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viernes, 24 de abril de 2015

IBARRECHEA: (CÚTER) NADIE FUE AL ENTIERRO DE GERVASIO MOYANO CHOZNO


Nos contaba que de repente se sintió viejo, pero viejo de una vejez interminable y sin más honores que sus largas noches de borrachera, entonces creyó que era hora de una muerte justa y digna. Nos dijo aquí en el bar, que aquella noche dejó el vaso de vino en la mesa de madera del patio hediondo de gallinas y que caminó hasta la sombra de la mujer que bailaba sola bajo la lámpara trémula colgada del sauce.

-Vienes a decirme que esta es mi última noche, ¿verdad? -dice que le preguntó- y que la sombra de la finada Rosario Kindelán, que mucho tiempo después supimos que era una Peremerimbina huérfana que bajaba y subía de las montañas asustando a las tropas del gobierno, le dijo que si, solo con el movimiento afirmativo de su cabeza, por eso vino a tomar unas cervezas con nosotros y entonces aquí nadie le creyó.

Gervasio Moyano Chozno vino a despedirse.


Tiempo atrás, tampoco le creyó el juez Bonaventura cuando manifestó haber visto a Cúter Tavares cruzar por el patio de su rancho, la semana de las indagatorias a los testigos.

En realidad, no le creímos nunca sus conversaciones con los fantasmas de los Sepúlveda, ni menos le creímos cuando una mañana nos dijo que unas mujeres que volaban le pidieron agua fresca para beber. Porque siempre pedía que le pagásemos una vuelta más de vino para continuar con sus relatos.


En una oportunidad, una asistente social enviada por el gobierno, manifestó en uno de sus largos informes que Gervasio Moyano Chozno padecía una conducta autodestructiva que se manifestaba en las mil y una forma distintas de llegar a la muerte. Pero ella no supo explicar cómo es que Gervasio podía hablar y nombrar a gente que nadie sabía por estos lugares que había existido y merodeado por este amplio valle de misterios.

Así es que la última vez que lo vimos, se tomó con nosotros algunas cervezas, y nos habló a todos de la muerte, nos dijo que la muerte era una mujer hermosa, de piernas largas y blancas que baila en forma graciosa y que se va desnudando a medida que la canción va despertando la furia de su sangre y de sus carnes y que cuando la canción termina, muestra en sus manos una bandeja con la cabeza del próximo a morir.

Nos decía en pleno convencimiento, en ese convencimiento que tienen las personas solitarias y soñadoras, llena de alucinaciones, que el vio su cabeza y que le pareció hermosa, de una hermosura radiante, en esa bandeja que le alcanzaba la muerte.

Pero que la muerte vestida de mujer le dijo que se llamaba Rosario Hurtado Kindelán, que después nos enteramos que fue una niña que llegó al Pueblo Mapuyo con mucha tos, una mañana de las tantas de represalia de los milicos contra los peremerimbinos. 

Con el tiempo supimos que algunos decían que vivía sola en la selva, que fue creciendo entre la sierra y el mar, rodeada de perros, hasta que un día la encontraron muerta unos bananeros. Ellos decían que primero encontraron su vestido de color blanco por el sendero que llevaba a las dunas caribeñas y que después encontraron sus sandalias de cuero y que cada tanto encontraron a cada uno de sus siete perros muertos, todos atravesados por un estilete o cúter y que más allá, vieron su cuerpo rodeado de la espuma del mar y que su rostro mostraba una tranquilidad asombrosa, sin huellas de lucha, sin heridas, sin agua en sus pulmones. Dicen que parecía sonreir y que calculan que tendría entre veinticinco y treinta años y que los médicos aseguran que era virgen.

Desde entonces su fantasma les aparece a las tropas por los caminos.

Pero también hubo quienes decían que era todo mentira lo de ella y lo de Cúter Tavares, que todo era un embuste de gitanos, para aterrorizar a la gente.

