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viernes, 4 de diciembre de 2015

JOSÉ PLAYO: QUÉ TE VOY A EXPLICAR

La Luli viene a verme. Está destrozada por lo del Beto. Me toca el timbre y la hago pasar. Es un día caluroso, tiene la cara blanca con unas ojeras de esas bien oscuras. Ha estado llorando. Nos abrazamos, nos sentamos en el sofá y destapamos unas cervezas.

—Tengo que hablar con vos, Juan —me dice.



Yo sé de qué viene la cosa. Soy el último que lo vio al Beto con vida. Y ella era la novia. Ella necesita saber.

—Vos estuviste con él ése día, contáme, por favor, necesito saber…

Le alcanzo un pañuelo y me lo llena de una mezcla babosa de mocos y lágrimas. Está destrozada. La culpa te destroza. Ya sea porque te olvidaste de darle de comer al gato y se te ahogó con un pedazo de almohadón cuando estaba hambriento, o porque a tu vieja le cortaron el teléfono que olvidaste pagar. La culpa es jodida. Pesa. La puta si pesa.

—Yo lo llamé por teléfono la noche anterior y quedamos para ir al mecánico —le digo.

Ella rompe en un llanto:

—¡Pero si el Beto no tenía auto!

Le digo que no, que era para llevar el mío. Se tranquiliza, me hace señas para que siga. Yo me quedo mirando un rato la mesita ratona. Hay un par de revistas y un folleto.

—Al otro día estuve a primera hora y le toqué el timbre. Subió al auto y partimos para el mecánico. Era algo del carburador al final, no sé. La cuestión es que dejamos el coche y nos vamos caminando.

—¿Cómo estaba? —me pregunta la Luli.

—Sucio —le digo— los carburadores se ensucian y…

—No, Juan —me interrumpe llorando—. Cómo estaba el Beto…

—Ah —le digo—. Como siempre. Cruzado. De mal humor, ¿viste?

Ella me dice que sí, que ya sabe de qué hablo. Después de todo, convivió más que nadie con el Beto. En serio que sabe de qué hablo.

—Le pregunté qué le pasaba y me largó el rollo de los mecánicos —le digo.

—¿Qué rollo? —me pregunta la Luli.

—Eso de que al final, vos nunca sabés con los mecánicos. Que vas ahí como un boludo y les dejás el auto y te vas a tu casa. El Beto no paraba de decirme que cómo sabía yo si el tipo es realmente un mecánico si no le había visto el título en ningún lado. Viste que el Beto siempre se fijaba en esas cosas —le digo.

Ella se pone a llorar y me dice que sí con la cabeza. Le cuelga de la punta de la nariz algo que no se sabe bien si es un moco o una lágrima.

—Seguí —me pide.

—Bueno, al Beto le preocupaban esas cosas. Decía que cualquier tipo podía poner un taller en la casa (¿viste que siempre tienen los talleres en la casa?) sin tener ni puta idea de motores ni carburadores. Que hasta él mismo podría ser mecánico. Que sólo le hacía falta poner un par de autos jovatos en la puerta, calzarse un mameluco lleno de grasa, comprar un par de herramientas y listo. Me venía diciendo eso todo el viaje, que la cosa sería un negoción; los tipos le dejaban el auto y él se lo llevaba a un mecánico en serio y vos ni te enterabas.

—Esas cosas le daban por las pelotas —me dice la Luli.

—Sí, le jodían mucho. Yo le decía que no podía pensar así, porque se iba a terminar amargando la vida, que al mecánico me lo habían recomendado, pero ahí nomás me decía que no tenía nada que ver. Que era un tipo en una calle, en un barrio, con dos o tres autos estacionados afuera, el mameluco lleno de grasa que te dice «dejámelo que lo veo». Y volvía a joder con eso de que vos no sabés dónde estudió o quién certifica que es realmente un mecánico.

—Típico del Beto —me dice la Luli entre lágrimas.

