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viernes, 26 de junio de 2015

IBARRECHEA: GUERREROS

La última cena del Comandante consistió en dos chorizos, hervidos en salsa de tomate, con cebollas, dos dientes de ajo y pimientos. Mezcló con los porotos y se tomó dos tazas de café, casi frío.

Esa tarde había cruzado la plaza que lleva su nombre, desde la Iglesia de Nuestra Señora Aparecida, donde habló con el cura párroco Arnulfo Sepúlveda, hasta la oficina del correo, desde donde envió la carta al gobierno central, aceptando las coparticipaciones de impuestos, la libre navegación de los ríos y el tránsito de caminos de su fuertemente custodiada región peremerimbina, en señal de que ya quería algo de paz.

Me afirmaba Eduviges, una de sus cuatro mujeres, que el comandante, ya estaba cansado de tantos conflictos territoriales por culpa de la riqueza de su tierra.

Carlota, en cambio, que era la favorita y dormía con él tres noches a la semana, quería la total independencia de la tierra que va desde la gran sierra del Indio muerto Mapuyo, hasta la cuenca del imbupé. Ella habia quedado viuda dos veces antes de ser la dueña de la cama del comandante los fines de semana y por ende, su favorita.

Las otras dos, guardaban luto y silencio. Eran dos mujeres soldados. Alcira, que lo vio morir y Laudette, que murió en combate tiempo después.

Al funeral del comandante Don Juan Penerguido, no faltó nadie. Ni siquiera sus acérrimos enemigos de tantos años de batallas.
Algunos buscaban certificar con sus propios ojos que la gran noticia era cierta.

Otros, pensaban en la modificación inmediata de las leyes vigentes en la región, para adueñarse de la aduana del puerto de Peremerimbé y hasta erradicar las malas costumbres de sus habitantes a través de la Iglesia y de la milicia.

Pero mientras tanto, la guardia personal del comandante, había diseñado un estratégico candado que controlaba todos los movimientos de los visitantes. Incluso la custodia del Presidente, que fue relevada. Los otros miembros del Gobierno debieron contentarse con formar parte en la larga fila de ciudadanos comunes, que lloraban desconsoladamente su muerte, soportando el olor a transpiración, alcohol y fritangas.

La consigna a victorear por la muchedumbre era ¡La tierra es nuestra!
Los puños se crispaban y elevaban al cielo y se volvían mansas manos que hacían la señal de la Cruz, al pasar al lado del inmenso féretro.

Asombrado, el Gabinete Nacional, pergueñaba en silencio cómo sería el trato ante tanta multitud, fuertemente armada y leal al pensamiento del viejo guerrero de ahora en más. Solo Carlota Henriquez Machado Lean, su cuarta esposa leyó la semana siguiente, la documentación del gobierno, dicen.

Yo acudía al llamado del telegrafista, para recibir las ordenes del periódico, siempre me decían que debía permanecer, que debía quedarme allí hasta que finalizara aquel acontecimiento en Peremerimbé, que debía detallar cada momento.

Las fronteras de la región se habían cerrado.
Las escaramuzas propiciadas por la Guardia Nacional para invadir, fueron ferozmente aplacadas por el ejército Peremerembino, que expuso los cuerpos de los enemigos colgados de los árboles, a lo largo de la línea de divisa.

Nadie durmió esa noche del velatorio, y las cuatro viudas permanecieron de pié al lado del enorme cajón lustroso.

No aceptaron las condolencias del presidente, que se fue en el barco por la madrugada, a oscuras y con un fuerte ataque de hígado. Lo asistían dos médicos sudorosos, y su pandilla de ministros.

El pequeño Didú, estuvo siempre a mi lado, me alcanzaba las mejores noticias, yo las redactaba y el, sonriendo y corriendo entre el gentío, las llevaba al telégrafo para el jornal. 

Fui la única fuente directa de información, no dejaron entrar a ningún jornalista mas.
Atribuyeron mi suerte, dicen algunos, a mi favoritismo por la causa peremerimbina.

Al día siguiente, ya se habían marchado todas las autoridades vecinas, cuando se dispuso el entierro del comandante, por el Notario del Pueblo rebelde y sus siete comandantes. El general don Augusto Fuentealba quedó a cargo de Peremerimbé, por ser el militar de mayor rango y el hombre de confianza del fallecido. 

Hubo un momento de gran expectación. Alguien hacia sonar un redoblante y el Teniente Marcos Rojas, compungido, leía el bando con el testamento del gran guerrero:

Todos permanecieron en silencio.

"Pueblo mío: Si llegase la hora de mi partida, pido el más grande respeto a mi memoria. Pido el más grande respeto a nuestra bandera celeste, blanca y negra. la jamás vencida, la que siempre se enarboló triunfante en cada batalla. Pido por la unión de nuestros corazones y nuestras almas y que acaten las leyes de mis fieles compañeros comandantes guerreros. Vivad siempre que la tierra es nuestra."  

Vi aparecer miles y miles de armas de distinto calibre. Oí gritar y jurar que cumplirían su última voluntad.

Finalmente, se necesitaron de la fuerza de doce soldados para levantar el cajón, colocarlo sobre el carro y éste de cuatro bueyes que lo llevaran hacia el Campo Santo de los Guerreros Peremerimbinos.

