herle© – Pose
Anja Van Herle© - Embrace LaceAnja Van Herle© – Embrace Lace

Anja Van Herle explora con sus pinturas tanto la moda clásica como la contemporánea, pero también temas de identidad, de emociones y de las relaciones humanas. Las mujeres de Anja son sexys y sus expresiones y miradas nos cuentan historias que van mucho mas allá de la simple exhibición de retratos de moda. Las mujeres de Anja cobran vida a través de su pintura, generalmente acrílicos sobre madera, son mujeres que “sienten”.

Anja Van Herle© - My First BlondeAnja Van Herle© – My First Blonde
Anja Van Herle© - Queen for a DayAnja Van Herle© – Queen for a Day
Anja Van Herle© - MaskedAnja Van Herle© – Masked


Y aunque la obra de Anja Van Herle combina, como ya hemos mencionado, moda y emociones a través de sus retratos femeninos, estas dos facetas se hacen más visibles al contemplar su obra, ya que una parte (tal vez la que se acerca más al mundo de la moda) está trabajada sobre fondo blanco y la otra, aunque también son acrílicos sobre madera, tiene un componente más profundo, acercándonos los planos y las expresiones y fundiendolos con fondos de colores oscuros y más difusos que nos provocan ciertamente otro tipo de emociones.

Anja Van Herle© - NetworkAnja Van Herle© – Network
Anja Van Herle© - HelloAnja Van Herle© – Hello


“Mi trabajo es un intento de captar la complejidad de las emociones que transmite el rostro humano. He estado pintando retratos desde que era una niña, acercándome continuamente a la cara y los ojos con el fin de explorar las emociones que contenían. Hay una historia detrás de cada rostro; mis pinturas intentan contarlas capturando las delicadas expresiones faciales yuxtaponiéndolas con colores vivos y la dramática interacción de las luces y las sombras que tanto informan de mis personajes manteniendo su enigmática aura.”
Anja Van Herle© - Favorite SunglassesAnja Van Herle© – Favorite Sunglasses
Anja Van Herle© - Big Van Herle MellowYellowAnja Van Herle© – Big Van Herle MellowYellow
Anja Van Herle© - Kissy KissyAnja Van Herle© – Kissy Kissy
Anja Van Herle© - OkayAnja Van Herle© – Okay

“Estoy constantemente encantada con las diversas interpretaciones que recibe mi trabajo. Para algunos, un personaje puede parecer pensativo, mientras para otros puede ser seductor o misterioso. Parte de la experiencia de visualización es para que el espectador fije su propio estado emocional hacia una obra.” (Anja Van Herle)
Anja Van Herle© - SeductionAnja Van Herle© – Seduction
Anja Van Herle© - ReflectionAnja Van Herle© – Reflection

Anja Van HerleAnja Van Herle
Artículo presentado por: ENKIL   (Barcelona, España) 
Fuente: www.enkil.org

YBU: MÚSICA





"Magic Soul"
Versión de YBU & Jonell Vs. Mark Rae & Steve Cristian
Subido por: mardrum12
Gentileza de: YouTube estándar





"Keep It Up"
featuring: Anneli Marian Drecker
Subido Por: mrgee007
Gentileza: YouTube estándar


 
YBU (Hans Grottheim) was responsible for two of SSR's biggest club tracks of the early 90s: "Keep It Up" (feat. vocals by Bel Canto's Anneli Drecker) and "Soul Magic" (feat. Jonell), with its memorable, repetitive "yeah... feeling..." vocal line.
The man behind YBU was Norwegian producer Hans Grottheim, originally from Tromso (just like the members of Bel Canto, Biosphere, Mental Overdrive et al). He's also put out several other singles on SSR, including “Anything You Like”, “Apache” by Hans G, and “Doin’ Our Thang” by Photon (the latter in collaboration with Per Martinsen aka Mental Overdrive.  
Fuente y Foto:crammed.be

