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viernes, 30 de enero de 2015

MARIO VARGAS LLOSA: EL DESAFÍO


Estábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del "Río Bar" apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.

- ¿Qué pasa? - preguntó León.

Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.
- Me muero de sed.
Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.
- Justo va a pelear esta noche - dijo, con una voz rara.
Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.
- Me encargó que les avisara - agregó Leonidas. - Quiere que vayan.
Finalmente, Briceño preguntó:
- ¿Cómo fue?
- Se encontraron esta tarde en Catacaos. - Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. - Ya se imaginan lo demás...
- Bueno - dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.
- Si - repitió Leonidas, con un aire ido.- Tal vez es mejor que sea así.
Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del "Río Bar" pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían.
- Son casi las nueve - dijo León.- Mejor nos vamos.
Salimos.
- Bueno, muchachos - dijo Leonidas. - Gracias por la cerveza.
- ¿Va a ser en "La Balsa", ¿no? - preguntó Briceño.
- Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.
El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parecía divertirse.
- El Cojo lo va a matar - dijo, de pronto, Briceño.
- Cállate - dijo León.
- Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol y dos chombas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.
- ¿Otra vez a la calle? - dijo ella.
- Sí. Tengo que arreglar un asunto.
El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.
- Tienes que levantarte temprano - insistió ella - ¿Te has olvidado que trabajas los domingos?
- No te preocupes - dije. - Regreso en unos minutos.
Caminé de vuelta hacia el "Río Bar" y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.
- ¿Es cierto lo de la pelea?
- Sí. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas.
- No necesito que me adviertas - dijo. - Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.
- El Cojo es un asco de hombre.
- Era tu amigo antes... - comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.
Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.
- ¿Quieres que yo vaya? - me preguntó.
- No. Con nosotros basta, gracias.
- Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. - Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. - Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá.
- Hubiera querido verlo al Cojo - dije. - Cuando está furioso su cara es muy chistosa.
Moisés se río.
- Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.

Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del "Río Bar" vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chomba descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
- Acabo de llegar - dijo. - ¿Qué es de los otros?
- Ya vienen. Deben estar en camino.
Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.
- ¿Cómo fue lo de esta tarde?
Encogió los hombros e hizo un ademán vago.
- Nos encontramos en el "Carro Hundido". Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura.
- ¿Eres muy hombre? - gritó el Cojo.
- Más que tú - gritó Justo.
- Quietos, bestias - decía el cura.
- ¿En "La Balsa" esta noche entonces? - gritó el Cojo.
- Bueno - dijo Justo. - Eso fue todo.
La gente que estaba en el "Río Bar" había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.
- He traído esto - dije, alcanzándole el pañuelo. Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.
- Son iguales - dijo. - Me quedaré con la mía, nomás.
Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.
No tengo hora - dijo Justo - Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.
A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.
- Hermanito - dijo León - Usted lo va a hacer trizas.
- De eso ni hablar - dijo Briceño. - El Cojo no tiene nada que hacer contigo.
Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría.
- Bajemos por aquí - dijo León - Es más corto.
- No - dijo Justo. - Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.

Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cause del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacia el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se Hundían, como si andáramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.
- Hay muchas nubes - dijo; - la luna no va a servir de mucho esta noche.
- Haremos fogatas - dijo Justo.
- ¿Estas loco? - dije. - ¿Quieres que venga la policía?
- Se puede arreglar - dijo Briceño sin convicción.-
Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.
Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.
- Ahí está "La Balsa" - dijo León.

En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cause.
Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, "La Balsa" se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de "La Balsa", pero así lo designaban todos.
- Ellos ya están ahí - dijo León.
Nos detuvimos a unos cinco metros de "La Balsa. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.
- Anda tú - dijo Justo.
Avancé despacio hacia el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.
- ¡Quieto! - gritó alguien. - ¿Quién es?
- Julián - grité - Julián Huertas. ¿Están ciegos?
A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.
- Ya nos íbamos - dijo. - Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran.
- Quiero entenderme con un hombre - grité, sin responderle - No con este muñeco.
- ¿Eres muy valiente? - preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.
- ¡Silencio! - dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacia mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había visto.
- ¿Por qué has traído a Leonidas? - dijo el Cojo, con voz ronca.
- ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído al Leonidas?
El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.
- ¡Qué pasa conmigo! - dijo. Mirando al Cojo fijamente. - No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dijo.
El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.
- No se meta, viejo - dijo el cojo amablemente. - No voy a pelearme con usted.
- No creas que estoy tan viejo - dijo Leonidas. - He revolcado a muchos que eran mejores que tú.
- Está bien, viejo - dijo el Cojo. - Le creo. - Se dirigió a mí: - ¿Están listos?
- Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.
El Cojo se rió.
- Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.
Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo se hielo.
- ¿Tienes fósforos, viejo?
Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.
- Está bien - dije.
- Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Briceño estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.
- ¿Quién le dijo a usted que viniera? - preguntó Justo, severamente.
- Nadie me dijo. - afirmó Leonidas, en voz alta. - Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas?
Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió.
- Perdón - dije, palpando la arena en busca de la navaja. - Se me escapó. Aquí está.
Las gracias se te van a quitar pronto - dijo Chunga.
Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacia "La Balsa". Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cause, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.
- ¡Listos! - exclamó una voz, del otro lado.
- ¡Listos! - grité yo.

En el bloque de hombres que estaba junto a "La Balsa" hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra rengueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.
- No te le acerques ni un momento. - El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. - Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme... Ya, vaya, pórtese como un hombre...
Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su Mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo.
Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacia fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos.
Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacia delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes.
- Ya está - murmuró Briceño. - lo rasgó.
- En el hombro - dijo Leonidas. - Pero apenas.
Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. "No te acerques tanto". Dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. "¡Sal de ahí!", dijo Leonidas muy despacio. "¿Por qué demonios peleas tan cerca?". Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo.
Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga.
Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacia el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.

Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. "Hay que pararlos, dijo la voz de León. Ya basta". Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo.
En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. "Vamos", dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.
- ¡Julián! - grito el Cojo. - ¡Dile que se rinda!
Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacia atrás: - ¡Don Leonidas!
- gritó de nuevo con acento furioso e implorante. - ¡Dígale que se rinda!
- ¡Calla y pelea! - bramó Leonidas, sin vacilar.
Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacia los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar.

Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad. - No llore, viejo - dijo León. - No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.
Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo.
A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.
- ¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?
- Sí - dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.















Mario Vargas Llosa
Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, conocido como Mario Vargas Llosa, es un escritor peruano. 
Nacido en Arequipa el 28 de marzo de 1936 
Fuente:Orion E-zine de divulgación literaria
imagen: Vozpópuli

RODRIGO DIAZ PEREZ: LA SEQUÍA

No se movía ni una hoja. Los árboles del patio subsistían suspendidos en el silencio brillante del verano untuoso y cruel. Los pájaros con los picos entreabiertos oteaban la tierra escudriñando ilusoriamente algún vestigio de humedad. La capa del suelo rojo exponía grietas enormes que parecían agrandarse más cada día y dibujaba en forma caprichosa un raro mapa de una geografía exótica y polvosa. ¡Esta sequía que acompaña esta guerra, tan interminable como la guerra misma!

La vieja se tambaleaba a causa de sus múltiples achaques y por el peso de sus años incontables. Con un gran esfuerzo y hasta con dolor, se arrastraba con una palangana desportillada llena de agua para regar las pocas plantas que aún no habían perecido. El batallar del riego parecía cansarla cada vez más y más. Pero le gustaba observar algún vestigio de verde en la casa.