A pesar del llanto de miles y miles de hombres y mujeres, todos combatientes y trabajadores de la tierra y manufacturas, se podía percibir el lamento del hierro de las ruedas sobre los adoquines, y cada pisada de los bueyes en su esfuerzo.

Una tenue llovizna, triste, mansa, caía sobre la bandera tricolor y sobre las armas ubicadas sobre el gran féretro. Era una imagen conmovedora, bella.

Al año siguiente, después de la batalla de Zanga Funda, en que murió la bella Laudette Neves, doña Alcira Pérez Monibo, una de sus queridas, me contaba que lo vio morir. 

Me dijo mientras le pasaba jabón blanco a las ollas. Que ella durmió con él hasta las tres de la madrugada, que el comandante se levantó, como todos los días, a eso de las cuatro de la mañana, que ella ya le estaba preparando su desayuno con café, un poco de leche, dos bifes de hígado acebollado y una sopa, por si se quedaba con hambre, para que unte el pan y que también le sirvió algunas frutas.

Se secaba las manos en el delantal y me indicó que saliésemos al patio.
Salió por aquí -me dijo señalándome la puerta del fondo-, fue hasta la higuera y la orinó.
Mientras se acomodaba el pantalón, eructaba y siguió así, como todas las madrugadas hasta la puerta del gallinero.

La luna le iluminaba su larga cabellera blanca, le dije que estaba fresco, que entrara, pero él siguió allí, hasta que los gallos empezaran a cantar, entonces cayó.
De repente él se cayó.

Cayó de espaldas.

Dice que fue un golpe seco, que toda su humanidad cayó contra las bostas de las gallinas, aquí, mire bien, aquí.

Recuerdo que el pequeño Didú me había contado que había estado durmiendo bajo el carillón de la Iglesia y que se despertó con el movimiento de las campanas por el temblor de la tierra.

Algunos me contaron que el soplido del impacto del pesado cuerpo del comandante Penerguido contra el suelo, arrastró el polvo de la tierra, abrió algunas puertas, sacudió ventanas, se cayeron las hojas de los árboles por el sacudón, se despertaron los pájaros, se aturdieron los oídos, se movían las cortinas, se desperezaron los amantes, hicieron ladrar a los perros guardianes, y sonaron las alarmas de combate.

Y luego el silencio.

-Mi señor, mi señor, ¿está usted bien?
Continuaba contándome la señora Alcira Pérez Monibo, que ella le decía, toda temerosa.

Yo recuerdo una frase del comandante de Peremerimbé, que anoté en mi libreta viajera, la oportunidad en que me concedió un reportaje sobre su "Plan estratégico para la distribución de la riqueza."
-Aunque suene a espanto, todo se va muriendo, anote jovencito, todo se está muriendo. Hasta nuestras glorias caen por la ambición de los hombres y de las mujeres de esta tierra.

Entonces, antes de volver a Manvatará, y con la noticia que habían asesinado por la espalda al general Fuentealba, supe de las primeras traiciones y el comienzo del final de este pueblo.

Teófilo Cabanillas (Enviado especial a Peremerimbé)

(Del libro "Cúter" de Ibarrechea)

















diceelwalter@gmail.com

MANUEL MUJICA LÁINEZ: EL HAMBRE

Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más. 













Manuel Mujica Lainez

Nació el 11 de noviembre de 1910 en el seno de una familia ilustrada y adinerada de Buenos Aires. 



Pasó parte de su adolescencia en Inglaterra y Francia. Cursó estudios primarios y secundarios en parte en su ciudad natal, en parte en París. En 1928 ingresó en la Facultad de Derecho que abandonó dos años después. 
Manuel Mujica Láinez murió el 21 de abril de 1984 en su residencia El Paraíso, situada en Córdoba (Argentina) a consecuencia de un edema pulmonar. Sobre su mesa de trabajo quedó el original de una novela inconclusa titulada Los libros del sur.


El Hambre, de: Misteriosa Buenos Aires (1950)
Editada en 1951, Misteriosa Buenos Aires contiene cuarenta y dos cuentos sobre Buenos Aires y sus personajes desde la hambruna en el villorio de Pedro Mendoza (1536) hasta la época de Rosas y la organización nacional. El ciclo termina en 1904, con la historia de una arruinada señorona. Desfilan en esta obra costumbres, leyendas, hechos históricos, superstición, hechicería, historias de seres humanos con sus sufrimientos y sus pecados. Es una obra de arqueología literaria en la que la narración se torna tensa y dramática y que demuestra un trabajo de investigación por parte del autor combinado con una escritura elegante y moderna. Fuentes: Escribirte.com.ar - buscabiografías.com - Foto: biografíasyvida.com