viernes, 12 de febrero de 2016

IBARRECHEA: DIÓGENES LOYOLA EN EL BAR DE LA ESQUINA


-Mintaka, Alnilam y Alnitak, mírelas, se ven hermosas, la gente común las llama "las tres Marías" y allá en cada punta, están Rigel y Betelgeuse. Fíjese que hay dos más que forman un rectángulo, una de ellas se llama Bellatrix y la otra es Saiph. ¿Vió usted? Ese conjunto de estrellas se llama la constelación de Orión, que quiere decir el cazador, según quienes se dedicaban a ponerle nombres a las estrellas. He leído por ahí que se trata de una constelación prominente, quizás la mejor conocida del cielo. Sus estrellas son brillantes y muy visibles desde ambos hemisferios, y hacen que esta constelación sea reconocida universalmente -mira el cielo estrellado Diógenes Loyola y se acaricia la barba, luego busca su vaso lleno de cerveza y lo toma en dos tragos-. Anoche soñé que salía a la cabeza de los premios en la quiniela el 777, hoy no lo jugué, por suerte no ha salido, en ninguna de las tres loterías, pero mañana si, sin falta. "Las tres Marías," son estrellas que tienen siete letras cada una. Es un aviso de mi almohada -hace una pausa, busca los cigarrillos en los bolsillos de su viejo saco gris-. Tendrá que prestarme veinte pesos para que pueda jugar en la agencia, los pondré a primera, al todo o nada, ya verá, dejaré de ser pobre un día de estos -lanza una risa fuerte, desde las otras mesas del bar de la esquina nos miran-.

Diógenes Loyola me dice que conoce el nombre de muchas estrellas, me señala a Cánopus, a Sirio, a Aldebarán y a otras más que iluminan la noche. Su cabello largo y desprolijo, es repasado cada tanto con sus manos temblorosas que acuden a cada instante a sostener el vaso con cerveza. Come apresurado seis porciones de pizza, limpia su boca antes de tomar y no para de hablar.

-Acrux, Becrux, Gacrux y Decrux  son las estrellas de la "Cruz del Sur." Hay otra más, adentro de la cruz, que se llama Juxta Crucem, es esa pequeña, como si fuese el corazón de la cruz y las otras dos, que conforman la constelación del Centauro la Hadar y la Rigil que es la Alfa Centauro -se pone de pie, me invita a mirar el cielo y me señala la noche estrellada-.

La tercer botella de cerveza era de otra marca, protesté, me dijo que a él, eso no le importaba, vuelve a reír, nos vuelven a mirar mal.. 

-Al fin y al cabo en mayor o menor proporción, todas llevan lo mismo, agua, levadura, lúpulo y cebada. He conocido a un señor, don Amílcar, que vino desde La Pampa y en su casa de la calle Tres de Febrero, había instalado una pequeña fábrica artesanal de cerveza, y tenía la precaución de que quienes lo visitábamos nunca supiésemos las proporciones empleadas. A quién podía importarle eso, mire, era riquísima, gratis, porque no pedía dinero, él simplemente convidaba ese manjar. Después murió por un paro cardíaco, hace ya unos años de esto. Yo salí del velatorio para jugar en las quinielas el 47. Pero no, no salió en ninguno de los tres días siguientes.

Diógenes no cuenta nada de su vida. Pero yo se que estuvo un tiempo preso por haber matado un hombre en una riña callejera cuando tenía dieciocho años. Fue a la salida de un baile. Dijeron los testigos que la pelea fue por culpa de una mujer que les coqueteaba a todos y él se defendió con un simple cuchillo de cocina.  No tiene amigos desde entonces.

-Otra cosa que sabía hacer este señor, eran las mermeladas. Hacía una de duraznos que era exquisita, deliciosa, a veces yo lo espiaba mientras le podaba las plantas, le arreglaba el jardín y le cortaba el pasto como amigo, nunca le cobré ningún trabajo -me aclara mientras esperamos la segunda pizza-. En una olla grande ponía los duraznos todos cortaditos con azúcar y le dejaba varios carozos enteros, los tapaba y los guardaba en la heladera que tenía en la galería del patio, decía que era para que largue el jugo, después de dos o tres días, volcaba todo eso en otra olla más grande, sacaba los carozos y cocinaba todo a fuego lento, muy despacito. Estaba como dos horas revolviendo con una larga cuchara de madera y con una espumadera iba retirando esa espuma que se va formando arriba. La señora, iba envasando el producto de don Amílcar, que luego se vendía en los festivales y en algunos negocios.