La trajeron de muy pequeña, hacia fines de la guerra grande, de la lejana Villa de Curuguaty, que antes había servido de refugio a Artigas, pero durante la guerra sucumbió al igual que muchas otras poblaciones del interior del país por donde asolaron los rapai.
Con la ayuda de Colá, su nieto, logró levantar un rancho en Villa Aurelia y entre los dos hicieron una huerta donde sembraron tomates, repollos y lechugas. Después, quedó sola y siguió cuidando su huerta, cada vez más pequeña, al alcance de sus fuerzas.
Esa noche no pudo dormir por el calor. Las paredes del rancho rezumaban un agua de color marrón. Miró el nicho de barro pintado de azul, y por un rato se quedó en profundo trance. Oraba con unción. Desde el techo de paja caían gotas. Era el barro mezclado con escarcha. Un desmoronamiento gradual que no le preocupaba. En última instancia un poco de rocío era siempre una ayuda para sus plantas. Se levantó temprano para ver sus repollos y los otros almácigos. Las hojas estaban alicaídas y habían soportado hasta el día anterior los fogonazos constantes e implacables del sol. La vieja sabía que los repollos estaban muy débiles, menudos, y de ahí a que arrepollasen sólo Dios podría decir.
Miraba la huerta impasible. Los surcos profundos de su cara morena, los cabellos grises y lisos, su cuerpo pequeño y arrugado vigilaban la existencia del rancho. Mejor, daban savia en cierta forma a su kulata-jobai, su rancho rodeado de laureles, timbós y lapachos.
Llegaba hasta el pozo lentamente con la marcha imprecisa de sus pasos pequeños, y descargaba los baldes de agua en la sufrida palangana. La tarea casi ritual de rociar apenas con algunas gotas de agua fresca las plantas de su huerta, le producía gran placer. Se podía adivinar en su rostro algo así como una sonrisa o un gesto apacible.
Una tarde de calor enervante fue al pozo. Lanzó el balde y al levantarlo escuchó un crujido diferente al de la roldana. Notó que el peso que iba tirando era muy superior al de otras veces. Con desfalleciente dificultad logró desaguar el balde y arrojó el contenido en la palangana, que en vez de agua, era un lodo gris, denso y mucilaginoso; la vieja no quiso creer. Miró el pozo desde el brocal y no vio el brillo familiar del cielo o el reflejo del sol. Frente a sus ojos, un ciego túnel le robó sus esperanzas. Miró arriba. Una bóveda azul, clara e impasible. El sol estaba entrando y el arrebolado vespertino con todos sus matices del naranja al rojo, iluminaba el patio… “Si estuviera mi nieto ¡cuánto hubiese hecho!”. Volvió despacio al huerto y miró sus verduras con tristeza. “Alguna vez va a llover, no es posible que esta sequía dure toda la vida…”.
Pensaba o rezaba. Era difícil saberlo. Pareciera que hablase a sus almácigos sedientos. “Mi nieto querido, no llueve, el patio se pone más triste cada día, se va secando todo…”.
Serían las cuatro de la tarde cuando varios uniformados de cara entre hosca e indiferente golpearon al portón. La vieja tardó mucho rato en llegar hasta ellos. Vino arrastrándose y tratando de ver con su ceño arrugado lo que sucedía en la calle. Al principio vio bultos indefinidos y no pudo distinguir muy bien las formas. Después comprendió que era un grupo de personas que hablaban. Uno de ellos en forma brusca gritó:
—Aquí vive un emboscado y tenemos orden de llevarlo.
La vieja no entendió de qué hablaban ni qué significaba la imprevista aparición de tanta gente. Calladamente levantó el alambre enrollado que trancaba el portón.
—Pasen —dijo—, como si comprendiera que era una obligación ceder ante la autoridad.
Varios soldados y un policía local empujaron el portón que se abrió con dificultad. Los palos de abajo arañaban la tierra. Tuvieron que alzar el portón para que cediese y después levantarlo de nuevo para cerrarlo. Una vez dentro del patio, el que actuaba de jefe del grupo se dirigió a la anciana y le dijo:
—Vamos a revisar toda la casa. Por la comisaría local sabemos que usted guarda a un emboscado.
La vieja no dijo nada. Miraba a los soldados que estaban uniformados de verde oliva, al policía y al jefe, con cierto dejo de perplejidad. Y no perdió la calma en lo más mínimo.
—Pasen che karai kuéra, —les dijo— y miren todo lo que quieran.
Hablaba con cierta tristeza y muy quedamente.
Los soldados entraron en el rancho, fueron al patio, examinaron la huerta, registraron los alambrados, el laurel centenario con sus ramas exuberantes y florecidas, el tatakuá medio arruinado y con restos de ceniza remota. Entraron después en las piezas y precipitadamente husmearon los cajones, los armarios desvencijados, los colchones, las basuras, en fin todo lo que existía en el rancho. Uno de los soldados salió trayendo un pantalón gris y un saco roto en el lomo.
—Y esto, ¿a quién pertenece? —inquirió en forma triunfal, como queriendo decir que por fin había hallado algo comprometedor.
El policía agregó:
—Yo sabía que había más gente en esta casa. No trate de embromamos. Cuéntenos de una vez por todas a qué hora vuelve el que buscamos y lo esperaremos aquí.
La vieja no contestó enseguida. Pensó un largo rato. Como si se esforzara por hallar una respuesta adecuada. No le salían las palabras con facilidad. Cerraba los ojos y movía la cabeza.
—Conteste de una vez y no nos haga perder el tiempo, —dijo un soldado.
La vieja seguía como dudando sin responder. Finalmente mirando al policía pudo balbucear confusamente algunas palabras:
—Colá suele venir por las noches, especialmente cuando hay amenazo. No siempre es posible que venga. Depende de muchas cosas. —Y calló.
El policía habló con los soldados. El jefe, articulando claramente las palabras, se dirigió a la vieja:
—Tráiganos unas sillas y tereré pues vamos a esperar a Colá. Seguro que él viene cada noche. Y usted no nos quiere contar la verdad. En todo el país hay gente que se esconde, hasta en los aljibes. Tenemos orden de llevar a todos los que se hallen en edad militar. ¿No sabe usted que estamos en guerra con Bolivia?
La vieja no contestó. Después de un rato, se escuchó el clás clás de su zapatilla de tela cuadriculada llena de remiendos. Volvió empujando una silla. Uno de los soldados la ayudó y trajo otra.
—Es todo lo que tengo. No me las rompan por favor.
Retornó a su pieza y trajo yerba, una guampa y una bombilla:
—En el cántaro hay agua.
Un soldado trajo el cántaro de la cocina. Se pasaban la guampa por turno, casi sin hablarse
entre ellos.
—A veces vale la pena esperar —dijo el policía—, pues ya van siendo escasos los que logran esconderse. Últimamente en la campaña reclutamos varios miles y la guerra no lleva trazas de terminar.
El jefe, que sin dudas tenía prisa, se levantó y volvió a dirigirse a la vieja:
—Mire abuela, ¿por qué no nos cuenta de una vez dónde está Colá? Si usted nos ayuda, todos saldremos ganando.
La vieja al parecer no comprendió lo que acababa de oír y contestó como hablando consigo misma:
—Y sigue sin llover. ¡Qué difícil la vida! ¡Antes me ayudaba Colá pero ahora estoy tan
sola!
El policía que estaba atento a lo que decía la vieja le contestó con brusquedad:
—Todas las noches la escuchan a usted hablar con alguien. Tenemos informes, así que no trate ahora de esconder la verdad… ¿Entiende?
Pasó un largo rato de quietud. El tereré corría y se notaba impaciencia en el policía y en el jefe.
Súbitamente la vieja miró el cielo y se puso eufórica: a lo lejos se escuchaban truenos y se veían relámpagos. Iba a llover y bien pronto.
—Va a venir Colá! —gritó. Siempre que llueve viene a verme. ¡Qué alegría, me hallo tanto!, —exclamó mirando a los soldados, al jefe y al policía.
Al cabo de un rato un aguacero violento arremetió con furia y tuvieron que entrar al rancho, hacinados, pues no había espacio para todos. El techo de paja tenía enormes goteras y en ciertas partes de la pieza en que dormía la anciana era como estar dentro de una jaula de alambres. El jefe miró la pared de barro del rancho y leyó algo que estaba enmarcado. Parecía un recorte a primera vista. Le tocó el hombro al policía. Y éste, a medida que leía, se iba quedando serio. Los colores de su cara fueron reemplazados por un amarillo verdoso. No era un recorte sino una comunicación del alto comando del ejército. La firma era ilegible pero el texto estaba claro. Los demás soldados por orden del jefe fueron leyendo lo mismo. El chubasco iba disminuyendo gradualmente y al poco tiempo el sol volvió a brillar. De a uno, fueron saliendo todos del rancho. El jefe se acercó a la vieja y con raro acento le tendió un billete de cien pesos y le dijo:
—Perdone abuela.
Al salir cerraron el portón y escucharon a la vieja que gritaba llena de júbilo:
—¡Colá, mi querido nieto, por fin viniste! ¡Tanta falta hacías en medio de la sequía!
En el patio, las plantas de tomate habían ganado algún color. La tierra olía a yerbas, a vientos y a flor de laurel.