JAMES JOICE: ARABIA

La calle North Richmond, por ser un callejón sin salida, era una calle callada, excepto en la hora en que la escuela de los Hermanos Cristianos soltaba a sus alumnos. Al fondo del callejón había una casa de dos pisos deshabitada y separada de sus vecinas por su terreno cuadrado. Las otras casas de la calle, conscientes de las familias decentes que vivían en ellas, se miraban unas a otras con imperturbables caras pardas.
El inquilino anterior de nuestra casa, sacerdote él, había muerto en la saleta interior. El aire, de tiempo atrás enclaustrado, permanecía estancado en toda la casa, y el cuarto de desahogo detrás de la cocina estaba atiborrado de viejos papeles inservibles. Entre ellos encontré muchos libros forrados en papel, con sus páginas dobladas y húmedas: El abate, de Walter Scott; La devota comunicante y Las memorias de Vidocq. Me gustaba más este último porque sus páginas eran amarillas. El jardín silvestre detrás de la casa tenía un manzano en el medio y unos cuantos arbustos desparramados, debajo de uno de los cuales encontré una bomba de bicicleta oxidada que perteneció al difunto. Era un cura caritativo; en su testamento dejó todo su dinero para obras pías, y los muebles de la casa, a su hermana.
Cuando llegaron los cortos días de invierno oscurecía antes de que hubiéramos acabado de comer. Cuando nos reuníamos en la calle, ya las casas se habían hecho sombrías. El pedazo de cielo sobre nuestra cabezas era de un color violeta fluctuante y las luces de la calle dirigían hacia allá sus débiles focos. El aire frío mordía, pero jugábamos hasta que nuestros cuerpos relucían. Nuestros gritos hacían eco en la calle silenciosa. Nuestra carreras nos llevaban por entre los oscuros callejones fangosos detrás de las casas, donde pasábamos bajo la baqueta de las salvajes tribus de las chozas hasta los portillos de los oscuros jardines escurridizos en que se levantaban tufos de los cenizales, y los oscuros, olorosos establos donde un cochero peinaba y alisaba el pelo a su caballo o sacaba música de arneses y de estribos. Cuando regresábamos a nuestra calle, ya las luces de las cocinas bañaban el lugar. Si veíamos a mi tío doblando la esquina, nos escondíamos en la oscuridad hasta que entraba en la casa. O si la hermana de Mangan salía a la puerta llamando a su hermano para el té, desde nuestra oscuridad la veíamos oteando calle arriba y calle abajo. Aguardábamos todos hasta ver si se quedaba o entraba, y si se quedaba dejábamos nuestro escondite y, resignados, caminábamos hasta el quicio de la casa de Mangan. Allí nos esperaba ella, su cuerpo recortado contra la luz que salía de la puerta entreabierta. Su hermano siempre se burlaba de ella antes de hacerle caso, y yo me quedaba junto a la reja a mirarla. Al moverse ella, su vestido bailaba con su cuerpo y echaba a un lado y otro su trenza sedosa.
Todas las mañanas me tiraba al suelo de la sala delantera para vigilar su puerta. Para que no me viera bajaba las cortinas a una pulgada del marco. Cuando salía a la puerta mi corazón daba un vuelco. Corría al pasillo, agarraba mis libros y le caía atrás. Procuraba tener siempre a la vista su cuerpo moreno, y cuando llegábamos cerca del sitio donde nuestro camino se bifurcaba, apretaba yo el paso y la alcanzaba. Esto ocurría un día tras otro. Nunca había hablado con ella, si exceptuamos esas pocas palabras de ocasión; sin embargo, su nombre era como un reclamo para mi sangre alocada.
Su imagen me acompañaba hasta los sitios más hostiles al amor. Cuando mi tía iba al mercado los sábados por la tarde, yo tenía que ir con ella para ayudarla a cargar los mandados. Caminábamos por calles bulliciosas hostigados por borrachos y baratilleros, entre las maldiciones de los trabajadores, las agudas letanías de los pregoneros que hacían guardia junto a los barriles de mejillas de cerdo, el tono nasal de los cantantes callejeros que entonaban un oigan esto todos sobre O’Donovan Rossa o la balada sobre los líos de la tierra natal. Tales ruidos confluían en una única sensación de vida para mí: me imaginaba que llevaba mi cáliz a salvo por entre una turba enemiga. Por momentos su nombre venía a mis labios en extrañas plegarias y súplicas que ni yo mismo entendía. Mis ojos se llenaban de lágrimas a menudo (sin poder decir por qué) y a veces el corazón se me salía por la boca. Pensaba poco en el futuro. No sabía si llegaría o no a hablarle, y si le hablaba, cómo le iba a comunicar mi confusa adoración. Pero mi cuerpo era un arpa y sus palabras y sus gestos eran como los dedos que recorrieran mis cuerdas.
Una noche me fui a la saleta en que había muerto el cura. Era una noche oscura y lluviosa y no se oía un ruido en la casa. Por uno de los vidrios rotos oía la lluvia hostigando al mundo: las finas, incesantes agujas de agua jugando en sus camas húmedas. Una lámpara distante o una ventana alumbrada resplandecía allá abajo. Agradecí que pudiera ver tan poco. Todos mis sentidos parecían querer echar un velo sobre sí mismos, y sintiendo que estaba a punto de perderlos, junté las palmas de mis manos y las apreté tanto que temblaron, y musité: ¡Oh, amor! ¡Oh, amor!, muchas veces.
Finalmente, habló conmigo. Cuando se dirigió a mí, sus primeras palabras fueron tan confusas que no supe qué responder. Me pregunto si iría a la "Arabia". No recuerdo si respondí que sí o que no. Iba a ser una feria fabulosa, dijo ella; le encantaría a ella ir.
-¿Y por qué no puedes ir? -le pregunté.
Mientras hablaba daba vueltas y más vueltas a un brazalete de plata en su muñeca. No podía ir, dijo, porque había retiro esa semana en el convento. Su hermano y otros muchachos peleaban por una gorra y me quedé solo recostado a la reja. Se agarró a uno de los hierros inclinando hacia mí la cabeza. La luz de la lámpara frente a nuestra puerta destacaba la blanca curva de su cuello, le iluminaba el pelo que reposaba allí y, descendiendo, daba sobre su mano en la reja. Caía por un lado de su vestido y cogía el blanco borde de su falda, que se hacía visible al pararse descuidada.
-Te vas a divertir -dijo.
-Si voy -le dije-, te traeré alguna cosa.
