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viernes, 30 de diciembre de 2016

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: MONÓLOGO DE ISABEL VIENDO LLOVER EN MACONDO

El invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera llover. Después de misa, antes de que las mujeres tuviéramos tiempo de encontrar un broche de las sombrillas, sopló un viento espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta redonda el polvo y la dura yesca de mayo. Alguien dijo junto a mí: “Es viento de agua”. Y yo lo sabía desde antes. Desde cuando salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa sensación en el vientre. Los hombres corrieron hacia las casas vecinas con una mano en el sombrero y un pañuelo en la otra, protegiéndose del viento y la polvareda. Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que aleteó a una cuarta de nuestras cabezas. Durante el resto de la mañana mi madrastra y yo estuvimos sentadas junto al pasamano, alegre de que la lluvia revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano intenso, de polvo abrasante. Al mediodía cesó la reverberación de la tierra y un olor a suelo removido, a despierta y renovada vegetación, se confundió con el fresco y saludable olor de la lluvia con el romero. Mi padre dijo a la hora de almuerzo: “Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas”. Sonriente, atravesada por el hilo luminoso de la nueva estación, mi madrastra me dijo: “Eso lo oíste en el sermón”. Y mi padre sonrió. Y almorzó con buen apetito y hasta tuvo una entretenida digestión junto al pasamano, silencioso, con los ojos cerrados pero sin dormir, como para creer que soñaba despierto.

Llovió durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado. Mi madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y parda de mayo se había convertido durante la noche en una substancia oscura y pastosa, parecida al jabón ordinario. Un chorro de agua comenzaba a correr por entre las macetas. “Creo que en toda la noche han tenido agua de sobra”, dijo mi madrastra. Y yo noté que había dejado de sonreír y que su regocijo del día anterior se había transformado en una seriedad laxa y tediosa. “Creo que sí —dije—. Será mejor que los guajiros las pongan en e corredor mientras escampa”. Y así lo hicieron, mientras la lluvia crecía como árbol inmenso sobre los árboles. Mi padre ocupó el mismo sitio en que estuvo la tarde del domingo, pero no habló de la lluvia. Dijo: “Debe ser que anoche dormí mal, porque me he amanecido doliendo el espinazo”. Y estuvo allí, sentado contra el pasamano, con los pies en una silla y la cabeza vuelta hacia el jardín vacío. Solo al atardecer, después que se negó a almorzar dijo: “Es como si no fuera a escampar nunca”. Y yo me acordé de los meses de calor. Me acordé de agosto, de esas siestas largas y pasmadas en que nos echábamos a morir bajo el peso de la hora, con la ropa pegada al cuerpo por el sudor, oyendo afuera el zumbido insistente y sordo de la hora sin transcurso. Vi las paredes lavadas, las junturas de la madera ensanchadas por el agua. Vi el jardincillo, vacío por primera vez, y el jazminero contra el muro, fiel al recuerdo de mi madre. Vi a mi padre sentado en el mecedor, recostadas en una almohada las vértebras doloridas, y los ojos tristes, perdidos en el laberinto de la lluvia. Me acordé de las noches de agosto, en cuyo silencio maravillado no se oye nada más que el ruido milenario que hace la Tierra girando en el eje oxidado y sin aceitar. Súbitamente me sentí sobrecogida por una agobiadora tristeza.

Llovió durante todo el lunes, como el domingo. Pero entonces parecía como si estuviera lloviendo de otro modo, porque algo distinto y amargo ocurría en mi corazón. Al atardecer dijo una voz junto a mi asiento: “Es aburridora esta lluvia”. Sin que me volviera a mirar, reconocí la voz de Martín. Sabía que él estaba hablando en el asiento del lado, con la misma expresión fría y pasmada que no había variado ni siquiera después de esa sombría madrugada de diciembre en que empezó a ser mi esposo. Habían transcurrido cinco meses desde entonces. Ahora yo iba a tener un hijo. Y Martín estaba allí, a mi lado, diciendo que le aburría la lluvia. “Aburridora no —dije. Lo que me parece es demasiado triste es el jardín vacío y esos pobre árboles que no pueden quitarse del patio”. Entonces me volvía mirarlo, y ya Martín no estaba allí. Era apenas una voz que me decía: “Por lo visto no piensa escampar nunca”, y cuando miré hacia la voz, sólo encontré la silla vacía.