—La cuestión es que salimos de ahí y a mí se me ocurrió invitarlo a tomar un helado. Viste que está haciendo mucho calor. Pero el Beto no paraba. Seguía diciendo que era un pelotudo, que hasta él podría ser un mecánico, que cómo no se le ocurrió antes, si al final, lo que había que hacer era pasear los autos y aguantar hasta que los arreglen, y después fajar a tipos como yo, muy confiados —le explico—. Viste que cuando al Beto se le cruza (se cruzaba), agarráte.

Ella me dice que sí, que si sabrá de eso.

—La cuestión es que fuimos a tomar un helado.

—Ya sé —me dice ella— te largó toda la teoría de los sabores de los helados, ¿no?

Los dos sonreímos.

—Sí —le digo—. La idea era tomarse un barquillo, pero éste se puso a mirar los cartelitos con los sabores y a preguntarle a la chica qué mierda era Mascarpone. La miraba, le ponía mala cara y miraba los sabores. Los tres nos quedamos callados un rato. La mina con la palita para juntar el helado, yo mirándome los zapatos y el Beto con la cucharita llena de Mascarpone. Entonces me mira a mí y me dice que al final ya no es como antes, cuando vos ibas con tu viejo a la heladería y era frutilla, chocolate o dulce de leche. Me dice «ahora es Crema No Sé Cuánto, o Chocolate Abuela Seferina. Qué carajo sé yo qué le pone la abuela ésta a los chocolates ¡Quiero chocolate como dios manda, qué tanto joder!».

La Luli se ríe. Yo me río. Sigo contándole lo que decía el Beto:

«Si al final, a la crema la deben comprar todos en el mismo lado. Pero no, ustedes se hacen los piolas y al dulce de leche le meten galletitas rotas adentro, le ponen esencia de tutuca y lo venden como Dulce de Leche a la Veneciana… ¿Qué carajo sé yo lo que es Dulce de Leche a la Veneciana? ¿Y elchis queic? ¿A que si te pregunto qué es el chis queic te vas llorando al baño?» le dijo a la pobre mina.

La Luli se rió más y se atragantó con la cerveza. Yo también me reía mientras le contaba.

—La cuestión es que le armó un quilombo a la chica con los gustos, le hizo todo el planteo sobre la estafa que era ir ahora a quedarse parado como un boludo frente a los nombres que se le ocurría poner a la abuela de mierda que había financiado la heladería que no tenía dulce de leche común y silvestre, sino Dulce de Leche Abuela Seferina.

—¡Uf! —dice la Luli— y no sabés lo que era ir al cine con este cristiano…

—Me imagino —le digo. Y ella me pide que le siga contando.

A mí me da un poco de no sé qué. Estamos ahí los dos solos sentados. La ex del Beto y yo, ella llorando y riéndose, yo medio empedado por el calor, la cerveza. Qué sé yo.

—… Entonces le dije que nos volviéramos en bondi, porque no me daba para el taxi. Así que nos tomamos el N5. Ahí aprovechó para darme toda la lección respecto a los viajes en colectivo. Viste que el Beto tenía toda una teoría con los viajes en colectivo, ¿no? Bueno, me la fumé entera. Que por qué subían tanta gente, que por qué no podías bajar por adelante, que las viejas que caminan despacio se vienen haciendo las boludas para que les des el asiento, que tenés que hacerte vos el dormido y todo eso, ¿viste? Así que nos vinimos de la relomada del orto y éste dale que va con que el mudo que vende los lápices seguro que no es mudo, con que por qué las mujeres no les pegan un chirlo a los chicos que te agarran a vos la ropa y esas cosas…

—Insoportable, pobre Beto —me dice la Luli.

Y yo ahí me doy cuenta que ella cruza una gamba por encima de la otra y que tiene un moretón medio verdoso en el muslo. No le digo nada.

—La cosa es que bajamos cerca de la plaza y seguimos caminando —continúo— y él me insiste con que entre, que me invita a tomar algo. Que me quiere hablar de cómo están las cosas con vos…

—¿Vos… sabías? —me dice la Luli.