Invité a Diógenes a conversar y tomar algo en el bar de la esquina, porque yo creía conocerlo de antes y pensé que él me reconocería. Un señor al que acudí en busca de información sobre él, me dijo que lo busque en las cercanías de la agencia de loterías y le diga que yo había soñado con mi madre y que le pregunte si sabía que número correspondía a la quiniela.  Entonces  me dijo el 52, me pidió plata prestada y me dijo que él había soñado con su ex mujer y tenía que jugar al 78 y que no tenía plata. Así es que entramos juntos y todos lo miraban con cierta desconfianza. Jugamos y salimos a caminar.

-Yo jugaba al fútbol en la primera del Atlético, era un wing derecho. Wing, de los que se dicen wines de verdad, me gustaba la velocidad, yo tenía dominio de la pelota y tiraba unos centros maravillosos para los forward y para los volantes que entraban. Pero tuve un accidente y bueno, tuve que dejar de jugar y ya no jugué más. Me volví a conectar con el fútbol y todas esas cosas lindas que tiene este juego, durante el mundial del ochenta y seis, a través del televisor que tenía mi madre. En ese año, yo volví a este pueblo. Pero estoy poco tiempo y me voy, me voy lejos, casi siempre. ¿Sabe las medidas reglamentarias de una cancha de fútbol? Mire, las medidas ideales para jugar son las canchas de 110 metros de largo por 70 de ancho, el círculo central debe tener un radio de 9 metros con 15 centímetros y las áreas son dos circunferencias con un radio de 11 metros, es la "media luna" que se ve fuera del área grande y la línea del arco -dibuja sobre la mesa de madera con trazos que dejan sus dedos, hace un compás con la mano derecha, se entusiasma en el relato, en la exactitud de las medidas-. Los arcos miden 7 metros con 32 centímetros de largo, por 2 metros con 44 centímetros de alto. Hay medidas fijas, y medidas móviles, las móviles son las medidas de los laterales y las fijas son las áreas, el círculo central y los arcos. 

Después de comer dos pizzas y tomar cuatro cervezas, le conté una anécdota de cuando yo era arquero y él volvió a reír a carcajadas, en la mesa del lado hicieron un comentario que no le gustó. Lo vi en sus gestos. Diógenes Loyola, fue conmigo a la escuela hace 48 años atrás, cuando éramos unos pibes de apenas 11, en sexto grado. Recuerdo que se sentaba contra la pared y era prolijo en sus cuadernos. Pero me parece que nunca me reconoció y yo no le había preguntado nada sobre su infancia y la escuela. En realidad, no lo había vuelto a ver, hasta esa tarde y noche. 

-Esta calle se llama Güemes, así, Güemes a secas, al funcionario que se le ocurrió llamar Güemes a esta calle, debieran colgarlo del árbol más alto de este pueblo y que sirva de escarmiento a todos los otros imbéciles que cobran salario por ponerle nombres a las calles. Esta calle debiera tener el nombre correcto del General Martín Miguel de Güemes, eso es lo correcto, aunque usted sabe, su nombre era aún mucho más largo -hace una pausa, se lleva la mano izquierda a la frente, mira de reojo a la mesa de los burlones, y me dice-. Martín Miguel Juan de la Mata de Güemes Montero -toma un trago más, se limpia la boca con la mano y prosigue-. Y todavía me faltan dos apellidos que no recuerdo en este momento y que el funcionario y todos estos hijos de puta ignorantes que están acá, no saben ni nunca sabrán. No saben que el general tenía 34 años cuando murió por una maldita bala que le entró en el culo. ¡No saben estos mierdas que el general por vergüenza no se hizo curar el balazo en la nalga izquierda! ¡Qué van a saber! Solo mariconeadas, charlatanerías como que la mujer de fulano se acuesta con mengano, que zutano cagó a perengano, que yo tomo, que yo juego, que yo mendigo, que yo fumo y ninguno mira la viga de su ojo. Eso si, están mirando la paja en el ojo ajeno. Sepan que lo dijo Lucas, 6, 41 y 42 en la Biblia, ese libro que usan ustedes para golpearse el pecho los domingos en misa. ¡Hipócritas de mierda!

De la otra mesa se levantaron tres hombres furiosos, nos arrojaron las botellas y las sillas, nos empujaron a pelear en la calle. Diógenes se interpuso y me tiró para atrás, me pidió a los gritos que me vaya, que escape. Él tomó un cuchillo de la mesa les hizo frente, y se abalanzó contra ellos, en una formidable escena de riña callejera.
