El martes amaneció una vaca en el jardín. Parecía un promontorio de arcilla en su inmovilidad dura y rebelde, hundidas las pezuñas en el barro y la cabeza doblegada. Durante la mañana los guajiros trataron de ahuyentarla con palos y ladrillos, Pero la vaca permaneció imperturbable en el jardín, dura, inviolables, todavía las pezuñas hundidas en el barro y la enorme cabeza humillada por la lluvia. Los guajiros la acostaron hasta cuando la paciente tolerancia de mi padre vino en defensa suya: “Déjenla tranquila —dijo—. Ella se irá como vino”.
Al atardecer del martes el agua apretaba y dolía como una mortajada en el corazón. El fresco de la primera mañana empezó a convertirse en una humedad caliente; era una temperatura de escalofrío. Los pies sudaban dentro de los zapatos, No se sabía qué era más desagradable, si la piel al descubierto o el contacto con la ropa en la piel. En la casa había cesado toda actividad. Nos sentamos en el corredor, pero ya no contemplábamos la lluvia como el primer día. Ya no la sentíamos caer. Ya no veíamos sino el contorno de los árboles en la niebla, en un atardecer triste y desolado que dejaba en los labios el mismo sabor con que se despierta después de haber soñado con una persona desconocida. Yo sabía que era martes y me acordaba de las mellizas de San Jerónimo, de las niñas ciegas que todas las semanas vienen a la casa a decirnos canciones simples, entristecidas por el amargo y desamparado prodigio de sus voces. Por encima de la lluvia yo oía la cancioncilla de las mellizas ciega y las imaginaba en su casa, acuclilladas, aguardando a que cesara la lluvia para salir a cantar. Aquel día no llegarían las mellizas de San Jerónimo, pensaba yo, ni la pordiosera estaría en el corredor después de la siesta, pidiendo como todos los martes, la eterna ramita de toronjil.
Ese día perdimos el orden de las comidas. Mi madrastra sirvió a la hora de la siesta un plato de sopa simple y un pedazo de pan rancio. Pero en realidad no comíamos desde el atardecer del lunes y creo que desde entonces dejamos de pensar. Estábamos paralizados, narcotizados por la lluvia, entregados al derrumbamiento de la naturaleza en una actitud pacífica y resignada. Solo la vaca se movió en la tarde- De pronto, un profundo rumor sacudió sus entrañas y las pezuñas se hundieron en el barro con mayor fuerza. Luego permaneció inmóvil durante media hora, como si ya estuviera muerta, pero no pudiera caer porque se lo impedía la costumbre de estar viva, el hábito de estar en una misma posición bajo la lluvia, hasta cuando la costumbre fue más débil que el cuerpo. Entonces dobló las patas delanteras (levantadas todavía en un último esfuerzo agónico las ancas brillantes y oscuras), hundió el babeante hocico en el lodazal y se rindió por fin al peso de su propia materia en una silenciosa, gradual y digna ceremonia de total derrumbamiento. “Hasta ahí llegó”, dijo alguien a mis espaldas. Y yo me volví a mirar y vi en el umbral a la pordiosera de los martes que venía a través de la tormenta a pedir la ramita de toronjil. Tal vez el miércoles me habría acostumbrado a ese ambiente sobrecogedor si al llegar a la sala no hubiera encontrado la mesa recostada contra la pared, los muebles amontonados encima de ella, y del otro lado, en un parapeto improvisado durante la noche, los baúles y las cajas con los utensilios domésticos. El espectáculo me produjo una terrible sensación de vacío. Algo había sucedido durante la noche. La casa estaba en desorden; los guajiros, sin camisa y descalzos, con los pantalones enrollados hasta las rodillas, transportaban los muebles al comedor. En la expresión de los hombres, en la misma diligencia con que trabajaban se advertía la crueldad de la frustrada rebeldía, de la forzosa y humillante inferioridad bajo la lluvia. Yo me movía sin dirección, sin voluntad. Me sentía convertida en una pradera desolada, sembrada de algas y líquenes, de hongos viscosos y blandos, fecunda por la repugnante flora de la humedad y de las tinieblas. Yo estaba en la sala contemplando el desierto espectáculo de los mueble amontonados cuando oí la voz de mi madrastra en el cuarto advirtiéndome que podía contraer una pulmonía. Solo entonces caí en la cuenta de que el agua me daba en los tobillos, de que la casa estaba inundada, cubierto el piso por una gruesa superficie de agua viscosa y muerta.
Al mediodía del miércoles no había acabado de amanecer. Y antes de las tres de la tarde la noche había entrado de lleno, anticipada y enfermiza, con el mismo lento y monótono y despiadado ritmo de la lluvia en el patio. Fue un crepúsculo prematuro, suave y lúgubre, que creció en medio del silencio de los guajiros, que se acuclillaron en las sillas, contra las paredes, rendidos e impotentes ante el disturbio de la naturaleza. Entonces fue cuando empezaron a llegar noticias de la calle. Nadie las traía a la casa. Simplemente llegaba, precisas, individualizadas, como conducidas por el barro líquido que corría por las calles y arrastraba objetos domésticos, cosas y cosas, destrozos de una remota catástrofe, escombros y animales muertos. Hechos ocurridos el domingo, cuando todavía la lluvia era el anuncio de una estación providencial, tardaron dos días en conocerse en la casa. Y el miércoles llegaron las noticias, como empujadas por el propio dinamismo interior de la tormenta. Se supo entonces que la iglesia estaba inundada y se esperaba su derrumbamiento. Alguien que no tenía por qué saberlo, dijo esa noche: “El tren no puede pasar el puente desde el lunes. Parece que el río se llevó los rieles”. Y se supo que una mujer enferma había desaparecido de su lecho y había sido encontrada esa tarde flotando en el patio.
Aterrorizada, poseída por el espanto y el diluvio, me senté en el mecedor con las piernas encogidas y los ojos fijos en la oscuridad húmeda y llena de turbios pensamientos. Mi madrastra apareció en el vano de la puerta, con la lámpara en alto y la cabeza erguida. Parecía un fantasma familiar ante el cual yo misma participaba de su condición sobrenatural. Vino hasta donde yo estaba. Aún mantenía la cabeza erguida y la lámpara en alto, y chapaleaba en el agua del corredor. “Ahora tenemos que rezar”, dijo. Y yo vi su rostros seco y agrietado, como si acabara de abandonar una sepultura o como si estuviera fabricada en una substancia distinta de la humana. Estaba frente a mí, con el rosario en la mano, diciendo: “Ahora tenemos que rezar. El agua rompió las sepulturas y los pobrecitos muertos están flotando en el cementerio”. Tal vez había dormido un poco esa noche cuando desperté sobresaltada por un olor agrio y penetrante como el de los cuerpos en descomposición. Sacudía con fuerza a Martín, que roncaba a mi lado. “¿No lo sientes?”, le dije. Y él dijo “¿Qué?” Y yo dije: “El olor. Deben ser los muertos que están flotando por las calles”. Yo me sentía aterrorizada por aquella idea, pero Martín se volteó contra la pared y dijo con la voz ronca y dormida: “Son cosas tuyas. Las mujeres embarazadas siempre están con imaginaciones”.
Al amanecer del jueves cesaron los olores, se perdió el sentido de las distancias. La noción del tiempo, trastornada desde el día anterior, desapareció por completo. Entonces no hubo jueves. Lo que debía ser lo fue una cosa física y gelatinosa que había podido apartarse con las manos para asomarse al viernes. Allí no había hombres ni mujeres. Mi madrastra, mi padre, los guajiros eran cuerpos adiposos e improbables que se movían en el tremedal del invierno. Mi padre me dijo: “No se mueva de aquí hasta cuando no le diga lo qué se hace”, y su voz era lejana e indirecta y no parecía percibirse con los oídos sino con el tacto, que era el único sentido que permanecía en actividad.
Pero mi padre no volvió: se extravió en el tiempo. Así que cuando llegó la noche llamé a mi madrastra para decirle que me acompañara al dormitorio. Tuve un sueño pacífico, sereno, que se prolongó a lo largo de toda la noche- Al día siguiente la atmósfera seguía igual, sin color, sin olor, sin temperatura. Tan pronto como desperté salté a un asiento y permanecí inmóvil, porque algo me indicaba que todavía una zona de mi consciencia no había despertado por completo. Entonces oí el pito del tren. El pito prolongado y triste del tren fugándose de la tormenta. “Debe haber escampado en alguna parte”, pensé, y una voz a mis espaldas pareció responder a mi pensamiento: “Dónde...”, dijo. “¿quién esta ahí?”, dije yo, mirando. Y vi a mi madrastra con un brazo largo y escuálido extendido hacia la pared. “Soy yo”, dijo Y yo le dije: “¿Los oyes?” Y ella dijo que sí, que tal vez habría escampado en los alrededores y habían reparado las líneas. Luego me entregó una bandeja con el desayuno humeante. Aquello olía a salsa de ajo y manteca hervida. Era un plato de sopa. Desconcertada le pregunté a mi madrastra por la hora. Y ella, calmadamente, con una voz que sabía a postrada resignación, dijo: “Deben ser las dos y media, más o menos. El tren no lleva retraso después de todo”. Yo dije: “¡Las dos y media! ¡Cómo hice para dormir tanto!” Y ella dijo: “No has dormido mucho. A lo sumo serían las tres”. Y yo, temblando, sintiendo resbalar el plato entre mis manos: “Las dos y media del viernes...”, dije. Y ella, monstruosamente tranquila: “Las dos y media del jueves, hija. Todavía las dos y media del jueves”.
No sé cuanto tiempo estuve hundida en aquel sonambulismo en que los sentidos perdieron su valor. Solo sé que después de muchas horas incontables oí una voz en la pieza vecina. Una voz que decía: “Ahora puedes rodar la cama para ese lado”. Era una voz fatigada, pero no voz de enfermo, sino de convaleciente. Después oí el ruido de los ladrillos en el agua. Permanecí rígida antes de darme cuenta de que me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí el vacío inmenso, Sentí el trepidante y violento silencio de la casa, la inmovilidad increíble que afectaba a todas las cosas. Y súbitamente sentí el corazón convertido en una piedra helada. “estoy muerta —pensé—. Dios. Estoy muerta”. Di un salto de la cama. Grite: “¡Ada, Ada!” La voz desabrida de martín me respondió desde el otro lado: “No pueden oírte porque ya están fuera”. Solo entonces me di cuenta de que había escampado y de que en torno a nosotros se extendía un silencio, una tranquilidad, una beatitud misteriosa y profunda, un estado perfecto que debía ser muy parecido a la muerte. Después se oyeron pisadas en el corredor. Se oyó una voz clara y completamente viva. Luego un vientecito fresco sacudió la hoja de la puerta, hizo crujir la cerradura, y un cuerpo sólido y momentáneo, como una fruta madura, cayó profundamente en la alberca del patio. Algo en el aire denunciaba la presencia de una persona invisible que sonreía en la oscuridad.


“Dios mío —pensé entonces, confundida por el trastorno del tiempo—. Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir a la misa del domingo pasado”.


Gabriel García Márquez
Gabriel José de la Concordia García Márquez (Aracataca, 6 de marzo de 1927 -Ciudad de México, 17 de abril de 2014 ), más conocido como Gabriel García Márquez, fue un escritor, novelista, cuentista, guionista, editor y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.
Fue conocido familiarmente y por sus amigos como Gabito (hipocorístico guajiro para Gabriel), o por su apócope Gabo desde que Eduardo Zalamea Borda, subdirector del diario El Espectador, comenzara a llamarlo así. Está relacionado de manera inherente con el realismo mágico y su obra más conocida, la novela Cien años de soledad, es considerada una de las más representativas de este movimiento literario e incluso se considera que por el éxito de la novela es que tal término se aplica a la literatura surgida a partir de los años sesenta en Latinoamérica. En 2007, la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española lanzaron una edición popular conmemorativa de esta novela, por considerarla parte de los grandes clásicos hispánicos de todos los tiempos
Fuente: literatura.us - es.wikipedia.org - Foto: archivos