La cuestión es que nos contaba el Gervasio que ella le había dicho, esa misma noche, que en el comienzo de los tiempos la gente era feliz y no dormía y no tenía miedo, y que solo brillaba el sol en un cielo azul y sin nubes, y que entonces Mapuyo, el indio, habló con Dios para solucionar eso y que Dios le dijo con voz de trueno que iba a satisfacer sus pedidos y sopló fuerte y que el sol cayó atrás de las montañas y que todo se puso oscuro y que entonces en la oscuridad conocieron el miedo, y empezaron a llorar y se perdían en los caminos. Entonces Mapuyo, volvió a hablar con Dios y Dios le dijo que le iba a regalar colores en las noches y así todos se maravillaron con la luna primero y con las estrellas después y que vieron figuras que formaban las estrellas y que empezaron a nombrarlas y vieron que también durante el día podían disfrutar de las formas de las nubes y que Rosario Hurtado kindelán, le dijo que cuando habló con el fantasma del Indio Mapuyo allá arriba a más de seis mil metros de altura, le dijo que Dios no le había contado que otros caciques le habían pedido que haya guerras y muertes y enfermedades y que todo eso vino de repente y que cayó como lluvia en las tierras peremerimbinas, primero con barcos de madera, después con barcos de acero y después con trenes y después con aviones. 

Por eso decía que la espada del comandante Penerguido, había combatido durante ciento catorce años. 

Gervasio Moyano Chozno estaba loco.

Creemos que al salir de aquí totalmente borracho, montó su caballo, llego a su casa, se puso el terno color negro, entró al cementerio por la puerta del fondo, la que nadie abre, cavó su fosa al lado de la fosa de sus padres y se acostó en ella a esperar la muerte.

Así lo encontraron dos funcionarios un miércoles, en que vieron una nube de moscas verdes, allá, al fondo. 














diceelwalter@gmail.com

del libro "Cúter"

SAMANTA SCHWEBLIN: AGUJEROS NEGROS


El doctor Ottone se detiene en el pasillo y, muy despacio al principio, comienza balancearse sobre las plantas de sus pies, con la mirada fija en alguno de los azulejos blancos y negros que cubren todos los pasillos del hospital, así que el doctor Ottone está pensando. Después toma una decisión, vuelve a entrar al consultorio, prende las luces, deja sobre el sillón sus cosas y busca, entre todo lo que hay en su escritorio, la carpeta de la señora Fritchs, así que Ottone está ocupado con algún tema y se propone encontrar una solución, una repuesta al menos, o derivar ese tema a otro doctor, por ejemplo al doctor Messina. Abre la carpeta, busca una página determinada que encuentra y lee: “...Agujeros negros ¿Me entiende? Usted está acá, por ejemplo, y de pronto está en su casa, en su cama, con el pijama ya puesto, y sabe perfectamente que no ha cerrado el consultorio, ni apagado las luces, ni recorrido lo que tenga que recorrer para llegar a su casa, es más, ni siquiera se ha despedido de mí. ¿Entonces? ¿Cómo puede ser que usted esté en su cama con el pijama puesto? Bueno, eso es un espacio vacío, un agujero negro como le digo, un tiempo cero, como lo quiera llamar, ¿qué más si no?...”

El doctor Ottone guarda la carpeta, recoge sus cosas, apaga las luces, cierra con llave y se dirige hacia el consultorio del doctor Messina, a quien está seguro de encontrar a esa hora. Ottone efectivamente encuentra a Messina pero dormido sobre el escritorio y con una estatuilla en la mano. Lo despierta y le entrega la carpeta de la señora Fritchs. Messina, un poco dormido aún, se pregunta, o le pregunta a Ottone, por qué se ha despertado con una estatuilla en la mano. Con un gesto, Ottone responde que no sabe. Messina abre el cajón de su escritorio y le ofrece una galleta a Ottone, galleta que Ottone acepta. Messina abre la carpeta. 
-Lea la página quince- dice Ottone.
Messina busca, encuentra y lee, todo cuidadosamente, la página quince. Ottone espera atento. Cuando termina su lectura, Ottone le pide una opinión.
-¿Y usted cree en esto, Ottone?
-¿En agujeros negros?
-¿De qué estamos hablando?
Así que Ottone recuerda el vicio de Messina de responder sólo con preguntas y eso lo pone nervioso.
-Hablamos de agujeros negros, Messina...
-¿Y usted cree en eso, Ottone?
-No, ¿Y usted?
Messina abre otra vez su cajón.
-¿Quiere otra galleta, Ottone?
Ottone agarra la galleta que Messina le ofrece. 
¿Cree o no cree?- Insiste Ottone.
-¿Yo conozco a esta señora...?
-...Fritchs, la señora Fritchs. No, no creo que la conozca, sólo vino a verme dos veces y es 
su primer tratamiento.

