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viernes, 26 de junio de 2015

IBARRECHEA: GUERREROS

La última cena del Comandante consistió en dos chorizos, hervidos en salsa de tomate, con cebollas, dos dientes de ajo y pimientos. Mezcló con los porotos y se tomó dos tazas de café, casi frío.

Esa tarde había cruzado la plaza que lleva su nombre, desde la Iglesia de Nuestra Señora Aparecida, donde habló con el cura párroco Arnulfo Sepúlveda, hasta la oficina del correo, desde donde envió la carta al gobierno central, aceptando las coparticipaciones de impuestos, la libre navegación de los ríos y el tránsito de caminos de su fuertemente custodiada región peremerimbina, en señal de que ya quería algo de paz.

Me afirmaba Eduviges, una de sus cuatro mujeres, que el comandante, ya estaba cansado de tantos conflictos territoriales por culpa de la riqueza de su tierra.

Carlota, en cambio, que era la favorita y dormía con él tres noches a la semana, quería la total independencia de la tierra que va desde la gran sierra del Indio muerto Mapuyo, hasta la cuenca del imbupé. Ella habia quedado viuda dos veces antes de ser la dueña de la cama del comandante los fines de semana y por ende, su favorita.

Las otras dos, guardaban luto y silencio. Eran dos mujeres soldados. Alcira, que lo vio morir y Laudette, que murió en combate tiempo después.

Al funeral del comandante Don Juan Penerguido, no faltó nadie. Ni siquiera sus acérrimos enemigos de tantos años de batallas.
Algunos buscaban certificar con sus propios ojos que la gran noticia era cierta.

Otros, pensaban en la modificación inmediata de las leyes vigentes en la región, para adueñarse de la aduana del puerto de Peremerimbé y hasta erradicar las malas costumbres de sus habitantes a través de la Iglesia y de la milicia.

Pero mientras tanto, la guardia personal del comandante, había diseñado un estratégico candado que controlaba todos los movimientos de los visitantes. Incluso la custodia del Presidente, que fue relevada. Los otros miembros del Gobierno debieron contentarse con formar parte en la larga fila de ciudadanos comunes, que lloraban desconsoladamente su muerte, soportando el olor a transpiración, alcohol y fritangas.

La consigna a victorear por la muchedumbre era ¡La tierra es nuestra!
Los puños se crispaban y elevaban al cielo y se volvían mansas manos que hacían la señal de la Cruz, al pasar al lado del inmenso féretro.

Asombrado, el Gabinete Nacional, pergueñaba en silencio cómo sería el trato ante tanta multitud, fuertemente armada y leal al pensamiento del viejo guerrero de ahora en más. Solo Carlota Henriquez Machado Lean, su cuarta esposa leyó la semana siguiente, la documentación del gobierno, dicen.

Yo acudía al llamado del telegrafista, para recibir las ordenes del periódico, siempre me decían que debía permanecer, que debía quedarme allí hasta que finalizara aquel acontecimiento en Peremerimbé, que debía detallar cada momento.

Las fronteras de la región se habían cerrado.
Las escaramuzas propiciadas por la Guardia Nacional para invadir, fueron ferozmente aplacadas por el ejército Peremerembino, que expuso los cuerpos de los enemigos colgados de los árboles, a lo largo de la línea de divisa.

Nadie durmió esa noche del velatorio, y las cuatro viudas permanecieron de pié al lado del enorme cajón lustroso.

No aceptaron las condolencias del presidente, que se fue en el barco por la madrugada, a oscuras y con un fuerte ataque de hígado. Lo asistían dos médicos sudorosos, y su pandilla de ministros.

El pequeño Didú, estuvo siempre a mi lado, me alcanzaba las mejores noticias, yo las redactaba y el, sonriendo y corriendo entre el gentío, las llevaba al telégrafo para el jornal. 

Fui la única fuente directa de información, no dejaron entrar a ningún jornalista mas.
Atribuyeron mi suerte, dicen algunos, a mi favoritismo por la causa peremerimbina.

Al día siguiente, ya se habían marchado todas las autoridades vecinas, cuando se dispuso el entierro del comandante, por el Notario del Pueblo rebelde y sus siete comandantes. El general don Augusto Fuentealba quedó a cargo de Peremerimbé, por ser el militar de mayor rango y el hombre de confianza del fallecido. 