FELISBERTO HERNÁNDEZ: EL ACOMODADOR





Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande. Su centro —donde todo el mundo se movía apurado entre casas muy altas— quedaba cerca de un río.
Yo era acomodador de un teatro; pero fuera de allí lo mismo corría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y encontrara conexiones inesperadas. Además, me daba placer imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad.
Mi turno en el teatro era el último de la tarde. Yo corría a mi camarín, lustraba mis botones dorados y calzaba mi frac verde sobre chaleco y pantalones grises; enseguida me colocaba en el pasillo izquierdo de la platea y alcanzaba a los caballeros tomándoles el número; pero eran las damas las que primero seguían mis pasos cuando yo los apagaba en la alfombra roja. Al detenerme extendía la mano y hacía un saludo en paso de minué. Siempre esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza con respeto y desprecio. No importaba que ellos no sospecharan todo lo superior que era yo.
Ahora yo me sentía como un solterón de flor en el ojal que estuviera de vuelta de muchas cosas; y era feliz viendo damas en trajes diversos; y confusiones en el instante de encenderse el escenario y quedar en penumbra la platea. Después yo corría a contar las propinas, y por último salía a registrar la ciudad.
Cuando volvía cansado a mi pieza y mientras subía las escaleras y cruzaba los corredores, esperaba ver algo más a través de las puertas entreabiertas. Apenas encendía la luz, se coloreaban de golpe las flores del empapelado; eran rojas y azules sobre fondo negro. Habían bajado la lámpara con un cordón que salía del centro del techo y llegaba casi hasta los pies de la cama. Yo hacía una pantalla de diario y me acostaba con la cabeza hacia los pies; de esa manera podía leer disminuyendo la luz y apagando un poco las flores. Junto a la cabecera de la cama había una mesa con botellas y objetos que yo miraba horas enteras. Después apagaba la luz y seguí despierto hasta que oía entrar por la ventana ruidos de huesos serruchados, partidos con el hacha, y la tos del carnicero.
Dos veces por semana un amigo me llevaba a un comedor gratuito. Primero se entraba a un hall casi tan grande como el de un teatro, y después se pasaba al lujoso silencio del comedor. Pertenecía a un hombre que ofrecería aquellas cenas hasta el fin de sus días. Era una promesa hecha por haberse salvado su hija de las aguas del río. Los comensales eran extranjeros abrumados de recuerdos. Cada uno tenía derecho a llevar a un amigo dos veces por semana; y el dueño de la casa comía de esa mesa una vez por mes. Llegaba como un director de orquesta después que los músicos estaban prontos. Pero lo único que él dirigía era el silencio. A las ocho, la gran portada blanca del fondo abría una hoja y aparecía el vacío en penumbra de una habitación contigua; y de esa oscuridad salía el frac negro de una figura alta con la cabeza inclinada hacia la derecha. Venía levantando una mano para indicarnos que no debíamos pararnos, todas las cartas se dirigían hacia él, pero no los ojos: ellos pertenecían a los pensamientos que en aquel instante habitaban las cabezas. El director hacía un saludo al sentarse, todos dirigían la cabeza hacia los platos y pulsaban sus instrumentos. Entonces cada profesor de silencio tocaba para sí. Al principio se oía picotear los cubiertos; pero a los pocos instantes aquel ruido volaba y quedaba olvidado. Yo empezaba, simplemente, a comer. Mi amigo era como ellos y aprovechaba aquellos momentos para recordar su país. De pronto yo me sentía reducido al círculo del plato y me parecía que no tenía pensamientos propios. Los demás eran como dormidos que comieran al mismo tiempo y fueran vigilados por los servidores. Sabíamos que terminábamos un plato porque en ese instante lo escamoteaban; y pronto nos alegraba el siguiente. A veces teníamos que dividir la sorpresa y atender al cuello de una botella que venía arropada en una servilleta blanca. Otras veces nos sorprendía la mancha oscura del vino que parecía agrandarse en el aire mientras sostenía el cristal de la copa.
A las pocas reuniones en el comedor gratuito, yo ya me había acostumbrado a los objetos de la mesa y podía tocar los instrumentos para mí solo. Pero no podía dejar de preocuparme por el alejamiento de los invitados.
Cuando el «director» apareció en el segundo mes, yo no pensaba que aquel hombre nos obsequiara por haberse salvado su hija, yo insistía en suponer que la hija se había ahogado. Mi pensamiento cruzaba con pasos inmensos y vagos las pocas manzanas que nos separaban del río; entonces yo me imaginaba a la hija, a pocos centímetros de la superficie del agua; allí recibía la luz de una luna amarillenta; pero al mismo tiempo resplandecía de blanco, su lujoso vestido y la piel de sus brazos y su cara.
Tal vez aquel privilegio se debiera a las riquezas del padre y a sacrificios ignorados. A los que comían frente a mí y de espaldas al río, también los imaginaba ahogados: se inclinaban sobre los platos como si quisieran subir desde el centro del río y salir del agua; los que comíamos frente a ellos, les hacíamos una cortesía pero no les alcanzábamos la mano.
Una vez en aquel comedor oí unas palabras. Un comensal muy gordo había dicho: «Me voy a morir». Enseguida cayó con la cabeza en la sopa, como si la quisiera tomar sin cuchara; los demás habían dado vuelta sus cabezas para mirar la que estaba servida en el plato, y todos los cubiertos habían dejado de latir. Después, se había oído arrastrar las patas de las sillas, los sirvientes llevaron al muerto al cuarto de los sombreros e hicieron sonar el teléfono para llamar al médico. Y antes que el cadáver se enfriara ya todos habían vuelto a sus platos y se oían picotear los cubiertos.
Al poco tiempo yo empecé a disminuir las corridas por el teatro y a enfermarme de silencio. Me hundía en mí mismo como en un pantano. Mis compañeros de trabajo tropezaban conmigo, y yo empecé a ser un estorbo errante. Lo único que hacía bien era lustrar los botones de mi frac. Una vez un compañero me dijo: «¡Apúrate, hipopótamo!» Aquella palabra cayó en mi pantano, se me quedó pegada y empezó a hundirse. Después me dijeron otras cosas. Y cuando ya me habían llenado la memoria de palabras como cacharros sucios, evitaban tropezar conmigo y daban vuelta por otro lado para esquivar mi pantano.
Algún tiempo después me echaron del empleo y mi amigo extranjero me consiguió otro en un teatro inferior.
Allí iban mujeres mal vestidas y hombres que daban poca propina. Sin embargo, yo traté de conservar mi puesto. Pero en uno de aquellos días más desgraciados apareció ante mis ojos algo que me compensó de mis males. Había estado insinuándose poco a poco. Una noche me desperté en el silencio oscuro de mi pieza y vi en la pared empapelada de flores violetas, una luz. Desde el primer instante tuve la idea de que ocurría algo extraordinario, y no me asusté. Moví los ojos hacia un lado y la mancha de luz siguió el mismo movimiento. Era una mancha parecida a la que se ve en la oscuridad cuando recién se apaga la lamparilla; pero esta otra se mantenía bastante tiempo y era posible ver a través de ella. Bajé los ojos hasta la mesa y vi las botellas y los objetos míos.
No me quedaba la menor duda; aquella luz salía de mis propios ojos, y se había estado desarrollando desde hacía mucho tiempo. Pasé el dorso de mi mano por delante de mi cara y vi mis dedos abiertos. Al poco rato sentí cansancio; la luz disminuía y yo cerré los ojos. Después los volví a abrir para comprobar si aquello era cierto. Miré la bombita de luz eléctrica y vi que ella brillaba con luz mía. Me volví a convencer y tuve una sonrisa. ¿Quién, en el mundo, veía con sus propios ojos en la oscuridad?Cada noche yo tenía más luz. De día había llenado la pared de clavos; y en la noche colgaba objetos de vidrio o porcelana: eran los que se veían mejor. En un pequeño ropero —donde estaban grabadas mis iniciales, pero no las había grabado yo—, guardaba copas atadas del pie con un hilo, botellas con el hilo al cuello, platitos atados en el calado del borde, tacitas con letras doradas, etc. Una noche me atacó un terror que casi me lleva a la locura.

Me había levantado para ve si me había quedado algo más en el ropero; no había encendido la luz eléctrica y vi mi cara y mis ojos en el espejo, con mi propia luz. Me desvanecí. Y cuando me desperté tenía la cabeza debajo dela cama y veía los fierros como si estuviera debajo de un vpuente. Me juré no mirar nunca más aquella cara mía y aquellos ojos de otro mundo. Eran de un color amarillo verdoso que brillaba como el triunfo de una enfermedad desconocida; los ojos eran grandes redondeles, y la cara estaba dividida en pedazos que nadie podría juntar ni comprender.

Me quedé despierto hasta que subió el ruido de los huesos serruchados y cortados con el hacha.
Al otro día recordé que hacía pocas noches iba subiendo el pasillo de la platea en penumbra y una mujer me había mirado los ojos con las cejas fruncidas. Otra noche mi amigo extranjero me había hecho burla diciéndome que mis ojos brillaban como los de los gatos. Yo trataba de no mirarme la cara en las vidrieras apagadas, y prefería no ver los objetos que había tras los vidrios. Después de haber pensado mucho en los modos de utilizar la luz, siempre había llegado a la conclusión de que debía utilizarla cuando estuviera solo.

En una de las cenas y antes que apareciera el dueño de casa en la portada blanca, vi la penumbra de la puerta entreabierta y sentí deseos de meter los ojos allí. Entonces empecé a planear la manera de entrar en aquella habitación, pues ya había entrevisto en ellas varias vitrinas cargadas de objetos y había sentido aumentar la luz de mis ojos.