Alguien toca la puerta del consultorio y se asoma. Ottone reconoce al portero y pregunta:
-¿Qué necesita, Sánchez?
El portero explica con sorpresa que la señora Fritchs espera al doctor Ottone en la sala de 
ese piso. Messina recuerda al portero que son las diez de la noche y el portero explica que 
la señora Fritchs se niega a irse.
-No quiere irse, está en pijama, sentada en la sala y dice que no se va si no habla con el doctor Ottone, qué quiere que le haga yo...
-¿Por qué no la trajo, entonces?- pregunta Messina mientras mira la estatuilla.
-¿La traigo acá? ¿A su consultorio? ¿O al del doctor Ottone?
-¿Que le pregunté yo a usted?
-Que porqué no la traje.
-¿No la trajo a dónde, Sánchez?
-Acá.
-¿Dónde es acá?
-A su consultorio, doctor.
-¿Entiende ahora, Sánchez?, ¿A donde tiene que traerla entonces?
-A su consultorio, doctor.

Sánchez se inclina levemente, saluda y se retira. Ottone mira a Messina, la mandíbula de Messina que oprime la fila de dientes superior con la inferior, así que Ottone está nervioso y aún espera una respuesta de Messina, doctor que comienza a guardar sus cosas y a acomodar papeles del escritorio. Ottone pregunta.
-¿Se va?
-¿Me necesita para algo?
-Dígame al menos qué opina, qué cree que conviene hacer. ¿Por qué no la ve usted?
Messina, ya desde la puerta del consultorio, se detiene y mira a Ottone con una leve, apenas marcada, sonrisa.
-¿Qué diferencia hay entre la Señora Fritchs y el resto de sus pacientes?
Ottone piensa en contestar, así que su dedo índice empieza a subir desde donde reposa hacia la altura de su cabeza, pero se arrepiente y no lo hace. Queda entonces el dedo índice de Ottone suspendido a la altura de su cintura, sin señalar ni indicar nada preciso.
-¿A que le tiene miedo, Ottone?- pregunta Messina y se retira cerrando la puerta, dejando a Ottone solo y con su dedo índice que baja lentamente hasta quedar colgado del brazo. En ese momento entra la Señora Fritchs. La señora Fritchs lleva un pijama, celeste, con detalles y puntillas blancas en cuello, mangas, cinto y otros extremos. 

Ottone deduce que esta señora está en un estado nervioso considerable, y deduce esto por sus manos, que ella no deja de mover, por su mirada y por otras cosas que, aunque comprueban esos estados, Ottone considera que no necesitan ser enumeradas.
-Señora Fritchs, usted está muy nerviosa, va a ser mejor si se calma.
-Si usted no me soluciona este problema yo lo denuncio doctor, esto ya es un abuso.
-Señora Fritchs, tiene que entender que usted está haciendo un tratamiento, los problemas 
que tenga no se van a solucionar de un día para el otro. 

La Señora Fritchs mira indignada a Ottone, rasca el brazo derecho con la mano izquierda y habla.
-¿Me toma por estúpida? Me está diciendo que tengo que seguir dando vueltas por la ciudad en pijama, pijama en el mejor de los casos, hasta que usted decida que el tratamiento está terminado. ¿Para qué pago yo ese seguro médico, a ver?

