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viernes, 10 de julio de 2015

IBARRECHEA: QUE NADIE ME DIGA NADA

Que nadie me diga nada si les cuento que quiero volver a la casa donde yo nací. 
La casa donde yo nací era la casa de mi abuelo. 
A mi me parecía que si los abuelos de antes dejaban a sus mujeres por otras mujeres, eso estaba mal, porque todos en la casa lloraban. 
Las abuelas de antes armaban sus valijas y se iban no se exactamente adónde.
Mi abuelo terminó su vida peleado con mi abuela. Y sin casa.

Entonces, amigos míos, si se me ocurre cambiar mi "smart phone" por un teléfono público que funcione con monedas y que disque el número 19 y le pida a la operadora que quiero hablar con mi abuela sobre eso, les pido que nadie me diga nada.

Tengo pensado ir caminando hacia el lugar que está cerca de la cañada. Donde los artesanos fabrican sueños que venden a buen precio porque son sueños nuevos (los sueños antiguos de la calle Belgrano son más caros) He visto eso, y son cosas que me recuerdan a mis abuelos cuando estaban juntos.

Los abuelos de antes gastaban dinero en sueños nuevos, para que disfruten sus hijos.
Aunque sabían arreglar los sueños viejos. 
Los he visto, agarraban alambre, un poco de clavos y mantenían sus sueños a martillazos.
Por eso quiero ver a qué precio están aquellos sueños de otros abuelos y que ocupan media calle de las que rodean el paseo de los artesanos.

Que nadie me diga nada si antes de abandonar Córdoba ciudad, paso por el barrio llamado la República de San Vicente, allí es el lugar donde los abuelos todavía resisten con sus sueños. Los he visto, aún rodeados por el implacable avance de los sueños nuevos y el tropel de parcas soplándoles la nuca. 

Queridos niños, anoten en su cuaderno Rivadavia tapas rojas que: 
Las abuelas de antes te tatuaban la espalda a escobazos si les ensuciabas el zaguán de la casa con tierra, arena, barro y otras calamidades que hacíamos.

Queridos niños, los abuelos de antes, sacaban un envoltorio de papel de diarios del bolsillo del saco y te lo entregaban sin que tu madre lo supiera. 

Eso, amiguitos, eran claros indicios del fuerte amor que proclamaban hacia vos en tu carácter de criatura..

Lo que quiero decirles amigos míos, es que extraño a mis abuelos.
Eso me pasa por haberme ido a vivir lejos de ellos, y no estar a la hora en que partieron.

Les cuento que a veces sueño con sus sueños.

En la casa de mi abuela había una hermosa cama que servía para esconderse del cuco.
El cuco era un tipo malo que tenía a satanás metido en el cuerpo, me decían eso para amedrentarme. Había, un ropero inmenso donde el hombre de la bolsa no se animaba a entrar por miedo a perderse entre tanta ropa. El hombre de la bolsa espiaba por las ventanas a los niños que se portaban mal, los levantaba y los metía adentro y se los entregaba al cuco por algunas monedas. O sea, no valías nada si te portabas mal. Había una mesa de madera donde podías pegar la goma de mascar masticada, y otras inmundicias, a escondidas de los mayores.Había una almohada gigante para leer novelas al lado del velador. Había una radio inmensa a válvulas marca Philips modelo 1934 para escuchar tangos y noticias que mucho tiempo después, manos anónimas la guardaron en el galponcito del fondo para darle lugar al combinado Ranser. 

La primera imagen que vi en un televisor blanco y negro fue la de Clint Eastwood, haciendo el personaje del cowboy llamado Rowdy Yates, en la serie Cuero Crudo. Al lado, el combinado Ranser, pedía una segunda oportunidad.

Finalmente mi abuela se fue con mis tías, lejos de mi abuelo caravanero.
Algunas conversaciones de mayores que un niño podía escuchar mientras jugaba a las escondidas eran: "Le hacía la vida imposible." "Siempre fue un mujeriego." "No era vida, pobre mujer."

En realidad, quería decirles amigos míos, que extraño mucho a mis abuelos y que no sabía por dónde diablos empezar. 
Aunque ahora se me ocurre una idea maravillosa.

Voy a comenzar por esta anécdota:
Mi madre siente que empujan el portón de la calle y se asoma por la ventana, él entra.
Mi madre me manda al dormitorio con la consigna de que no haga ruido y me quede callado, sino, yo me las tendría que ver con mi padre cuando llegue del trabajo. Sentencia inapelable. 
Entonces, mi abuelo asoma su cara sin afeitar y la saluda, le pide un vaso de agua.
Mi madre le pregunta donde estuvo porque la abuela lo andaba buscando desde hacía una semana y larga un llanto cargado de aflicción y reproches.
Mi abuelo caravanero mira hacia la puerta de mi dormitorio. Parece darse cuenta que yo lo miro por el ojo de la cerradura. 
Veo que saca un paquetito hecho con papel de diarios del bolsillo de su saco, y le dice a mi madre: 
-Salí a comprarle estos caramelitos al negrito tuyo y bueno, me demoré unos días. Que ni tu madre ni nadie, me diga nada. 













José Antonio Ibarrechea
diceelwalter@gmail.com

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