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viernes, 27 de noviembre de 2015

IBARRECHEA: LA CAPILLA


Al comienzo de los tiempos de los desamores, estas tierras eran de nuestros aborígenes que convivían en una extraordinaria paz y armonía con sus vecinos. Después vinieron los españoles con sus espadas y lanzas, y los Jesuitas que se apropiaron de todo. Entonces construyeron grandes iglesias y caseríos a fuerza de látigos y duros castigos, hasta que nuestros primitivos hombres fueron muriendo. Después, cuenta la historia, los jesuitas también fueron expulsados y todas aquellas construcciones y campos se fueron vendiendo a manos privadas.

"Mire señor, el primero que llegó fue el Melchor Reyes, -dice el único sobreviviente de aquellos años-, con su mujer y sus hijos pidiendo trabajo y que le asignaron tareas propias de la estancia que este hombre supo resolver con gran habilidad, entonces lo tomaron y lo alojaron en las dependencias destinadas a los empleados."

Esta tierra en particular, recayó primero en una familia que curiosamente tenía cierto parentesco con la curia, usted sabe. Y así fue pasando de manos en manos, hasta que el señor Onésimo Ramos, pone un establecimiento ganadero en el lugar.

"Que era muy bien considerado este tal Melchor, que en la familia Ramos aceptaron mande a llamar a su hermano Baltazar, para que le ayude en las tareas del campo de unas tres mil hectáreas, aproximadamente."

Don Onésimo Ramos era un buen hombre, temeroso de Dios y sus designios, es así que con su esposa, doña Mercedes Domínguez, mandan a construir una capilla en agradecimiento a la Virgen del Rosario del Milagro de quién eran fervientes devotos.

"Que resultó ser que ese Baltazar Reyes era un gran trabajador, un muy buen domador de caballos y de grandes conocimientos en el manejo del ganado caprino, bovino y ovino de la estancia."

La capilla se fue construyendo con ladrillones anchos, grandes, y tiene un techo a dos aguas, con alfajías de madera desde donde se sostienen las bovedillas y tejas, es austera, rectangular, es simple.

"Que según los dichos de mi madre, Felicia, la única hija de don Onésimo, se enamora de Baltazar y que la familia acepta de buen modo tal unión. Ellos viven en el casco de la estancia." 

La devoción a esta Virgen, excelsa protectora de Córdoba, se remonta a más de cuatro siglos, culminó con la coronación pontificia que el Papa León XIII le otorga por disposición del 1º de octubre de 1892. La familia Ramos, aparentemente, consigue una imagen allá en Buenos Aires y la llevan para su estancia.

"Que a finales del siglo XIX, la señora Mercedes Domínguez y el señor Onésimo Ramos fallecen, y es entonces que pasa a ser dueño de la estancia, por papeles de heredad y por costumbres mismas, Baltazar Reyes, el yerno." 

Posteriormente se inician las gestiones ante la Diócesis correspondiente y desde Córdoba, envían al cura de una población cercana, para que pueda celebrar misa, llevar la palabra de Dios, fortalecer y expandir la Fe Cristiana entre los habitantes de este poblado. 

"Estando el establecimiento bajo la administración, si podemos decir así, de este nuevo y afortunado dueño, todo era prosperidad, en hacienda y en las finanzas, se trabajaba mucho y bien, no había quejas entre los empleados."

Por aquellos años, la Santa Sede acababa de elevar a trono arzobispal a la antigua Diócesis de Córdoba del Tucumán y Córdoba, y el Papa Pío XI declara a la Santísima Virgen del Rosario del Milagro, Como la Patrona Principal de la Arquidiócesis. 

"Todo estaba bien, No había celos ni discusiones ni deslealtades a la vista, pero de repente, sin que nadie sospechase nada, Baltazar Reyes entró a la capilla de la estancia, revólver en mano, se plantó delante del Altar y se descerrajó un disparo mortal."

Esta es la Oración a nuestra Santísima Virgen María, Nuestra Señora del Rosario del Milagro, en homenaje a su celestial protección.
Santísima Virgen María,
Nuestra Señora del Rosario del Milagro,
por tu travesía sobre las olas del mar,
por tu arribo al Puerto del Callao,
por la veneración que te tributaron en Lima
los primeros santos latinoamericanos.

"Que según se cuenta, estando todos consternados por lo sucedido, la imaginación y los rumores maledicentes, dieron espacio para que a los pocos días de esa tremenda tragedia, de la cual nada ni nadie hacía sospechar semejante desenlace, en el silencio de esta llanura bravía por el tiempo inclemente, nuevamente se oye un disparo frente al Altar y cae herido de muerte, el señor Melchor Reyes." 

Y, en nuestra Córdoba, San Francisco Solano
y los santos Alonso Rodríguez y Juan del Castillo,
por los méritos de tu Hijo crucificado
cuya imagen acompañabas hasta nuestra patria Argentina,
por haber elegido esta ciudad
para establecer tu trono de misericordia,
escucha la oración de tu Pueblo.

"Que, como se puede ver, por estos restos de mármol blanco que eran de las lápidas, que los Hermanos Reyes  fueron sepultados aquí, en la capilla, juntos, entre la sacristía y el presbiterio, envueltos en el más absoluto misterio, por lo inexplicable de sus suicidios".

Ten misericordia de los tristes y abatidos,
De quienes están solos o encarcelados.
De los pobres y desamparados.
De los enfermos y discapacitados.
De nuestros familiares y amigos difuntos.

"Que habiendo tomado conocimiento de tales hechos, el clero ordena un castigo canónico sobre la capilla condenándola con severidad, ordenando su cierre. Dios, enojado con sus fieles, se retiraba de esta pampa y se llevaba, la patena, el leccionario, el misal, la vinajera, los candeleros y el digno mantel, señor."

Sostén con tu intercesión
a quienes se esfuerzan cada día por vivir el Evangelio,
Que se mantengan unidos los esposos.
Que han recibido el sacramento del matrimonio.
Que los niños y jóvenes asuman los ideales evangélicos.
Que no falte disponibilidad para consagrarse
en la vida sacerdotal y religiosa.

"Que dicen que todos los habitantes de este pequeño poblado fueron a la última procesión, con las imágenes de Vírgenes y Santos que abandonaban la capilla en manos de hombres rudos que arrastraban sus pies desconcertados, murmurando la oración a la Virgencita, hasta una dependencia de la estancia donde permanecerían guardadas, en custodia." 

Te pedimos que haya paz, alegría y prosperidad
en nuestros hogares, nuestra patria y el mundo entero.
Virgen del Milagro, ruega por nosotros que acudimos a ti. 
Amén.

"Tiempo después, las tumbas fueron profanadas, alguien se robó los cadáveres."















Ibarrechea
diceelwaltergmail.com
Ficción, sobre un hecho real
Nota: Las autoridades eclesiásticas consultadas, admiten lo ocurrido pero se negaron a brindar mayores datos.
Los nombres de las personas involucradas y el lugar fueron cambiados y/u omitidos.