Ibarrechea
diceelwalter@gmail.com
del "Cuaderno de las malas noticias"
Copyright 2016




GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: DIECISIETE INGLESES ENVENENADOS

Lo primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó al puerto de Nápoles, fue que tenía el mismo olor del puerto de Riohacha. No se lo contó a nadie, por supuesto, pues nadie lo hubiera entendido en aquel trasatlántico senil atiborrado de italianos de Buenos Aires que volvían a la patria por primera vez después de la guerra, pero de todos modos se sintió menos sola, menos asustada y distante, a los setenta y dos años de su edad y a dieciocho días de mala mar de su gente y de su casa. Desde el amanecer se habían visto las luces de tierra. Los pasajeros se levantaron más temprano que siempre, vestidos con ropas nuevas y con el corazón oprimido por la incertidumbre del desembarco, de modo que aquél último domingo de a bordo pareció ser el único de verdad en todo el viaje. La señora Prudencia Linero fue una de las muy pocas que asistieron a la misa. A diferencia de los días anteriores en que andaba por el barco vestida de medio luto, se había puesto para desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el cordón de San Francisco en la cintura, y unas sandalias de cuero crudo que solo por ser demasiado nuevas no parecían de peregrino Era un pago adelantado: había prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte si le concedía la gracia de viajar a Roma para ver al Sumo Pontífice, y ya daba la gracia por concedida. Al final de la misa encendió una vela al Espíritu Santo por el valor que le infundió para soportar los temporales del Caribe, y rezó una oración por cada uno de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel momento soñaban con ella en la noche de vientos de Riohacha. Cuando subió a cubierta después del desayuno, la vida del barco había cambiado. Los equipajes estaban amontonados en la sala de baile, entre toda clase de objetos para turistas comprados por los italianos en los mercados de magia de las Antillas, y en el mostrador de la cantina había un macaco de Pernambuco dentro de una jaula de encajes de hierro. Era una mañana radiante de principios de agosto. Un domingo ejemplar de aquellos veranos de después de la guerra en que la luz se comportaba como una revelación de cada día, y el barco enorme se movía muy despacio, con resuellos de enfermo, por un estanque diáfano. 
La fortaleza tenebrosa de los duques de Anjou apenas si empezaba a vislumbrarse en el horizonte, pero los pasajeros asomados a la borda creían reconocer los sitios familiares, y los señalaban sin verlos a ciencia cierta, gritando de júbilo en dialectos meridionales. La señora Prudencia Linero, que había hecho tantos amigos viejos a bordo, que había cuidado niños mientras sus padres bailaban y hasta le había cosido un botón de la guerrera al primer oficial, los encontró de pronto ajenos distintos. El espíritu social y el calor humano que le permitieron sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor del trópico, habían desaparecido. Los amores eternos de altamar terminaban a la vista del puerto. La señora Prudencia Linero, que no conocía la naturaleza voluble de los italianos, pensó que el mal no estaba en el corazón de los otros sino en el suyo, por ser ella la única que iba entre la muchedumbre que regresaba. Así deben ser todos los viajes, pensó, padeciendo por primera vez en su vida la punzada de ser forastera, mientras contemplaba desde la borda los vestigios de tantos mundos extinguidos en el fondo del agua. De pronto, una muchacha muy bella que estaba a su lado la asustó con un grito de horror. —Mamma mía —dijo, señalando el fondo—. Miren ahí. 
Era un ahogado. La señora Prudencia Linero lo vio flotando bocarriba entre dos aguas, y era un hombre maduro y calvo con una rara prestancia natural, y sus ojos abiertos y alegres tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un traje de etiqueta con chaleco de brocado, botines de charol y una gardenia viva en la solapa. En la mano derecha tenía un paquetito cúbico envuelto en papel de regalo, y los dedos de hierro lívido estaban agarrotados en la cinta del lazo, que era lo único que encontró para agarrarse en el instante de morir. 
—Debió caerse de una boda —dijo un oficial del barco—. Sucede mucho en verano por estas aguas. Fue una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros motivos menos lúgubres distrajeron la atención de los pasajeros. Pero la señora Prudencia Linero siguió pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya levita de faldones ondulaba en la estela del barco.
Tan pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito salió al encuentro del barco y se lo llevó de cabestro por entre los escombros de numerosas naves militares destruidas durante la guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a medida que el barco se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se hizo aun mas bravo que el de Riohacha a las dos de la tarde. Al otro lado del desfiladero, radiante en el sol de las once, apareció de pronto la ciudad completa de palacios quiméricos y viejas barracas de colores apelotonados en las colinas. Del fondo removido se levantó entonces una tufarada insoportable que la señora Prudencia Linares reconoció como el aliento de cangrejos podridos del patio de su casa. Mientras duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus parientes con aspavientos de gozo en el tumulto del mueble. La mayoría eran patronas otoñales de pechugas flamantes, sofocadas dentro de los trajes de luto, con los niños mas bellos y numerosos de la tierra, maridos pequeños y diligentes, del genero inmortal de los que leen el periódico después que sus esposas y se visten de escribanos estrictos a pesar del calor. En medio de aquella algarabía de feria, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable, sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos puñados y puñados de pollitos tiernos. En un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas las partes, y solo por ser animales de magia había muchos que seguían corriendo vivos después de ser pisoteados por la muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto su sombrero bocarriba en el piso, pero nadie le tiró desde la borda ni una moneda de calidad. Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en que momento tendieron la pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los aullidos y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el jubilo del tufo de cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las cuadrillas de cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle. Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de latón pintado, y permaneció impávida rezando en un circulo vicioso de oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras de infieles. 
Allí la encontró el primer oficial cuando paso el cataclismo y no quedo nadie mas que ella en el salón desmantelado. 
—Nadie debe estar aquí a esta hora - le dijo el oficial con cierta amabilidad-. 
—¿ Puedo ayudarla en algo ? 
—Tengo que esperar al cónsul - dijo ella. Así era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al cónsul en Nápoles, que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía reconocerla por el hábito de San Francisco que se pondría para desembarcar. Ella se mostró tan estricta en sus leyes, que el primer oficial le permitió esperar un rato más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba la tripulación y habían subido las sillas sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos. Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de lugar sin inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de recreo y terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento. Allí volvió a encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose en sudor dentro de la escafandra de penitente, y rezando un rosario sin esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y soportaba a duras penas las ganas de llorar. —Es inútil que siga rezando —dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez—. Hasta Dios se va de vacaciones en agosto. Le explicó que media Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos. Era probable que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole de su cargo, pero con seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día siguiente llamar por teléfono al consulado, cuyo numero estaba sin duda en el directorio. De modo que la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese criterio, y el oficial la ayudó en los trámites ¿e inmigración y aduana y del cambio de dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa je que la llevaran a un hotel decente. 
El taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las calles desiertas. La señora Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran los únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de la calle, pero también pensó que un hombre que hablaba tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo para hacerle daño a una pobre mujer sola que había desafiado los riesgos del océano para ver al Papa. Al final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos hoteles pequeños de colores intensos. Pero no se detuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y bancos verdes. El chofer puso el baúl en la acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de Nápoles. Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La condujo hasta el ascensor de redes metálicas improvisado en el hueco de la escalera, y empezó a cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación alarmante. Era un vetusto edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno de los cuales había un hotel diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en un instante alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro de una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncillos rotos y sus eructos ácidos. En el tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar abrió la puerta de rombos plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia galante, que estaba en su casa. Ella vio un adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones de vidrios de colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto menor. Le gustó el nombre del hotel con las letras grabadas en una placa de bronce, le gustó el olor de ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el silencio, las lises de oro del papel de las paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el corazón se le encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera. Eran diecisiete, y estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo colgadas en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.
—Vamos a otro piso —dijo. 
—Este es el único que tiene comedor, signara—dijo el cargador. 
—No importa —dijo ella. 
El cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor, y cantó el pedazo que le faltaba de la canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo parecía menos estricto, y la dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie hacía la siesta en las poltronas del vestíbulo. No había comedor, en efecto, pero el hotel tenía un acuerdo con una fonda cercana para que sirviera a los clientes por un precio especial. De modo que la señora Prudencia Linero decidió que sí, que se quedaba por una noche, tan convencida por la elocuencia y la simpatía de la dueña como por el alivio de que no hubiera ningún inglés de rodillas rosadas durmiendo en el vestíbulo. El dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la tarde, y la penumbra conservaba la frescura y el silencio de una floresta recóndita, y era bueno para llorar. No bien se quedó sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó por primera vez desde la mañana con un desagüe tenue y difícil que le permitió recobrar su identidad perdida durante el viaje. Después se quitó las sandalias y el cordón del hábito y se tendió del lado del corazón sobre la cama matrimonial demasiado ancha y demasiado sola para ella sola, y soltó el otro manantial de sus lágrimas atrasadas. No sólo era la primera vez que salía de Riohacha, sino una de las pocas en que salió de su casa después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se quedó sola con dos indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó la mitad de la vida en el dormitorio frente a los escombros del único hombre que había amado, y que permaneció en el letargo durante casi treinta años, tendido en la cama de sus amores juveniles sobre un colchón de cueros de chivo. 
En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez, reconoció a su gente y pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos domésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron con el primer fogonazo de magnesio. «Ahora otras dos para mis hijas adoradas, Prudencita y Natalia», dijo. Las tomaron. «Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se acabó el papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse. A las cuatro de la tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormitorio por la humareda de magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a recibir sus copias del retrato, el inválido empezó a desvanecerse en la cama, y se fue despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mundo en la baranda de un barco. Su muerte no fue para la viuda el alivio que todos esperaban. Al contrario, quedó tan afligida, que sus hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían consolarla, y ella les contestó que no quería nada más que ir a Roma a conocer al Papa. 
—Me voy sola y con el hábito de San Francisco —les advirtió—. Es una manda. Lo único grato que le quedó de aquellos años de vigilia fue el placer de llorar. En el barco, mientras tuvo que compartir el camarote con dos hermanas clarisas que se quedaron en Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo que el cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar propicio que había encontrado para llorar a gusto desde que salió de Riohacha. Y habría llorado hasta el día siguiente cuando saliera el tren de Roma, de no haber sido porque la dueña le tocó la puerta a las siete para avisarle que si no llegaba a tiempo a la fonda se quedaría sin comer. El empleado del hotel la acompañó. Una brisa fresca había empezado a soplar desde el mar, y todavía quedaban algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de las siete. La señora Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de calles empinadas y estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del domingo, y se encontró de pronto bajo una pérgola umbría, donde había mesas para comer con manteles de cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados como floreros con flores de papel. 
Los únicos comensales a esa hora temprana eran los propios sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas con pan en un rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de todos por el hábito Pardo, pero no se alteró, pues era consciente de que el ridículo formaba parte de la penitencia. La mesera, en cambio, le suscitó un ápice de piedad, porque era rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy mal en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir en una fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el aroma de guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre aplazada por la zozobra del día. Por primera vez en mucho tiempo no tenía deseos de llorar. Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por servirles de intérprete, trató de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó. 
—Para mí —dijo—sería como comerme un hijo. Así que debió conformarse con una sopa de fideos, un plato de calabacines hervidos con unas tiras de tocino rancio, y un pedazo de pan que parecía de mármol. Mientras comía, el cura se acercó para suplicarle por caridad que lo invitara a tomarse una taza de café, y se sentó con ella. Era yugoslavo, pero había sido misionero en Bolivia, y hablaba un castellano difícil y expresivo. A la señora Prudencia Linero le pareció un hombre ordinario y sin el menor vestigio de indulgencia, y observó que tenía unas manos indignas con las uñas astilladas y sucias, y un aliento de cebollas tan persistente que más bien parecía un atributo del carácter. Pero después de todo estaba al servicio de Dios, y era un placer nuevo encontrar a alguien con quien entenderse estando tan lejos de casa. 
Conversaron despacio, ajenos al denso rumor de establo que los iba cercando a medida que los comensales ocupaban las otras mesas. La señora Prudencia Linero tenía ya un juicio terminante sobre Italia: no le gustaba. Y no porque los hombres fueran un poco abusivos, que ya era mucho, ni porque se comieran a los pájaros, que ya era demasiado, sino por la mala índole de dejar a los ahogados a la deriva. El cura, que además del café se había hecho llevar por cuenta de ella una copa de grappa, trató de hacerle ver su ligereza de juicio. Pues durante la guerra se había establecido un servicio muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en tierra sagrada a los numerosos ahogados que amanecían flotando en la bahía de Nápoles. 