Rodrigo DIAZ PEREZ
(Asunción, 1924) 
(Del libro "Incunables" - 1987)
Fuente:blogdelagente - al Paraguay 
Imagen:rincondepoetasmajos.blogspot.com

LUCIO V. MANSILLA: EL CABO GÓMEZ


El fogón es la delicia del pobre soldado, después de la fatiga. Alrededor de sus resplandores desaparecen las jerarquías militares. Jefes superiores y oficiales subalternos conversan fraternalmente y ríen a sus anchas. Y hasta los asistentes que cocinan el puchero y el asado, y los que ceban el mate, meten, de vez en cuando, su cuchara en la charla general, apoyando o contradiciendo alguna agudeza o alguna patochada. 

Cuando Calixto Oyarzábal, mi asistente, dejó la palabra, con sentimiento de los que le escuchaban, pues es un pillo de siete suelas, capaz de hacer reír a carcajadas a un inglés, pidiéronme mis circunstantes mi cuentito. 

Yo estaba de buen humor, así fue, que después de dirigirle algunas bromas a Calixto, que con su aire de zonzo estudiado, ha hecho ya una revolución en las provincias, para que veas lo que es el país, tomé a mi turno la palabra. 
Y este cuento me permitirás que se lo dedique a un mi amigo que ha hecho la guerra en el Paraguay como oficial de un batallón de Guardia Nacional. 
Se llama Eduardo Dimet, y como le quiero, me permitirás no te haga la pintura de su carácter y cualidades; porque los colores de la paleta del cariño son siempre lisonjeros y sospechosos. 
Voy a mi cuento. 
El cabo Gómez, era un correntino que se quedó en Buenos Aires cuando la primera invasión de Urquiza, que dio en tierra con la dictadura de Rosas. 
Tendría Gómez así como unos treinta y cinco años; era alto, fornido, y columpiábase con cierta gracia al caminar; su tez era entre blanca y amarilla, tenía ese tinte peculiar a las razas tropicales; hablaba con la tonada guaranítica, mezclando, como es costumbre entre los correntinos y entre los paraguayos vulgares, la segunda y la tercera persona; en una palabra, era un tipo varonil simpático. 
Marchó Gómez a la guerra del Paraguay, en el primer batallón del primer regimiento de G. N. que salió de Buenos Aires bajo las órdenes del comandante Cobo, si mal no recuerdo, y perteneció a la compañía de granaderos. 
El capitán de ésta, era otro amigo mío, José Ignacio Garmendia, que después de haber hecho con distinción toda la campaña del Paraguay, anda ahora por Entre Ríos al mando de un batallón. 
Un día leíase en la Orden General del 2º Cuerpo de Ejército del Paraguay, a que yo pertenecía: "Destínase por insubordinación, por el término de cuatro años, a un cuerpo de línea al soldado de G. N. Manuel Gómez". 
Más tarde presentóse un oficial en el reducto que yo mandaba, que lo guarnecía el batallón 12 de línea, creado y diciplinado por mí, con esta orden: "Vengo a entregar a usted una alta personal". 
Llamé a un ayudante y la alta personal fue recibida y conducida a la Guardia de Prevención. 
Luego que me desocupé de ciertos quehaceres, hice traer a mi presencia al nuevo destinado para conocerle e interrogarle sobre su falta, amonestarle, cartabonearle y ver a qué compañía había de ir. 
Era Gómez, y por su talla esbelta fue a la compañía de granaderos. 
José Ignacio Garmendia comía frecuentemente conmigo en el Paraguay, así era que después de la lista de tarde casi siempre se le hallaba en mi reducto, junto con otro amigo muy querido de él y mío, Maximio Alcorta, aunque este excelente camarada, que lo mismo se apasiona del sexo hermoso que feo, tiene el raro y desgraciado talento de recomendar de vez en cuando a las personas que más estima, unos tipos que no tardan en mostrar sus malas mañas. 
¡Cosas de Maximio Alcorta! 
La misma tarde que destinaron a Gómez, Garmendia comió conmigo. 
Durante la charla de la mesa -ya que en campaña a un tronco de yatay se llama así- me dijo que Gómez había sido cabo de su compañía; que era un buen hombre, de carácter humilde, subordinado, y que su falta era efecto de una borrachera. 
Me añadió que cuando Gómez se embriagaba, perdía la cabeza, hasta el extremo de ponerse frenético si le contradecían, y que en ese estado lo mejor era tratarlo con dulzura, que así lo había hecho él siempre con el mejor éxito. 
En una palabra, Garmendia me lo recomendó con esa vehemencia propia de los corazones calientes, que así es el suyo, y por eso cuantos le tratan con intimidad le quieren. 
La varonil figura de Gómez y las recomendaciones de Garmendia predispusieron desde luego mi ánimo en favor del nuevo destinado. 
A mi turno, pues, se lo recomendé al capitán de la compañía de granaderos, diciéndole todo lo que me había prevenido Garmendia. 
El tiempo corrió... 
Gómez cumplía estrictamente sus obligaciones, circunspecto y callado, con nadie se metía, a nadie incomodaba. Los oficiales le estimaban y los soldados le respetaban por su porte. De vez en cuando le buscaban para tirarle la lengua y arrancarle tal cual agudeza correntina. 
En ese tiempo yo era mayor y jefe interino del batallón 12 de línea. Todos los sábados pasaba personalmente una revista general. 
Me parece que lo estoy viendo a Gómez, en las filas, cuadrado a plomo, inmóvil como una estatua, serio, melancólico, con su fusil reluciente, con su correaje lustroso, con todo su equipo tan aseado que daba gusto. 
Gómez no tardó en volver a ser cabo. 
Habrían pasado cinco meses. 
Un día paseábame yo a lo largo de la sombra que proyectaba mi alojamiento, que era una hermosa carreta. 
Esto era en el célebre campamento de Tuyutí, allá por el mes de agosto. 
¡En qué pensaba, cómo saberlo ahora! Pensaría en lo que amaba o en la gloria, que son los dos grandes pensamientos que dominan al soldado. Recuerdo tan sólo que en una de las vueltas que di una voz conocida me sacó de la abstracción en que estaba sumergido. 
Di media vuelta, y como a unos seis pasos a retaguardia, vi al cabo Gómez, cuadrado, haciendo la venia militar, doblándose para adelante, para atrás, a derecha e izquierda así como amenazando perder su centro de gravedad. 
Sus ojos brillaban con un fuego que no les había visto jamás. 
En el acto conocí que estaba ebrio. 
Era la primera vez desde que había entrado en el batallón. 
Por cariño y por las prevenciones que me había hecho Garmendia, le dirigí la palabra así: 
-¿Qué quiere, amigo? 
-Aquí te vengo a ver, che comandante, pa que me des licencia usted. 
-¿Y para qué quieres licencia? 
-Para ir a Itapirú a visitar a una hermanita que me vino de la Esquina. 
-Pero hijo, si no estás bueno de la cabeza. 
-No, che comandante, no tengo nada. 
-Bien, entonces, dentro de un rato, te daré la licencia, ¿no te parece? 
-Sí, sí, 
Y esto diciendo, y haciendo un gran esfuerzo para dar militarmente la media vuelta y hacer como era debido la venia, Gómez giró sobre los talones y se retiró. 
Pasó ese día, o mejor dicho llegó la tarde, y junto con ella Garmendia. 
Contéle que Gómez se había embriagado por primera vez, y me dijo que debía haberío hecho para perder el miedo de hablar con el jefe, que cuando estaba en su batallón así solía hacer algunas veces. 
Como él y yo nos interesábamos en el hombre, sobre tablas entramos a averiguar cuánto tiempo hacía que estaba ebrio cuando habló conmigo. 
Llamé al capitán de granaderos, le hicimos varias preguntas y de ellas resultó exactamente lo que me acababa de decir Garmendia: que Gómez había tomado para atreverse a llegar hasta mí. 
Empezando por el sargento primero de su compañía y acabando por el capitán, a todos los que debía les había pedido la venia para hablar conmigo estando en perfecto estado; de lo contrario, no se la habrían concedido. 
Al otro día de este incidente, Gómez estaba ya bueno de la cabeza. Iba a llamarlo, mas entraba de guardia, según vi al formar la parada y no quise hacerlo. 
Terminado su servicio, le llamé, y recordándole que tres días antes me había pedido una licencia, le pregunté si ya no la quería. 