LIVIA GARCÍA-ROZA: WALLACE


- Mamá…, ¡Wallace me golpeó!
- ¿Cómo que te golpeó? ¿Cómo te golpeó ese niño?
- Él me empujó en el corredor, me apachurró contra la pared, torció mi brazo, y me llamó de niña asquerosa.
Mamá se levantó dejando caer la revista y dijo que hablaría con papá, que los dos tomarían providencias.
Quién sabe, quizá hasta consigan la expulsión del monstruo Wallace, contaba por teléfono a la abuela. En seguida, llamó a mi tía, y también a una amiga de infancia. A la vecina se lo contó en el corredor. Doña Vilma dijo que hoy en día los niños nacen sanguinarios.
Luego que llegó papá, mamá le contó todo, y él me quedó mirando, bufando, la nariz ensanchándose, dejando los agujeros enormes. Cuando mamá terminó, papá dijo que resolvería el asunto. Después, golpeando una mano en la otra, preguntó:
- ¿Tú no hiciste nada?
Entonces le dije que Wallace era grande, moreno, usaba coleta de caballo, tenía un tatuaje en la mano derecha, ojos azules…
- Ya – él cerró la boca escondiendo los dientes.
A la semana siguiente, regresando del colegio, conté para mamá que Wallace había golpeado mi cabeza. Y cuando ella quiso saber cómo fue, le dije que él me empujó para adentro del baño, llamándome de vaga, y me ordenó sentarme en el inodoro y bajar la cabeza, y fue ahí que no vi más nada, sólo sentía los palmazos estallando en mi cabeza y mis cabellos subiendo por las manos de Wallace.
Saltando de su silla, mamá hizo argh…, y la revista cayó de su falda. Después volvió a telefonear, para papá, para la abuela, para mi tía, y para su amiga de infancia, y cuando llamó a la puerta de doña Vilma ella avisó que no quería saber más sobre las palizas de la niña, que estaba muy ocupada. Estaba sacando las cutículas, y cerró su puerta.
Al llegar del trabajo, papá informó que volverían a entrar en contacto con la directora, y fue al baño a lavarse las manos.
Antes de terminar esa semana, cuando llegué del colegio contando para mamá que Wallace había bajado mi trusa y pellizcado mi poto varias veces, ella soltó un grito y continuó con la boca abierta, llena de dientes puntiagudos.
Después fue para el teléfono. Cuando terminó de hablar con todos, mamá fue hasta la puerta, abriéndola, y se quedó con el cuerpo trémulo, y en seguida, le cerró la puerta en la cara de doña Vilma.
Ni bien que papá regresó, al momento de abrirse el elevador, mamá le contó lo que había sucedido. Al entrar en casa papá cogió periódicos encima de la televisión y comenzó a rasgarlos, tirando por el aire los pedazos. Después de acabar con las noticias, zarandeó a mamá, diciendo que tomarían medidas, y la empujó para el sofá. Ella en la caída levantó un poco las piernas.
Caminábamos en dirección al colegio, papá, mamá y yo, cuando él mandó que nos apuremos. Marchamos hasta alcanzar el portón de la entrada. Ahí encontramos a la abuela con plátanos en la mano. Me ofreció un platanito, y me dijo que ella esperaría ahí afuera pues ya había asistido muchas peleas de clase.
Entré, aplastada entre los dos.
Al final del patio se encontraba doña Hortensia, al lado de un pie de manacá. Cuentan que ella vive sola, en una casa llena de gatos, porque detesta personas. Cree que le pueden robar.
Al estar frente a frente –papá, mamá y doña Hortensia- él comenzó la historia.
- ¿Golpeada?- preguntó doña Hortensia.
En ese instante papá me pidió para mostrarle. Mamá y yo levantando mi blusa, levantando la falda, buscábamos.
- No me interrumpa por favor señora –él continuó diciendo que si las agresiones a su hija continuaban, la retiraría de la escuela- ¡Y muy brevemente!
Doña Hortensia escuchaba, acomodándose la peluca con las palmas de las manos. Papá terminó de hablar carraspeando, dando la impresión de que enseguida iría a cantar, cuando de pronto mamá se quebró en llanto, soltando lágrimas, hablando, sonándose la nariz, y aspirando, contó los sufrimientos por los cuales yo venía pasando.
- Debe haber algún engaño- dijo la directora, con los ojos súbitamente abiertos-. No tenemos ningún alumno con ese nombre. ¿Cómo se escribe?
 

Livia García-Roza
Nació en Río de Janeiro y es psicoanalista, un título de posgrado en psicología clínica, la Universidad Federal de Río de Janeiro. Debutó en la literatura en 1995 con la novela de habitaciones de la muchacha, que ganó el sello altamente recomendada de la Fundación de Niños Nacional del Libro y Juventud (FNLIJ). Él ha lanzado ya varias otras novelas, libros de cuentos y medios de comunicación de los niños; incluyendo Mis queridos extraños, tarjeta-postal, el rostro de la madre y la casa que vendió elefante. Ahora trayendo historias cotidianas, a veces situaciones extraordinarias o dramáticas; La prosa de Livia siempre inmerso en las emociones humanas, con delicadeza y profundidad extrema. El autor está casada con el escritor y psicoanalista Luiz Alfredo Garcia-Roza.
El trabajo de Livia generalmente giran en torno a las relaciones familiares. En la novela para chicas, el autor cuenta la historia de Luciana hija de un padre intelectual y tranquilidad y una madre inquieto y hablador, que se separaron.Luciana hace su habitación un escondite secreto donde ventila sus problemas con las muñecas y un grillo que vive en una maceta. En libros posteriores, como Cide Odeon, tarjeta postal, solista femenina y fue dejado el perro y otros cuentos; el autor pone de manifiesto nuestros deseos más conflictivos. Ya sea desde la infancia, la juventud o madurez.
"Lo que más me encanta en la ficción es capaz de mirar en otra dirección, es ser una alternativa, un respiro, un descanso en la vida cotidiana"
Tomado de:Boa Companhía - Contos Editorial: Companhia das letras - 2003
Fuentes: manigna.blogspot.com - agenciariff.com.br - Foto: digestivocultural.com

ANDRÉS IBAÑEZ SEGURA: LA MUJER DEL BANDIDO


En la provincia del Río del Norte se cuentan muchas historias de la mujer del bandido San. Algunos dicen que era una hija de un recaudador de impuestos; otros aseguran que era de sangre noble, lo cual no es probable. La mujer del bandido San se llamaba Camelia Blanca. La raptaron los bandidos cuando casi era una niña, y se la llevaron con ellos a la Montaña de la Nube (que para algunos es la montaña del alma), pasando por el desfiladero de Qi, para presentársela al rey de los bandidos, el todopoderoso San. En total eran cinco cautivos, Camelia Blanca, sus padres, una anciana criada y una doncella.


San estaba entonces en la cúspide de su poder. Dominaba toda la región, y su fama se extendía sin cesar a través de las llanuras, se filtraba por los pasos y los desfiladeros que atraviesan las montañas, se deslizaba en las barcazas que fluyen río abajo, avanzaba pausada pero imparable con las caravanas. El propio emperador estaba preocupado. 

Camelia Blanca no era especialmente hermosa. Era muy morena, muy delgada y huesuda, tenía ojillos vivaces y brillantes, labios finos y secos. Incluso entonces, cuando casi era una niña, la expresión de su rostro era ya desconfiada y arrogante. Todos los cautivos se arrodillaron frente al bandido San, con la esperanza de salvar su vida. Todos menos Camelia Blanca. 

-Toca el suelo con la frente, muchacha -le dijeron los alcaldes del bandido. Uno de ellos se acercó para golpearla con la espada, pero el bandido le detuvo con un gesto. 

-¿No me tienes miedo? -le dijo a la niña. 

-Sí -dijo ella, que estaba temblando de pies a cabeza-. Pero sé que me vas a matar de todos modos. Si muero mirando a la tierra, iré a los infiernos. Prefiero morir mirando al cielo. 

El bandido soltó una carcajada. 

-Niña -le dijo-. ¿Tú crees en esas cosas? No existen ni el cielo ni el infierno. 

-Eso ni tú ni yo lo sabemos -dijo Camelia Blanca. 

El bandido quedó en silencio y se puso a rascarse la barba, signo de que estaba pensando profundamente. La muchacha estaba allí frente a él, mirándole a los ojos, mientras los otros cautivos seguían postrados en el suelo, con la frente tocando el polvo. 

-¿Quieres salvar tu vida? -preguntó el bandido-. Te perdonaré la vida si matas a los otros. 

