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viernes, 24 de abril de 2015

JOSÉ VICENTE ORTUÑO: LA TORTILLA


Quien iba a pensar aquella mañana de primavera, en la que las nubes apenas manchaban el cielo azul y las palomas atormentaban los monumentos con sus deyecciones lanzadas con malvada puntería, que una amenaza se cernía sobre la humanidad de manera alarmante e inminente. Nada había en el aire, ni siquiera una vaga sensación de algo malévolo, de una inminente catástrofe, o tal vez, la premonición de un increíble horror.

Sin duda había amanecido una mañana hermosa. Juan —como suele hacer todo el que pasa la noche durmiendo—, se despertó. No tenía prisa, era día de fiesta. Holgazaneó un par de horas en la cama, adormilado pero no dormido, consciente de la dulce sensación de pereza y relax. Al fin el hambre le decidió a levantarse. Se aseó y vistió con parsimonia y como el esfuerzo de hacerlo le había dado aún más hambre, fue a prepararse el desayuno.

Entró a la cocina canturreando, alegre, despreocupado, marcando unos patosos pasos de baile al son del Thriller de Michael Jackson, mientras silbaba desafinadamente. Al mismo tiempo fue disponiendo los bártulos necesarios para preparar el desayuno.

Conectó la radio y tras un rato de infructuosa búsqueda a lo largo del dial, como no encontró nada más que espantosa música machacona y la retransmisión de una misa, la apagó mascullando una maldición contra las emisoras.

Colocó la sartén sobre la placa vitrocerámica de la cocina, puso en ella el aceite y accionó el sensor que conectaba la placa. Mientras la sartén se calentaba y con precisión de neurocirujano, partió un par de huevos, los batió, añadió una pizca de sal y con decisión vació los huevos dentro de la sartén. La masa empezó a crecer. Juan la repartió por igual por todo el recipiente.

La masa siguió creciendo.
Juan la golpeó con la paleta para aplastarla.
La masa siguió creciendo.
Asombrado, vio como la tortilla desbordaba la sartén y apagó la placa vitrocerámica.
La masa siguió creciendo.

Intentó pararla a golpes, pero horrorizado comprobó que la masa había cobrado vida propia. Se movía, latía, reptaba sobre la brillante superficie, avanzando hacia él y creciendo y progresando de forma incontenible, haciendo caso omiso a los golpes con los que intentaba detenerla.

Horrorizado, retrocedió hasta un rincón y se pegó a la pared como si quisiera atravesarla temblando desencajado, lívido por el horror que se formaba inexorable ante sus espantados ojos.

La Tortilla temblaba y palpitaba mientras seguía aumentando de tamaño y emitiendo un tétrico gorgoteo. Desbordó la sartén y se fue deslizando por la cocina, llegó al fregadero y se paró. Ya había crecido hasta sobrepasar el metro de diámetro y parecía haber detenido su evolución, pero se agitaba nerviosamente. Del centro de su masa comenzó a elevarse una protuberancia que luego se dividió en dos; después los bultos se abrieron y mostraron dos enormes y malignos ojos que, tras echar un vistazo en derredor, se fijaron en Juan.

Éste decidió que era buen momento para salir corriendo. Pero aquella pareció ser la señal que la Tortilla esperaba y saltó sobre él, cubriendo la espalda de Juan, que intentó quitársela dando vueltas y golpes contra las paredes. Fue inútil; la maligna masa le cubrió la cabeza y continuó desplazándose hasta arroparlo por completo. Juan, totalmente envuelto en Tortilla cayó al suelo y se convulsionó durante unos largos y angustiosos minutos... hasta que dejó de moverse.

La Tortilla permaneció sobre el cuerpo inmóvil, extendiéndose al mismo tiempo que asimilaba los jugos y tejidos de Juan. Al cabo de unos minutos una Tortilla de ochenta kilos dejaba atrás un montón de ropas y huesos resecos y se encaminaba hacia la puerta. Para entonces había tomado conciencia de sí misma. Descubrió que tenía mucha hambre y estirando una parte de sí misma en forma de tentáculo, intentó detectar la presencia de más sustancias nutritivas. Lo que descubrió debió colmar sus expectativas, pues recogiendo el tentáculo se dirigió a la puerta de la cocina. Salió al pasillo y se deslizó con movimientos ondulantes hacia donde sus sentidos le decían que había más comida. De pronto cincuenta kilos de perro se abalanzaron sobre ella ladrando; era la mascota de Juan. La Tortilla carecía de oídos, por lo que no le importaron demasiado los denodados esfuerzos del animal por asustarla, pero lo que sí le molestó fue que le arrancase un trozo. No se lo pensó demasiado —en realidad le era imposible hacerlo—, envolvió al perro y lo devoró. Unos minutos después continuó su camino, dejando atrás un collar con una placa en la que se podía leer grabada la palabra Rusky.

Ciento treinta kilos de Tortilla llegaron frente a la puerta de la casa. Un sencillo pensamiento cruzó por alguna parte de si misma: "Puerta", seguido de otro que implicaba una mayor complejidad: "Abrir". Alargó un tentáculo, abrió la puerta y salió, luego extendió varios zarcillos y los agitó en el aire. Su olfato le indicó dos cosas: el mundo era muy grande y estaba lleno de comida. En un estado de ánimo parecido a la felicidad la Tortilla se deslizó por la escalera. Cuando salió a la calle cinco pisos más abajo había devorado a seis vecinos, dos perros, un gato, el canario de la abuelita del segundo —a la vieja, un tanto reseca, la había ignorado—, un vendedor de seguros a domicilio y al cartero. Ahora pesaba quinientos ochenta kilos y pensaba de forma bastante clara, es más, ya tenía trazados sus planes para el futuro: devoraría a todos esos deliciosos seres bípedos que había en el mundo, y luego algo se le ocurriría.

José Vicente Ortuño Segura 
nació en Manises, Valencia, España, en 1958. 
http://axxon.com.ar/

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