El hall del gran comedor daba a una calle, pero la casa cruzaba toda la manzana y tenía la entrada principal por otra calle; yo ya me había paseado muchas veces por la calle del hall y había visto varias veces al mayordomo: era el único que andaba por allí a esas horas. Cuando caminaba de frente con las piernas y los brazos torcidos hacia afuera, parecía un orangután; pero al verlo de costado, con la cola del frac muy dura, parecía un bicharraco. Una tarde, antes de cenar, me atrevía a hablarle. Él me miraba escondiendo los ojos detrás de cejas espesas, mientras yo le decía:
—Me gustaría hablarle de un asunto particular, perotengo que pedirle reserva.
—Usted dirá, señor.
—Yo… —ahora él miraba al piso y esperaba— …tengo en los ojos una luz que me permite ver en la oscuridad…
—Comprendo, señor.
—¡Comprende, no! —le contesté irritado—. Usted no puede haber conocido a nadie que viera en la oscuridad.
—Dije que comprendía sus palabras, señor, pero ya lo creo que ellas me asombran.
—Escuche. Si nosotros entramos a esa habitación —la de los sombreros— y cerramos la puerta, usted puede poner encima de la mesa cualquier objeto que tenga en el bolsillo y yo le diré qué es.
—Pero señor —decía él—, si en ese momento viniera…
—Si es el dueño de la casa, yo le doy autorización para que se lo diga. Hágame el favor; es un momentito nada más.
—¿Y para qué?…
—Ya se lo explicaré. Ponga cualquier cosa en la mesa apenas yo cierre la puerta, y enseguida le diré…
—Lo más pronto que pueda, señor…
Pasó ligero, se acercó a la mesa, yo cerré la puerta y al instante le dije:
—¡Usted ha puesto la mano abierta y nada más!
—Bueno, me basta, señor.
—Pero ponga algo que tenga en el bolsillo…
Puso el pañuelo; y yo, riéndome, le dije:
—¡Qué pañuelo sucio!
El también se rió, pero de pronto le salió un graznido ronco y enderezó hacia la puerta. Cuando la abrió tenía una mano en los ojos y temblaba. Entonces me di cuenta que me había visto la cara, y eso yo no lo había previsto. Él me decía, suplicante:
—¡Váyase, señor! ¡Váyase, señor!
Y empezó a cruzar el comedor. Estaba ya iluminado pero vacío.
En la próxima vez que el dueño de casa comió con nosotros, yo le pedí a mi amigo que me permitiera sentar me cerca de la cabecera —donde se ubicaba el dueño—.
El mayordomo tendría que servir allí, y no podría esquivarme. Cuando trata el primer plato sintió sobre él mis ojos y le empezaron a temblar las manos. Mientras el ruido de los cubiertos entretenía el silencio, yo acosaba al mayordomo. Después lo volví a ver en el hall. Él me decía:
—¡Señor, usted me va a perder!
—Si no me escucha, ya lo creo que lo perderé.
—¿Pero qué quiere el señor de mí?
—Que me permita ver, simplemente ver, puesto que usted me revisará a la salida, las vitrinas de la habitación contigua al comedor.
Empezó a hacer señas con las manos y la cabeza antes de poder articular ninguna palabra. Y cuando pudo, dijo:
—Yo vine a esta casa, señor, hace muchos años…
A mí me daba pena, y fastidio de tener pena. Mi lujuria de ver me lo hacía considerar como un obstáculo complicado. Él me hacía la historia de su vida y me explicaba por qué no podía traicionar al dueño de casa. Entonces lo interrumpí intimidándolo:
—Todo eso es inútil puesto que él no se enterará, además, usted se portaría mucho peor si yo le revolviera la cabeza por dentro. Esta noche vendré a las dos, y estaré en aquella habitación hasta las tres.
—Señor, revuélvame la cabeza y máteme.
—No; te ocurrirían cosas mucho más horribles que la muerte.
Y en el instante de irme le repetí:
—Esta noche, a las dos, estaré en la puerta.
Al salir de allí necesité pensar algo que me justificara. Entonces me dije: «Cuando él vea que no ocurre nadano sufrirá más». Yo quería ir esa noche porque me tocaba cenar allí, y aquellas comidas con sus vinos me excitaban mucho y me aumentaban la luz.
Durante esa cena el mayordomo no estuvo tan nervioso como yo esperaba, y pensé que no me abriría la puerta. Pero fui a las dos, y me abrió. Entonces, mientras cruzaba el comedor detrás de él y de su candelabro, se me ocurrió la idea de que él no había resistido la tortura de la amenaza, le había contado todo el dueño y me tendrían preparada una trampa. Apenas entramos en la habitación de las vitrinas lo miré: tenía los ojos bajos y la cara inexpresiva; entonces le dije:
—Tráigame un colchón. Veo mejor desde el piso y quiero tener el cuerpo cómodo.
Vaciló haciendo movimientos con el candelabro y se fue. Cuando me quedé solo y empecé a mirar, creí estar en el centro de una constelación. Después pensé que me atraparían. El mayordomo tardaba. Para prenderme a mí no hubieran necesitado un colchón con una mano porque en la otra traía el candelabro. Y con voz que sonó demasiado entre aquellas vitrinas, dijo:
—Volveré a las tres.
Al principio yo tenía miedo de verme reflejado en los grandes espejos o en los cristales de las vitrinas. Pero tirado en el suelo no me alcanzaría ninguno de ellos. ¿Por qué el mayordomo estaría tan tranquilo? Mi luz anduvo vagando por aquel universo, pero yo no podía alegrarme. Después de tanta audacia para llegar hasta allí, me faltaba el coraje para estar tranquilo. Yo podía mirar una cosa y hacerla mía teniéndola en mi luz un buen rato, pero era necesario estar despreocupado y saber que tenía derecho a mirarla. Me decidí a observar un pequeño rincón que tenía cerca de los ojos. Había un libro de misa con tapas de carey veteado como el azúcar quemado, pero en una de las esquinas tenía un calado sobre el que descansaba una flor aplastada. Al lado de él enroscado como un reptil, yacía un rosario de piedras preciosas. Esos objetos estaban al pie de abanicos que parecían bailarinas abriendo sus anchas polleras; mi luz perdió un poco de estabilidad al pasar sobre algunos que tenían lentejuelas; y por fin se detuvo en otro que tenía un chino con cara de nácar y traje de seda. Sólo aquel chino podía estar aislado en aquella inmensidad; tenía una manera de estar fijo que hacía pensar en el misterio de la estupidez. Sin embargo, él fue lo único que yo pude hacer mío aquella noche. Al salir quise darle una propina al mayordomo.
Pero él la rechazó diciendo:
—Yo no hago esto por interés, señor; lo hago obligado por usted.
En la segunda sesión miré miniaturas de jaspe, pero al pasar mi luz por encima de un pequeño puente sobre él cruzaban elefantes me di cuenta de que en aquella habitación había otra luz que no era la mía. Di vuelta los ojos antes que la cabeza y vi avanzar una mujer blanca con un candelabro. Venía desde el principio de la ancha avenida bordeada de vitrinas. Me empezaron espasmos en la sien que enseguida corrieron como ríos dormidos a través de las mejillas; después los espasmos me envolvieron el pelo con vueltas de turbante. Por último aquello descendió por las piernas y se anudó en las rodillas. La mujer venía con la cabeza fija y el paso lento. Yo esperaba que su envoltura de luz llegara hasta el colchón y ella soltara un grito. Se detenía unos instantes; y al renovar los pasos yo pensaba que tenía tiempo de escapar; pero no me podía mover. A pesar de las pequeñas sombras en la cara se veía que aquella mujer era bellísima: parecía haber sido hecha con las manos y después de haberla bosquejado en un papel. Se acercaba demasiado, pero yo pensaba quedarme quieto hasta el fin del mundo. Se paró a un costado del colchón. Después empezó a caminar pisando con un pie en el piso y el otro en el colchón. Yo estaba como un muñeco extendido en un escaparate mientras ella pisara con un pie en el cordón de la vereda y el otro en la calle. Después permanecí inmóvil a pesar de que la luz de ella se movía de una manera extraña. Cuando la vi pasar de vuelta, ella hacía un camino en forma de eses por entre el espacio de una vitrina a la otra, y la cola del peinador se iba enredando suavemente en las patas de las vitrinas. Tuve la sensación de haber dormido un poco antes que ella hubiera llegado a la puerta del fondo. La había dejado abierta al venir y también la dejó irse. Todavía no había desaparecido del todo la luz de ella, cuando descubrí que había otra detrás de mí. Ahora me puede levantar. Tomé el colchón por una punta y salí para encontrarme con el mayordomo. Le templaba todo el cuerpo y el candelabro. No podía entender lo que decía porque le castañeteaban los dientes postizos.
Yo sabía que en próxima sesión ella aparecería de nuevo; no podía concentrarme para mirar nada, y no hacía otra cosa que esperarla. Apareció y me sentí más tranquilo. Todos los hechos eran iguales a la primera vez; el hueco de los ojos conservaba la misma fijeza; pero no sé dónde estaba lo que cada noche tenía de diferente. Al mismo tiempo yo ya sentía costumbre y ternura. Cuando ella venía cerca del colchón tuve una rápida inquietud: me di cuenta que no pasaría por la orilla sino que cruzaría por encima de mí. Volví a sentir terror y a creer que ella gritaría. Se detuvo cerca de mis pies. Después dio un paso sobre el colchón; otro encima de mis rodillas —que temblaron, se abrieron e hicieron resbalar el pie de ella— otro paso del otro pie en el colchón; otro paso en la boca de mi estómago; otro más en el colchón, y otro de manera que su pie descalzo se apoyó en mi garganta. Y después perdí el sentido de lo que ocurría de la más delicada manera: pasó por mi cara toda la cola de su peinador perfumado.
Cada noche los hechos eran más percibidos; pero yo tenía sentimientos distintos. Después todos se fundían y las noches parecían pocas. La cola del peinador borraba memorias sucias y yo volvía a cruzar espacios de unaire tan delicado como el que hubiera podido mover las sábanas de la infancia. A veces ella interrumpía un instante el roce de la cola sobre mi cara; entonces yo sentía la angustia de que me cortaran la comunicación y la amenaza de un presente desconocido. Pero cuando el roce continuaba y el abismo quedaba salvado, yo pensaba en una broma de la ternura y bebía con fruición todo el resto de la cola.
A veces el mayordomo me decía:
—¡Ah, señor! ¡Cuánto tarda en descubrirse todo esto! Pero yo iba a mi pieza, cepillaba lentamente mi traje negro en el lugar de las rodillas y el estómago, y después me acostaba para pensar en ella. Había olvidado mi propia luz: la hubiera dado toda por recordar con más precisión cómo la envolvía a ella la luz de su candelabro.