Camelia Blanca rechazó la espada que le ofrecían y eligió una daga corta. Uno por uno fue matando a los otros cuatro, pero antes de cortarles la garganta les decía que levantaran el rostro y miraran al cielo, país de la garza y del halcón, morada de los inmortales.


Andrés Ibañez Segura

Licenciado en Filología Española por la Universidad Autónoma de Madrid. Residió en Nueva York, donde escribió varias obras de teatro en inglés, dos de las cuales (Nympho Lake y Ophelia) se representaron en el circuito off off Broadway. Gran aficionado a la música, ejerce la crítica de conciertos de música clásica en el periódico ABC, en cuyo suplemento cultural también mantiene una columna semanal. Ha sido pianista de jazz durante muchos años. Trabaja como profesor de español en la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid

Tomado de: El perfume del cardamomo. Cuentos chinos, Navarra, NH Hoteles, 2003 Fuente: wikipedia.org - narrativabreve.com - foto: abc.es

LAUREN MENDINUETA: POEMAS



Reloj sin manecillas

Tengo el boleto para un viaje que promete el Jardín como destino,

la costumbre de rondar sobre cenizas para no olvidar el fuego

y la voz de mi madre que me arropó con rumor de palmas en la tarde.

Tengo también el compromiso de estar viva, de preservar lo intocable

para que el mundo siga siendo aquello que no soy.

Pero vivir en redondo como aguja de reloj termina por cansar.

Cuánta ironía: tener que envejecer para al fin recobrar la infancia,

tener que morir para que ya nadie pueda robármela.




Deseo de nada

Todavía es temprano.

Mil noches han caído sobre la tierra,

y otras mil cayeron antes,

pero aún no es tarde.

El viento arropa con tanta fuerza la casa

que se diría una madre enloquecida de amor.

Pero el viento no puede amar.


Tengo miedo.

El mar no está lejos de aquí,

y yo soy esa misma arena sobre la que caen

furiosas, incontenibles y enajenadas las olas.

Más allá, en el centro mismo de la tormenta,

mi ojo busca las razones de tanta rabia.

Tengo ganas de azotar a la noche

hasta verla sangrar.

Deseo hasta el infinito

poseer algo que jamás se entregue.



El jardín como destino

En los umbrales del jardín te espera la más hermosa nada.

No encontrarás al gran ángel negro de alas encendidas

ni saldrá a recibirte el viejo barbón que custodia la casa.

Ahí has de encontrarte con el gran desconocido que fuiste,

con aquel obscuro murmullo que aterrorizó tu niñez,

el mismo canto de sordos que cargaste la vida entera.

No encontrarás girasoles que se inclinen a occidente,

ni azaleas encarnadas que escapen al alba.

Atrás habrán quedado los árboles del Paraíso

con sus ramas desfloradas

erguidas al cielo con orgullosa inocencia

y conocerás la vergüenza de haberte avergonzado un día de tu desnudez.

Si alguna vez llegas a los confines del jardín,

ahí donde todo lo ha quemado el cielo,

donde la materia cumple su único destino,

sabrás que tu vida ha sido como un poema atravesado de tormentos

pero insensible a sus propias palabras.

Y te preguntarás cómo has podido no entender

que tu anhelo de vivir eternamente,

tu miedo animal a la soledad,

no tenía el poder de construir otros mundos.

El jardín es uno solo y a él vas y vuelves sin percatarte.

Y como el alma no siente, sólo sabe,

te sorprenderás al saber que la nada posee tu propio rostro.



El Regreso

Mi madre a los treinta

era una joven de ojos grandes,

agobiados,

cargados de urgencias que yo no comprendía.

Entonces nada me asustaba tanto

como la posible tiniebla de su abandono.

Por eso iba tras ella a todos lados

como un bicho perseguía su luz.

El pueblo,

su campanario y las solteronas arcaicas,

danzarinas de las hogueras de San Juan,

nos parecían tan tristes

que ansiábamos irnos a otra parte.

Claro que todo estaba dispuesto

para obligarnos a permanecer allí.

Por eso mamá

leía para mí historias de otros mundos,

de ciudades lejanas pobladas de héroes y villanos

o de animales que hablaban en nombre de la virtud y el vicio.

Pero cuando llegaba la hora de la cena

ella volvía resignada a la cocina para preparar la mesa,

dejándome casi siempre con el libro en las manos.

Cómo podía saber ella,

pobrecita mamá,

que regresar de aquellos mundos

a mí me llevaría una vida.


Lauren Mendinueta

Me llamo Lauren Mendinueta. Nací en Barranquilla, Colombia en 1977. Empecé a escribir poesía en 1998 cuando trabajaba como bibliotecaria en Fundación, una pequeña aldea de mi país. Desde entoneces ofrezco talleres de promoción y creación literaria para niños y jóvenes. He publicado siete libros de poesía y una biografía de Marie Curie. Una antología de mis versos, con el título Poesía en sí misma (2007), fue publicada por la Universidad Externado de Colombia con un tiraje de 12.500 ejemplares. Mi libro La vocación suspendida recibió en España el Premio Internacional de Poesía Martín García Ramos (2007) y el titulado Del Tiempo, un Paso, obtuvo el Premio César Simón de la Universidad de Valencia (2011). En el año 2005 viví en México con una Beca de Residencia Artística concedida por el Ministerio de Cultura de Colombia y el Fondo Para la Cultura y las Artes de México (FONCA). Esa ha sido una de las experiencias más importantes de mi vida. Con frecuencia soy invitada a festivales y encuentros literarios en América y Europa. Mi poesía ha sido traducida al ingles, italiano, ruso, alemán y francés. Mi nombre está incluido en antologías tanto en Europa como en América. Actualmente vivo en Lisboa. 
Del libro Del tiempo, un paso (Denes, España, 2011) Premio César Simón de la Universidad de Valencia 2011
Fuente y fotografía: www.laurenmendinueta.com

OSCAR WILDE: EL GIGANTE EGOÍSTA


Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.

-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta…
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.

Oscar Wilde

(Dublín, 1854 - París, 1900) Escritor británico. Hijo del cirujano William Wills-Wilde y de la escritora Joana Elgee, Oscar Wilde tuvo una infancia tranquila y sin sobresaltos. Estudió en la Portora Royal School de Euniskillen, en el Trinity College de Dublín y, posteriormente, en el Magdalen College de Oxford, centro en el que permaneció entre 1874 y 1878 y en el cual recibió el Premio Newdigate de poesía, que gozaba de gran prestigio en la época.

Fuentes: biografiasyvidas.com - narrativabreve.com - Foto:archivo del blog

MERCEDES HUERTAS GIOL: TOÑO Y LA SIRENA



A Toño le han regalado una red para que pueda pescar, a la orilla de la playa.

Muy ilusionado se fue el domingo a probarla y empezó a echarla, pero por el momento sólo sacaba del mar, algas y algún pequeño pescado, el cual devolvía al mar para que pudiera crecer.

Después de varias horas, cogió algo que brillaba en la red, y con cuidado lo sacó para ver que era.

Con gran sorpresa vio una orquídea de sal cristalizada, y contentó pensó que se la regalaría a su madre, y le daría una gran alegría.

Pensando en lo que había encontrado, se sentó en una piedra, que salía del mar a descansar. De pronto oyó una voz a sus espaldas, se volvió y vió la sonrisa de una hermosa niña sirena que le dijo:
-Veo que has encontrado mi flor de cristal. La había perdido y estaba disgustada, ya que todas las sirenas tenemos una, que nos regaló nuestro Rey Neptuno.-
Entonces Toño se dio cuenta que era una sirena niña, y le dijo:
- Yo quería regalársela a mi madre.-

La sirena le contestó:
- Yo puedo traerte del fondo del mar un buen regalo para tu madre, si me das mi orquídea.-

Toño sin pensarlo dos veces, se la dio, y la sirena con una gran sonrisa la cogió y se fue hacia el fondo del mar. El niño pensó, igual ya no vuelve, pero claro, si la flor es de ella, él no podía quitársela. Terminaba de pensar en esto, cuando salió la sirena con una gran concha, ¡era una ostra! La sirena le dijo:
- Cuando tu madre la abra, verás como le gusta, pues tiene una bonita perla.-
Se dieron las gracias mutuamente. La sirena se hundió en el mar y Toño, se fue muy feliz, pensando cuando le contara a su madre la aventura, y la sorpresa tan bonita que le iba a dar. ¡Estaba feliz!





