TRADUCTOR

viernes, 1 de enero de 2016

DAMIÁN HUERGO: MI ABUELO, PAPÁ Y YO NOS HEMOS QUERIDO EN SILENCIO


Hay que llevar botas largas, dijo mi abuelo. Botas largas y de cuero. De cuero fuerte, subrayó con una voz carrasposa.


Una voz que arrancaba trémula y se endurecía a medida que sumaba palabras. Los tobillos no tienen que quedar libres, continuó.


Tampoco los tenemos que cubrir con medias finitas, de esas que usan ahora los maricones. El pasto está alto. Hasta las rodillas nos llega. Yo había dejado dos cabritas, pero con el hambre que hay se ve que fueron a parar a alguna parrilla. Tenemos que ir con cuidado. Lo que no se puede ver lo tenemos que escuchar. Se mueven despacio, aunque los mordiscos los dan rápido. Son bravas. Ayer vi una del tamaño de un brazo, dijo acomodándose en el sillón marrón.

Me pasó entre las piernas. Yo me quedé quieto como un árbol.

Lo que me falta, a esta altura, es que me mate una víbora.

Mi viejo me miró y torció la boca debajo de los bigotes de la barba negra y canosa. Apenas movió los labios. Fue una sonrisa pequeña, de esas que se hacen cuando jugás al póker. Una especie de engaño confesamente artificia l, que expone la ambigüedad que, de tan tramposa y espontánea, parece cierta. Luego mi viejo apoyó las manos en las piernas de mi abuelo que ya no servían para mantenerlo en pie. Mirándolo a los ojos, dijo: vamos a tener que ir, entonces.

Hacía al menos un mes que mi abuelo venía contando esa historia. Apenas entrábamos a su casa, mi abuela nos advertía “otra vez se despertó hablando de los campos y las víboras”. Lo escuchábamos contar los sueños como si hablara de su jornada laboral. Decía que en total eran más de diez hectáreas. Decía que las había comprado por dos mangos durante el rodrigazo. Decía que le hubiese gustado armar una ladrillera. Decía que nunca había pagado un impuesto. Decía que no tenía ningún título de propiedad. Decía que no quedaban lejos. Decía que estaban en la provincia de Buenos Aires. Decía que eran suyas. Decía que quería que sean nuestras.

Me cuesta recordar en qué período del Alzheimer fue que empezó con el tema de los campos. En total estuvo diez años enfermo, desde que terminé la primaria hasta cuando me fui a estudiar a La Plata. Yo lo visitaba todos los días, de lunes a viernes.

Mi viejo, que vivía en otra casa, con puntualidad suiza me pasaba a buscar a las cinco de la tarde por el club, la casa de mis primos, las canchitas de la iglesia o por donde estuviera. Me subía al auto en el asiento del acompañante y salíamos derecho para lo de mis abuelos.

La casa donde mi viejo nació, se crió y vio envejecer a sus padres es lo más parecido a un hogar que compartí con él. Era una zona neutra y familiar donde armamos una cotidianidad propia; diferente a las intimidades ensambladas en que derivó el boom de los divorcios alfonsinistas. En ese entonces, él vivía con su mujer, las hijas de ella y mis dos hermanos menores, con los que –en ese momento– sólo compartíamos padre. Yo vivía con mi hermana, mi vieja, las temporadas intermitentes de su novio y las pesadillas continuas y adictivas de mi hermano mayor. Escombros de familias tipos que se reciclaban para construir los modelos familiares de la postmodernidad.

En la puerta de la casa de mis abuelos, un sábado a la mañana del primer otoño del nuevo siglo, mi viejo estacionó el Ford 14000 verde que usaba para trabajar. Lo habíamos decidido la noche anterior, después de que mi abuelo volviera a insistir con los campos.

Cargamos tres pares de botas altas y duras, dos machetes collins, una pasta frola de membrillo que preparó mi abuela y el equipo de mates. En la parte de atrás del camión había un volquete vacío y abollado. Sobre un fondo rojo descascarado, en letras blancas se leía “Volquetes Huergo & hijos”.

