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viernes, 4 de septiembre de 2015

RODRIGO FRESÁN: LA SOBERANÍA NACIONAL

Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan.

¡Rataplán!
¡Rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, rataplán.

Kurt Vonnegut Jr. —" The Sirens of Titan"

Ayer a la tarde vi a mi primer gurkha. Estaba senta­do, de rodillas frente a un pequeño fuego que no sé cómo se mantenía encendido bajo la llovizna. Sonreía a la nada y limpiaba su daga con la misma devoción cansada con que una madre le cambia los pañales a su hijo.
Yo me había alejado de mi grupo casi sin darme cuenta. La idea era buscar un lugar tranquilo para escribir una carta que no iba a ningún lado. Escribimos muchas en estos días. Parecemos estatuas inclinadas sobre hojas de­ papel, ubicadas de espaldas al viento, sosteniendo lápices con el puño cerrado para que no se vuelen las letras. Escribimos nuestras cartas con la plena seguridad de que nadie va a leerlas porque, se sabe, el correo nunca fue muy efi­ciente que digamos. Lo que hacemos entonces es escribirlas y leérnoslas en voz alta. De este modo nos convertimos en novias y familias y amigos y se atenúa un poco la sensación de estar escribiendo en vano. El sargento Rendido nos regala una hora por día para que nos perdamos y nos encontremos en este ejercicio de dudosa utilidad.
Pero ayer tenía ganas de escribir a solas. Porque iba a escribir la carta más inútil de todas. Iba a escribir a Lon­dres y no tenía ganas de leerla en voz alta. Mejor no. Nunca falta un loco, como el tipo ese que no para de remendar su uniforme, que va a pensar que soy un traidor o algo por el estilo por el solo hecho de escribir a Londres. Allí está mi hermano mayor. Trabaja en un restaurante y no puedo evitar preguntarme qué puede estar haciendo mi hermano en un restaurante de Londres. Misterio no tan misterioso. Supon­go que la idea, como siempre, es mandarlo lejos: mi hermano mayor tiene lo que muchos entienden como personalidad problemática. La cuestión es que ahí está ahora. Y yo estoy acá. Y yo le estaba escribiendo cuando vi a mi primer gurkha.
Hablábamos sobre ellos todo el tiempo pero hasta ahora nadie se había cruzado con uno y, esto va a sonar idio­ta, lo primero en que pensé fue en pedirle un autógrafo. Pero enseguida me subió el miedo. Los gurkhas cortaban orejas o al menos eso dicen. La cuestión es que me quedé ahí, agarrándome la cabeza. El gurkha vino dando saltitos hasta donde yo estaba. Se desplazó sin desperdiciar un solo movimiento y no pude evitar sorprenderme cuando abrió la boca y me habló en un correctísimo inglés.
—¿Qué hay de nuevo, viejo? —me dijo, con la voz de Bugs Bunny.
Largué un suspiro largo mientras pensaba que, cla­ro, entonces todo esto era una pesadilla y yo me voy a des­pertar en cualquier momento; porque la existencia de un gurkha que imite a Bugs Bunny era aun más imposible y ridícula que toda esta guerra junta.
Pero no. Abrí y cerré y abrí los ojos y ahí estaba la limpia sonrisa de Bugs Gurkha. Me preguntó si yo hablaba inglés y le dije que parte de mi familia era inglesa.
—¿En serio? —dijo—. La verdad que no deja de ser gracioso.
Sacó un paquete de cigarrillos y me ofreció uno.
Fumamos en silencio.
—¿Y cómo anda todo por ahí? —preguntó después de unos minutos.
Le contesté que no entendía a qué se refería con por ahí.
—Por ahí... —hizo un gesto vago que bien podía incluir el resto del mundo—. Ya sabes.
—Supongo que bien —contesté para no contrariar­lo. Yo cargaba mi fusil al hombro y el gurkha tenía, apa­rentemente, nada más que una daga. Pero yo apenas había apretado alguna vez el gatillo mientras que el gurkha habla­ba y hacía malabares con su cuchillo como si se tratara de una prolongación de su brazo. Dejé caer mi fusil y volví a lle­varme las manos a la cabeza. Todo había terminado. Iban a tomarme prisionero. Pensé en el fanático de los Rolling Stones allá en el cuartel, en el puerto. Lástima que no esté acá, pensé.
El gurkha parpadeó varias veces como si no en­tendiera y al final estalló en una carcajada inesperada. Como si se riera en ideogramas pintados con témpera negra.