¡Cuántas incontables locuras malgastaron mis sueños, despierto o dormido, después de aquella noche! Quise borrar los días de tedio por venir. Le cogí rabia al estudio. Por la noche en mi cuarto y por el día en el aula su imagen se interponía entre la página que quería leer y yo. Las sílabas de la palabra Arabiaacudían a través del silencio en que mi alma se regalaba para atraparme con su embrujo oriental. Pedí permiso para ir a la feria el sábado por la noche. Mi tía se quedó sorprendidísima y dijo que esperaba que no fuera una cosa de los masones. Pude contestar muy pocas preguntas en clase. Vi la cara del maestro pasar de la amabilidad a la dureza; dijo que confiaba en que yo no estuviera de holgorio. No lograba reunir mis pensamientos. No tenía ninguna paciencia con el lado serio de la vida que ahora se interponía entre mi deseo y yo, y me parecía juego de niños, feo y monótono juego de niños.
El sábado por la mañana le recordé a mi tío que deseaba ir a la feria esa noche. Estaba atareado con el estante del pasillo buscando el cepillo de su sombrero, y me respondió, agrio:
-Está bien, muchacho, ya lo sé.
Como él estaba en el pasillo no podía entrar en la sala y apostarme en la ventana. Dejé la casa de mal humor y caminé lentamente hacia la escuela. El aire era implacablemente crudo, y el ánimo me abandonó.
Cuando volví a casa para la cena mi tío aún no había regresado. Pero todavía era temprano. Me senté frente al reloj por un rato, y cuando su tictac empezó a irritarme me fui del cuarto. Subí a los altos. Los cuartos de arriba, fríos, vacíos, lóbregos, me aliviaron y fui de cuarto en cuarto cantando. Desde la ventana del frente vi a mis compañeros jugando en la calle. Sus gritos me llegaron indistintos y apagados; recostando mi cabeza contra el frío cristal, miré la casa a oscuras en que ella vivía. Debí estar parado allí cerca de una hora, sin ver nada más que la figura morena proyectada por mi imaginación, retocada discretamente por la luz de la lámpara en el cuello curvo y en la mano sobre la reja y en el borde del vestido.
Cuando bajé las escaleras de nuevo me encontré a la señora Mercer sentada al fuego. Era una vieja hablantina, viuda de un prestamista, que coleccionaba sellos para una de sus obras pías. Tuve que soportar todos esos chismes de la hora del té. La comelata se prolongó más de una hora, y todavía mi tío no llegaba. La señora Mercer se puso de pie para irse: sentía no poder esperar un poco más, pero eran más de las ocho y no le gustaba andar por fuera tarde, ya que el sereno le hacía daño. Cuando se fue empecé a pasearme por el cuarto, apretando los puños. Mi tía me dijo:
-Me temo que tendrás que posponer tu feria para otra noche del Señor.
A las nueve oí el llavín de mi tío en la puerta de la calle. Lo oí hablando solo y oí el crujir del estante del pasillo cuando recibió el peso de su sobretodo. Sabía interpretar estos signos. Cuando iba por la mitad de la cena le pedí que me diera dinero para ir a la feria. Se le había olvidado.
-Ya todo el mundo está en la cama y en su segundo sueño -me dijo.
No sonreí. Mi tía le dijo, enérgica:
-¿No puedes acabar de darle el dinero y dejarlo que se vaya? Bastante lo hiciste esperar.
Mi tío dijo que sentía mucho haberse olvidado. Dijo que él creía en ese viejo dicho: Mucho estudio y poco juego hacen a Juan un majadero. Me preguntó que a dónde iba yo y cuando se lo dije por segunda vez, me preguntó que si no conocía Un árabe dice adiós a su corcel. Cuando salía de la cocina se preparaba a recitar a mi tía los primeros versos del poema.
Apreté el florín bien en la mano mientras iba por la calle Buckingham hacia la estación. La vista de las calles llenas de gentes de compras y bañadas en luz de gas me hizo recordar el propósito de mi viaje. Me senté en un vagón de tercera de un tren vacío. Después de una demora intolerable, el tren salió lento de la estación y se arrastró cuesta arriba entre casas en ruinas y sobre el río rutilante. En la estación de Westland Row la multitud se apelotonaba a las puertas del vagón; pero los conductores la rechazaron diciendo que éste era un tren especial a la feria. Seguí solo en el vagón vacío. En unos minutos el tren arrimó a una improvisada plataforma de madera. Bajé a la calle y vi en la iluminada esfera de un reloj que eran las diez menos diez. Frente a mí había un edificio que mostraba el mágico nombre.
No pude encontrar ninguna de las entradas de seis peniques, y, temiendo que hubieran cerrado, pasé rápido por el torniquete, dándole un chelín a un portero de aspecto cansado. Me encontré dentro de un salón cortado a la mitad por una galería. Casi todos los estanquillos estaban cerrados y la mayor parte del salón estaba a oscuras. Reconocí ese silencio que se hace en las iglesias después del servicio. Caminé hasta el centro de la feria tímidamente. Unas pocas gentes se reunían alrededor de los estanquillos que aún estaban abiertos. Delante de una cortina, sobre la que aparecían escritas las palabras Café Chantant con lámparas de colores, dos hombres contaban dinero dentro de un cepillo. Oí cómo caían las monedas.
Recordando con cuánta dificultad logré venir, fui hacia uno de los estanquillos y examiné las vasijas de porcelana y los juegos de té floreados. A la puerta del estanquillo una jovencita hablaba y reía con dos jóvenes. Me di cuenta de que tenían acento inglés y escuché vagamente la conversación.
-¡Oh, nunca dije tal cosa!
-¡Oh sí!
-¡Oh no!
-¿No fue eso lo que dijo ella?
-Sí. Yo la oí.
-Oh, pero qué... ¡embustero!
Viéndome, la jovencita vino a preguntarme si quería comprar algo. Su tono de voz no era alentador; parecía haberse dirigido a mí por sentido del deber. Miré humildemente los grandes jarrones colocados como mamelucos a los lados de la oscura entrada al estanquillo y murmuré:
-No, gracias.
La jovencita cambió de posición una de las vasijas y regresó a sus amigos.
Empezaron a hablar del mismo asunto. Una que otra vez la jovencita me echó una mirada por encima del hombro.
Me quedé un rato junto al estanquillo -aunque sabía que quedarme allí era inútil- para hacer parecer más real mi interés por la loza. Luego me di vuelta lentamente y caminé por el centro del bazar. Dejé caer los dos peniques junto a mis seis en el bolsillo. Oí una voz gritando desde un extremo de la galería que iban a apagar las luces. La parte superior del salón estaba completamente a oscuras ya.
Levantando la vista hacia lo oscuro, me vi como una criatura manipulada y puesta en ridículo por la vanidad, y mis ojos ardieron de angustia y de rabia.