AUTORA: Mercedes Huertas Giol 
PAIS: España E-MAIL: merce_galan@hotmail.com

http://mercedeshuertas.blogspot.com

Fuente:www.waece.org

ARETHA FRANKLIN: MÚSICA


"I say a little prayer"
Subido por: Ioanna17
Gentileza: YouTube



"Until you come back to me"
Subido por: Rebel Songbird
Gentileza: YouTube


Aretha Louise Franklin (Memphis, 25 de marzo de 1942) es una cantante de soul, R&B y gospel. Apodada como «Lady Soul» (la Dama del Soul) o «Queen of soul» (la Reina del Soul), es para algunos una de las artistas más influyentes en la música contemporánea, ostentando el puesto número uno de la lista de Los 100 cantantes más grandes de todos los tiempos de la revista Rolling Stone. A mediados de la década de 1960 se consolidó como estrella femenina del soul, algo que usó en favor de los derechos raciales en Estados Unidos, siendo un elemento influyente dentro del movimiento racial y de la liberación femenina.
Fuente: Wikipedia.org - Foto: www.gluxus.com

viernes, 20 de noviembre de 2015

IBARRECHEA: MANDINGA FERREYRA


Naciste y creciste en los suburbios, en el lejano barrio llamado La Enramada, tus padres te bautizaron Leopoldo Ferreyra, y después cargaste para toda tu vida el apodo de "mandinga". Aprendiste el juego del fútbol observando a los jugadores mayores, porque los mirabas con atención, porque querías saber cómo hacían aquellos jugadores que dominaban semejante pelota de cuero con zapatillas de lona, con alpargatas desflecadas y hasta algunos, descalzos. Querías ser uno de ellos -y me dices nostálgico-, que ese era tu sueño, tu delirio, tu meta en la vida. Entonces fue que decidiste estar presente en cada enfrentamiento del equipo del barrio, hasta que te ganaste la confianza para ser nombrado el "mascotita" del equipo, y para correr por fuera del alambrado para alcanzar las pelotas y después practicabas con tus amiguitos en improvisadas "canchitas" hechas en las calles de tierra. Me dices que fuiste guardando en tu mente un poco de cada uno de los jugadores mayores, a ellos los escuchabas, los estudiabas y practicabas en soledad con tus pelotas de trapo y la de goma. En aquellos comienzos no había tantas radios, mucho menos televisión, ni siquiera una escuelita de fútbol, no, no había nada de eso -sonríes-. Sólo por ahí, a veces, aparecía en tus manos una revista de deportes y me dices que; "nosotros los changuitos" nos comíamos las fotos, las atesorábamos en nuestra mente para siempre, y que, eran todos muy niños y muy pobres, allá por los años cuarenta, señor -y tus ojos brillan bajo las cejas blancas-.

A "mandinga" Ferreyra lo invité a almorzar, levantó su bolso que estaba en la mesa del bar donde lo encontré y me dijo que quería comer pastas porque su dentadura "estaba a la miseria" y que quería tomar vino tinto con soda.

Me cuentas que tu "escuelita de fulbo" fue la calle, fueron los baldíos, los patios que antes eran grandes y todos muy  arbolados. Que tus maestros fueron los jugadores del barrio, y los otros alumnos de la escuela de grados superiores que jugaban en los recreos, y que tu vestimenta eran las ganas de hacer goles. Tu obsesión era hacer goles. Tu primer "fulbo" era una pelota de cuero, la número tres, que fue un regalo de tu padre, un empleado ferroviario y entusiasmado. Las reglas del juego te las enseñó él. Y me dices que naciste centroforward y abandonaste el fútbol siendo centroforward, con los pies marcados de cicatrices y una fuerte lesión.

Te tomas el vino fresco con hielo y soda, y masticas con cierta delicadeza el menú del restaurante, te dejo hablar tranquilo y sigues.

Me cuentas que no sabes quién desde atrás del alambrado, te bautizó "mandinga" pero fue cuando debutaste en la primera del Club Juventud Unida. Las estadísticas que recopilé en los archivos de la Liga Departamental de Fútbol dicen que vos tenías diecisiete años. Vos recordás que entraste a jugar a los veinte minutos de la segunda etapa, justo cuando el "inside" pateaba un córner, y que corriste desde la medialuna hasta el segundo palo, que saltaste y le pegaste un frentazo que picó y se metió en el arco. "¡Mandinga, mandinga!" me empezaron a llamar así, porque ningún defensor te había visto entrar por atrás de las líneas de los backs y que tu festejo fue bailar, porque gustabas del baile. Hiciste, según los archivos, doscientos cuarenta y tres goles jugando en la Liga. Vos hacés memoria y me dices que fueron muchos más. Recuerdas que el club Talleres Central pagó tu pase con todo el alambrado nuevo para el Juventud Unida y que después el club Sportivo te ofreció a los clubes de Córdoba, pero que siempre te volviste, dices que no podías vivir lejos de tu mujer y de tus hijas. Porque te casaste a los veinte años con Gladys, tu primera novia, y que ya hace veinte que eres viudo, que tienes cuatro hijas, una se quedó soltera, la que se jubiló de maestra y que las otras tres te dieron doce nietos y que tienes seis bisnietos. Te apena saber que ellos no te visitan y que ningún varoncito juega -haces una pausa-. Un yerno era guardameta del Atlético, nada más.

Te rascas la cabeza blanca, tu piel es morena, bien oscura. Nos traen zapallos en almíbar de postre. Veo un leve temblor en tu mano derecha.

Dices que ya no hay centroforwards como eras vos, que ninguno de los que ves en la televisión parece sentir la vocación por la posición, que ninguno se pone el equipo al hombro y guía al resto del equipo hasta el arco contrario. Haces un gesto de escepticismo y agregas que no crees que haya un delantero que sueñe todo el tiempo en vencer las manos de los porteros, dices que ellos ya no sienten la responsabilidad de hacer goles, te parece que les da lo mismo. "Yo, si no marcaba, lloraba en el vestuario, lloraba en el vestuario, señor". Te entusiasmas cuando te hablo de tu instinto goleador y me dices que suena lindo eso de que tu tenías instinto de goleador. Dices que tu tenías hambre de gol. Me miras a los ojos y me repites para que te entienda que tu tenías eso. Me cuentas que tu casa en La Enramada, es así, la puerta de entrada, el comedor, la cocina, dos cuartos y el baño. Eso se conoce de memoria, bueno, el área contraria dices que era tu segundo hogar, todo giraba alrededor del punto del penal, la líneas, la media luna, la posición del arquero, todo eso era tu hábitat natural. Que allí vivías vos, como en tu casa, allí eras feliz. Y que te cambiabas de posición siempre, que mirabas de reojo al arquero, que pedías o presentías el pase, observando la posición de los defensas, el estado de ánimo de cada zaguero y que picabas hacia donde iba el balón, que llegabas antes que los backs, antes que el guardameta y que apuntabas y tirabas. Me dices que en los entrenamientos solo pateabas la pelota al arco, que pedías pases, que siempre pateabas al arco o que buscabas a un compañero libre de marcas. Pero que siempre pateabas la pelota al arco.

Pareces reflexionar cada una de tus palabras mientras enciendes un cigarrillo de tabaco negro.