Hubo un momento de gran expectación. Alguien hacia sonar un redoblante y el Teniente Marcos Rojas, compungido, leía el bando con el testamento del gran guerrero:

Todos permanecieron en silencio.

"Pueblo mío: Si llegase la hora de mi partida, pido el más grande respeto a mi memoria. Pido el más grande respeto a nuestra bandera celeste, blanca y negra. la jamás vencida, la que siempre se enarboló triunfante en cada batalla. Pido por la unión de nuestros corazones y nuestras almas y que acaten las leyes de mis fieles compañeros comandantes guerreros. Vivad siempre que la tierra es nuestra."  

Vi aparecer miles y miles de armas de distinto calibre. Oí gritar y jurar que cumplirían su última voluntad.

Finalmente, se necesitaron de la fuerza de doce soldados para levantar el cajón, colocarlo sobre el carro y éste de cuatro bueyes que lo llevaran hacia el Campo Santo de los Guerreros Peremerimbinos.

A pesar del llanto de miles y miles de hombres y mujeres, todos combatientes y trabajadores de la tierra y manufacturas, se podía percibir el lamento del hierro de las ruedas sobre los adoquines, y cada pisada de los bueyes en su esfuerzo.

Una tenue llovizna, triste, mansa, caía sobre la bandera tricolor y sobre las armas ubicadas sobre el gran féretro. Era una imagen conmovedora, bella.

Al año siguiente, después de la batalla de Zanga Funda, en que murió la bella Laudette Neves, doña Alcira Pérez Monibo, una de sus queridas, me contaba que lo vio morir. 

Me dijo mientras le pasaba jabón blanco a las ollas. Que ella durmió con él hasta las tres de la madrugada, que el comandante se levantó, como todos los días, a eso de las cuatro de la mañana, que ella ya le estaba preparando su desayuno con café, un poco de leche, dos bifes de hígado acebollado y una sopa, por si se quedaba con hambre, para que unte el pan y que también le sirvió algunas frutas.

Se secaba las manos en el delantal y me indicó que saliésemos al patio.
Salió por aquí -me dijo señalándome la puerta del fondo-, fue hasta la higuera y la orinó.
Mientras se acomodaba el pantalón, eructaba y siguió así, como todas las madrugadas hasta la puerta del gallinero.

La luna le iluminaba su larga cabellera blanca, le dije que estaba fresco, que entrara, pero él siguió allí, hasta que los gallos empezaran a cantar, entonces cayó.
De repente él se cayó.

Cayó de espaldas.

Dice que fue un golpe seco, que toda su humanidad cayó contra las bostas de las gallinas, aquí, mire bien, aquí.

Recuerdo que el pequeño Didú me había contado que había estado durmiendo bajo el carillón de la Iglesia y que se despertó con el movimiento de las campanas por el temblor de la tierra.

Algunos me contaron que el soplido del impacto del pesado cuerpo del comandante Penerguido contra el suelo, arrastró el polvo de la tierra, abrió algunas puertas, sacudió ventanas, se cayeron las hojas de los árboles por el sacudón, se despertaron los pájaros, se aturdieron los oídos, se movían las cortinas, se desperezaron los amantes, hicieron ladrar a los perros guardianes, y sonaron las alarmas de combate.

Y luego el silencio.

-Mi señor, mi señor, ¿está usted bien?
Continuaba contándome la señora Alcira Pérez Monibo, que ella le decía, toda temerosa.

Yo recuerdo una frase del comandante de Peremerimbé, que anoté en mi libreta viajera, la oportunidad en que me concedió un reportaje sobre su "Plan estratégico para la distribución de la riqueza."
-Aunque suene a espanto, todo se va muriendo, anote jovencito, todo se está muriendo. Hasta nuestras glorias caen por la ambición de los hombres y de las mujeres de esta tierra.

Entonces, antes de volver a Manvatará, y con la noticia que habían asesinado por la espalda al general Fuentealba, supe de las primeras traiciones y el comienzo del final de este pueblo.

Teófilo Cabanillas (Enviado especial a Peremerimbé)

(Del libro "Cúter" de Ibarrechea)

















diceelwalter@gmail.com

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