James Joice
(Dublín, 1882 - Zurich, 1941) Escritor irlandés en lengua inglesa. Nacido en el seno de una familia de arraigada tradición católica, estudió en el colegio de jesuitas de Belvedere entre 1893 y 1898, año en que se matriculó en la National University de Dublín, en la que comenzó a aprender varias lenguas. Fuente: biografíasyvidas.com

ABELARDO CASTILLO: EL MARICA


Escúchame, César, yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto, porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro y las lleva toda la vida, hasta que una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien, porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la ver güenza. Escúchame.
Vos eras raro, uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la Laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa. Y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Cuando entraste a primer año venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles ni romper faroles a cascotazos ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue, cuan do uno es chico encuentra cualquier motivo para querer a la gente, sólo recuerdo que un día éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Un domingo hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta adiós, los novios, a vos se te puso la cara como fuego y yo me di vuelta puteándolo y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me las timé la mano.
Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando dijiste eso, sentí frío en la espalda. Yo tenía mi ma no entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. De masiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
O a lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo, tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que en el fondo a ninguno de nosotros le importaba mucho, y alguna vez lo dije, dije que esas cosas no significan nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre cu ras. Pero ellos se reían, y uno también, César, acaba riéndose, acaba por reírse de macho que es y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente, como quieren los que todavía están limpios. Eras un poco menor que no sotros y me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te explicaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil escuchar, contarte todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, una mira da rara, la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
–Sabes, te admiro.
No pude aguantar tus ojos. Mirabas de frente, como los chicos, y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
–Es un marica.
–Qué va a ser un marica.
–Por algo lo cuidas tanto.
Supongo que alguna vez tuve ganas de decir que todos nosotros juntos no valíamos ni la mitad de lo que él, de lo que vos valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil y la risa fácil, y uno también acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche cuando vino el negro y habló de verle la cara a Dios y dijo me pasaron un dato.
–Me pasaron un dato –dijo–, por las Quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso el César le ve la cara a Dios.
Y yo dije macanudo.
–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los mucha chos. Quiero que vengas.
–¿Con los muchachos?
–Sí, qué tiene.
Porque no sólo dije macanudo sino que te llevé engañado. Vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo. Alta entre los árboles.
–Abelardo, vos lo sabías.
–Callate y entra.
–¡Lo sabías!
–Entra, te digo.
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos mira ba como si nos midiera. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes. Siete por cinco, treinticinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca, nunca en mi vida me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una pelota en el estómago, no me animaba a mirarte. Los demás hacían chistes brutales, anor malmente brutales, en voz de secreto; todos estábamos asustados como locos. A Aníbal le temblaba el fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.
Cuando el negro salió de la pieza venía sonriendo, triun fador, abrochándose la bragueta. Nos guiñó un ojo.
–Pasa vos.
–No, yo no. Yo después.
Entró el colorado; después entró Aníbal. Y cuando salían, salían distintos. Salían hombres. Sí, ésa era exactamente la impre sión que yo tenía.
Entré yo. Cuando salí vos no estabas.
–Dónde está César.
–Disparó.
Y el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio porque de pronto yo estaba fuera del rancho.
–Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
–Agarró pa aya –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. Y el chico también dijo pa aya.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
–Lo sabías.
–Volvé.
–No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
–Volvé, animal.
–Por Dios que no puedo.
–Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar; ensuciarte para olvidarse de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
–Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité. Escúchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espe jo. Pero, de golpe, un día necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escúchame.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, no se lo vaya a contar a los otros. Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.
Hernán

Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo y porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas repulsi vas en su vida, nunca podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita Eugenia, que un día, con la mano en el pecho, abrió grandes los ojos y salió de clase llevándose para siempre su figura lamentable de profesora de literatura que recitaba largamente a Bécquer y, turba da, omitía ciertos párrafos de los clásicos y en los últimos tiempos miraba de soslayo a Hernán. Quiero contarlo ahora, de pronto me dio miedo olvidar esta historia. Pero si yo la olvido nadie podrá re cordarla, y es necesario que alguien la recuerde, Hernán, que entre el montón de porquerías hechas en tu vida haya siempre un sitio pa ra ésta de hace mucho, de cuando tenías dieciocho años y eras el alumno más brillante de tu división, el que podía demostrar el Teo rema de Pitágoras sin haber mirado el libro o ridiculizar a los po bres diablos como el señor Teodoro o hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia que guardaba violetas aplastadas en las páginas de Rimas y leyendas y olía a alcanfor.
Ella llegó al Colegio Nacional en el último año de mi ba chillerato. Entró a clase y desde el principio advertimos aquella cosa extravagante, equívoca, que parecía trascender de sus maneras, de su voz, lo mismo que ese tenue aroma a laurel cuyo origen, fácil de adivinar, era una bolsita colgada sobre su pecho de señorita Eugenia, bajo la blusa. Ella entró en el aula tratando de ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le causábamos, cuarenta muchachones rígidos, burlonamente rígidos junto a los bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para encontrar sus ojos de animalito espantado. Habló. Dijo algo acerca de que busca ba ser una amiga para nosotros, una amiga mayor, y que la lla máramos señorita Eugenia, simplemente. Alguien, entonces, en voz alta –lo bastante alta como para que ella bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima–, se asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me asombré mucho de que todavía fuera señorita y los demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los pliegues de su pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar los ojos se encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y a juntar las manos, como quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que debía insinuarnos “pueden sentarse”, nosotros ya estábamos sentados y ella reparó por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso, se había quedado de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:
–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.
Esto fue el primer día. Después pasaron muchos días, y no sé, no recuerdo cómo hizo él para darse cuenta: acaso fue por aque llas miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la señorita Eugenia dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa. De todos modos, cuando se lo dijeron ya lo sabía. “Me parece que la vieja…”, le dijeron, y Hernán debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había adivinado desde el comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro y su cara triste de mujer sola; porque Hernán sabía que ella se inquietaba cuando él, acercán dose sin motivo, recitaba la lección en voz baja, íntima, como si la recitara para ella.
–Este Hernán es un degenerado.
Te admiraban, Hernán.
–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.
Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas acerca de la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí, tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a Hernán de un modo tan ex traño que me dio asco–, lo que es peor, con el corazón vacío.
–A que sí.
Ya no recuerdo con quién fue la apuesta, recuerdo en cam bio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina y gratuita, como un lamparón de crueldad. Y fue aceptada de inme diato, en medio de ese regocijo feroz de los que necesitan embru tecer sus sentimientos a cualquier costo porque después, más ade lante, está la vida, que selecciona sólo a los más aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel Hernán brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el libro o componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se atrevería –como realmente se atrevió la tarde en que, apre tando como un trofeo aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos, pasó delante de todos y fue lentamente hacia el piza rrón–, porque los que son como vos, Hernán, nacieron para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.
–A que no.
–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el pi zarrón–. Para que aprenda a no ser vieja loca –dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no las olvide. Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un escrito de Historia. Pero aquella primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más precisas, exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia apare ció por fin la primera respuesta, escrita con su letra pequeña, redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra maestra de maldad. Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé entre las páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo antes de que el inequívoco per fume entrase en el aula, ese vaho a laurel cuyo origen era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro. La mujer, extrañada, levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba por favor, lea usted esto, y después de unos segundos se llevó tem blando la mano a la cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el escritorio los papeles doblados en cuatro plie gues, ya no se turbaba, y entonces empezó a decir aquellas insen sateces vulgares acerca de la edad, y del amor, hasta que el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un jue go, tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se volvió real y, una tarde, estaba hecha la apuesta:
–Delante de todos, en el pizarrón –dijo Hernán.
El Día de los Estudiantes, en el Club Náutico, todos pu dieron verlo bailando con la señorita Eugenia. Ella lo miraba. Lo miraba de tal manera que Hernán, aunque por encima de su hom bro hizo una mueca significativa a los otros, se sintió molesto. Tuvo el presentimiento de que todo podía complicarse o, acaso, al oír que ella hablaba de las cosas imposibles (“hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da cuenta”) pensó que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada y uno no podía echarse atrás, aunque tuviera que hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un inaudito vestido, un jumper, sobre su blusa infaltable de seda blanca. Por eso, sin pen sarlo más, él la invitó a dar un paseo por los astilleros, y los otros, codeándose, vieron cómo la infeliz aquella salía disimuladamente, seguida por su ridículo perfume a alcanfor y seguida por mí, que antes de salir le dije a alguno:
–Préstame las llaves del coche.
Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien pronun ciaba mi nombre:
–Hernán.
–Qué quieren –pregunté.
Y me dijeron la apuesta, ojo con la apuesta, y yo dije que sí, que me acordaba. Como me acuerdo de todo lo que ocurrió esa tarde, en los galpones, contra un casco a medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al otro día, en el Nacional, cuando ante la admirada perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé lentamente hacia el pizarrón apretando entre los dedos esa cosa, esa especie de escapu lario, como un trofeo. Y me acuerdo de la mirada de la señorita Eu genia al entrar en la clase, de sus ojos pintados ridículamente de azul que se abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se cla varon en mí sin comprender, porque ahí, en la pizarra, había queda do colgada, balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.