Su contestación fue callarse y ponerse rojo de vergüenza. 
-¿Por cuántos días quiere usted licencia, cabo? 
-Por dos días, mi comandante. 
-Está bien; vaya usted, y pasado mañana, al toque de asamblea, está usted aquí. 
-Está bien, mi comandante. 
Y esto diciendo, saludó respetuosamente, y más tarde se puso en marcha para Itapirú, y a los dos días, cuando tocaban asamblea, la alegre asamblea, el cabo Gómez entraba en el reducto, de regreso de visitar a su hermana, bastante picado de aguardiente, cargado de tortas, queso y cigarros que no tardó en repartir con sus hermanos de armas. 
Yo también tuve mi parte, tocándome un excelente queso de Goya, que me mandaba su hermana, a quien no conocía. 
¡En el mundo no hay nada más bueno, más puro, más generoso que un soldado! 
El tiempo siguió corriendo. 
Marchamos de los campos de Tuyutí a los de Curuzú para dar el famoso asalto de Curupaití. 
Llegó el memorable día, y tarde ya, mi batallón recibió orden de avanzar sobre las trincheras. 
Se cumplió con lo ordenado. 
Aquello era un infierno de fuego. El que no caía muerto, caía herido y el que sobrevivía a sus compañeros contaba por minutos la vida. De todas partes llovían balas. Y lo que completaba la grandeza de aquel cuadro solemne y terrible de sangre, era que estábamos como envueltos en un trueno prolongado; porque las detonaciones del cañón no cesaban. 
A los cinco minutos de estar mi batallón en el fuego sus pérdidas eran ya serias: muchos muertos y heridos yacían envueltos en su sangre, intrépidamente derramada por la bandera de la patria. 
Recorriendo de un extremo a otro hallé al cabo Gómez, herido en una rodilla, pero haciendo fuego hincado. 
-Retírese, cabo -le dije. 
-No, mi comandante -me contestó-, todavía estoy bueno -y siguió cargando su fusil y yo mi camino. 
Al regresar de la extrema derecha del batallón a la izquierda, volví a pasar por donde estaba Gómez. 
Ya no hacía fuego hincado, sino echado de barriga, Porque acababa de recibir otro balazo en la otra pierna. 
-Pero, cabo, retírese, hombre, se lo ordeno -le dije. 
-Cuando usted se retire, mi comandante, me retiraré -repuso, y echando un voto, agregó: -¡paraguayos, ahora verán! 
Y ebrio con el olor de la pólvora y de la sangre, hacía fuego y cargaba su fusil con la rapidez del rayo, como si estuviese ileso. 
Aquel hombre era bravo y sereno como un león. 
Ordené a algunos heridos leves que se retiraban que le sacaran de allí, y seguí para la izquierda. 
El asalto se prolongaba... 
Yendo yo con una orden, recibí un casco de metralla en un hombro, y no volví al fuego de la trinchera. 
Pocos minutos después, el ejército se retiraba salpicado con la sangre de sus héroes, pero cubierto de gloria. 
Para pasar el parte, fue menester averiguar la suerte que le había cabido a cada uno de los compañeros. 
Esta ceremonia militar es una de las más tristes. 
Es una revista en la que los vivos contestan por los muertos, los sanos por los heridos. 
¿Quién no ha sentido oprimirse su pecho después de un combate, durante ese acto solemne? 
-¡Juan Paredes! 
-¡Presente!... 
-¡Pedro Torres! 
-¡Herido!... 
-¡Luis Corro! 
-¡Muerto!... 
¡Ah! ese "¡muerto!" hace un efecto que es necesario sentirlo para comprender toda su amargura. 
Según la revista que se pasó en el 12 de línea por el teniente primero don Juan Pencienati, que fue el oficial más caracterizado que regresó sano y salvo del asalto de Curupaití, y según otras averiguaciones que se tomaron, conforme a la práctica, resultó que el cabo Gómez había muerto y por muerto se le dio. 
En la visita que se mandó pasar a los hospitales de sangre no se halló al cabo Gomez. 
Para mí no cabía duda, de que Gómez, si no había muerto, había caído prisionero herido. 
Los soldados decían: -No, señor, el cabo Gómez ha muerto. Nosotros le hemos visto echado boca abajo al retirarnos de la trinchera con la bandera. 
Yo sentía la muerte de todos mis soldados como se siente la separación eterna de objetos queridos. 
Pero, lo confieso, sobre todos los soldados que sucumbieron en esa jornada de recuerdo imperecedero, el que más echaba de menos era el cabo Gómez. 
La actitud de ese hombre oscuro, tendido de barriga, herido en las dos piernas, y haciendo fuego con el ardor sagrado del guerrero, estaba impresa en mí con indelebles caracteres. 
Esta visión no se borrará jamás de mi memoria. Perderé el recuerdo de ella cuando los años me hayan hecho olvidar todo. 
Y por hoy termino aquí, y mañana proseguiré mi cuento. 
Hoy te he narrado sencillamente la muerte de un vivo. Mañana te contaré la vida de un muerto. 
Si lo de hoy te ha interesado, lo de mañana también te interesará. 
A los del fogón que me escucharon les sucedió así. 
El ejército volvió a ocupar sus posiciones de Tuyutí; mi batallón su antiguo reducto. 
Durante algún tiempo fue pan de cada día conversar del asalto de Curupaití, ora para hacer su crítica, ora para recordar los héroes que cayeron mortalmente heridos aquel día de luto. 
La sucesión del tiempo, nuevos combates, otros peligros, iban haciendo olvidar las nobles víctimas. 
Sólo persistía en el espíritu el recuerdo de los predilectos, esos predilectos del corazón, cuya imagen querida no desvanecen ni el dolor ni la alegría. 
De cuando en cuando, los hospitales de Itapirú, de Corrientes y de Buenos Aires, nos remitían pelotones de valientes curados de sus gloriosas y mortales heridas. 
La humanidad y la ciencia hacían en esa época de lucha diaria y cruenta, verdaderos milagros. 
¡Cuántos que salieron horriblemente mutilados del campo de batalla, no volvieron a los pocos días a empuñar con mano vigorosa el acero vengador! 
Los que mandaban cuerpos, enviaban de tiempo en tiempo oficiales de confianza a revisar los hospitales, tomar buena nota de sus enfermos o heridos respectivos y socorrerles en cuanto cabía. 
Yo tenía frecuentes noticias de los hospitales de Itapirú y de Corrientes. Los enfermos seguían bien. Día a día esperaba algunas altas. 
Pensaba en esto quizá, cierta mañana, paseándome, según mi costumbre, por el parapeto de la batería, cuyos cañones tenían constantemente dirigidas sus elocuentes y fatídicas bocas al montecito de Yataytí-Corá, cuando un ayudante vino a anunciarme: 
-Señor, una alta del hospital. 
Su fisonomía traicionaba una sorpresa. 
-¿Y quién, hombre? 
-Un muerto. 
-¿Cuál de ellos? 
-El cabo Gómez. 
Al oírle salté, impaciente y alegre del parapeto a la explanada, corriendo en dirección al rancho de la Mayoría. 
La noticia de la aparición del cabo Gómez ya había cundido por las cuadras. 
Cuando llegué a la puerta de la Mayoría, un grupo de curiosos la obstruía. 
Me abrieron paso y entré. 
El cabo Gómez estaba de pie, apoyado en su fusil y llevaba la mochila terciada. Sus vestiduras estaban destrozadas, su rostro pálido, habíase adelgazado mucho y costaba reconocerle. 
Realmente, parecía un resucitado. 
Le di un abrazo, y ordené en el acto que prepararan un baile para celebrar esa noche la resurrección de un compañero y el regreso del primer herido. 
El batallón era un barullo. Todos querían ver a un tiempo al cabo; los unos le hacían señas con la cabeza, los otros con las manos, los que no podían verle bien, se trepaban sobre el mojinete de los ranchos; nadie se atrevía a dirigirle la palabra interrumpiéndome a mí. 
-¿Y cómo te ha ido, hombre? 
-Bien, mi comandante. 
-¿Dónde está la alta? -pregunté al oficial encargado de la Mayoría. 
Diómela, y notando que era de un hospital brasilero, me dirigí al cabo. 
-¿Qué, has estado en un hospital brasilero? 
-Sí, mi comandante. 
-¿Y cómo te salvaste de Curupaití? Cuando yo te ordené salieras de la trinchera ya estabas herido de las dos piernas, no te podías mover. 