Mi viejo agarró a mi abuelo por debajo de los brazos y, mientras yo le sostenía las piernas de papel, dijo: vamos papi, a la cuenta de uno, dos y tresss. En dos movimientos lo apoyamos en la punta del asiento triple del Ford. Yo entré por el lado del conductor y me senté en el medio, rozando con las rodillas la palanca de cambio.

Mi viejo le dio un beso a mi abuela, que seguía de pie en la vereda, y subió al camión. La puerta de chapa hizo un golpe secó cuando la cerró –con fuerza– para que no quede entreabierta. Mi abuelo bajó la ventanilla y sacó la mano. Hizo un movimiento. A la distancia podía leerse como un saludo o como una indicación a mi abuela para que fuera hacia adentro. Mi viejo puso primera. Mirando hacia adelante, dijo: para donde vos digas.

Mi abuelo nació en Logroño, España. Como tantos, vino a la Argentina antes de aprender a caminar. Su familia era un hermano, su madre y su padre. Del resto nunca supimos. Su pasado parecía no haber existido. Las pocas palabras que soltaba eran para hablar del día a día y del acopio para el mañana.

Algunos decían que vinieron a Argentina porque su madre estaba loca.

Otros decían que su padre era un desertor de la Guerra Civil. Otros decían que nunca se tendría que haber ido de España donde con su madre volvían cada vez que ahorraban para pagar el barco.

Sin embargo, de ese palabrerío no hay nada cierto o, mejor dicho, nada que se pueda afirmar. La vida de mi abuelo, el relato que nos contaron, empezó cuando pudo comprar el primer camión volcador. Sus viajes desde Longchamps al Mercado del Abasto para llevar sandías de su cosecha; los madrugonazos en el puerto para cargar arena; su ayuda con los materiales para levantar las primeras casas de Glew; su rutina laboral de domingo a domingo fueron nuestros cuentos de hadas. También los que escuchó mi viejo.

A los dieciocho años, luego de dos temporadas en el infierno de la colimba pre setenta y seis , mi abuelo le prestó a mi viejo la plata para comprar su propio camión. A la misma edad, una tarde que me pasó a buscar por el campo de deportes de camioneros, donde entrenaba con la séptima de Los Andes, le dije que me había anotado en la Universidad para estudiar Letras. No me dijo qué es eso, para qué sirve o de qué vas a vivir. Tampoco me dijo que le hubiese gustado que agarrara el volante de los volquetes ni que –si seguía estudiando– probara algo con más salida.

Sólo me felicitó. Y, como si supiera de formalismo ruso o de postestructuralismo, me dijo “vas a tener que leer un montón”. Tres años después cambié de carrera y de ciudad.

Pasé a estudiar Sociología en Buenos Aires.

La justificación del enroque que le di a mi viejo fue honesta, la misma que me di a mí mismo. Su respuesta, seca y falazmente desinteresada, fue “cambiá las veces que quieras, pero no dejes”.

Mi abuelo había pedido que apagáramos la radio con un gesto de la mano. Sólo escuchábamos el motor del Ford y el viento de los autos 0 km que pasaban por los costados. Llevaba una manta marrón que le cubría desde las piernas hasta el cuello. Sus ojos iban pegados a la ventanilla. En los campos bonaerenses las plantaciones de soja empezaban, de a poco, a amontonar vacas y caballos en corrales chicos o bajo carteles de Celusal o Coca-Cola.

–Frená acá –dijo de golpe.

Mi viejo estacionó en la banquina, frente a una tranquera de madera curtida. Bajamos todos del camión, menos mi abuelo, que prefirió quedarse en la cabina con la puerta abierta. Agarramos las botas de cuero y las llevamos colgadas del hombro. Caminamos hasta la tranquera. Subimos a una madera que sobresalía. Ambos, con las manos de visera sobre los ojos, intentamos ver algún movimiento humano.

–No veo ninguna víbora –dijo mi viejo. Me tocó los rulos y volvimos al camión. Antes de cerrar la puerta del lado donde estaba mi abuelo, le preguntó: –¿Estás seguro que es acá?