Hoy, los centroatacantes evitan la responsabilidad de patear al arco, dan pases, y eso es porque el "fulbo" ha cambiado, señor.

La casa nos invita un café, nadie se acuerda del goleador que fuiste, pero todos te conocen por "mandinga" Ferreyra.

Y me dices que crees que los delanteros, hoy solo ven como un negocio esa cosa maravillosa que es hacer goles, dices que hacen dos o tres y ya piden un aumento en sus salarios o piden cambiar de clubes. No aman a su camiseta. En cambio por estos pagos en que todo es amateur, y en aquellos años, me cuentas que a vos, por goleador, te daban cinco kilos de carne por semana. Mientras tanto atendías tu verdulería con libretas de dar fiado. Y finalmente me dices que ya no vas a ver ningún partido de la Liga, porque basta con verlos caminar a estos chicos para saber si son buenos o no, y dices que todos a los que has visto, tropiezan en las calles antes de subir a las veredas. Y me dices que con tus ochenta y pico de años, solo esperas que alguien de tu familia, un día de estos vaya a visitarte. Me saludas, me agradeces la comida, y rengueando regresas caminando a tu casa, allá en el barrio de La Enramada, donde dices que esperas morir y viajar al cielo, para encontrar al maldito centrohalf que te quebró el tobillo derecho.















diceelwalter@gmail.com
de: "Cuaderno de las malas noticias"
Foto: futbloggers.es
Mandinga: Relativo a un pueblo del África occidental que habita en territorios de Costa de Marfil, Guinea, Malí y Senegal. Nombre que los campesinos le dan al diablo en Sudamérica, o a los niños traviesos.
Nota: El personaje, por sus características físicas y sus inesperadas apariciones frente a los arqueros, fue llamado "Mandinga".

ÓSCAR COLLAZOS: NO EXACTAMENTE COMO UNA PELÍCULA DE BUÑUEL


Lo sientes llegar, pisa fuerte en la puerta para hacer más evidente su presencia. En la cocina, apurada, luchas con los trastos, el calor de la estufa hace hervir también tu cuerpo y sientes que el sudor se escurre por la espalda, por el cuello y las axilas. Lo oyes, afuera, y es mayor la prisa de tus manos en el oficio. Lo sientes. Corres al otro cuarto porque uno de los muchachos ha llorado. Subes la voz y se nota la rabia. «Se están tranquilos o les doy una pela, mocosos de mierda», dices. Oyes que él dice que tiene hambre y vuelves a la cocina. Apresuras el oficio. «Ya va a ser la una», grita él y piensas «podrían ser las tres y qué culpa tengo yo de estar tan atareada», y él va a sentarse cerca del radio, apagado, nervioso, fumando, apenas a medias, su cigarrillo que aspira para arrojar el humo a bocanadas, en grandes bocanadas que al subir hacen espirales ensanchadas, debilitadas en el ascenso hasta perderse, hasta confundirse en el frescor del aire. «Tengo que regresar al trabajo», y «yo no tengo la culpa, así que debes esperarte hasta que esté», pero prefieres este silencio, siempre lo has preferido. En el cuarto, el otro muchacho vuelve a gritar llamándote con sus llantos. «¿Por qué diablos no miras qué le pasa?», le dices, pero él sigue en su sitio y tú no sientes sus pasos y los muchachos ahora hacen coro con sus llantos. Bajas un recipiente del fogón y se te olvida cerrar la llave del lavaplatos, corres al cuarto, los muchachos están trenzados en una lucha cuerpo-a-cuerpo: te ven llegar y se quedan así, juntos, sin agredirse, como una película que se suspende en un movimiento que no acaba de concluir. Te agachas, sacas un zapato de tu pie izquierdo y empiezas a darles, a los dos por igual, y sus gritos y llantos se hacen más agudos, y ahora es la orquestación mortificante de sus gritos. «¿Por qué diablos no se están quietos, mugrosos?», dices, mientras asientas golpes de zapato en sus cuerpos, en donde caigan. El rostro se te enciende, pero el verdadero fuego es aquel que arde en tu sangre, en tu respiración alterada (…tal vez sea la ira, tal vez sea la ira), y afuera el radio empieza a sonar en el noticiero de la capital y entonces los llantos de los muchachos se confunden con las noticias y con los anuncios comerciales. Es otro mundo, nada tiene que ver con el tuyo, y menos ahora. Solo cuando la misma voz anuncia jabones Palmolive, asocias inmediatamente el primer capítulo de la nueva radionovela y recuerdas que empezará hoy a las siete, de siete a siete y media, de lunes a viernes. Vuelves a la cocina de paso por la salita y lo ves entretenido con el filo de una navaja, limpiándose las uñas. «Deberías reprenderlos, se están volviendo insoportables», le dices. Él se limita a mirarte. Cuando entras a la cocina oyes que reniega, «nunca el maldito almuerzo está a la hora», y piensas que si te demoras más él va a salir de la casa, y lo imaginas tirando la puerta tras de sí. «No te olvides de tenerme listas las camisas blancas para mañana», dice él cuando llegas junto a la mesa y dejas uno de los platos sobre la mesa, todavía con la sopa hirviendo. «Esto no se lo toma nadie así», rezonga él, en una réplica que no quiere ser violenta. Vuelves con otros dos platos y los dejas sobre la mesa, «vengan a comer», para regresar a la cocina. Tienes el cabello revuelto y sudas. Tu piel deja ver una especie de salpullido o granitos que el calor ha enrojecido. Oyes que en el radio registran la muerte de alguien, un nombre que te es extraño pero que no resultará seguramente extraño al locutor que pone énfasis doloroso en el tono de su lectura. Agrega una lista, al final, de personas que se conduelen con su muerte. Tú piensas en tu muerte y quisieras de pronto poder saber qué cara pondría en ese momento él, qué dirían los demás de ti. Oyes las palabras y los nombres, en la cocina te imaginas que él pasa trabajos para sorber la sopa y a los dos muchachos mirando temerosamente, todavía con sus caritas sucias de polvo y lágrimas regados en la piel. «Se acabó lo que había en la despensa», le dices y él responde algo, fríamente, «hoy no tengo plata», y tú, con un trapo, limpias los restos de grasa que quedan en los bordes de la mesa. Recuerdas la última vez con él y deseas tirarte en la cama, a esta hora, la hora del bochorno-modorra, y esperar que se produzca el encuentro de los dos cuerpos, provocado por ti, y él, sin poder evitarlo, vuelva a poseerte, a estar dentro de ti: reconstruyes la última vez y por un instante te olvidas que estás en la mesa, que a tu alrededor esta él con los dos muchachos. «Apenas acaben, reposan un rato y luego se meten al baño», les dices. «No te olvides de las camisas», insiste él. «Sí, ya lo sé». En la radio el noticiero ha cesado y empiezan a poner valses de Strauss, los acostumbrados valses de después de las comidas, «la hora del reposo y del regocijo». Él deja la mesa sin terminar la comida y va hasta la mesita a apagar el radio. Siempre, en el momento de los valses, va a la mesita a apagar el radio. «Apaguen esa cosa tan cansona», dijo alguna vez. Te levantas, recoges los trastos, regresas a la mesa y la sacudes. Levantas el mantel y lo llevas, doblándolo, a la cocina. Miras el suelo, vuelves a la cocina y traes la escoba, barres rápido, el polvo y restos de comida que los muchachos han regado en el suelo. «Parecen loros: no pueden comer sin hacer este reguero», les dices. Ellos se levantan también y tú sientes pesar cuando recuerdas los golpes que les diste con el zapato. Él sale del cuarto abotonándose la camisa que se había quitado antes de comer, alisándose el pelo con los dedos. Lo ves salir. Uno de los muchachos corre detrás de él y al momento regresa mostrando dos monedas. «Una para cada uno». Lo miras. «Se las gastan después del baño». Los muchachos corren al cuarto, quitándose las ropas. Oyes que hablan, que discuten, y sientes, otra vez, que la casa ha vuelto a recobrar el vacío, a hundirse en el vacío y que afuera, un mundo extraño, tan extraño como la nota necrológica oída en la radio, está girando, apoderándose de las cosas, haciéndolas más distantes de ti. Sales poco a la calle. Habitualmente al mercado y cuando es necesario al parque con los muchachos. No recuerdas el título de la última película que viste, pero supones que pudo ser con Gary Cooper, una de indios, seguramente. Este encierro, estar-estar-siempre-en-la-bóveda-de-la-casa- es tu mundo, se ha convertido en la película cuya proyección ya no es necesaria para que opere su reconocimiento, escena por escena, secuencia-a-secuencia, gesto-a-gesto: no tiene colores. Es el blanco y negro de una cinta triste, de un largometraje extraordinariamente triste. Llega el momento de preguntarte, después de haber quedado todo arreglado, ¿qué hacer ahora?, ¿en qué ocupar la hora siguiente? Recuerdas lo de las camisas, lo de los calcetines rotos, recuerdas el deseo que te sorprendió en la mesa y de la imagen lejana de él poseyéndote casualmente, del minuto que se perdió en la identificación de la siguiente secuencia. Esta mañana, al salir a la esquina había una cartelera enorme en el teatro, una cartelera nueva que nada te dijo, que apenas repasaste leyendo accidentalmente, pues solo podías soportar las películas de vaqueros, cuando ibas al cine, seguramente una vez al mes. teatro morales hoy social vespertina noche (para mayores de 21)  El diario de una camarera de Luis Buñuel con Jeanne Moreau, Bostezaste: los minutos siguientes fueron una lucha de bostezos, de ojos cerrados, de brazos estirados: una lucha con el sueño que ganaba terreno todos los días a la misma hora.