Ottone piensa en el doctor Messina bajando las escaleras principales del hospital y esto le provoca diversas sensaciones, sensaciones en las que no va a profundizar ahora.
-Mire- dice Ottone con paciencia, empezando a balancearse, lentamente al principio, sobre las plantas de sus pies- cálmese, entienda que usted está con problemas psicológicos, usted inventa cosas para ocultar otras cosas más importantes. Todos sabemos que usted no pasea en pijama por el hospital. 

La señora Fritchs desenrosca pliegues de las puntillas de su camisón, así que Ottone entiende que la charla será larga. 
-Siéntese por favor, relájese, vamos a hablar un rato- dice Ottone.
-No, no puedo. Va a llegar mi marido a casa y yo no voy a estar, tengo que volver, doctor, ayúdeme.

Ottone desarrolla rápidamente la primera de las sensaciones postergadas de Messina bajando las escaleras. Aire entrando por las costuras del abrigo, entonces frío, un poco de frío.
-¿Tiene dinero para regresar?
-No, no llevo plata cuando ando en camisón por casa...
-Bueno, yo le presto para que vuelva a su casa y pasado mañana, en el horario que a usted le corresponde, hablamos de estos problemas que tanto le preocupan...
-Doctor, yo le acepto el dinero si quiere, y vuelvo a casa, perfecto. Pero ya le expliqué, sabe, dentro de un rato estoy acá de nuevo, y cada vez es peor. Antes pasaba cada tanto, pero ahora, cada dos o tres horas, zas, agujero negro.
-Señora...
-No, escuche, escúcheme. Me recupero, o sea, vuelvo a donde estaba ¿Cómo le explico? 
A ver, desaparezco de casa y aparezco en casa de mi hermano, entonces me desespero, imagínese, tres de la mañana y aparezco en pijama, pijama en el mejor de los casos, en el cuarto matrimonial de mi hermano. Entonces trato de volver, ¿Sabe doctor qué sufrimiento? Hay que salir del cuarto, de la casa, todo sin que nadie se de cuenta, tomar un taxi, todo en pijama, doctor, y sin plata, imagínese, convencer al taxista de que le pago al llegar. Y cuando estoy por llegar, zas, fin del agujero y aparezco en casa otra vez. 

Ottone aprovecha este tiempo para analizar la segunda sensación de Messina escaleras abajo. Entrada a un auto, ambiente más agradable, alivio al dejar el peso del portafolio en el asiento del acompañante.
-Aparte imagínese, andaba por casa siempre con dinero y un abrigo atado a la cintura del camisón, no sea cosa. Pero ahora no, basta, cuando caigo en agujeros ya no vuelvo. Si igual nunca llego, tomo taxis que casi nunca alcanzan a dejarme donde les pido. No, basta, ahora me quedo donde esté hasta que pase el agujero y listo.
-¿Y cuánto tiempo tardan en pasar estos agujeros negros?
-Y, vea, yo no puedo decirle con exactitud, una vez fui y volví en el momento, sin problema. Y otra estuve en casa de mi madre unas cuántas horas, diga que ahí sé donde están las cosas, preparé unos mates y paciencia, tardó tres horas, doctor, una vergüenza. 

Ottone piensa en cuántos minutos ya ha estado la señora Fritchs en el hospital y no obtiene un número definido, quizás cinco, quizás diez, no sabe.

Sánchez toca la puerta del consultorio y se asoma. Ottone pregunta:
-¿Qué pasa, Sánchez?
- Lo busca el doctor Messina.
-Cómo ¿No se fue?
-Sí, se fue, pero al rato estaba acá de vuelta, me parece que el doctor está un poco angustiado, anda a medio desvestir, o vestir, no sé decirle, doctor, y pregunta por usted.
-¿Qué pregunta, Sánchez?
-Si usted está, si puede usted hacerle el favor de ir a verlo. Me parece que está enojado, doctor...
El doctor Ottone mira a la señora Fritchs, señora que rasca con la mano derecha su brazo izquierdo y contesta la mirada de Ottone con un gesto recriminatorio.
-Va a tener que disculparme.
-No, lo acompaño.
-No, hágame el favor, señora, quédese acá. El doctor Messina enojado es ya de por sí todo un problema. 