-Mi comandante, cuando los demás se retiraron con la bandera, viendo yo que nadie me recogía, porque no me oían o no me veían, me arrastré como pude, y me escondí en unas pajas a ver si en la noche me podía escapar. 
-¿Y cómo te escapaste? 
-Cuando los nuestros se retiraron, los paraguayos salieron de la trinchera y comenzaron a desnudar los heridos y los muertos. Yo estaba vivo; pero muy mal herido, y como vi que mataban a algunos que estaban penando , me acabé de hacer el muerto a ver si me dejaban. No me tocaron, anduvieron dando vueltas cerca de mí y no me vieron. Luego que la noche se puso oscura, hice fuerzas para levantarme y me levanté y caminé agarrándome del fusil, que es este mismo, mi comandante. 
Un silencio profundo reinaba en aquel momento. Todos contenían hasta la respiración, para no perder una palabra de las del cabo. 
-¿Y por dónde saliste? 
-Esa noche no pude salir, porque no era baqueano, y me perdí varias veces, y me costaba mucho caminar, porque me dolían los balazos. Pero así que vino la mañanita, ya supe dónde debía ir; porque oí la diana de los brasileros. Seguí el rumbo y el humo de un vapor, y salí a Curuzú. Allí había muchos heridos, que estaban embarcando; a mí me embarcaron con ellos y me llevaron a Corrientes, y allí he estado en el hospital, y ya estoy muy mejor, mi comandante y me he venido porque ya no podía aguantar las ganas de ver el batallón. 
-¡Viva el cabo Gómez, muchachos! -grité yo. 
-¡Viva! -contestaron los muy bribones, que nunca son más felices que cuando se les incita al desorden y se les deja la libertad de retozar. 
Y se lo llevaron al cabo Gómez en triunfo, dándole mil bromas, y siendo su venida inesperada un motivo de general animación y contento durante muchas horas. 
Estas escenas de la vida militar, aunque frecuentes, son indescriptibles. 
Garmendia vino esa tarde a compartir mi pucherete, mi asado flaco y mi fariñía, sabiendo ya por uno de sus asistentes que el cabo Gómez había resucitado. 
Garmendia tiene fibras de soldado y estaba infantilmente alegre del suceso; así fue que la primera cosa que me dijo al verme, fue: 
-Con que el cabo Gómez no había muerto en Curupaití, ¡cuánto me alegro! ¿Y dónde está, llámelo, vamos a preguntarle cómo se escapó? 
Contéle entonces todo lo que acababa de referirme el cabo; pero como se empeñase en verle la cara, le hice venir. 
Interrogado por Garmendia, repitió lo que ya sabemos, con algunos agregados, como por ejemplo, que la noche que estuvo oculto, él mismo se ligó las heridas, haciendo hilas y vendas de la ropa de un muerto. 
Contónos también que estaba muy triste y avergonzado, porque en los primeros momentos del fuego, el día de Curupaití, el alférez Guevara le había pegado un bofetón, creyendo que estaba asustado, y diciéndole: -¡Eh!, haga fuego, déjese de mirar el oído del fusil. 
Que él no había estado asustado ese día, que cuando el alférez le pegó, estaba limpiando la chimenea de su arma, que recién se asustó un poco cuando los paraguayos salieron de sus posiciones desnudando y matando, porque no tenía fuerzas para defenderse, y le dio miedo que lo ultimaran sin poder hacerles cara. 
Y todo esto era dicho con una ingenuidad que cautivaba, dando la medida del temple de ese corazón de acero. 
Garmendia gozaba como en el día de sus primeras revelaciones. Yo me sentía orgulloso de contar en mis filas un nene como aquél. 
Confieso que le amaba. 
Esa misma noche, y con motivo de las interminables preguntas de Garmendia, supe que Gómez había padecido en otro tiempo de alucinaciones. 
Explicónos en su media lengua, lo mejor que pudo, que en Buenos Aires, siendo más joven, había tenido una querida. Que esta mujer le había sido infiel y que había estado preso por una puñalada que le diera. 
Al recordarla, una especie de celaje sombrío envolvió su rostro, al mismo tiempo que cierta sonrisa tierna vagó por sus labios. 
La curiosidad aumentaba el interés de este tipo, crudo, enérgico y fuerte, tan común en nuestro país. 
Inquiriendo las causas que armaron el brazo de este Otelo correntino, sacamos en limpio que su querida no había faltado a los compromisos contraídos o a la fe jurada. 
Que en sueños, mientras dormían juntos, la había visto en brazos de un rival, que él aborrecía mucho; que cuando se despertó, el hombre no estaba allí, pero que él lo veía patente; que lo hirió en el corazón, y que, a un grito de su querida, volvió en si, despertándose del todo, y viendo recién que estaban los dos solos y que su cuchillo se había clavado en el pecho de su bien amada. 
Este relato debe conservarse indeleble en la memoria de Garmendia; porque esa noche, después me dijo varias veces que si no pensaba escribir aquello. 
Yo entonces tenía mi espíritu en otra línea de tendencias y no lo hice nunca. 
A no ser mi excursión a Tierra Adentro, la historia de Gómez queda inédita, en el archivo de mis recuerdos. 
Creerán algunos que a medida que corre la pluma voy fraguando cosas imaginarias, por llenar papel y aumentar el efecto artificial de estas mal zurcidas cartas. 
Y sin embargo todo es cierto. 
Los abismos entre el mundo real y el mundo imaginario no son tan profundos. 
La visión puede convertirse en una amable o en una espantosa realidad. 
Las ideas son precursoras de hechos. 
Hay más posibilidad de que lo que yo pienso sea, que seguridad de que un acontecimiento cualquiera se repita. 
Las viejas escuelas filosóficas discurrían al revés. 
El pasado no prueba nada. Puede servir de ejemplo, de enseñanza no. 
Pero me echo por esos trigales de la pedantería y temo perderme en ellos. 
Gómez nos hizo pasar una noche amena. 
Al día siguiente otras impresiones sirvieron de pasto a la conversación; sin duda alguna que nada hay tan fecundo para la cabeza y para el corazón como dos ejércitos que se acechan, que se tirotean y se cañonean desde que sale el sol hasta que se pone. 
Gómez dejó de ocupar por algún tiempo la atención de Garmendia y la mía. 
¡Qué persistencia de personalidad! 
Una mañana, regresando a caballo a mi reducto, pasé como de costumbre, por el campamento del viejo y querido Mateo J. Martínez. 
Jamás lo hacía sin recibir o dar alguna broma. 
Este viejo en prospecto, para que no enfade, si desconoce su actualidad, tiene la facilidad difícil de hacerse querer de cuantos le tratan con intimidad. 
Iba a decir, que al pasar por el alojamiento de don Mateo, supe por él que en mi batallón había tenido lugar un suceso desagradable. 
-¿Usted paseando, amigo, y en su reducto matando vivanderos? 
-¡No embrome, viejo! 
-¿Qué no embrome? Vaya y verá. 
Piqué el caballo y lleno de ansiedad y confusion partí al galope, llegando en un momento a mi reducto. 
No tuve necesidad de interrogar a nadie. Un hombre maniatado que rugia como una fiera en la guardia de prevención me descorrió el velo del misterio. 
-¡Desaten ese hombre! -grité con inexplicable mezcla de coraje y tristeza. 
Y en el acto el hombre fue desatado, y los rugidos cesaron, oyéndose sólo: 
-Quiero hablar con mi Comandante. 
Vino el Comandante de campo, y en dos palabras me explicó lo acontecido. 
-¡Han asesinado a un vivandero que estaba de visita en el rancho del alférez Guevara! 
-¿Quién? 
-El cabo Gómez. 
-¿Y quién lo ha visto? 
-Nadie, señor; pero se sospecha sea él, porque está ebrio, y murmura entre dientes: -Había jurado matarlo, ¡un bofetón a mí!... 
¡Me quedé aterrado! 
Pasé el parte sin mentar a Gómez. 
Y aquí termino hoy. 
Lo que no tiene interés en sí mismo, puede llegar a picar la curiosidad del amigo y de los lectores, según el método que se siga al hacer la relación. 
El cabo Gómez queda preso. 
Un hombre había sido asesinado en pleno día, durante la luz meridiana, en un recinto estrecho, de cien varas cuadradas, en medio de cuatrocientos seres humanos, con ojos y oídos; el cadáver estaba ahí encharcado en su sangre humeante, sin que nadie le hubiera tocado aún cuando yo penetré en el reducto, y nadie, nadie, absolutamente nadie, podía decir, apoyándose en el testimonio inequívoco de sus sentidos: el asesino es fulano. 