—Desde hace siglos —concluyó el cura—los italianos tomaron conciencia de que no hay más que una vida, y tratan de vivirla lo mejor que pueden. Eso los ha hecho calculadores y volubles, pero también los ha curado de la crueldad. 
—Ni siquiera pararon el barco —dijo ella. 
—Lo que hacen es avisar por radio a las autoridades del puerto —dijo el cura—Ya a esta hora deben haberlo recogido y enterrado en el nombre de Dios. La discusión cambió el humor de ambos. La señora Prudencia Linero había acabado de comer, y sólo entonces cayó en la cuenta de que todas las mesas estaban ocupadas. En las más próximas, comiendo en silencio, había turistas casi desnudos, y entre ellos algunas parejas de enamorados que se besaban en vez de comer. En las mesas del fondo, cerca del mostrador, estaba la gente del barrio jugando a los dados y bebiendo un vino sin color. La señora Prudencia Linero comprendió que sólo tenía una razón para estar en aquel país indeseable. 
—¿Usted cree que sea muy difícil ver al Papa? —preguntó. El cura le contestó que nada era más fácil en verano. El Papa estaba de vacaciones en Castelgandolfo, y los miércoles en la tarde recibía en audiencia pública a peregrinos del mundo entero. La entrada era muy barata: veinte liras. 
—¿Y cuánto cobra por confesarlo a uno? —preguntó ella. 
—El Santo Padre no confiesa a nadie —dijo el cura, un poco escandalizado—, salvo a los reyes, por supuesto. 
—No veo por qué va a negarle ese favor a una pobre mujer que viene de tan lejos — dijo ella.
—Hasta algunos reyes, con ser reyes, se han muerto esperando —dijo el cura—. Pero dígame: debe ser un pecado tremendo para que usted haya hecho sola semejante viaje sólo por confesárselo al Santo Padre. La señora Prudencia Linero lo pensó un instante, y el cura la vio sonreír por primera vez. 
—¡Ave María Purísima! —dijo—. Me bastaría con verlo. —Y agregó con un suspiro que pareció salirle del alma—: ¡Ha sido el sueño de mi vida! En realidad, seguía asustada y triste, y lo único que quería era irse de inmediato, no sólo de ese lugar sino de Italia. El cura debió pensar que aquella alucinada ya no daba para más, así que le deseó buena suerte y se fue a otra mesa a pedir por caridad que le pagaran un café. Cuando salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sorprendió la luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que había invadido las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir con los petardos de tantas vespas enloquecidas. Las conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de sandías. El ambiente era de fiesta, pero a la señora Prudencia Linero le pareció de catástrofe. Perdió el rumbo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo de oro macizo y un diamante en la corbata la persiguió varias cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no obtuvo respuesta mostró una tarjeta Postal de un paquete que sacó del bolsillo, y ella sólo necesitó un golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno. 
Huyó despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el corazón le volvió a quedar en su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en que había llegado, enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con su vida. Allí dobló a la izquierda, pero no pudo seguir, porque había una muchedumbre de curiosos mantenidos a raya por una patrulla de carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas abiertas frente al edificio de su hotel. Empinada por encima del hombro de los curiosos, la señora Prudencia Linero volvió a ver entonces a los turistas ingleses. Los estaban sacando en camillas, uno por uno, y todos estaban inmóviles y dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces repetido con el traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de franela, corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del Trinity College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los balcones, y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como en un estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de sirenas de guerra. Aturdida por tantos estupores, la señora Prudencia Linero subió en el ascensor abarrotado por los clientes de los otros hoteles que hablaban en idiomas herméticos. Se fueron quedando en todos los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e iluminado, pero nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del vestíbulo, donde había visto las rodillas rosadas de los diecisiete ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba el desastre en una excitación sin control. —Todos están muertos —le dijo a la señora Prudencia Linero en castellano—. Se envenenaron con la sopa de ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, imagínese! Le entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece vivo!» Otra vez con el nudo de lágrimas en la garganta, la señora Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una barricada infranqueable contra el horror de aquel país donde ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se tendió bocarriba en la cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno descanso de las almas de los diecisiete ingleses envenenados. 



Gabriel García Márquez

Nombre completo: Gabriel José de la Concordia García Márquez
Lugar de nacimiento: Municipio de Aracata, Magdalena, Colombia
Fecha de nacimiento: 6 de marzo de 1927
Falleció: 17 de abril de 2014 en Ciudad de México
Géneros literarios: Novelas / Cuentos
Fuente:instituto127.com.ar