Óscar Collazos


Nació en Bahía Solano, Chocó, Colombia, en 1942. En 1964 fue asesor del Teatro Estudio de Cali. En 1966 apareció el primero de sus cinco libros de cuentos. En 1969, siendo director del Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las Américas, en Cuba, adelantó un debate escrito con Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa sobre la relación entre escritura y compromiso político. Desde entonces inció una larga estadía en Europa, dedicado a la novela, el ensayo y el periodismo. En 1989 regresó a Colombia; Fallece en Bogotá, el 17 de Mayo de 2015.
Fuertemente vinculado con la tradición literaria, incorpora técnicas de narrativa contemporánea, como el fluir de la conciencia. Muestra la intimidad de sus protagonistas, pensamientos, sensaciones, sentimientos. Sus cuentos son de filiación realista y entornos urbanos. Si en los años sesenta incursionó en el experimentalismo, sus cuentos posteriores privilegian la sencillez de las frases que favore una sintonía expedita con el lector de hoy. Gracias  a una expresión más ortodoxa, busca claridad y comunicabilidad.
Alejandro José López Cáceres, en el prólogo, escudriña en la verosimilitud de Collazos: "Cuando uno se asoma a su obra cuentística se pregunta de dónde proviene la tremenda fuerza que emanan sus relatos. Y , si leemos despacio, muy pronto hallamos respuesta: de la experiencia; es decir, de la vivencia o del testimonio. Sus ficciones están compuestas a partir de lo sabido, por eso respiran sinceridad; sus historias están contadas desde adento, por eso transmiten conocimiento".
Tomado de Son de máquina. Bogotá: Editorial Testimonio, 1967. Collazos (mayo 12 de 2010).Óscar Collazos Cuentos escogidos (1964-2006)
Fuentes: www.banrepcultural.org - es.wikipedia.org - Foto: www.elpaís.com.co