Abelardo Castillo  
(San Pedro Provincia de Buenos Aires, 27 de marzo de 1935) 
escritor argentino

.

A.E. QUINTERO: POEMAS


¿Y qué si el chico
ocupa la moneda para droga?

¿Y qué
si la emplea para comprar un cigarro suelto
o para estopa?

¿A ti, qué? ¿En qué te ensucian sus versiones de irse,
sus maneras de evitarse,
el transporte colectivo

en el que sueña no estar rumbo a su cuarto de cemento?

¿A ti qué
si ocupa esa moneda para no ver a su padre
cuando llega a verlo?

Si la gasta en comprarse
invisibilidad o se emborracha
antes, ¿a ti qué?
¿Le vas a dar trabajo?
¿Le vas a borrar de los ojos los ojos de su madres?
¿Le vas a cambiar los huesos
para que duerma más cómodo en las calles?

¿O sólo le vas a hablar de la multiplicación de los panes,
y las ventajas de llevar una cruz al cuello?

¿Tú cómo te evitas? ¿Cómo evades tanta conciencia?

¡Coño, dale la moneda y ya!


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Me preguntas acerca de los libros
de superación personal.

A mí,
que creo en la capacidad de vuelo
de una rama. En la resistencia
de una mosca a otra, sobre el papel atrapamoscas.
Que creo
en el sueño de salvarse
y de salvarnos;

y en los holanes entregados de abuela y su imaginaria
popelina.

Pues bien.
Yo busco un libro de superación personal
que me enseñe a desanudarme la corbata.
Que me explique lo que pasó
en los dientes de aquel chico
después de su primera eyaculación, y lo prevenga:
en los vidrios de agua rota
que sólo pensaban en bañarse, en quitarse el mar
y volver al útero seco, limpio, de las sábanas.
Un libro que hable por mí, con mi madre,
y le diga que un hijo gay no es un hijo roto.
Y que una persona
no se puede pegar con resistol blanco y paciencia.
El corazón del pollo no regresa al pollo
aunque el niño le pida a abuela que lo regrese.

Un libro de superación personal
que pudiera ser armadura contra las piedras y los penes
del colegio.

Que te quite lo muchacha
y te enseñe los registros de una barba al ras.
Y cosas más simples
como doblar el papel higiénico
para limpiarte adecuadamente la joven soledad del culo.
El cómo sonarte la nariz delante de la gente.
Las técnicas de un beso seguro,
sin salivar como un bisonte;
los modos correctos para hablar con un pene
o una vagina.

Porque debería haber alguien
que te enseñe a ir viviendo limpio.
Cada etapa.
Las muertes que dejan puntitos en los ojos
de un niño de 10 años.
El lodo blanco, pegajoso,
que se seca como una tiniebla, como un grito,
como una sentencia de reformatorio que grita
tus 13 años.
Y el vello púbico
que siempre nos mueve de lugar la conciencia,
y la cambia, y la rasura, y la regresa
con el hocico roto y sin dos dientes.

Y los malditos cuarenta años.

Que te diga que para todos es igual. Todo.

Para que esta cosa, esta poquedad, tan breve,
se lleve lo mejor posible
.












A. E. Quintero
Nació en Culiacán, Sinaloa, el 8 de agosto de 1969. Poeta. Estudió lengua y literaturas hispánicas en la FFyL de la UNAM. Cursó la maestría en teoría literaria en la UAM-I. Estudió el doctorado en Teoría de la Lite­ratura en la Universidad Autónoma Metropolitana. Colaborador de Casa del Tiempo, El Cocodrilo Poeta, Excélsior, La Jornada, Periódico de Poesía, Plural, y Revista Universidad de México. Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa 1996. Fue finalista del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe en 2007 y del Premio Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma en 2010. Obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2011 por Cuenta regresiva.Fuente:elem.mx - circulodepoesía.com