Repasaba sus pasos y me imaginaba que una noche ella se detendría cerca de mí y se hincaría; entonces, en vez del peinador, yo sentiría sus cabellos y sus labios. Todo esto lo componía de muchas maneras; y a veces le ponía palabras: «Querido mío, yo te mentía…» Pero esas palabras no me parecían de ella y tenía que empezar a suponer todo de nuevo. Esos ensayos no me dejaban dormir; y hasta penetraban un poco en los sueños. Una vez soñé que ella cruzaba una gran iglesia. Había resplandores de luces de velas sobre colores rojos y dorados. Lo más iluminado era le vestido blanco de la novia con una larga cola que ella llevaba lentamente. Se iba a casar; pero caminaba sola y con una mano se tomaba la otra. Yo era un perro lanudo de un color negro muy brillante y estaba echado encima de la cola de la novia. Ella me arrastraba con orgullo y yo parecía dormido. Al mismo tiempo, yo me sentía ir entre un montón de gente que seguía a la novia y al perro. En esa otra manera mía, yo tenía sentimientos e ideas parecidos a los de mi madre y trataba de acercarme todo lo posible al perro. Él iba tan tranquilo como si se hubiera dormido en una playa y de cuando en cuando abriera los ojos y se viera rodeado de espuma. Yo le había trasmitido al perro una idea y él la había recibido con una sonrisa. Era ésta: «Tú te dejas llevar pero tú piensas en otra cosa».
Después, en la madrugada, oía serruchar la carne y golpear con el hacha.Una noche en que había recibido pocas propinas, salí del teatro y bajé hasta la calle más próxima al frío. Mis piernas estaban cansadas, pero mis ojos tenían gran necesidad de ver. Al pararme en una casucha de libros viejos vi pasar una pareja de extranjeros; él iba vestido de negro y con una gorra de apache; ella llevaba en la cabeza una mantilla española y hablaba en alemán. Yo caminaba en dirección de ellos, pero ellos iban apurados y me habían sacado ventaja. Sin embargo, al llegar a la esquina tropezaron con un niño que vendía caramelos y le desparramaron los paquetes. Ella se reía, le ayudaban a juntar la mercancía y al fin le dio unas monedas.
Y fue al volverse a mirar por última vez al vendedor, cuando reconocí a mi sonámbula y me sentí caer en un pozo de aire. Seguí a la pareja ansiosamente; yo también tropecé con una gorda que me dijo:
—Mirá por donde vas, imbécil.
Yo casi corría y estaba a punto de sollozar. Ellos llegaron a un cine barato, y cuando él fue a sacar las entradas ella dio vuelta la cabeza. Me miró con cierta insistencia porque vio mi ansiedad, pero no me conoció. Yo no tenía la menor idea. Al entrar me senté algunas filas delante de ellos y, en una de las veces que me di vuelta para mirarla, ella debe haber visto mis ojos en la oscuridad, pues empezó a hablarle a él con alguna agitación.
Al rato yo me di vuelta otra vez; ellos hablaron de nuevo, pero pocas palabras y en voz alta. E inmediatamente abandonaron la sala. Yo también. Corría detrás de ella sin saber lo que iba a hacer. Ella no me reconocía; y además se me escapaba con otro. Yo nunca había tenido tanta excitación y aunque sospechaba que no iría a buen fin, no podía detenerme. Estaba seguro de que en todo aquello había confusión de destinos; pero el hombre que iba apretado al brazo de ella se había hundido la gorra hasta las orejas y caminaba cada vez más ligero. Los tres nos precipitábamos como en un peligro de incendio; yo ya iba cerca de ellos, y esperaba quién sabe que desenlace.
Ellos bajaron la vereda y empezaron a cruzar la calle corriendo; yo iba a hacer lo mismo, y en ese instante me detuvo otro hombre de gorra; estaba sentado en un auto, había descargado un cornetazo y me estaba insultando.
Apenas desapareció el auto yo vi a la pareja acercarse a un policía. Con el mismo ritmo con que caminaba tras ellos me decidí a ir para otro lado. A los pocos metros me di vuelta, pero no vi a nadie que me siguiera. Entonces empecé a disminuir la velocidad y a reconocer el mundo de todos los días. Había que andar despacio y pensar mucho. Me di cuenta que iba a tener una gran angustia y entré en una taberna que tenía poca luz y poca gente; pedí vino y empecé a gastar de las propinas que reservaba para pagar la pieza. La luz salía hacia la calle por entre las rejas de una ventana abierta; y se le veían brillar las hojas de un árbol que estaba parado en el cordón de la vereda. A mí me costaba decidirme a pensar en lo que pasaba. El piso era de tablas viejas con agujeros. Yo
pensaba que el mundo en que ella y yo nos habíamos encontrado era inviolable; ella no lo podría abandonar después de haberme pasado tantas veces la cola del peinador por la cara; aquello era un ritual en que se anunciaba el cumplimiento de un mandato. Yo tendría que hacer algo. O tal vez esperar algún aviso que ella me diera en una de aquellas noches. Sin embargo, ella no parecía saber el peligro que corría en sus noches despiertas, cuando violaba lo que le indicaban los pasos del sueño. Yo me sentía orgulloso de ser un acomodador, de estar en la más pobre taberna y de saber, yo solo —ni siquiera ella lo sabía—, que con mi luz había penetrado en un mundo cerrado para todos los demás. Cuando salí de la taberna vi un hombre que llevaba gorra. Después vi otros. Entonces tuve una idea de los hombres de gorra: eran seres que andaban por todas partes, pero que no tenían nada que ver conmigo. Subí a un tranvía pensando que cuando fuera a la sala de las vitrinas llevaría escondida una gorra y de pronto se la mostraría. Un hombre gordo descargó su cuerpo, al sentarse a mi lado, y yo ya no pude pensar más nada.
A la próxima reunión yo llevé la gorra, pero no sabía si la utilizaría. Sin embargo, apenas ella apareció en el fondo de la sala, yo saqué la gorra y empecé a hacer señales como con un farol negro. De pronto la mujer se detuvo y yo, instintivamente, guardé la gorra; pero cuando ella empezó a caminar volví a sacarla y a hacer las señales. Cuando ella se paró cerca del colchón tuve miedo y le tiré con la gorra; primero le pegó en el pecho y después cayó a sus pies. Todavía pasaron unos instantes antes de que ella soltara un grito. Se le cayó el candelabro haciendo ruido y apagándose. Enseguida oí caer el bulto blando de su cuerpo seguido de un golpe más duro que
sería la cabeza. Yo me paré y abrí los brazos como para tantear una vitrina, pero en ese instante me encontré con mi propia luz que empezaba a crecer sobre el cuerpo de ella. Había caído como si enseguida fuera a tener un sueño dichoso; los brazos le habían quedado entreabiertos, la cabeza echada hacia un lado y la cara pudorosamente escondida bajo las ondas del pelo. Yo recorría su cuerpo con mi luz como un bandido que la registrara con una linterna; y cerca de los pies me sorprendí al encontrar un gran sello negro, en el que pronto reconocí mi gorra.
Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella. Yo miraba complacido la gorra y pensaba que era mía y no de ningún otro, pero de pronto mis ojos empezaron a ver en los pies de ella un color amarillo verdoso parecido al de mi cara aquella noche que la vi en el espejo de mi ropero. Aquel color se hacía más brillante en algunos lados del pie y se oscurecía en otros. Al instante aparecieron pedacitos blancos que me hicieron pensar en los huesos de los dedos. Ya el horror giraba en mi cabeza como un humo sin salida. Empecé a hacer de nuevo el recorrido de aquel cuerpo; ya no era el mismo, y yo no reconocía su forma; a la altura del vientre encontré, perdida, una de sus manos, y no veía en ella nada más que los huesos. No quería mirar más y hacía un gran esfuerzo para bajar los párpados. Pero mis ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta dentro de mis órbitas, siguieron revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó hasta la cabeza de ella. Carecía por completo de pelo, y los huesos de la cara tenía un brillo espectral como el de un astro visto con un telescopio. Y de pronto oí al mayordomo: caminaba fuerte, encendía todas las luces y hablaba enloquecido. Ella volvió a recobrar sus formas, pero yo no la quería mirar. Por una puerta que yo no había visto entró el dueño de casa y fue corriendo a levantar a la hija. Salía con ella en brazos cuando apareció otra mujer; todos se iban, y el mayordomo no dejaba de gritar:
—Él tuvo la culpa; tiene una luz del infierno en los ojos. Yo no quería y él me obligó…
Apenas me quedé solo pensé que me ocurría algo muy grave. Podría haberme ido; pero me quedé hasta que entró de nuevo el dueño. Detrás venía el mayordomo y dijo:
—¡Todavía está aquí!
Yo iba a contestarle. Tardé en encontrar la respuesta; sería más o menos esta: «No soy persona de irme así de una casa. Además tengo que dar una explicación». Pero también me vino la idea de que sería más digno no contestar al mayordomo. El dueño ya había llegado hasta mí. Se arreglaba el pelo con los dedos y parecía muy preocupado. Levantó la cabeza con orgullo y, con el ceño frun-
cido y los ojos empequeñecidos, me preguntó:
—¿Mi hija lo invitó a venir a este lugar?
Su voz parecía venir de un doble fondo que él tuviera en su persona. Yo me quedé tan desconcertado que no pude decir más que:
—No, señor. Yo venía a ver estos objetos… y ella me caminaba por encima…
El dueño iba a hablar, pero se quedó con la boca entreabierta. Volvió a pasarse los dedos por el pelo y parecía pensar: «No esperaba esta complicación».
El mayordomo empezó a explicarle otra vez la luz del infierno y todo lo demás. Yo sentía que toda mi vida era una cosa que los demás no comprendían. Quise reconquistar el orgullo y dije:
—Señor, usted no podrá entender nunca. Si le es más cómodo, envíeme a la comisaría.
Él también recobró su orgullo:
—No llamaré a la policía, porque usted ha sido mi invitado, pero ha abusado de mi confianza, y espero que su dignidad le aconsejará lo que debe hacer. Entonces yo empecé a pensar un insulto. Lo primero que me vino a la cabeza fue decirle «mugriento». Pero enseguida quise pensar en otro. Y fue en esos instantes cuando se abrió, sola, una vitrina, y cayó al suelo una mandolina. Todos escuchamos atentamente el sonido de la caja armónica y de las cuerdas. Después el dueño se dio vuelta y se iba para adentro en el momento que el mayordomo fue a recoger la mandolina; le costó decidirse a tomarla, como si desconfiara de algún embrujo; pero la pobre mandolina parecía, más bien, un ave disecada. Yo también me di vuelta y empecé a cruzar el comedor haciendo sonar mis pasos; era como si anduviera dentro de un instrumento.