MEMPO GIARDINELLI: EL HINCHA

El 29 de diciembre de 1968, el Club Atlético Vélez Sarsfield derrotó al Racing Club por cuatro tantos a dos. A los noventa minutos de juego, el puntero Omar Webbe marcó el cuarto gol para el equipo vencedor que, se clasificaba Campeón Nacional de fútbol por primera vez en su historia.
-¡Goooooool de Velesárfiiiiiillllllll! -gritaba Fioravanti.-¡Goooooool de Velesárfiiiiiillllllll! -gritaba Fioravanti.
-¡Gol! ¡Golazo, carajo -saltó-saltó Amaro Fuentes, golpeándose las rodillas frente al radiorreceptor.
Había soñado con ese triunfo toda su vida. A los sesenta y cinco años, reciente jubilado de correos y todavía soltero, su existencia era lo suficientemente regular y despojada de excitaciones como para que sólo ese gol lo conmoviera, porque lo había esperado innumerables domingos, lo había imaginado y palpitado de mil modos diferentes. Nacido en Ramos Mejía, cuando todo Ramos era adicto al entonces Club Argentinos de Vélez Sarsfield, Amaro estaba seguro de haber aprendido pronunciar ese nombre casi simultáneamente con la palabra "papá", del mismo modo que recordaba que sus primeros pasos los había dado con una pequeña pelota de trapo entre los pies, en el patio de la casona paterna, a cuatro cuadras de la estación del ferrocarril, cuando todavía existían potreros y los chicos se reunían a jugar al fútbol hasta que poco a poco, a medida que se destacaban, iban acercándose al club para alistarse en la novena división.
Ya desde entonces, su vida quedó ligada a la de Vélez Sarsfleld (de un modo tan definitivo que él ignoró por bastante tiempo), quizá porque todos quienes lo conocieron le auguraron un promisorio futuro futbolístico sobre todo cuando llegó a la tercera, a los diecisiete años, y era goleador del equipo; pero acaso su ligazón fue mayor al morir su padre, un mes después de que le prometieron el debut en Primera, porque tuvo que empezar a trabajar y se enroló como grumete en los barcos de la flota Mihanovich y dejó de jugar, con ese dolor en el alma que nunca se le fue, aunque siempre conservó en su valija la camiseta con el número nueve en la espalda, viajara donde viajara, por muchos años, y aún la tenía cuando ascendió a Primer Comisario de abordo, en los buques que hacían la línea Buenos Aires-Asunción-Buenos Aires, y también aquel día de mayo de 1931, cuando el "Ciudad de Asunción" se descompuso en Puerto Barranqueras y debieron quedarse cinco días, y él, sin saber muy bien por qué, miró largamente esa camiseta, como despidiéndose de un muerto querido y decidió no seguir viaje, de modo que desertó y gastó sus pocos pesos en el Hotel Chanta Cuatro; después vendió billetes de lotería, creyó enamorarse de una prostituta brasileña que se llamaba Mara y que murió tuberculosa, trabajó como mozo en el bar La Estrella y se ganó la vida haciendo changas hasta que consiguió ese puestito en el correo, como repartidor de cartas en la bicicleta que le prestaba su jefe.
Desde entonces, cada domingo implicó, para él, la obligación de seguir la campaña velezana, lo que le costó no pocos disgustos: durante casi cuarenta años debió soportar las bromas de sus amigos, de sus compañeros del correo; de la barra de La Estrella, porque en Resistencia todos eran de Boca o de River; y cada lunes la polémica lo excluía porque los jugadores de Vélez no estaban en el seleccionado, nunca encabezaban las tablas de goleadores, jamás sus arqueros eran los menos vencidos, y Cosso, goleador en el '34 y en el '35, Conde en el '54, Rugilo, guardavallas de la Selección (quien se había erigido como héroe mereciendo el apodo de "El León de Wembley"), eran sólo excepciones. La regla era la mediocridad de Vélez y lo más que podía ocurrir era que se destacara algún jugador, el que, al año siguiente, seria comprado, seguramente, por algún club grande. Y así sus ídolos pasaban a ser de Boca o de River. Y de sus amigos, de sus compañeros de barra.
Claro que había retenido algunas satisfacciones: en 1953, por ejemplo, el glorioso año del subcampeonato, cuando el equipo termino encaramado al tope de la tabla, solo detrás de River. O aquellas ¿temporadas en que Zubeldía, Ferraro, Marrapodi en el arco, Avio, Conde formaban equipos más o menos exitosos. Todos ellos pasaron por la Selección Nacional: Ludovico Avio estuvo en el Mundial de Suecia, en 1958, y hasta marcó un gol contra Irlanda del Norte. Amaro había escuchado muy bien a Fioravanti, cuando relató ese partido desde el otro lado del mundo, y se imaginó a Avio vistiendo la celeste y blanca, admirado por miles y miles de rubios todos igualitos, como los chinos, pero al revés, y por eso no le importó que a Carrizo los checoslovacos le hicieran seis goles, total Carrizo era de River.
Amaro podía acordarse de cada domingo de los últimos treinta y siete años porque todos habían sido iguales, sentado frente a la vieja y enorme radio, durante casi tres horas, en calzoncillos, abanicándose y tomando mate mientras se arreglaba las uñas de los pies. Entonces, no se transmitían los partidos que jugaba Vélez, sólo se mencionaba la formación del equipo, se interrumpía a Fioravanti cada vez que se convertía un gol o se iba a tirar un penal, y al final se informaba la recaudación y el resultado. Pero era suficiente.
Todos los lunes a las seis menos cuarto, cuando iba hacia el correo, compraba El Territorio en la esquina de la Catedral y caminaba leyendo la tabla de posiciones, haciendo especulaciones sobre la ubicación de Vélez, dispuesto a soportar las bromas de sus compañeros, a escuchar los comentarios sobre las campañas de Boca o de River.
Genaro Benítez, aquel cadetito que murió ahogado en el río Negro, frente al Regatas, siempre lo provocaba:
-Che, Amaro, ¿por qué no te hacés hincha de Boca, eh?
-Calláte, pendejo -respondía él, sin mirarlo, estoico, mientras preparaba su valija de reparto, distribuyendo las cartas calle por calle, con una mueca de resignación y tratando de pensar en que algún día Vélez obtendría el campeonato. Se imaginaba la envidia de todos, las felicitaciones, y se decía que esa seria la revancha de su vida.
No le importaba que Vélez tuviera siempre más posibilidades de ir al descenso que de salir campeón. Cada año que el equipo empezaba una buena campaña, Amaro era optimista, y se esforzaba por evitar que lo invadiera esa detestable sensación de que inexorablemente un domingo cualquiera comenzaría la debacle, la que, por supuesto, se producía y le acarreaba esas profundas depresiones, durante las cuales se sentía frustrado, se ensimismaba y dejaba de ir a La Estrella hasta que algún buen resultado lo ayudaba a reponerse.
Un empate, por ejemplo, sobre todo si se lograba frente a Boca o a River, le servía de excusa para volver a la vereda de La Estrella y saludar, sonriente, como superando las miradas sobradoras, a los integrantes de la barra: Julio Candia, el Boina Blanca, el Barato Smith, Puchito Aguilar, Diosmelibre Giovanotro y tantos otros más, la mayoría bancarios o empleados públicos, solterones, viudos algunos, jubilados los menos (sólo los viejitos Angel Festa, el que se quejaba de que en su vida nunca había ganado a la lotería, aunque jamás había comprado un billete; y Lindor Dell'Orto, el tano mujeriego que fue padre a los cincuenta y siete años y no encontró mejor nombre para su hija que Dolores, con ese apellido), pero todos solitarios, mordaces y crueles, provistos de ese humor acre que dan los años perdidos.
En ese ambiente, Amaro no desperdiciaba oportunidad de recordar la historia de Vélez. Podía hablar durante horas de la fundación del club, aquel primero de mayo de 1910, o evocar el viejo nombre, que se usó hasta el '23, y ponerse nostálgico al rememorar la antigua camiseta verde, blanca y roja, a rayas verticales, que usaron hasta el '40 y que todavía guardaba en su ropero.
No le importaban las pullas, el fastidio ni los flatos orales con que todos, en La Estrella, acogían sus remembranzas. Como sucedió en el '41, cuando Vélez descendió de categoría y Diosmelibre sentenció "Amaro, no hablés más de ese cuadrito de Primera B", y él se mantuvo en silencio durante dos años, mortificado y echándole íntimamente la culpa al cambio de camiseta, esa blanca con la ve azul, a la que odió hasta el '43, una época en la que las malas actuaciones lo sumieron en tan completa desolación que hasta dejó de ir a La Estrella los lunes, para no escuchar a sus amigos, para no verles las caras burlonas.
Pero lo que más le dolía era sentirse avergonzado de Vélez. Tan deprimido estuvo esos años, que en el correo sus superiores le llamaron la atención reiteradamente, hasta que el señor Rodríguez, su jefe, comprendió la causa de su desconsuelo. Rodríguez, hincha de Boca y hombre acostumbrado a saborear triunfos, se condolió de Amaro y le concedió una semana de vacaciones para que viajara a Buenos Aires a ver la final del campeonato de Primera B.
Era un noviembre caluroso y húmedo. Amaro no bajaba a la Capital desde aquella mañana en la que abordó el "Ciudad de Asunción", rumbo al Paraguay, para su último viaje. La encontró casi desconocida, ensanchada, más alta, más cosmopolita que nunca y casi perdida aquella forma de vida provinciana de los años veinte. No se preocupó por saludar al par de tías a quienes no veía desde hacía tanto tiempo, y durante cinco días deambuló por el barrio de Liniers, recordando su niñez, rondando la cancha de Villa Luro, y el viernes anterior al partido fue a ver el entrenamiento y se quedó con la cara pegada al alambrado, deseoso de hablar con alguno de los jugadores, pero sin atreverse. Le pareció, simplemente, que estaba en presencia de los mejores muchachos del mundo, imaginó las ilusiones de cada uno de ellos, los contempló como a buenos y tiernos jóvenes de vida sacrificada, tan enamorados de la casaca como él mismo, y supo que Vélez iba a volver a Primera A.