Sánchez acompaña la opinión de Ottone con un movimiento de cabeza y se retira caminando por el pasillo, pasillo que Ottone recorre ahora, unos metros detrás. Se asoma Messina, minutos después, no sabe bien Messina después de qué, tras el biombo de su consultorio, para descubrir a la señora Fritchs sentada en un sillón. Messina mira su propia mano y se pregunta por qué tiene, otra vez, esa estatuilla. Mira desconcertado el escritorio, el lugar vacío donde la había dejado un rato atrás. Luego mira a la Señora Fritchs y la señora Fritchs, con las manos aferradas a los brazos del sillón, como si fuese a caer hacia o desde algún lado, mira al doctor Messina.
-¿Y usted quién es? ¿Qué hace en mi consultorio?
-El doctor Ottone dijo...
-¿Por qué está en pijama?
-El portero y el doctor Ottone fueron a buscarlo al...
-¿Usted es la señora Fritchs?
-Usted también está en pijama- dice la señora Fritchs mientras observa asustada la estatuilla en la mano del doctor.

Messina verifica su apariencia, plantea mentalmente distintas hipótesis sobre las razones de su propio paradero actual, deja la estatuilla en su lugar y acomoda el cuello de su camiseta hasta que éste queda centrado con respecto al eje del cuello, posición de camiseta que hace de Messina un hombre más seguro.
-¿Usted es la señora Fritchs?
-El doctor Ottone dijo que lo esperara acá 
-¿Yo le pregunté algo sobre Ottone, señora?
-Sí, soy la señora Fritchs, espero al doctor Ottone.
-¿Le parece que éste puede ser el consultorio de un doctor como el doctor Ottone?
-No sé, me parece que no, yo solamente lo espero.

Compara Messina mentalmente la figura de esa señora con la de su mujer y no obtiene ningún beneficio.
-¿Usted es la señora que tiene problemas con los agujeros negros?
-¿Usted no los tiene?

En ese momento Messina comprende algunas cosas, cosas de las que sólo rescata dos como planteos pertinentes. Primero, lo que puede estar pasándole; segundo, que tras la señora Fritchs se esconde una persona de suma inteligencia. Piensa una pregunta para comprobar el segundo planteo:
-¿Por qué espera al doctor Ottone?
-Ottone y el portero fueron a buscarlo a usted al hall ¿Usted es el doctor...?
-¿Messina?
-Eso, Messina, necesito que alguien me ayude. 
Messina busca y encuentra sobre su escritorio la carpeta de la señora Fritchs y, de espaldas a esta señora, revisa el contenido, a la vez que relaciona ideas de agujeros negros, gente en pijamas y estatuillas. Pregunta:
-¿Qué cree usted que nos esté pasando?
-A usted no sé doctor, pero a mí nada- responde Sánchez que entra por la puerta y le alcanza un juego de llaves. Messina mira rápidamente el sillón vacío donde un segundo antes estaba la señora Fritchs.
-¿Qué hace acá, Sánchez? ¿No tiene nada mejor que hacer?
Sánchez, brazo extendido hacia Messina con llaves enganchadas al extremo del dedo índice, habla:
-Acá tiene las llaves doctor. Yo me voy.
-¿A dónde se va usted? ¿Dónde está la Señora Fritchs?
-Mi horario termina a las diez, ya son diez y media, yo me voy.
-¿Dónde está la señora Fritchs?
-No sé, doctor, por favor tome las llaves.
-¿Y Ottone? ¿Donde está Ottone?
-Lo está buscando a usted, doctor, yo me voy.