En los días que siguieron tuve mucha depresión y me volvieron a echar del empleo. Una noche intenté colgar mis objetos de vidrio en la pared, pero me parecieron ridículos. Además fui perdiendo la luz; apenas veía el dorso de mi mano cuando la pasaba por delante de los ojos.


Felisberto Hernández
Nació a principios del siglo XX en el barrio Atahualpa. Fue el mayor de los cuatro hijos de Prudencio Hernández, natural de Tenerife, Islas Canarias, y Juana Silva, de la ciudad de Rocha. A los nueve años comenzó sus estudios de piano que profundizaría más tarde con el profesor Clemente Colling, quien le enseñó composición y armonía. Debido a dificultades económicas, a los 16 años comenzó a dar clases particulares de piano y a ilustrar musicalmente películas, trabajando de pianista en varias salas de cine mudo. A los 20 años comenzó a dar recitales en los que interpretó también algunas obras de su creación. Tres años más tarde, tomó clases de piano con Guillermo Kolischer, convirtiéndose en un buen instrumentista. En 1925 contrajo matrimonio con María Isabel Guerra, con quien tuvo su primera hija, Mabel. Se divorciaron en 1935 y dos años después se casó con la pintora Amalia Nieto, con quien tuvo a su hija Ana María al año siguiente. Hasta 1942 fue pianista itinerante entre Uruguay y Argentina, alternando entre la orquesta del café La Giralda, en Montevideo, como pianista y director de una orquesta en el café-concierto de Mercedes, Teatro Albéniz de Montevideo y Teatro del Pueblo de Buenos Aires. En 1943 se separó de Amalia y viajó a París, en su momento de mayor esplendor, donde conoció a María Luisa de las Heras (alias de África de las Heras), española, veterana de la Guerra Civil y agente de la KGB a quien se le encomendó seducirlo. En 1949 se casaron e instalaron en Montevideo, donde ella trabajó como modista y comerciante de antigüedades, actividades que encubrían su red de espionaje. Al año se divorciaron, sin que él supiera el papel que había desempeñado. Sobre sus complicadas relaciones con las mujeres (se casó cuatro veces), existen dos testimonios de interés: el libro Felisberto Hernández y yo de Paulina Medeiros, con quien mantuvo una relación entre 1943 y 1947 tras la cual continuaron escribiéndose, y ¿Otro Felisberto? de la pedagoga Reina Reyes con quien estuvo sentimentalmente vinculado de 1954 a 1958. Integró el círculo de amigos que frecuentaban las tertulias en casa de Alfredo y Esther de Cáceres, junto a Carlos Vaz Ferreira, Jules Supervielle, José Pedro Bellán y Joaquín Torres García, entre otros intelectuales y artistas de la época.
Fuente: es-wikipedia.org - Foto: elortiba.com

ELISABETH AUSTER: POEMAS



PUNTOS
Tu sur es mi norte
(lo que unos callan, otros desearían gritarlo)
y hay un sur por debajo de todas las cosas
                                                                 que quiero que explores
                                                                 en el que no querés perderte.

CONCLUSIÓN
¿Es que vas a dejarme aquí
y vas a olvidarme así:

extraviada sin tus besos,
abandonada de tus manos,
ajena a tu mirada,
expulsada de tu almohada,
resistida por tu pene,
ignorada por tus ojos?
Tu amor
no me perdona;
tu amor
me ha defraudado.


DE ESTE ROMANCE SOLO QUEDAN
De este romance solo quedan:

Tu mirada de fuego interpuesta entre mis ojos y los de cualquier otro;
La añoranza de la caricia de tus manos;
Sonreír como reflejo por tu nombre;
El dulce sabor perdido de tus besos;
Risas que se convirtieron en fantasmas y ahora deambulan por San Telmo;
Un color mediterráneo condenado a extinguirse en mi memoria;
Bailar con los ojos cerrados;
Canciones que por siempre serán nuestras;
El beso perfecto recibido entre las piernas;
El beso que te debo y ya no habré de darte;
Tu obelisco diseñado a mi gusto y medida;
Los poemas que te escribí en noches que no venían al caso como anotaciones al margen de mi historia;
La dulzura ausente después (la distancia y el hambre erosionan los modales);
Mi entrega;
Tu entrega;
Mis sentimientos;
Tus emociones;
Tu miedo a mi cariño;
Tu pánico a volver a enamorarte;
Tu confianza en mi patriótica lealtad;
Mi ilusión de que alguna vez estarías a la altura de las circunstancias;
La honestidad razonada;
Mensajes encerrados en botellas perdidas en el mar;
Pieles que duermen desnudas;
Brindar sin excusas ni razones, brindar de puro gusto;
Los espectros (en realidad, nunca se fueron);
Diplomacia preparándose para la guerra;
No saber lo que queremos;
No querer lo que necesitamos;
Lágrimas de noche y vestido de hielo para el día;
Hablar de más;
Hablar de menos;
Gritar de felicidad a los cuatro vientos;
Descubrirse gritándole a una pared;
La memoria de cuando todo;
Esta abundancia de nada;
No importarte más;
El acre sabor del “no se pudo”
.

Elisabeth Auster

Elizabeth Auster nació en Buenos Aires en 1974. Poeta y narradora, colaboró en diferentes revistas literarias de Argentina, entre ellas Morimbia y Nueva Generación. Realizó para la editorial La Sombra del Membrillo, de España, la selección, introducción y notas del e-book Poemas Reunidos, de Luis Benítez (2005). 
fuente: revistapanero.wordpress.com - paginadepoesia.com Foto: unidiversidad.com

MÚSICA: MICHIO MAMIYA


"La tumba de las luciérnagas"
Subido por: Jaden Yuki
Gentileza: YouTube estándar



"Tema final de la tumba de las luciérnagas"
Subido por: Sora Sen
Gentileza: YouTube estándar





Michio Mamiya ( jap. 間宮芳生, Mamiya Michio; Nació el 29 de junio de 1929 en Asahikawa en la isla de Hokkaido , Japón ) es un japonés compositor .
Ya en 1940 recibió clases de composición de Moroi Saburo . Era un estudiante de Hiroshi Tamura especialista en el piano y Tomojiro Ikenouchi especialista en composición en la Universidad Nacional de Tokio de Bellas Artes y Música . Su interés especial es la música original japonesa. Sin embargo, él trata de realizar una síntesis de la música europea y la música tradicional japonesa en sus obras. Incluso con la auténtica música de África , los países escandinavos y muchos países asiáticos, y no menos importante en Japón, donde se ha ocupado intensamente. 
Como orador y conferenciante, ha participado en los talleres y las llamadas clínicas en Finlandia , la ex Unión Soviética , Canadá , el Estados Unidos de América , Hungría y de China. Trabajó como profesor de la Universidad Nacional de Tokio de Bellas Artes y de la Música y de la Escuela de Música Toho Gakuen de. Sus obras han sido provistos de numerosos premios y premios en el país y en el extranjero.
Fuente: wikipedia.org

viernes, 23 de diciembre de 2016

ROBERTO FONTANARROSA: "Y TE DIGO MÁS.."

Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel. Casi se convierte en otra víctima del imperialismo salvaje el pobre Gordo. Del colonialismo, por decirlo de otra manera. Porque, decime vos, qué carajo tiene que ver con nosotros y con nuestras costumbres el Papá Noel. ¿Quién le dio chapa al Papá Noel? Un tipo vestido para la nieve, abrigado como para ir a la Antártida, en un trineo tirado por renos. ¡Renos, mi querido! ¿Cuándo mierda hemos visto un reno nosotros? ¿Alguna vez te fuiste a Buenos Aires en auto y viste al costado del camino un reno morfando pasto debajo de un árbol?


Pero el pobre Gordo casi la palma con esa historia... ¿No te conté la del Gordo Luis? Porque se la cuento a todos. Fue hace como quince años. El Gordo estaba en la lona total. Pero en la lona lona, no tenía un mango partido por la mitad, lo habían despedido de la proveeduría donde laburaba y lo ponías cabeza abajo y no le caía una moneda. Para colmo, se venían las fiestas y algo había que comprar para poner arriba de la mesa el 24 a la noche.