—No entiendes..., no entiendes —decía agarrándose el estómago. Y, cuando intentaba explicarme, otra vez la car­cajada de él y la sensación mía de estar siendo soñado por otra persona, por un desconocido.
—Yo soy tu prisionero —dijo por fin a la vez que me entregaba el cuchillo con la empuñadura para mi lado.
Le dije que no, que de ningún modo, que el prisio­nero era yo. Él seguía negando con la cabeza, moviéndola de un lado a otro con la misma intensidad de quien supo resis­tirse a tomar la sopa en más de un momento de su vida.
—YO-SOY-TU-PRISIONERO —repitió pronunciando con mayúsculas y golpeándose el pecho con la mano abierta.
Intenté explicarle que no le convenía. Si yo lo toma­ba prisionero le podía llegar a ocurrir alguna de esas cosas espantosas que siempre me están pasando. Le dije que no era casual que yo anduviera solo por el frente de combate. Nadie quería tener nada que ver conmigo. Por eso lo mejor era que me tomara prisionero, que me entregara a sus mayo­res y me encerraran en una habitación hermética de alguno de los acorazados. O en el Queen Elizabeth. Tenían lugar de sobra. Y yo necesitaba ese lugar para poder pensar tranquilo.
Finalmente le dije que, después de todo, yo me había entregado primero. La Convención de Ginebra estaba de mi lado.
—No, amigo, el hecho de que sea gurkha no signifi­ca que tenga que ser supersticioso. Puedes guardarte todo eso para los adoradores de la diosa Khali... porque yo soy tu prisionero. Así que vamos. ¿Por qué lado queda el cuartel?
Le dije que muy bien; que no me tomara prisionero, pero que se fuera rápido porque no le convenía estar cerca de mí. Le dije que tengo una suerte espantosa y que traigo mala suerte. Pero no sirvió de nada.
—Prisionero yo soy —me explicó como si cambian­do el orden de las palabras pudiera convencerme.
Entonces se inclinó para agarrar el fusil y dármelo y entonces el fusil se disparó, claro.
La verdad que los hacía más petisos a los gurquitas ésos. No sé, los chinos son todos petisos, ¿no? Pero éste era casi tan alto como yo. Tal vez lo que pasa es que se estiran un poco cuando están muertos, ¿no? Lo trajeron anteayer al gurquita. Pobre flaco. Será el enemigo y todo lo que quieras pero morirse así, la verdad que te la regalo. Con el agujero de la bala justo entre los ojos. Y quién iba a decir que el mufa de Alejo tenía tanta puntería. O que era tan valiente. El asunto es que la guerra se acabó tanto para uno como para otro. El gurquita bajo tierra y Alejo en el hospital y del hos­pital a casita. Y de eso se trata, unos viven y otros mueren. Es sólo rocanrol pero me gusta. Parece que el gurquita se le tiró encima por detrás, venía arrastrándose como una ser­piente y clavó el cuchillo en el brazo. Se pusieron a luchar, Alejo se soltó, hizo puntería y, ¡bang!, paint it blac y a otra cosa, loco. Venir a morirse tan lejos. Y lo exhibieron por todo el cuartel como si fuera el cadáver de Brian Jones.
Y aquí estamos, en la guerra. ¿A quién se le iba a ocurrir? Yo en la guerra. Y de voluntario, además. Algunos flacos me miran como si estuviera loco. Pero yo la tengo super clara. Lo que pasa es que no puedo decirles por qué me anoté en ésta. Tengo que jugarla tipo viva la patria, alta en el cielo, tras su manto de neblina, se entiende, ¿no? Porque si Rendido se entera, el bardo que se arma va a ser groso. Rendido es el sargento Rendido. Pobre gordo, milico y con ese nombre. Rendido es el que está más o menos a cargo de nosotros. Digo más o menos porque la verdad que acá nadie tiene la más puta idea de lo que está pasando. Hay días en que parecen todos fumados y ¡qué lo parió, cómo extraño el fumo! I can get nou —tananán—, I can get nou —tananán—, satisfácshon, nou satisfácshon...
Extraño al fumo casi tanto como a Susana. Si no fuera porque la última noche Susana entregó, extrañaría más al fumo. Pero la verdad que se portó, la colorada. Y todo el rollo de que era virgen y que por eso no quería. La verdad que, después del inicio de las hostilidades, como dicen acá, se me hace bastante dudoso eso. Pero no importa. Ahora la tengo bajo mi pulgar.
