Wolfgang von Kempeler le pidió que le siguiera para
mostrarle unos mapas, pero eran tantas salas,
corredores y espacios los que conformaban
aquella Factoría de Máquinas y Juguetes Dotados de
Alma que, el equilibrista se alegraba de los pasos cortos del
Maestro, porque así podía leer los nombres de las cosas que
veía. El aire no era de calidad, tenía un espesor característico,
olía a mecanismos, a grasa, a aceite, a resortes y a muelles,
aunque no llegaba a resultar asfixiante.
—Esos mecanismos de ahí —le dijo Wolfgang—, son
Herones de Alejandría: aves que pueden silbar, sorber agua y
expulsarla a chorros... Ésos son robotas sin rodillas ni codos...
Y ésos que ve ahí son patos artificiales: capaces de picotear
grano y defecarlo triturado; los que están enfrente son vulgares
y ortopédicos hardimans, se cuentan por docenas... Gólems de
cábalas y gólems de Meyrink (todos de cobre y metal batido, a
excepción de sus corazones fabricados con porcelana),
saltimbanquis, forzudos, volatineros, parejas de funambulistas,
monos que suben por escaleras y se voltean, y otros...
Hablaba sin darle importancia, sin mirar las piezas que le
iba señalando ayudándose con un bombín color canela. Por su
parte, él observaba embelesado. Un hombre de tantos
conocimientos como su genética le había proporcionado, y acostumbrado a la suspensión aséptica de quirófanos, a la
pulcritud extrema de las muestras de laboratorio, a fórmulas de
abstracciones exactas y a leyes y principios descritos por la
nanotécnica, se hallaba en la misma situación de ignorancia
que cualquier otro sin sabiduría, mirando aquellos juguetes,
aquellas máquinas –antropomorfas muchas de ellas– que
conservaban la equidistancia entre la belleza más compacta y
su doblez inquietante, y de las que poca gente cuerda
aseguraría que no tenían alma de verdad.
—¡Es fascinante, Maestro! Pero, ¿cuál es esa máquina de
allí?
Más que una máquina, como la llamó Gran Unus, era un
muñeco autómata sentado en actitud desafiante, con los codos
apoyados en una mesa de alabastro y mirando por encima un
tablero de ajedrez incrustado en el centro, que mantenía todas
las piezas dispuestas correctamente, como a punto de
comenzar una partida. Era muy bonito aunque algo
extravagante por lo extraordinario, de la altura de un hombre de
mediano tamaño, adornado con un turbante de ostentosas
rayas rojas y negras rematado con un diamante. En sus labios
sostenía una larga pipa, y su rostro expresaba paciencia y
arrogancia a partes iguales.
—¿Ése le ha llamado la atención especialmente? ¿Por qué?
—No sé, Maestro, es muy bonito.
Se acercó al ingenio y lo miró con más detenimiento.
—Es muy hermoso, un poco fantasmal, pero
verdaderamente romántico, Maestro, parece que sólo le hace
falta...
—¿Comenzar la partida? Mueva la primera pieza, él juega
con las negras...
—¿Mover yo una pieza? ¡No...! No sé jugar a esto. Yo
procedo de un mundo de números binarios, ajeno a la ilusión.
Le aseguro que mi ciencia me permite entender el
funcionamiento matemático de probabilidades aplicadas a la
estrategia, pero no mi nostalgia, ni eso que ustedes llaman
trance del jugador...
Von Kempeler movió su mano con aspavientos dando a
entender que no aceptaba renuncias tan vanas.
—¡Mueva una pieza...! ¡Atrévase!
Sin saber por qué, el equilibrista se acercó a la mesa, tocó
una pieza y ésta se movió. Resultó ser uno de los peones de
torre. Inmediatamente, de la pipa del muñeco surtió un halo de
humo, en el turbante se encendió la piedra preciosa, se oyó un
chasquido y un rodar de engranajes y por fin el ajedrecista
autómata movió su pieza. Aquel acto mecánico fue suficiente
para él, quien miró sorprendido y sonriente a Wolfgang.