Aquel domingo, en el Fortín, las tribunas comenzaron a llenarse a partir de las dos de la tarde, pero Amaro estuvo en la platea desde las once de la mañana.
El sol le dio de frente hasta el mediodía y el partido empezó cuando le rebotaba en la nuca y él sentía que vivía uno de los momentos culminantes de su existencia. Se acordó de los muchachos del correo, de la barra de La Estrella, de todos los domingos que había pasado, tan iguales, en calzoncillos, pendiente de ese equipo que ahora estaba ante sus ojos.
Le pareció que todo Resistencia aguardaba la suerte que correría Vélez esa tarde. De ninguna manera podía admitir que alguno deseara una derrota. Lo cargaban, sí, pero sabía que todos querrían que Vélez volviera jugar en la A al año siguiente.
Miró el partido sin verlo, y lloró de emoción cuando el gol del chico ése, García, aseguró el triunfo y el ascenso de Vélez. Y cuando salió del estadio tenía el rostro radiante, los ojos brillosos y húmedos, las manos transpiradas y como una pelota en la garganta; pero la pucha Amaro, un tipo grande, se dijo a sí mismo, meneando la cabeza hacia los costados, y después pateó una piedra de la calle y siguió caminando rumbo a la estación, bajo el crepúsculo medio bermejo que escamoteaban los edificios, y esa misma noche tomó La Internacional hacia Resistencia.
Desde entonces, cada domingo, Amaro se transportaba imaginariamente a Buenos Aires, era un hombre más en la hinchada, revivía la tarde del triunfo, se acordaba del pibe García y lo veía dominar la pelota, hacer fintas y acercarse a la valla adversaria. Y todas las tardes, en La Estrella, cada vez que se discutía sobre fútbol, Amaro recordaba:
-Un buen jugador era el pibe García. Si lo hubiesen visto. Tenía una cinturita...
O bien:
-¿Una defensa bien plantada? Cuando yo estuve en Buenos Aires...
Y cuando los demás reaccionaban:
-¡Qué me hablan de Boca, de River, de tal o cual delantera, si ustedes nunca los vieron jugar!
A medida que fueron pasando los años, Amaro Fuentes se convirtió en un perfecto solitario, aferrado a una sola ilusión y como desprendido del mundo. La vejez pareció caérsele encima con el creciente malhumor, la debilidad de su vista, la pérdida de los dientes y esa magra jubilación que le acarreó una odiosa, fatigante artritis y el reajuste de sus ya medidos gastos. Como nunca había ahorrado dinero, ni había sentido jamás sensualidad alguna que no fuera su amor por Vélez Sarsfield, su vida continuó plena de carencias y nadie sabía de él más que lo que mostraba: su cuerpo espigado y lleno de arrugas, su pasividad, su estoicismo, su mirada lánguida y esa pasión velezana que se manifestaba en el escudito siempre prendido en la solapa del saco, más con empecinamiento que con orgullo porque carajo, decía, alguna vez se tiene que dar el campeonato, ese único sobresalto que esperaba de la vida monótona, sedentaria que llevaba y que parecía que sólo se justificaría si Vélez salía campeón. Y quizás por eso aprendió a ver la esperanza en cada partido, confiado en que su constancia tendría un premio, como si alcanzar el título fuera una cuestión personal y él no estuviera dispuesto a morir sin haberse tomado una revancha contra la adversidad porque, como se decía a sí mismo, si llevé una vida de mierda por lo menos voy a morirme saboreando una pizca de gloria.
Casualidad o no, la campaña de Vélez Sarsfield en 1968 fue sorprendente. Tras las primeras confrontaciones, Amaro intuyó que ése sería el esperado gran año. Desde poco después de la sexta fecha, la escuadra de Liniers se convirtió en la sensación del torneo, y las radios porteñas comenzaron a transmitir algunos partidos que jugaba Vélez, en los clásicos con los equipos campeones, lo que para Amaro fue una doble satisfacción, puesto que también sus amigos tenían que escuchar los relatos y sólo se sabía de Boca o de River por el comentario previo o por la síntesis final de la jornada, como antes ocurría con Vélez, y éstas si son tardes memorables, gran siete, pensaba Amaro mientras tomaba un par de pavas de mate y hasta se cortaba los callos plantales, que eran los más difíciles, confiado en que sus muchachos no lo defraudarían.
Era el gran año, sin duda, y la barra de La Estrella pronto lo comprendió, de modo que todos debían recurrir al pasado para sus burlas. Pero a Amaro eso no le importaba porque le sobraban argumentos para contraatacar: los riverplatenses hacía diez años que salían subcampeones, los boquenses estaban desdibujados, y todos envidiaban a Willington, a Wehbe, a Marín, a Gallo, a Luna y a todos esos muchachos que eran sus ídolos.
Goooooooool de Velesárfiiiiiilllllll!
La voz de Fioravanti estiraba las vocales en el aparato y Amaro, llorando, sintió que jamás nadie había interpretado tan maravillosamente la emoción de un gol. Vélez se clasificaba, por fin, campeón nacional de fútbol, tras cumplir una campaña significativa: además de encabezar las posiciones, tenía la delantera más positiva, la defensa menos batida, y Carone y Wehbe estaban al tope de la tabla de goleadores.
Pocos segundos después de ese cuarto gol, cuando Fioravanti anunció la finalización del partido, Amaro estaba de pie, lanzando trompadas al aire, dando saltitos y emitiendo discretos alaridos. Dio la tan jurada vuelta olímpica alrededor de la mesa, corrió hacia el ropero, eligió la corbata con los colores de Vélez y su mejor traje y salió a la calle, harto de ver todos los años, para esa época, las caravanas de hinchas de los cuadros grandes, que recorrían la ciudad en automóviles, cantando, tocando bocinas y agitando banderas.
Caminó resueltamente hacia la plaza, mientras el crepúsculo se insinuaba sobre los lapachos y las cigarras entonaban sus últimas canciones vespertinas, y frente a la iglesia se acercó a la parada de taxis, eligió el mejor coche, un Rambler nuevito, y subió a él con la suficiencia de un ejecutivo que acaba de firmar un importante contrato.
-Hola, Amaro -saludó el taxista, dejando el diario.
-A recorrer la ciudad, Juan, y tocando bocina -ordenó Amaro-. Vélez salió campeón.
Bajó los cristales de las ventanillas, extrajo el banderín del bolsillo del saco y empezó a agitarlo al viento, en silencio, con una sonrisa emocionada y el corazón galopándole en el pecho, sin importarle que la solitaria bocina desentonara, casi afónica, con el atardecer, y sin reparar siquiera en el reloj que marcaba la sucesión de fichas que le costaría el aguinaldo, pero carajo, se justificó, el campeonato me ha costado una espera de toda la vida y los muchachos de Vélez, en todo caso, se merecen este homenaje a mil kilómetros de distancia.
Cuando llegaron a la cuadra de La Estrella, Amaro vio que la barra estaba en la vereda, ya organizada la larga mesa de habitués que los domingos al anochecer se reunían para comentar la jornada. Y vio también que cuando descubrieron al Rambler en la esquina, con la solitaria banderita asomándose por la ventanilla se pusieron todos de pie y empezaron a aplaudir.
-Más despacio, Juan, pero sin detenernos -dijo Amaro mientras se esforzaba por contener esas lágrimas que resbalaban por sus mejillas, libremente, como gotas de lluvia, y lo aplausos de la barra de La Estrella se tornaban más vigorosos y sonoros, como si supieran que debían llenar la tarde de diciembre sólo para Amaro Fuentes, el amigo que había dedicado su vida a esperar un campeonato, y hasta alguno gritó viva Vélez carajo y Amaro ya no pudo contenerse y le pidió al chofer que lo llevara hasta su casa.
Dejó colgado el banderín en el picaporte del lado de afuera, y entró en silencio. Hacía unos minutos que su corazón se giraba desusadamente. Un cierto dolor parecía golpearle el pecho desde adentro. Amaro supo que necesitaba acostarse. Lo hizo, sin desvestirse, y encendió la radio a todo volumen. Un equipo de periodistas desde Buenos Aires, relataba las alternativas de los festejos en las calles de Liniers.
Amaro suspiró y enseguida sintió ese golpe seco en el pecho. Abrió los ojos, mientras intentaba aspirar el aire que se le acababa, pero sólo alcanzó a ver que lo muebles se esfumaban, justo en el momento en que el mundo entero se llamaba Vélez Sarsfield.

Mempo Giardinelli 
Escritor y periodista. Nació el 2 de agosto de 1947 en Resistencia, Chaco (Argentina). Desde 1969 desempeñó varios trabajos en diversos medios periodísticos de Buenos Aires. En 1976, la dictadura militar censuró su primera novela, "Por qué prohibieron el circo", que fue publicada en el exterior. Vivió en México hasta l985 y cuando, regresó al país, publicó: "La revolución en bicicleta", "El cielo con las manos", "Vidas ejemplares", "Luna caliente", "El género negro", "Qué solos se quedan los muertos", "Antología personal", "El castigo de Dios", "Santo oficio de la memoria" (VIII Premio Internacional "Rómulo Gallegos", 1993) y "Así se escribe un cuento". Creó y dirigió la revista "Puro Cuento". Es colaborador habitual de diversos medios, entre ellos, los diarios "Página 12", "Clarín", "La Nación", "Norte", "El Diario de Resistencia" y "El Litoral", de Corrientes.
Fuente: Cultura Club Atlético Vélez Sársfield