–Creo que más adelante -dijo.

Como un gigante torpe, a los tumbos, el Ford se sumó a la ruta. Las cadenas del equipo golpearon contra el volquete. El ruido hizo vibrar la cabina y movió la manta marrón que sostenía mi abuelo.

Se lo notaba cansado, con los ojos a media asta.

Mi viejo siguió manejando sin abrir la boca, como cuando lo acompañaba los viernes a hacer cobranzas a Capital después del colegio. Para pasar la tarde, en esos días, me llevaba algún libro con los cuentos de Lovecraft o algo de Bradbury.

También leía el diario del día que –siempre– estaba desparramado en el asiento de atrás. Empezaba por la sección Deportes y terminaba en Política. Mi viejo bajaba a las obras y yo lo esperaba en el auto, siempre mal estacionado, cuidando de que no lo llevara la grúa. A la vuelta, como pago por el trabajo, parábamos en una librería de Adrogué y me compraba el clásico que le pidiera. Si volvíamos después de las ocho de la noche podía duplicar. La primera vez que me habilitó el aumento de sueldo, me llevé Matadero 5 de Vonnegut y Chistes para desorientar a la poesía de Nicanor Parra.

Todavía en ruta, por la ventanilla del Ford, entró el olor a carne asándose en las parrillas de Dolores.

–Me parece que es acá –dijo mi viejo.

Acercó la trompa del camión al estacionamiento. Después cargó a mi abuelo a caballito. Al trote lo llevó hasta una mesa al costado de la ruta. Pedimos una parrillada completa, un vino tinto y un sifón de soda.

Mi abuelo no dejó achura por probar.

Cuando terminó, apoyó la manta en una silla vacía y esperó a que el sol le entibiara las piernas.

Después, mi viejo preguntó: –¿Seguimos?

Mi abuelo no dijo ni sí ni no. Movió la cabeza esperando a que tomáramos la decisión. Cuando lo subimos al camión, volvió a taparse con la manta.

–Vamos a casa –dijo en un tono casi inaudible.

Mi viejo sonrió y me pasó las llaves.

–Manejá vos –dijo.

El viaje de vuelta fue en un silencio absoluto. Sólo se escuchaba el ronroneo del motor del Ford. En el último tramo, cuando pasamos Brandsen, ambos se quedaron dormidos. Yo me pregunté si tendrían conciencia del recuerdo que estaban construyendo.

Supuse que no. Tanto mi viejo como mi abuelo pertenecen a ese estilo de paternidad que desconoce de divanes y reflexiones. Paternidades no programáticas, que se hacen presente en las urgencias, apagando incendios.

Paternidades que actúan como pueden, de un modo rústico y fraternal, tosco y libertario. Al fin y al cabo, una paternidad como muchas que se acumulan y como otras que vendrán. Una paternidad llena de diagnósticos errados, de abrazos partidos, de amor torpe, descuidadamente puro.

Cuando llegamos a la casa de mis abuelos ambos seguían durmiendo. Estacioné con el motor apagado, para que el cambio de sonido no los alterare.

El doberman de mis abuelos empezó a ladrar. Ellos parecían no escucharlo.


Dejé pasar unos minutos, mientras acomodaba los machetes que no habían cortado yuyos ni cabezas de víboras. Yo también estaba cansado. Saqué la llave y cerré los ojos. En el hombro derecho sentí el calor de mi viejo. Del mismo modo, pensé, que mi viejo sentiría el de su padre en el otro costado.


Damián Huergo

Nació en Longchamps, Buenos Aires, Argentina en 1983 es sociólogo y escritor. Publicó el libro de cuentos Ida (2012) y participó en diversas antologías de narradores argentinos. Escribe textos de crítica cultural en medios nacionales y extranjeros. "Un verano" es su primera novela.
Fuente:www.clarín.com - telam.com.ar - Foto:lateclaene.blogspot.com




No hay comentarios.:

Publicar un comentario

El comentario estará sujeto a la aprobación del equipo y su administrador. Gracias.