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viernes, 5 de junio de 2015

MAYTE ÁLVAREZ: TRES VENTANAS

Primera ventana

Se oyen las primeras gotas de lluvia caer, y… es inevitable, al instante le embarga la tristeza, la angustia, el pensamiento de que el cerdo está al caer, junto con la necesidad de escapar, y el imán… hacia la ventana, guiada a buscar la confirmación de que llueve, de que el baile ha empezado.
Días de escapar, de espacio en espacio dentro de su casa, eso le recuerda la lluvia, tras la ventana; días de preguntarse por qué si cuando llueve todos van a casa, los suyos no, solo el cerdo, de preguntarse por qué su madre llevaba años estudiando para conducir, por qué sus hermanos preferían estar en cualquier escondrijo antes que en casa.
Pero el cerdo sabe que encontrará a la niña allí, también que ella intentará encerrarse en alguna habitación o meterse entre el pilar y el aparador donde sus manos no llegan, mientras la mocosa le escupirá cada vez que se acerca. Carpio lo sabe, y la niña lo sabe.
Hay algo más que el cerdo sabe y la niña acaba de descubrir, mirando tras la ventana, se acaba de dar cuenta de que ella le tiene miedo a la lluvia, y el cerdo lo sabe, por eso cuando llueve va a su casa a encontrarla sola, y está obligada a abrirle la puerta pues es el marido de su abuela.
Suena el timbre y lo decide, va a enfrentarse a su miedo, peor es aguantar el otro. Ellas le dicen que aguante, pero la niña ya no puede más.
Le abre, el cerdo entra y ella sale; se lo recrimina, y… por primera vez, chulería, 10 u 11 años tiene, pero se pone brava, responde chula.
Al poco, al mucho, al ni se sabe, está toda calada, tiritando, pero no piensa entrar, ya nunca más, y para un coche en la puerta, de él sale su madre, a quien conduce no lo conoce. Más recriminaciones. Ella ahora sabe que bajo la lluvia no se disfruta, se pasa frío, pero como su madre la conoce lo suficiente deduce que a partir de ahora estará dispuesta a mojarse siempre, pero siempre, bajo la lluvia.
Hacia la noche cambiaron más cosas, con el miedo perdido a la lluvia, aunque no le gustara mojarse en ella, le quedaba uno. Si por escapar de un miedo, se había enfrentado a otro, se iba a enfrentar a esto.
Lo hizo, sin saber cómo, espontáneamente, o inducida por la liviedad de espíritu al soltar el lastre del miedo, que la hacía sentir más fuerte, por lo que lo era.
Solo gritó: ¡Cerdo, no me vuelvas a poner tus asquerosas manos encima!
Lo hizo tan, tan fuerte como nunca. Lo repitió tantas veces, que no se dio ni cuenta.
Entre medias, solo un diálogo, cuando aterradas entraron su madre y su abuela. La niña les decía: ¿Ese es el problema, que se enteren los vecinos, no lo que me hace?, a gritos, también a gritos. Su abuela la llamaba loca, su madre le instaba a callarse, pero ella gritaba y gritaba, las dos frases, alternativamente, para espanto de los tres, y puede que de los vecinos.
Desde entonces la niña grita, porque ese día acabó todo. Aunque desde ese día no soportara la lluvia, no, y menos verla tras la ventana, sin embargo lo hacía, siempre lo hizo; miraba las primeras gotas caer y la tristeza le invadía. Pero se hizo fuerte, porque sobrevivió a ello.

Segunda ventana

Suena el timbre, y ella presiente que es él, se ha acostumbrado tanto a mostrarse directa, a no ocultar su actitud, a ser desafiante, a ser… chula, que se asoma a la ventana, lo mira, le aguanta la mirada, y no le abre. Es su forma de decir, no quiero nada contigo, hemos acabado, me has fallado y pongo el fin.
Nunca imaginó que era la última vez que lo iba a ver, a cuatro pisos de distancia, con sus barbas, sus cabellos y su rostro dándose ese aire a las estampas de Jesucristo, la miraba, la miraba, y ella no le abrió, incluso se sintió orgullosa de sí misma por su gesto, eso fue antes, antes de empezar a sentir culpa. Culpa.
Por dos veces se mató, así se lo dijeron. Por dos veces se cercioró de que no iba a escapar a la trampa que le puso a su propia vida. Se tomó una caja de pastillas y se metió en la acequia, detrás del cementerio. ¿Era él el hombre que ella veía como su alma gemela? ¿Y si se había ido, ya no existía? ¿Cuánta culpa tenía ella? ¿Cuánta? ¿Cuánta?
¡Cuánta trascendencia para una mirada detrás de una ventana!
Y con ello vivió y sobrevivió también, por tanto, se hizo más fuerte. Y continuó el camino sola.

Tercera ventana

Felicidad. Felicidad pura viendo a un niño jugar al fútbol en la plaza del pequeño pueblo de montaña, con los mismos pocos niños con los que también va a la escuela. Está en una esquina de la habitación, trabajando incómoda, ya que la habitación tranquila que necesitaba para su trabajo y que acordaron que tendría, se la ha invadido su nuevo compañero de camino con sus cosas, mas… el sacrificio de trabajar en un rincón le es más que compensado por la oportunidad de ver cómo va creciendo, mes a mes, el hijo de él.
Ella nunca ocupará el lugar de su madre fallecida, pero sí cocinará para él con amor de madre, le preparará la ropa con esmero y preferencia para que vaya con la pulcritud que una madre desea, estará atenta, le instruirá, y… le verá jugar al balón con los niños, en ese pequeño pueblo que se convertirá en una jaula, para finalmente, tener que escapar, tener que perder la visión de esa tercera ventana, para siempre. Y pasar a sentir dolor amargo.
Pero eso aún la hizo más fuerte, sobre todo porque en ningún momento perdió la sonrisa. Por ello, ahora sabe que las ventanas no significan nada, que los cristales son siempre transparentes y que es mejor ver el sol cara a cara, todos los días, y desear hacerlo. Sin embargo, el cambio empezó mirando cómo caían las primeras gotas de lluvia tras una ventana.















Mayte Álvarez
http://maytealvarezunoporciento.blogspot.com.ar/

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