El Gordo tiene dos pibes que eran muy chiquitos en ese entonces y a esa edad a los pendejos no les vas a andar explicando el fato del FMI, la tecnología que reemplaza a los trabajadores y todas esas pelotudeces.
La cuestión es que empezó a buscar laburo, alguna changa, cualquier cosa, trabajar de lo que fuera. Primero empezó por su barrio, con los amigos y conocidos, ahí por Mendoza al fondo. Ya después entró a andar por cualquier lado para conseguir algo.

Y resulta que en el barrio Echesortu, una vieja que tenía una casa bastante grande de electrodomésticos le ofrece disfrazarse de Papá Noel y repartir caramelos a los chicos en la puerta para promocionar su negocio. Lo de siempre. Le tiraba unos mangos, por supuesto, que al Gordo le venían bastante bien. Y ahí fue el Luis, che. Ahora, imaginate la escena, porque estamos hablando de Rosario, Capital de los Cereales, ubicada a orillas del anchuroso río Paraná. El Gordo Luis, tenés que pensar en un tipo arriba de los cien kilos, fácil fácil debe andar por los 120, porque es alto, grandote, Luis.

Y te digo que resultaba perfecto para Papá Noel porque el Luis es más bueno que Lassie, nunca lo he visto enojado al Gordo, es un pan de Dios. Pero tenés que tener en cuenta una cosa ineludible. Rosario... pleno verano... mediodía, un sol de la puta madre que lo reparió, algo así como 83 grados a la sombra, y ese gordo metido adentro de un traje de Papá Noel con una tela tipo felpa así de gruesa, así de gruesa no te miento, gorro, barba de algodón, bigotes, botas y guantes.

¡Guantes! Porque la vieja era una vieja hinchapelotas, conservadora, que quería que el Gordo se pareciera exactamente a Papá Noel y que se vistiera todo como correspondía, el pobre Gordo. ¿Viste que hay veces en que tipos hacen de Papá Noel pero sin guantes y hasta a veces sin barba, o pendejas jovencitas vestidas de colorado pero con polleritas cortonas, tipo minifaldas, y las gambas al aire así están más frescas?
Pero claro, el Gordo Luis era perfecto para hacer de Papá Noel y por eso se le ocurrió eso a esa vieja hija de puta. Porque lo vio al Gordo gordo y con esos cachetitos medio coloradones que tiene el tipo, el personaje, Santa Claus.

Hasta la voz media ronca tiene Luis... ¿viste que Papá Noel se ríe siempre con esa risa ronca? Jo, jo. Hasta eso tiene Luis, la voz ronca. Jo, jo, jo... Pero vuelvo al tema. Doce del mediodía, pleno diciembre, un sol que rajaba la tierra, un calor infernal, los pajaritos que se caían muertos al piso por la canícula, se venían en baranda y se desnucaban contra la vereda... y el Gordo ahí, che, con el traje de lana gruesa, barba y bigote, sacudiendo una campana de papel maché o algo así y dándoles caramelos a los chicos que se juntaban para verlo.

A los quince minutos, a los quince minutos te juro, el traje del Gordo ya no era colorado... ¿viste que esos trajes son colorado medio clarito? Bueno, era violeta, violeta era, por la transpiración a chorros que largaba el Gordo. Pero no un pedazo, alguna zona del traje, no. Ni tampoco era solamente debajo de los brazos o arriba de la zapán que es donde uno transpira más, no.

Era todo, completo, íntegro. Al Gordo le corrían ríos de sudor sobre la piel, ríos, torrentes que le empapaban acá, acá, acá, las ingles, las pelotas, las pantorrillas, ríos que le inundaban las botas, por ejemplo. Me contaba después –porque todo esto me lo contó él mismo- que sentía las botas llenas de agua, como si las hubiera metido en un balde de agua caliente, le chapoteaban. Todo alrededor, no te miento, todo alrededor, en el piso, en un diámetro de ocho metros más o menos en torno al Gordo, parecía que habían baldeado. Toda la vereda mojada, de lo que chivaba el Gordo, se le saltaban los goterones de la cabeza, parecía las Aguas Danzantes el Gordo, imaginate.

Te digo que era ya un espectáculo grotesco, lamentable, pero Luis le seguía metiendo voluntad, le ponía ganas, caminaba de un lado al otro, se reía, llamaba a los chicos. En eso, una vecina, una vieja de esas que nunca faltan, que están al reverendo pedo como bocina de avión, que vivía a unas dos puertas del negocio de electrodomésticos, sale a la puerta y lo ve al Gordo. O escuchó el griterío de los chicos y salió a ver que pasaba. Lo ve al Gordo y se apiada de él... ¿Viste? Esas viejas comedidas, bienintencionadas, chuecas, que caminan medio encorvadas, que les cuesta moverse pero que rompen las pelotas permanentemente, un cuete la vieja, una ladilla.

Se manda para adentro de nuevo la vieja, flaquita ¿viste? Bajita, canosa con un rodete y aparece al rato con una jarra así de grande, pero así de grande, con un líquido amarillento que parecía limonada, lleno de hielo. Transpiraba de fría la jarra. Y se la ofrece al Gordo, che.
El Gordo medio le dice que no, que no se hubiera molestado, que no puede desatender su trabajo pero, en definitiva, la acepta, lógicamente.

Además, los hijos de mil putas del negocio de electrodomésticos no le habían alcanzado ni un vaso de agua al Gordo. ¡Ni un vaso de agua siquiera! Después hablan de los norteamericanos. Nosotros somos tan hijos de puta como ellos para explotar a la gente. Lo que pasaba también es que a esa hora había quedado un solo encargado en el negocio. La vieja que contrató a Luis tenía como cinco negocios por otras partes de la ciudad y andaba de recorrida; y el otro empleado que laburaba ahí se había quedado en el fondo del local, rascándose las bolas debajo del único ventilador de techo que tenían esos miserables.

La cuestión es que la vecina saca un banquito chiquito a la calle, lo deja al lado de la puerta de su casa, medio sobre el umbral para que no le diera el sol directo, le dice a Luis “Aquí se lo dejo”, y ahí se lo deja.
Cuando el Gordo pudo zafar un poco del pendejerío, te imaginás que con ese calor llegó un momento en que había mucha menos gente en la calle, se prendió a la limonada y se bajó media jarra de un saque.
Pero resulta que no era limonada, boludo, no era limonada. Era vino blanco, vino blanco era.
La vieja le había zampado en la jarra un par de botellas de vino blanco, le había metido hielo a rolete y se lo había dejado ahí, con las mejores intenciones.

El Gordo, con la desesperación, con el calor que tenía en el cuerpo, recién se dio cuenta cuando ya se había mandado más de catorce litros sin respirar, de un saque. Y aparte, seamos sinceros, cuando ya se dio cuenta no pudo parar, no pudo parar. Te estoy hablando de un muchacho de 120 kilos después de estar moviéndose casi tres horas a pleno sol con 4000 grados de temperatura. No pudo parar. Se mandó todo el vino blanco. Fondo blanco.

Bueno, te imaginarás... te imaginarás el pedo tísico que se levantó ese muchacho. Una curda inmediata y espantosa, demencial. Una curda como para trescientas personas.
Casi no había desayunado, estaba sin almorzar, para colmo, el Gordo no era un tipo que tomara mucho alcohol, al menos que yo recuerde. Un poco de vino con la cena, nada más. Alguna copita de sidra. O a veces, en los bailes, alguno de esos tragos maricones como el gin tonic, pero con mucha más agua tónica que otra cosa.

¡El pedo que se agarró ese muchacho, Dios querido, el pedo que se agarró! No te digo que empezó a cantar boludeces, ni a caminar torcido, ni a vomitar contra las paredes, ni nada de eso. Pero entró a regalar todo lo que tenía a su alcance, se le dio por la beneficencia, le dio un ataque de comunismo acelerado. Primero terminó en cinco minutos con la existencia de caramelos y chocolatines que eran para toda la tarde...

¡Y después empezó a regalar los electrodomésticos! Empezó regalándole una tostadora eléctrica a un pendejo. Después le regaló un ventilador a la madre de otro de los pibes, después siguió con multiprocesadoras, veladores, hornos a microondas, etcétera...

Llamaba a la gente a los gritos, entraba al negocio y les daba algo, repartía, entregaba todo.
Y el empleado que se rascaba las bolas adentro del negocio ni se dio cuenta, debía estar en el fondo, en una oficinita que estaba detrás, arreglando papeles o apolillando una siesta mientras esperaba la hora en que el patrón llegaba.

Lo cierto es que, te imaginás, a los quince minutos en la puerta del negocio había un mundo de gente que venía de todas partes alertada por los otros que ya habían ligado algo de arribeño, por la mamúa del Gordo.
La gente pensaba que era una promoción del negocio o, en todo caso, se hacía la turra, cazaba los artefactos, se los llevaba y a otra cosa mariposa, si te he visto no me acuerdo, andá a cantarle a Gardel.
En eso aparece el dueño del boliche, un pelado con cara de amargo que llegó en su auto, un coche nuevo.
Y cuando el tipo se dio cuenta de lo que estaba pasando se puso loco, lógicamente se puso loco. Entró a gritar, a arrebatarles las cosas a la gente, a recuperar licuadoras, televisores portátiles, radios que la gente se llevaba. A los gritos ese hombre, desesperado, tironeando con los beneficiados.