Y sin embargo, todo el mundo tenía el presentimiento de que había sido el cabo Gómez y algunos lo afirmaban, sin atreverse a jurar que lo fuera. 
¡Qué extraño y profético instinto el de las multitudes! 
Inmediatamente que pasé el parte, que se redujo a dar cuenta del hecho y a pedir permiso para levantar una sumaria, traté de averiguar lo acontecido. 
Cuando vino la contestación correspondiente, yo estaba convencido ya de que el asesino era el cabo Gómez. 
El hombre que viendo al extranjero amenazar su tierra marcha cantando a las fronteras de la Patria; que cruza ríos y montañas, que no le detienen murallas, ni cañones, que todo lo sacrifica, tiempo, voluntad, afecciones, y hasta la misma vida; que si se le grita ¡arriba! se levanta, ¡adelante! marcha, ¡muere ahí! , ahí muere, en el momento quizá más dulce de la existencia, cuando acaba de recibir tiernas cartas de su madre y de su prometida que esperanzadas en la bondad inmensa de Dios, le hablan del pronto regreso al hogar, ¿ese hombre no merece que en un instante solemne de la vida se haga algo por él? 
Eso hice yo. Y para que no me quedase la menor duda de que el asesino era el indicado, le hice comparecer ante mí, e interrogándole con esa autoridad paternal y despótica del jefe, me hice la ilusión de arrancarle sin dificultad el terrible secreto. 
El cabo estaba aún bajo la influencia deletérea del alcohol; pero bastante fresco para contestar con precisión a todas mis preguntas. 
-Gómez -le dije afectuosamente- quiero salvarte; pero para conseguirlo necesito saber si eres tú el que ha muerto al hombre ese que estaba de visita en el rancho del alférez Guevara. 
El cabo no respondió, clavándose sus ojos en los míos y haciendo un gesto de esos que dicen: dejadme meditar y recordar. 
Dile tiempo, y cuando me pareció que el recuerdo le asaltaba, proseguí: 
-Vamos, hijo, dime la verdad. 
-Mi Comandante -repuso con el aire y el tono de la más perfecta ingenuidad-, yo no he muerto ese hombre. 
-Cabo -agregué, fingiendo enojo-, ¿por qué me engañas? ¿a mí me mientes? 
-No, mi Comandante. 
-Júralo, por Dios. 
-Lo juro, mi Comandante. 
Esta escena pasaba lejos de todo testigo. La última contestación del cabo me dejó sin réplica y caí en meditación, apoyando mi nublada frente en la mano izquierda como pidiéndole una idea. 
No se me ocurrió nada. 
Le ordené al cabo que se retirara. 
Hizo la venia, dio media vuelta y salió de mi presencia, sin haber cambiado el gesto que hizo cuando le dirigí mi primera pregunta. 
A pocos pasos de allí, le esperaban dos custodias que le volvieron a la guardia de prevención. 
Yo llamé un ayudante y dicté una orden, para que el alférez don Juan Alvarez Ríos procediese sin dilación a levantar la sumaria debida. 
Alvarez era el fiscal menos aparente para descubrir o probar lo acaecido; por eso me fijé en él. No porque fuera negado, al contrario, sino porque es uno de esos hombres de imaginación impresionable, inclinados a creer en todo lo que reviste caracteres extraordinarios o maravillosos. 
A pesar del juramento del cabo yo tenía mis dudas, y estaba resuelto a salvarle aunque resultasen vehementes indicios contra él de lo que Alvarez inquiriese. 
Volví, pues, a tomar nuevas averiguaciones con el doble objeto de saber la verdad y de mistificar la imaginación de Alvarez, previniendo mañosamente el ánimo de algunos. 
Por su parte, Alvarez se puso en el acto en juego, no habiéndoselas visto jamás más gordas. 
Empezó por el reconocimiento médico del cadáver, registro, etc., y luego que se llenaron las primeras formalidades, vino a mí para hacerme saber que en los bolsillos del muerto se había hallado algún dinero, creo que doce libras esterlinas, y consultarme qué haría con ellas. 
Díjele lo que debía hacer y así como quien no quiere la cosa, agregué: -¿No le decía a usted que Gómez no podía ser el asesino?; se habría robado el dinero. 
Esta vulgaridad surtió todo el efecto deseado, porque Alvarez me contestó: -Eso es lo que yo digo, aquí hay algo. 
Más tarde volvió a decirme que se había encontrado un cuchillo ensangrentado cerca del lugar del crimen; pero que habiendo muchos iguales no se podía saber si era el del cabo Gómez o no; que después lo sabría y me lo diría, porque era claro que si Gómez tenía el suyo, el asesino no podía ser él. 
Aunque era cierto que la desaparición del cuchillo de Gómez podría probar algo, también podría no probar nada. Era, sin embargo, mejor que resultase que el cabo tenía el suyo. 
Otro cabo, Irrazábal, hombre de toda mi confianza, que había sido mi asistente mucho tiempo, fue de quien me valí para saber si Gómez tenía o no su cuchillo. 
Irrazábal estaba de guardia, de manera que no tardé en salir de mi curiosidad. 
Gómez tenía su cuchillo, y en la cintura nada menos. 
Quedéme perplejo al saberlo. 
Voy a pasar por alto una infinidad de detalles. Sería cosa de nunca acabar. 
Alvarez siguió fiscalizando los hechos, enredándose más a medida que tomaba nuevas declaraciones; lo que sobre todo acabó de hacerle perder su latín, fue la declaración de Gómez, que negó rotundamente haber asesinado a nadie. 
Unas cuantas manchas de sangre que tenía en la manga de la camisa, cerca del puño, dijo que debían ser de la carneada. 
Efectivamente, esa mañana había estado en el matadero del ejército, con un pelotón de su compañía que salió de fagina. 
Y para mayor confusión, resulta que se había dado un pequeño tajo en el pulgar de la mano izquierda, con el cuchillo de otro soldado. 
No obstante, la conciencia del batallón -sin que nadie hubiese afirmado terminantemente cosa alguna contra Gómez- seguía siendo la conciencia del primer momento: Gómez es el asesino. 
Al fin, acabó por haber dos partidos: uno de los oficiales y de los soldados más letrados; otro de los menos avisados, que era el partido de la gran mayoría. 
La minoría sostenía que Gómez no era el asesino del vivandero, y hasta llegó a susurrarse que éste y el alférez Guevara habían tenido un disputa muy acalorada insinuando otros con malicia que Guevara le debía mucho dinero. 
Alvarez estaba desesperado de tanta versión y opinión contradictoria, y sobre todo, lo que más le trabucaba era la opinión mía, favorable en todas las emergencias que sobrevenían a la causa de Gómez. 
Los oficiales más diablos le tenían aterrado zumbándole al oído que sería severamente castigado si nada probaba, y con mucha más razón si sin pruebas ponía una vista contra Gómez. 
El pobre alférez iba y venía en busca de mi inspiración y salía siempre cabizbajo con esta reflexión mía: 
-¡Cuántas veces no pagan justos por pecadores! 
Como era natural, la sumaria no tardó en estar lista. En campaña el término es limitadísimo para estos procedimientos. 
Fue elevada, y sobre la marcha se ordenó que el cabo Gómez fuera juzgado en Consejo de Guerra ordinario. 
El auditor del Ejército, joven español lleno de corazón y de talento, que sirvió como un bravo, que luchó como un hombre templado a la antigua, contra el cólera dos veces, contra la fiebre intermitente, contra todas las demás plagas del Paraguay, y que ha muerto en el olvido, que así suele pagar la patria la abnegación, era mi particular amigo; yo le había colocado al lado del general Emilio Mitre cuando dejé de ser su secretario militar. 
Por él supe lo que contenía la causa de Gómez, que Alvarez, a pesar de su notoria inhabilidad, algo había descubierto, que arrojaba sospechas de que Gómez era el verdadero autor del crimen. 
Nombrado el consejo y prevenido yo por Mariño, procuré con el mayor empeño hacer atmósfera en pro de mi protegido, viendo a los vocales, conversándoles del suceso y diciéndoles qué clase de hombre era el acusado, sus servicios, su valor heroico y el amor que por esas razones le tenía. 