Messina sale de su consultorio sin tomar las llaves y recorre el pasillo de azulejos blancos y negros hasta el hall, donde encuentra a Ottone. Pliega Ottone los dedos de su mano derecha hasta obtener un puño cerrado, sin aire en el interior, para luego forzar estos dedos con la mano izquierda, lo que produce una serie de crujidos en los nudillos, así que Ottone ha visto a Messina, está sumamente angustiado, y le desagrada ver a este doctor, el doctor Messina, a medio vestir, o desvestir, Sánchez no ha sabido decirle y él no alcanza ahora a elaborar una definición correcta. Messina va a preguntarle algo pero descubre en su propia mano la estatuilla, así que se pregunta, o le pregunta a Ottone, por qué tiene esa estatuilla en la mano. Ottone, con un gesto, responde que no sabe. Messina abre el cajón de su escritorio y le ofrece una galleta a Ottone. Galleta que Ottone acepta sin preguntarse por qué ambos, Ottone y Messina, ya no se encuentran en el hall, sino en el consultorio del segundo de los doctores mencionados.Y aunque Messina piensa en decirle algo a Ottone, decide que será mejor no hacerlo y simplemente deja la estatuilla sobre una mesada del hall, porque, en efecto, ya están otra vez en el hall y no en el consultorio del doctor Messina.
-¿Está usted bien?- pregunta Ottone.
-¿Usted cree que yo puedo estar bien en el estado en que me encuentro?

Observa Ottone la camiseta desarreglada de Messina.
-¿Que opina ahora de esto, Messina?
-¿De qué?
-De los agujeros negros.
-¿Dónde está la señora Fritchs?
-Está en su consultorio. 
-¿Me está cargando, Ottone? ¿No se da cuenta de que yo vengo de ahí?

Piensa Ottone en algo que no explica, y cuando ve a la señora Fritchs, corriendo, lejos, de un pasillo a otro, propone a Messina ir a buscar a esta señora. Abre grandes los ojos Messina y se acerca a Ottone como quien piensa en contar un secreto. Ottone escucha:
-¿No se da cuenta de que ella sabe?
-¿Que sabe qué cosa?
-¿Por qué cree usted que corre así la señora?

Amaga Ottone un nuevo crujimiento de sus dedos, pero Messina reacciona rápido,
toma fuerte su muñeca, y dice:
-¿No se dio cuenta?
-¿De qué?
-¿No se dio cuenta de lo que pasó la última vez que usted crujió sus dedos?
-¿Estuvimos ahí?
-¿En un agujero negro?
-¿Sí?
-¿Hace falta que le responda?

Interrumpe la conversación el sonido de las llaves de la puerta, colgadas del dedo de Sánchez a la altura de la frente de ambos médicos. Sánchez:
-Las llaves, yo me voy.
Propone Messina a Sánchez:
-¿Por qué antes de irse no nos va a buscar a la señora?
A lo que asiente Ottone, contento, y agrega:
- Sí, traiga a la señora y le aceptamos las llaves.

Messina le señala a Sánchez los pasillos por donde, salteadamente, cruza la señora Fritchs, a veces caminando preocupada, a veces con paso presuroso. Da Messina unas palmaditas en la espalda de este Sánchez a quien Ottone sonríe y dice alegre:
-Vaya, Sánchez, vaya y traiga a la señora.

Mira Sánchez hacia los pasillos y ve un par de veces a la señora Fritchs cruzar de una 
puerta a otra. Luego mira al doctor Messina, al doctor Ottone, deja las llaves sobre la mesada del hall y explica a estos doctores:
-Yo soy el portero, mi turno terminó a las diez. Veo que tienen algunos problemas, pero yo no tengo nada que ver, no sé si me interpretan...- y se retira.

Messina mira las llaves que han quedado al lado de la estatuilla y luego, desesperanzado, mira a Ottone, doctor que a la vez mira a Messina, aunque sus percepciones tienen que ver ahora con otras cosas, cosas como Sánchez bajando las escaleras, Sánchez sintiendo el aire frío de la calle en la cara, Sánchez pensando en que siempre está más desabrigado de lo que debería, y que todo es culpa de su madre que, a diferencia de otras madres, nunca le recuerda las cosas. Piensa entonces Messina en Sánchez subiendo al colectivo ciento treinta y cuatro, ramal dos, o tres, los dos van, y cuando está a punto de pensar en Sánchez abriendo la puerta de su casa, casa lógicamente de este mismo Sánchez, lo que ve es a la señora Fritchs, o mejor dicho, no la ve, o más bien la ve desaparecer ante sus ojos. Entonces dice Messina al doctor Ottone:
-¿Vio eso, Ottone?
-¿Ver qué?
-¿No vio eso?