—Con esa salida, llamada Prusiana de hache dos, no tiene
ninguna oportunidad de vencerle...
—No me importa, ya le he dicho... Sólo puedo admirar tan
exquisita obra de ingenio, en ningún caso competir con ella...
¿Quién la construyó? ¿Cuándo? ¿Por qué?
—Eso no tiene importancia. Además, ya ha visto su
funcionamiento: no son sino palancas, barras, engranajes y
mecanismos sutiles de relojería, pero no se haga matemáticas,
no son útiles para medir la dimensión que busca, sólo para
desmembrarla en cortos períodos de duración de balancín...
Créame, es más fácil construir una máquina para comunicarse
con los muertos que una capaz de compenetrarse con el
Tiempo. Ahora es necesario que me siga, quiero enseñarle
esos mapas antes de que sea tarde.
La idea de ver mapas que auguraban ser muy extraños y
útiles para su búsqueda del Tiempo tenía la suficiente
consistencia para dejar de pensar en otras cosas, pero aun
siguiendo a la espalda del Maestro no pudo dejar de mirar el
ingenio y de leer grabado en una plaquita de metal: El Turco,
construido por el Maestro en Robótica Von Kempeler, XVIII.
No quiso preguntarle nada, pues el diminuto y áspero señor
del bombín color canela y engreídas maneras le señaló la
pared donde estaba colgada la singular cartografía.
© Rafael R. Costa
Huelva – España
Fuente: Anaquel literario Micrófono Abierto:
Vivir de Libros
Para conocer más del autor visita este sitio web:
Amazon-Espasa Narrativa-La interpretadora de sueños-Rafael
R. Costa.
La interpretadora de sueños.
Nueva edición
http://anaquelliterario.blogspot.com/2014/12/antologia-microfono-abierto-2014.html
Nació en Huelva capital, en la popular barriada de La Navidad (1959). Después de una vida de bohemio y viajero literario por Alemania, Francia y Sudáfrica, regresa a Huelva y gana una oposición en la conocida como 'Casa de la Cultura', donde se ubica la Biblioteca Pública Provincial. Aquí permanece durante cinco años hasta que decide marcharse a Madrid, donde reside desde 1989, dedicándose de manera exclusiva al oficio de escribir. Ha publicado varios libros de poesía, casi siempre resultado de premios ganados. También ha publicado varias novelas: El caracol de Byron que fue Premio Ciudad de Irún de Novela y El niño que quiso llamarse Paul Newman que ganó el Premio Onuba de Novela, y recientemente ha sido también finalista en la cuarta edición del premio Irreverentes de novela con su obra El Cráneo de Balboa. Sus obras: 44 sonetos de amor y otros barcos a la deriva - Berlín melodrama - El nazi elegante - La interpretadora de sueños - La novelista fingida - La novia de Txeroki - Valdemar Canaris, el navegante solitario. Fuente: www.compartelibros.com
Nació en Huelva capital, en la popular barriada de La Navidad (1959). Después de una vida de bohemio y viajero literario por Alemania, Francia y Sudáfrica, regresa a Huelva y gana una oposición en la conocida como 'Casa de la Cultura', donde se ubica la Biblioteca Pública Provincial. Aquí permanece durante cinco años hasta que decide marcharse a Madrid, donde reside desde 1989, dedicándose de manera exclusiva al oficio de escribir. Ha publicado varios libros de poesía, casi siempre resultado de premios ganados. También ha publicado varias novelas: El caracol de Byron que fue Premio Ciudad de Irún de Novela y El niño que quiso llamarse Paul Newman que ganó el Premio Onuba de Novela, y recientemente ha sido también finalista en la cuarta edición del premio Irreverentes de novela con su obra El Cráneo de Balboa. Sus obras: 44 sonetos de amor y otros barcos a la deriva - Berlín melodrama - El nazi elegante - La interpretadora de sueños - La novelista fingida - La novia de Txeroki - Valdemar Canaris, el navegante solitario. Fuente: www.compartelibros.com
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