Reunióse el consejo el día y hora indicado, y Gómez fue llevado ante él, con todas las formalidades y aparato militar, que son imponentes. 
La opinión del batallón se había hecho mientras tanto unánime contra Gómez. Sólo había disputas sobre su suerte. Los unos creían que sería fusilado; los otros que no, que sería recargado, porque el General en Jefe, en presencia de sus méritos y servicios, que yo haría constar, le conmutaría la pena, dado el caso que el consejo le sentenciara a muerte. 
Yo era el único que no tenía opinión fija. 
Parecíame a veces que Gómez era el asesino, otras dudaba, y lo único que sabía positivamente era que no omitiría esfuerzo por salvarle la vida. 
A fin de no perder tiempo, asistí como espectador al juicio, mas viendo que el ánimo de algunos era contrario a mi ahijado, me disgusté sobremanera y me volví a mi campo sumamente contrariado. 
Se leyó la causa, y cuando llegó el momento de votar, el consejo se encontró atado. En conciencia, ninguno de los vocales se atrevía a fallar condenando o absolviendo. 
Entonces, guiado el consejo por un sentimiento de rectitud y de justicia, hizo una cosa indebida. 
Remitieron los autos y resolvieron esperar. Y volviendo éstos sin tardanza, el Consejo Ordinario se convirtió en Consejo de Guerra verbal, teniendo el acusado que contestar a una porción de preguntas sugestivas cuyo resultado fue la condenación del cabo. 
Los que presenciaron el interrogativo, me dijeron que el valiente de Curupaití no desmintió un minuto siquiera su serenidad, que a todas las preguntas contestó con aplomo. 
Antes de que el cabo estuviera de regreso del consejo, ya sabía yo cuál había sido su suerte en él. 
Púseme en movimiento, pero fue en vano. Nada conseguí. El superior confirmó la sentencia del consejo, y al día siguiente en la Orden General del Ejército salió la orden terrible mandando que Gómez fuera pasado por las armas al frente de su batallón con todas las formalidades de estilo. 
No había que discutir ni que pensar en otra cosa, sino en los últimos momentos de aquel valiente infortunado. 
¡La clemencia es caprichosa! 
Los preparativos consistieron en ponerle en capilla y en hacer llamar al confesor. 
Todos habían acusado a Gómez y todos sentían su muerte. 
El cabo oyó leer su sentencia, sin pestañear, cayendo después en una especie de letargo. Yo me acerqué varias veces a la carpa en que se le había confinado, hablé en voz alta con el centinela y no conseguí que levantara la cabeza. 
El confesor llegó; era el padre Lima. 
Gómez era cristiano y le recibió con esa resignación consoladora que en la hora angustiosa de la muerte da valor. 
El padre estuvo un largo rato con el reo, y dejándolo otro solo, como para que replegase su alma sobre sí misma, vino donde yo estaba, encantado de la grandeza de aquel humilde soldado. 
Quise preguntarle si le había confesado algo del crimen que se le imputaba, y me detuve ante esa interrogación tremenda, por un movimiento propio y una admonición discreta del sacerdote, que sin duda conoció mi intención y me dijo: -Queda preparándose. 
Yo pasé la noche en vela junto con el padre. El por sus deberes, y yo por mi dolor, que era intenso, verdadero, imponderable, no podíamos dormir. 
Quería y no quería hablar por última vez con el cabo. 
Me decidí a hacerlo. 
¡Pobre Gómez! Cuando me vio entrar agachándome en la carpa, intentó incorporarse y saludarme militarmente. Era imposible por la estrechez. 
-No te muevas, hijo -le dije. 
Permaneció inmóvil. 
-Mi Comandante -murmuró. 
Al oír aquel mi Comandante, me pareció escuchar este reproche amargo:-Usted me deja fusilar. 
-He hecho todo lo posible por salvarte, hijo. 
-Ya lo sé, mi Comandante -repuso, y sus ojos se arrasaron en lágrimas, y los míos también, abrazándonos. 
Dominando mi emoción le pregunté: 
-¿Cómo hiciste eso? 
-Borracho, mi Comandante. 
-¿Y cómo me lo negaste el primer día? 
-Usted me preguntó por un vivandero, y yo creía haber muerto al alférez Guevara. 
-¿Esa fue tu intención? 
-Sí, mi Comandante; me había dado un bofetón el día del asalto de Curupaití, sin razón alguna. 
-¿Y qué has confesado en el Consejo? 
-Mi Comandante, no lo sé. Yo he creído que el muerto era el alférez. Me han preguntado tantas cosas que me he perdido. 
Salí de allí... 
Hablé con el padre y le rogué le preguntara a Gómez qué quería. 
Contestó que nada. 
Le hice preguntar si no tenía nada que encargarme, que con mucho gusto lo haría. 
Contestó, que cuando viniese el Comisario, le recogiese sus sueldos; que le pagase un peso que le debía al sargento primero de su compañía y que el resto se lo mandara a su hermana, que vivía en la Esquina, villorrio de Corrientes rayano de Entre Ríos. 
Pasó la noche tristemente y con lentitud. 
El día amaneció hermoso, el batallón sombrío. 
Nadie hablaba. Todos se aprestaban en sepulcral silencio para las ocho. 
Era la hora funesta y fatal. 
La orden, que yo presidiera la ejecución. 
No lo hice, porque no podía hacerlo. Estaba enfermo. 
Mi segundo salió con el batallón y mandó el cuadro. 
Yo me quedé en mi carreta. La caja batía marcha lúgubremente. 
Yo me tapé los oídos con entre ambas manos. 
No quería oír la fatídica detonación. 
Después me refirieron cómo murió Gómez. 
Desfiló marcialmente por delante del batallón repitiendo el rezo del sacerdote. 
Se arrodilló delante de la bandera, que no flameaba sin duda de tristeza. 
Le leyeron la sentencia, y dirigiéndose con aire sombrío a sus camaradas, dijo con voz firme, cuyo eco repercutió con amargura: 
-¡Compañeros: así paga la Patria a los que saben morir por ella! 
Textuales palabras, oídas por infinitos testigos que no me desmentirán. 
Quisieron vendarle los ojos y no quiso. 
Se hincó... Un resplandor brilló... los fusiles que apuntaron... oyóse un solo estampido... Gómez había pasado al otro mundo. 
El batallón volvió a sus cuadras y los demás piquetes del ejército a las suyas, impresionados con el terrible ejemplo, pero llorando todos al cabo Gómez. 
A los pocos días yo, tuve una aparición... Decididamente hay vidas inmortales. 
A inmediaciones de mi reducto estaba el palmar de Yataití,donde tantos y tan honrosos combates para las armas argentinas tuvieron lugar. 
Allí fue enterrado el cabo Gómez y sobre su sepulcro mandé colocar una tosca cruz de pino con esta inscripción: 
"Manuel Gómez,cabo del 12 de línea". 
Durante algunas horas,su memoria ocupó tristemente la imaginación de mis buenos soldados. Y, poco a poco, el olvido, el dulce olvido fue borrando las impresiones luctuosas de ese día. Al día siguiente si su nombre volvió a ser mentado, no fue ya a impulsos del dolor sufrido. 
Así es la vida, y así es la humanidad. Todo pasa, felizmente, en una sucesión constante, pero interrumpida, de emociones tiernas o desagradables, profundas o superficiales. 
Ni el amor, ni el odio, ni el dolor, ni la alegría absorben por completo la existencia de ningún mortal. Sólo Dios es imperecedero. 
La muchedumbre olvidó luego, como ves, el trágico fin del cabo. 
Yo me dispuse a cumplir sus últimas voluntades. 
Llamé al sargento primero de la compañía de Granaderos, y con esa preocupación fanática que nos hace cumplir estrictamente los caprichos póstumos de los muertos queridos, le pagué el peso que le debía el cabo. 
Confieso que después de hacerlo, sentía un consuelo inefable. 
¡Cuesta tanto a veces cumplir las pequeñeces! 
Es por eso que el hombre debe ser observado y juzgado por sus obras chicas, no por sus obras grandes. 
En el cumplimiento de las últimas, está interesado generalmente el honor o el crédito, el amor propio o el orgullo, el egoísmo o la ambición. 
En el cumplimiento de las primeras no influye ninguno de esos poderosos resortes del alma humana, sino la conciencia. 