Cuando reciba mi primera carta desde Londres se va a volver loca. Porque éste es el plan: apenas salgamos a patrullar y la cosa se ponga densa, yo me voy para un costa­do, me hago el herido y me entrego. Así de corta, loco. Se los digo en inglés. Meic lov not uar y ya pueden irme arreando. Porque la idea es que me lleven prisionero a Londres, esperar que se acabe el tema éste de la uar y entonces sí, pase para concierto de los Rolling y la gloria, mano ¿Cómo no iba a aprovechar ésta? ¿Cómo los iba a ver a Mic y a Keit si no era así? Y te juro que después de los bises yo me mando para el fondo y hasta no hablar con Keit no paro. De repente hasta me tiran un laburo y todo. Yo con la electricidad me defiendo. De mirarlo a mi viejo. ¿Te imaginás?, plomo de los Estóns. Por eso me mandé de frente mar y derecho a la her­manita perdida. Bien cul, mano Te cagás de frío, pero no es para tanto. Y Rendido te hace bailar mucho menos que cualquiera de los pesados que me tocaron en la colimba el año pasado.
Ahí se lo llevan al gurca. Voy a ver si me puedo sacar una foto con el fiambre y se la mando a Susana.
Misiu, beibi.
No siempre podés conseguir lo que querés; no siem­pre podés conseguir lo que querés; no, no siempre podés conseguir lo que querés... pero si tratás con todo, podés lle­gar a descubrir que conseguís lo que necesitás.
Para cuando los descubran a esos dos hijos de puta, yo ya voy a ser famoso. Yo ya voy a ser un héroe. Por eso estoy tranquilo; casi no pienso en el tema. No hay mucho tiempo para pensar tampoco. Estamos aquí reclamando lo que es nuestro por derecho legítimo y de aquí no nos van a sacar.
Nuestra bandera jamás ha sido atada al carro del enemigo. Y nosotros somos los hijos de nuestros próceres. No debemos defraudarlos.
El problema es que no todos piensan como yo. El problema es el material humano. Muchos de los oficiales pensaron que todo esto iba a ser fácil, pensaron que no iban a mandar la flota.
Error.
Un auténtico guerrero siempre debe pensar que va a perder. Analizar las causas de su hipotética derrota y, después, ir neutralizándolas una por una, como quien apaga velas con la punta de los dedos. Sin quemarse.
Pero hablo por mí; desgraciadamente no puedo ha­blar por los otros. Y los otros son casi todos. Ahí están jugando al fútbol en la lluvia. Se caen al barro, chocan entre ellos, sucios como cerdos, con el uniforme a la miseria. Pa­ra ellos el uniforme no es importante. Y hasta se ríen de mí. Se ríen de cómo cuido mi uniforme, de cómo repongo los botones y remiendo los agujeros. El uniforme es la piel del soldado. No pueden entender eso. No tienen conciencia del heroísmo.
Y yo vaya a ser un héroe. Cuando los encuentren yo ya voy a ser famoso y quién va a pensar en eso después de todo lo que yo hice por la patria querida, por la madre patria. Me pregunto si los habrán encontrado; pero no tanto como antes. Cada día que pasa pienso menos en ellos y más en mí.
Y está bien que así sea. Porque se aproxima el día de la Gran Batalla. Ayer volví a soñar con el día de la Gran Batalla. En realidad, al principio estaba soñando con ellos. Los vi abrazados sobre ese colchón mugriento, después los disparos se fundieron con los disparos de la Gran Batalla y me vi corriendo por la nieve. El brazo en alto llevando a mi pelotón hacia la victoria definitiva. Esa victoria de donde se regresa diferente: porque en la acción de vencer radica la diferencia entre dioses y mortales.
Me vi como un dios. Con un uniforme digno de ­un dios.
Todas mis balas encontraban su blanco y la muerte del enemigo era algo hermoso para ellos porque no era su muerte, porque su muerte pasaba a ser parte de mi vida y de mi gloria. Yo los miraba caer y los sentía morir, orgullo­so como un padre porque todos ellos habían nacido para que yo los matara. Habían nacido tan lejos y habían lle­gado hasta el fin del mundo para que, en el último acto de sus existencias, yo les regalara el verdadero sentido de sus vidas.