—… y —le digo yo— algo había oído. Así que entramos y éste se pone a patear calzoncillos sucios del piso para hacerse lugar para pasar. Viste el quilombo que tiene (tenía) en el departamento…

—¡Uf! —me dice la Luli.

—Y se va a la heladera y saca una cerveza y me la sirve en un vaso de plástico todo mugriento. Y ahí me cuenta que con vos estaba todo mal…

—¿Qué te dijo? —me pregunta la Luli con los ojos fijos en los míos.

La Luli tiene una mirada que te quema, loco. No hay forma de esquivarle el bulto.

—Me entró a hablar de que la vida en pareja es una cagada —le digo—. Que el estado natural del hombre es estar soltero, que las mujeres no entienden nada. Y de los colchones…

—¿Qué colchones? —me pregunta la Luli.

—Bueno… eso de que el peor invento de la humanidad es la cama grande para compartirla con otra persona. Viste cómo era éste con las teorías; que no había peor hijo de puta que el que hacía las propagandas de los colchones. Me preguntó si alguna vez había visto un afiche de colchones en que la pareja no estuviera sonriendo. «Los que hacen esos afiches deben ser todos solteros; ¡o putos!», me dijo.

—¿Por? —me pregunta la Luli.

—Porque decía que en ningún afiche sale nunca una pareja ventilando las sábanas por el olor a pedo, o el tipo todo transpirado y la mina tapada hasta la cabeza, o cada uno mirando para el otro lado. Siempre te muestran gente contenta de dormir con otro en la cama, nada de tipos que se babean o de minas que roncan como si tuvieran un rastrojero en la garganta. Según él, eso no era natural ¿Viste que decía siempre «si encuentro al hijo de puta que…»? Bueno, empezó a decir que quería encontrar al hijo de puta que había inventado que las parejas tienen que dormir en una misma cama. Decía que uno duerme sin pierna hasta los veintipico, y que de repente tenés que meter a otra persona, con el tamaño que tienen las personas, en la cama. Y que encima tenés que levantarte de buen humor y acostarte sin hacer quilombo. Creo que dijo que en los afiches nunca salía el tipo con los ojos como un dos de oro por el insomnio y la mina al lado leyendo con una bombita de 200 apuntándole a la jeta. 

—¿Y vos qué le dijiste? —me pregunta la Luli.

—Nada. Qué le voy a decir. Ya para esa altura me había secado la cabeza. Estaba harto de los comentarios y de sus teorías.

—¿No le preguntaste por mí? —me dice la Luli.

—Sí. Y me dijo que con vos todo mal, que no sabías entenderlo.

Y entonces la Luli se larga a llorar.



Yo me acerco un poco y la abrazo.


Llora y llora y yo le paso la mano por el pelo. Lo pienso unos segundos. Es una locura. Lo que estoy por hacer es una locura, pero los hombres estamos todos locos.

—Luli —le digo.

—¿Qué, Juan? —me pregunta ella.

—Yo lo maté al Beto —le digo.

Se queda callada. Se muerde un dedo. Mira para la ventana, se separa de mí y después vuelve a mirarme.

—Gracias —me dice.

Y me mira con esos ojazos.

Me clava la vista así, con los ojos así. Entonces me voy derecho y le como la boca.

—Te quiero —me dice.

—No digás nada —le digo.

A esa altura, los dos ya habíamos escuchado demasiadas boludeces.




José Playo

José Playo (Córdoba-1974) es el creador de la revista Peinate que viene gente, que circuló en formato papel entre 2003 y 2007 en la capital cordobesa. Este es su quinto libro como solista en Ediciones del Boulevard. También participó en algunas antologías. Desde 2004 mantiene su sitio web, que fue seleccionado junto a otras diez bitácoras por la cadena alemana Deutsche Welle como "mejor blog de habla hispana del mundo 2008", por jurados de varios países. Vive en la delgada línea rota que separa los populosos barrios de Güemes y Bella Vista, con su mujer y sus dos hijas. Y está gordo. Fuente: tematika.com - peinatequevienegente.com - Foto:lavoz.com.ar

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