WISLAWA SZYMBORSKA: VIDA AL INSTANTE

Vida al instante.
Función sin ensayo.
Cuerpo sin prueba.
Cabeza sin reflexión.
Ignoro el papel que hago.
Sólo sé que es mío, no es intercambiable.
De qué va la obra,
debo adivinarlo sobre el escenario.
Malamente preparada para el honor de la vida,
Soporto a duras penas el compás impuesto de la acción.
Improviso , aunque aborrezco la improvisación.
Tropiezo a cada paso con el desconocimiento de causa.
Mi modo de vivir huela a aldea.
Mis instintos son de aprendiz.
La vergüenza, al excusarme, tanto más me humilla.
Siento las circunstancias atenuantes como crueles.
Palabras y gestos irrevocables,
estrellas no contadas,
el carácter, como un abrigo abrochado, en marcha,
he aquí el penoso fruto de este apremio.
¡Si al menos pudiera un miércoles ensayar primero,
o al menos un jueves repetir una vez más!
¿Acaso está bien? –pregunto
(con voz ronca,
pues ni me han dejado aclararla tras los bastidores).
Es vano pensar que no es más que un examen somero
hecho en un lugar provisorio. No.
Me hallo entre los decorados y veo cuán sólidos son.
Me choca la precisión de cualquier atrezzo.
El equipo giratorio funciona desde hace largo rato.
Las nebulosas más lejanas ya han sido encendidas.
Ah, no me cabe duda de que esto es el estreno.
Y lo que haga

se tornará siempre en lo que hice.








Wislawa Szymborska
Traducido del polaco por Elzbieta Bortkiewicz
POETA, ENSAYISTA Y TRADUCTORA POLACA (1923-2012), GANADORA DEL PREMIO NOBEL DE LITERATURA EN 1996 POR “UNA POESÍA QUE, CON PRECISIÓN IRÓNICA, PERMITE QUE LOS CONTEXTOS HISTÓRICO Y BIOLÓGICO SALGAN A LA LUZ EN FRAGMENTOS DE REALIDAD HUMANA”. CON SIMPLEZA, PRECISIÓN Y MUSICALIDAD, HA DESARROLLADO TEMAS QUE CONMUEVEN Y SE RELACIONAN CON LA CONDICIÓN HUMANA. 
FUENTE: TRAZOSDELAMEMORIA.WORDPRESS.COM                     
foto: CULTURE.PL


VINICIUS DE MORAES: POEMAS

 Vinicius de Moraes
Nació el 19 de octubre de 1913 en Río de Janeiro (Brasil). 
Publicó su primer libro de versos en 1933, Caminho para a distancia. Fue periodista, crítico y censor cinematográfico. 
Vinicius de Moraes simultaneó su producción literaria y periodística con una carrera diplomática que lo llevaría a Los Ángeles, París y Montevideo.
En el año 1956 junto a Tom Jobim, compuso su más celebre canción, "La garota de Ipanema", y otras muchas bossa-novas. También compuso con Carlos Lyra, Francis Hime, Edu Lobo, Chico Buarque, Pixinguinha, Ary Barroso, Adoniram Barbosa, Baden Powell y Toquinho. Con Baden Powell compuso las afrosambas, inspiradas en la tradición cultural y musical de Bahía. 
Desde su primera boda hasta su fallecimiento, Vinicius vivió una serie de nueve matrimonios.
Vinicius De Moraes murió el 9 de julio de 1980 en Rio de Janeiro.

Traducción de Angélica Vaz da Silva y Diego Casas Fernández.
Fuente:círculodepoesía.com, foto:audiokat.com buscabiografías.com





Fidelidad

De todo a mi amor estaré atento
Antes, y con tal celo, y siempre, y tanto
Que aun enfrente del mayor encanto
De él se encante más mi pensamiento.

Quiero vivirlo en cada vano momento
Y en su honor he de esparcir mi canto
Y reír mi risa y derramar mi llanto
A su pesar o a su contento.

Y así, cuando más tarde me procure
Quién sabe la muerte, angustia de quien vive
Quién sabe la soledad, fin de quien ama

Que yo pueda decirme del amor (que tuve):
Que no sea inmortal, puesto que es llama,
Pero que sea infinito mientras dure.



Una mujer

Cuando entró la madrugada extendí mi pecho sobre tu pecho.
Estabas temblorosa y tu rostro pálido y tus manos frías
Y la angustia del regreso habitaba ya en tus ojos.
Tuve piedad de tu destino que era morir en mi destino
Quise librar por un segundo de ti el peso de la carne.
Quise besarte en un vago cariño agradecido.
Pero cuando mis labios tocaron tus labios
Comprendí que la muerte ya estaba en tu cuerpo
Y que era preciso huir para no perder el único instante
En que fuiste realmente la ausencia del sufrimiento
En que realmente fuiste la calma.



La ausente

Amiga, infinitamente amiga
En algún lugar tu corazón late por mí
En algún lugar tus ojos se cierran al recuerdo de los míos.
En algún lugar tus manos se contraen, tus senos
Se llenan de leche, desfalleces y caminas
Como ciega a mi encuentro…
Amiga, última dulzura
La tranquilidad suavizó mi piel
Y mis cabellos. Sólo mi vientre
Te espera, lleno de raíces y de sombras.
Ven, amiga
Mi desnudez es absoluta
Mis ojos son espejos para tu deseo

Y mi pecho es tablero de suplicios.
Ven. Mis músculos son dulces para tus dientes
Y áspera está mi barba. Ven a sumergirte en mí
Como en el mar, ven a nadar en mí como en el mar
Ven a ahogarte en mí, amiga mía
En mí como en el mar…