Ottone está a punto de responder, y este inminente momento se deduce por su dedo índice que, lentamente, comienza a ascender hacia la altura de su cabeza, pero cuando lo hace, cuando este dedo llega a la altura citada y Ottone enuncia sus primeras palabras, entonces este Doctor, el doctor Ottone, se encuentra no con el doctor Messina, sino con Clara, es decir su esposa, en su casa, los dos en pijama.

En un pasillo del hospital, ahora aún más lejos de su consultorio, Messina se pregunta, una vez más, qué hace ahí a esas horas de la noche, a medio vestir, o desvestir, con una estatuilla en la mano y, cuando va a preguntarse eso pero en voz alta, lo que queda ahora es, simplemente, el pasillo del hospital, vacío.












Samanta Schweblin
imagen:eternacadencia.com.ar
www.samantaschweblin.com.ar
Samanta Schweblin nació en Buenos Aires, 1978. Es egresada de la carrera de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. En 2001 obtuvo el primer premio del Fondo Nacional de las Artes y el primer premio del Concurso Nacional Haroldo Conti con su primer libro “El núcleo del Disturbio” (Planeta, 2002). En el 2008 obtuvo el premio Casa de las Américas, por su libro de cuentos "Pájaros en la boca"; la beca FONCA de residencias para artistas del gobierno Mexicano, y la residencia Civitalla Ranieri, en Umbria, Italia. Muchos de sus cuentos han sido traducidos al alemán, al inglés, al holandés, al húngaro, al italiano, al francés, al portugués, al sueco y al servio, para su publicación en numerosas antologías, revistas y medios culturales. Este año, fue incluída en la revista Granta como una de las mejores jóvenes narradoras en Español. Año 2015 premio Internacional de Narrativa Breve.

JUAN RULFO: DILES QUE NO ME MATEN

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.














Juan Rulfo

JOSÉ VICENTE ORTUÑO: LA TORTILLA


Quien iba a pensar aquella mañana de primavera, en la que las nubes apenas manchaban el cielo azul y las palomas atormentaban los monumentos con sus deyecciones lanzadas con malvada puntería, que una amenaza se cernía sobre la humanidad de manera alarmante e inminente. Nada había en el aire, ni siquiera una vaga sensación de algo malévolo, de una inminente catástrofe, o tal vez, la premonición de un increíble horror.

Sin duda había amanecido una mañana hermosa. Juan —como suele hacer todo el que pasa la noche durmiendo—, se despertó. No tenía prisa, era día de fiesta. Holgazaneó un par de horas en la cama, adormilado pero no dormido, consciente de la dulce sensación de pereza y relax. Al fin el hambre le decidió a levantarse. Se aseó y vistió con parsimonia y como el esfuerzo de hacerlo le había dado aún más hambre, fue a prepararse el desayuno.

Entró a la cocina canturreando, alegre, despreocupado, marcando unos patosos pasos de baile al son del Thriller de Michael Jackson, mientras silbaba desafinadamente. Al mismo tiempo fue disponiendo los bártulos necesarios para preparar el desayuno.

Conectó la radio y tras un rato de infructuosa búsqueda a lo largo del dial, como no encontró nada más que espantosa música machacona y la retransmisión de una misa, la apagó mascullando una maldición contra las emisoras.

Colocó la sartén sobre la placa vitrocerámica de la cocina, puso en ella el aceite y accionó el sensor que conectaba la placa. Mientras la sartén se calentaba y con precisión de neurocirujano, partió un par de huevos, los batió, añadió una pizca de sal y con decisión vació los huevos dentro de la sartén. La masa empezó a crecer. Juan la repartió por igual por todo el recipiente.