Me desperté excitado y me masturbé pensando en si ya los habrán encontrado. Hijos de puta. Ni tiempo de ves­tirse tuvieron. Cerré la puerta de ese departamentito de mierda y de ahí al cuartel y del cuartel a los aviones. Me dio lástima tirar el revólver. Era de mi abuelo.
La lluvia golpea contra los costados de las bolsas de arena. El pozo se está llenando de agua. Desperté a varios pero no me hicieron caso. Siguen durmiendo, mojados, como esos pescados pudriéndose en el barro. Fui a avisarle al sargento Rendido. Me dijo que no le hinchara las pelotas, que mañana lo arreglamos, que me vaya a dormir.
Estoy fuera de la cueva, cubriéndome con el capote, los ojos cerrados. Quería volver a meterme en mi sueño de la Gran Batalla.
Sueño con la Gran Batalla desde que tengo memo­ria, desde los cinco años más o menos. Antes soñaba con una Gran Batalla diferente. Con otros uniformes. Como en las series de televisión y en las películas. Mis compañeros tenían nombres extranjeros y la verdad que eso me molestaba un poco, por más que fueran mejores soldados que los de acá. Pero pienso que el cambio me conviene. Soy el mejor; ayer nos pasó un coronel y me puso como ejemplo. Mi uniforme está impecable. Está mejor que cuando me lo dieron.
Tengo aguja e hilo.
Tengo la mejor puntería de todo el pelotón.
Ayer rompí todas las botellas.
Diez botellas.
Diez balas.
No hay que desperdiciar munición.
Como con esos dos. A esta altura me imagino que deben de estar apestando todo el edificio. No, seguro que ya los encontraron. Pero no me van a relacionar con todo eso. Ni siquiera van a pensar en mí. Fui muy cuidadoso, además. Todo limpio y brillante. Sin sangre.
Igual que mi uniforme para la Gran Batalla.
Vuelvo a soñar con la Gran Batalla pero no es lo mismo. Esta Gran Batalla tiene defectos. Estoy dormido pero enseguida me doy cuenta de que es un sueño. Hay errores. Aparece el tipo ese que mató al gurkha y tam­bién el otro. El que no paraba de hablar de los Rolling Stones, el que Rendido mandó a estaquear porque lo aga­rraron robando chocolate. Estuvo toda la noche cantan­do a los gritos. En inglés. Cuando lo desatamos a la ma­ñana siguiente no reconocía a nadie, le temblaban los dientes y no paraba de decirme Keith. Tenía los pies vio­leta. Dicen que se los tuvieron que amputar. A mí no me consta. De todas maneras así se castigaba a los ladrones antes. No lo volvimos a ver. Por eso esta versión de la Gran Batalla me irritaba un poco: el ladrón corría a mi lado y no paraba de cantar en inglés. Yo le gritaba para que se calle y, de golpe, les estaba diciendo a Inés y a Pedro que se callaran, que no les iba a servir de nada pedirme perdón.
Perdón, decía Inés, la muy puta, desnuda.
Tranquilo..., me sonreía Pedro. Tardó un rato en darse cuenta de que con el tranquilo y la sonrisita no le iba a alcanzar. Entonces trató de explicarme. Me dijo que había sido ella la que llamó para contarle que me mandaban a la guerra y que estaba mal y que por qué no pasaba a tomarse un café. Te juro que la idea fue de ella, me dijo.­
Inés empezó a putearlo como una loca. Y yo ahí sentado, con el revólver en la mano, moviendo la cabeza de arri­ba abajo y de derecha a izquierda, frotándola contra la pared. Me encanta hacer eso. Tengo el pelo corto y parado. La sensación es agradable y ellos que gritan y gritan y se echan la culpa el uno al otro.
Entonces Rendido me despierta de una patada. Camina con dificultad. Le cuesta mantener el equilibrio y me mira como se mira a alguien importante, a la historia misma.
Estamos ganando, me dice Rendido.
La venganza es mía, dijo el Señor.






Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1963. Ha ejercido el periodismo en numerosos medios, escribiendo sobre gastronomía, música, crítica literaria y cine. Su primer libro, Historia Argentina, fue elegido por la crítica como la revelación narrativa de 1991, y publicado en España y Francia. Varios cuentos de ese libro aparecieron en diversas antologías en Argentina, España, Inglaterra, México y Venezuela. 
Fuente:Abanico www.bn.gov.ar

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