Ante el despelote se despertó el empleado de adentro y salió cagando aceite a ayudarlo al pelado. Había tironeos, forcejeos, agarrones, hasta voló algún puñete. Y en eso llegó la cana, un patrullero que andaba de ronda.

En el despelote, cuando medio se enteró de cómo había venido la mano por lo que contaban los que se piraban con las licuadoras y todo eso, que gritaban que Papá Noel se las regalaba, el pelado les indicó a los policías que lo metieran en cana al Gordo, responsable de todo ese quilombo.

Y bien dice el Martín Fierro que no hay nada como el peligro para refrescar a un mamado. Ahí el Gordo se despejó, se dio cuenta, volvió a la realidad, se esclareció el Gordo.

Además, ya había vuelto a transpirar como un litro del vino blanco, me imagino, se había aliviado un poco de la tranca, y comprendió la cagada que se había mandado. Pero te conté que es un tipo manso, un tipo tranquilo que no se iba a poner a resistirse o a echarle la culpa a nadie. Supo que tenía la culpa, y entonces, todavía medio tambaleante, bajó la sabiola, se fue para adentro del negocio para cambiarse la ropa en el baño y meterse, derechito viejo, solito, adentro del patrullero.

Afuera seguía el desbole entre el pelado, su empleado, la gente y los canas que ahora también se habían unido a la tarea de recuperar todo lo que había regalado el Gordo.

El Gordo se fue al baño, se mojó la cara, cosa que terminó de despejarlo, se sacó esas pilchas de mierda de Papá Noel, se puso la ropa que había llevado en un bolsito y salió de nuevo a la calle.

Cuando salía para la calle –el negocio es bastante largo- lo ve venir al dueño con uno de los canas, desencajado el pelado, a las puteadas, buscándolo. Claro, lo ve al Gordo, sin el traje colorado, de camisita celeste y pantalones vaqueros, un bolso en la mano, el pelo negro achatado por el agua de la canilla, y no lo reconoce.

No lo reconoce porque tampoco era él quien lo había contratado sino la conchuda de su esposa. “¿Adónde está? ¿Adónde está?” me contaba el Gordo que preguntaba el pelado, que venía a los pedos con el policía. Y el Gordo pensó que se refería al traje de Papá Noel que se había sacado.

Yo no sé si el Gordo lo entendió así, seguía en curda o se hizo bien el boludo, la cosa es que señaló hacia el baño y el pelado y el policía se mandaron para allí. Cuando el Gordo salió a la calle todavía había un amontonamiento de gente y el otro empleado discutía con medio mundo reclamando facturas o recibos de compra.

Nadie lo reconoció entonces al Gordo, sin el disfraz. Incluso de última, el otro policía del patrullero que se había quedado afuera, lo encara al Gordo cuando el Gordo ya se piraba y el Gordo piensa: “Cagamos”.
Y el cana le pregunta “¿Ese bolso es suyo?”. El Gordo me contó que él le iba a decir la verdad, que sí, que era suyo.

Pero tuvo miedo de que el cana le hiciera más preguntas, o que se lo hiciera abrir y le dijo: “No, lo vengo a devolver”. Y se lo entregó, un bolso de mierda que después de todo a él no le servía para un carajo.
El Gordo se piró haciéndose el pelotudo, temeroso todavía de que alguien lo reconociese y lo mandara en cana cuando ya estaba a una cuadra.

Casi termina preso, el Gordo, mirá vos. Zafó porque la vieja que lo contrató tampoco sabía ni cómo se llamaba ni adónde vivía. Era un contrato basura, pero realmente basura el del pobre Gordo. Pero casi termina engayolado. Por tener que disfrazarse de Papá Noel con esos vestidos de invierno, podés creer.
Que los argentinos nos tengamos que vestir con ropa de abrigo en pleno verano porque a los yankis se les ocurrió que Santa Claus vende más que el Niñito Dios.
Eso le decía yo al Gordo, después, en el club. “El año que viene ofrecete para algún pesebre, Gordo. Por lo menos de Niño Dios te ponen en bolas en una cunita y te cagás de risa porque estás fresco.” Eso le decía yo, para joderlo.

“De lo único que puedo hacer yo en un pesebre viviente es de vaca, Zurdo –me decía el Gordo- De vaca”.
Pero por lo menos es un animal conocido, ¿no es cierto? Un bicho familiar al paisaje, el rumiante emblemático de la pampa húmeda, base de la riqueza de nuestro país. Algo nuestro... ¡Qué me vienen con que a los chicos les gusta Papá Noel, el trineo y los alces esos! Si mis pibes me vienen a pedir un alce de ésos les pongo tal voleo en el orto que aterrizan más allá de la Circunvalación del voleo que les pego, tenelo por seguro.

Ya bastante que el otro día les compré un conejo, un conejo de verdad, que es terriblemente pelotudo y lo único que hace es comer lechuga y cagarnos todo el patio. Y si me insisten con esas pelotudeces inventadas por los yankis que se vayan a vivir a Cincinnati, pendejos colonizados de mierda. Que a mí no me dicen el Zurdo al pedo, me lo dicen por tener una formación doctrinaria... ¡Pobre Gordo! Estuvo a punto de convertirse en una nueva víctima del capitalismo salvaje.


Roberto Fontanarrosa
(Rosario, 1944 - 2007) Humorista gráfico y escritor argentino. Conocido como Roberto "El Negro" Fontanarrosa, fue uno de los referentes del dibujo humorístico en su país y uno de los más seguidos por los lectores de las publicaciones en las que aparecían sus chistes e historietas
A menudo se afirma que a partir de 1973, cuando Fontanarrosa empezó a publicar su viñeta diaria en el diario Clarín, la gente empezó a leer el diario por detrás. Antes, Fontanarrosa había formado parte del plantel de humoristas de una extraordinaria revista llamada Hortensia que hizo a desternillar a medio país con su humor cordobés, un humor fresco que en nada se parecía a un chiste de argentinos (es decir, de porteños). Desde entonces Fontanarrosa no paró de trabajar. Entre su enorme producción de humorista gráfico hay dos personajes que forman parte de la vida argentina: Inodoro Pereyra, el renegau (un gaucho que se rebela a todo, secundado por su perrito Mendieta) y el mercenario Boogie el aceitoso, en sus inicios una parodia a James Bond, pero más bien un Harry el Sucio demente.
Fontanarrosa recopiló viñetas sueltas en algunos volúmenes muy difundidos, como por ejemplo ¿Quién es Fontanarrosa?, Fontanarrisa, Fontanarrosa y los médicos, Fontanarrosa y la política, Fontanarrosa y la pareja, El sexo de Fontanarrosa, El segundo sexo de Fontanarrosa, Fontanarrosa contra la cultura, El fútbol es sagrado, Fontanarrosa de Penal, Fontanarrosa es Mundial y Fontanarrosa continuará, títulos en que es patente el amplio abanico de temas que abarcó su agudeza humorística y su habilidad para el comentario gráfico.
Además de recopilaciones de viñetas, publicó también cómics concebidos directamente como libros, como Los clásicos según Fontanarrosa, Semblanzas deportivas y Sperman. A ello hay que añadir los volúmenes que recogen las correrías y desventuras del gaucho Inodoro Pereyra. Publicadas desde 1972 en revistas de humor y, regularmente, en el periódico Clarín, las historias de Pereyra y su perro Mendieta fueron recopiladas en más de quince volúmenes. Una versión de dichas aventuras fue llevada al teatro en Buenos Aires en 1998, con un enorme éxito de público y de crítica. También las historias de Boogie el aceitoso se recogieron en doce volúmenes. Como literato, publicó numerosas recopilaciones de cuentos: El mundo ha vivido equivocado(1982), No sé si he sido claro (1986), Nada del otro mundo (1987)... Su dedicación al relato breve se intensificó en sus últimos años: El mayor de mis defectos (1990), Los trenes matan a los autos (1992), Uno nunca sabe (1993), La mesa de los Galanes (1995), Una lección de vida(1998), Te digo más... (2001), Usted no me lo va a creer (2003) y El rey de la milonga (2005). Muchos de estos relatos, de innegable sabor popular, tienen por escenario el bar El Cairo, un establecimiento real entre cuya clientela era fácil encontrar, un día cualquiera, al Negro Fontanarrosa. Este conjunto narrativo es una completa antología de singularidades humanas, conductas y situaciones que van desde la parodia delirante al trazo más fino y certero. Escribió además algunas novelas, entre las que destacan Best Seller (una imaginativa y lúdica recreación de la peripecia de un mercenario sirio cuyo nombre da título a la obra), El área 18 y La gansada. Aquejado de una enfermedad neurológica, en enero de 2007 Fontanarrosa anunció a sus lectores que su dolencia le impediría continuar dibujando con su propia mano, por lo que, a partir de aquel momento, contaría para poner en imágenes sus ideas con la colaboración de otros dibujantes, como Negro Crist (Cristóbal Reinoso) u Óscar Salas. El 19 de julio de ese mismo año, Fontanarrosa falleció en Rosario, su ciudad natal, a consecuencia de esta enfermedad. 
Fuente:don-patadon.com.ar - biografíasyvidas.com - Foto: archivo del blog