La masa siguió creciendo.
Juan la golpeó con la paleta para aplastarla.
La masa siguió creciendo.
Asombrado, vio como la tortilla desbordaba la sartén y apagó la placa vitrocerámica.
La masa siguió creciendo.

Intentó pararla a golpes, pero horrorizado comprobó que la masa había cobrado vida propia. Se movía, latía, reptaba sobre la brillante superficie, avanzando hacia él y creciendo y progresando de forma incontenible, haciendo caso omiso a los golpes con los que intentaba detenerla.

Horrorizado, retrocedió hasta un rincón y se pegó a la pared como si quisiera atravesarla temblando desencajado, lívido por el horror que se formaba inexorable ante sus espantados ojos.

La Tortilla temblaba y palpitaba mientras seguía aumentando de tamaño y emitiendo un tétrico gorgoteo. Desbordó la sartén y se fue deslizando por la cocina, llegó al fregadero y se paró. Ya había crecido hasta sobrepasar el metro de diámetro y parecía haber detenido su evolución, pero se agitaba nerviosamente. Del centro de su masa comenzó a elevarse una protuberancia que luego se dividió en dos; después los bultos se abrieron y mostraron dos enormes y malignos ojos que, tras echar un vistazo en derredor, se fijaron en Juan.

Éste decidió que era buen momento para salir corriendo. Pero aquella pareció ser la señal que la Tortilla esperaba y saltó sobre él, cubriendo la espalda de Juan, que intentó quitársela dando vueltas y golpes contra las paredes. Fue inútil; la maligna masa le cubrió la cabeza y continuó desplazándose hasta arroparlo por completo. Juan, totalmente envuelto en Tortilla cayó al suelo y se convulsionó durante unos largos y angustiosos minutos... hasta que dejó de moverse.

La Tortilla permaneció sobre el cuerpo inmóvil, extendiéndose al mismo tiempo que asimilaba los jugos y tejidos de Juan. Al cabo de unos minutos una Tortilla de ochenta kilos dejaba atrás un montón de ropas y huesos resecos y se encaminaba hacia la puerta. Para entonces había tomado conciencia de sí misma. Descubrió que tenía mucha hambre y estirando una parte de sí misma en forma de tentáculo, intentó detectar la presencia de más sustancias nutritivas. Lo que descubrió debió colmar sus expectativas, pues recogiendo el tentáculo se dirigió a la puerta de la cocina. Salió al pasillo y se deslizó con movimientos ondulantes hacia donde sus sentidos le decían que había más comida. De pronto cincuenta kilos de perro se abalanzaron sobre ella ladrando; era la mascota de Juan. La Tortilla carecía de oídos, por lo que no le importaron demasiado los denodados esfuerzos del animal por asustarla, pero lo que sí le molestó fue que le arrancase un trozo. No se lo pensó demasiado —en realidad le era imposible hacerlo—, envolvió al perro y lo devoró. Unos minutos después continuó su camino, dejando atrás un collar con una placa en la que se podía leer grabada la palabra Rusky.

Ciento treinta kilos de Tortilla llegaron frente a la puerta de la casa. Un sencillo pensamiento cruzó por alguna parte de si misma: "Puerta", seguido de otro que implicaba una mayor complejidad: "Abrir". Alargó un tentáculo, abrió la puerta y salió, luego extendió varios zarcillos y los agitó en el aire. Su olfato le indicó dos cosas: el mundo era muy grande y estaba lleno de comida. En un estado de ánimo parecido a la felicidad la Tortilla se deslizó por la escalera. Cuando salió a la calle cinco pisos más abajo había devorado a seis vecinos, dos perros, un gato, el canario de la abuelita del segundo —a la vieja, un tanto reseca, la había ignorado—, un vendedor de seguros a domicilio y al cartero. Ahora pesaba quinientos ochenta kilos y pensaba de forma bastante clara, es más, ya tenía trazados sus planes para el futuro: devoraría a todos esos deliciosos seres bípedos que había en el mundo, y luego algo se le ocurriría.

José Vicente Ortuño Segura 
nació en Manises, Valencia, España, en 1958. 
http://axxon.com.ar/