Cancelada la deuda con el sargento, me quedaba por hacer la remisión prometida de los haberes devengados de Gómez a la Esquina. 
Esperar al Comisario era un sueño. ¿Cuándo vendría éste? Y si venía, ¿estaría yo vivo? ¿Me entregaría, sobre todo, los sueldos del cabo? ¿El Estado no es el heredero infalible de nuestros soldados muertos en el campo de batalla, por él mismo, o por la libertad de la Patria, o por su honor ultrajado? 
¿No es ésa la consecuencia del odioso e imperfecto sistema administrativo militar que tenemos? 
Gómez no era un soldado antiguo en mi batallón. Reservándome, pues, ver si recogía sus sueldos de Guardia Nacional, resolví mandarle a su hermana los seis u ocho que se le debían como soldado de línea. 
Simbad , el corresponsal del "Standard", a la sazón en el teatro de la guerra, era vecino de la Esquina y mi antiguo amigo. 
Debo a él la iniciación en un mundo nuevo, la lectura del Cosmos ese monumento imperecedero de la sapiencia del siglo XIX. 
De Simbad iba a valerme para remitir a su destino la pequeña herencia. 
Habrían pasado cincuenta y dos horas desde el instante en que el cabo Gómez, según dejo relatado, recibió en su pecho intrépido las balas de sus propios compañeros en cumplimiento de una orden y del más terrible de los deberes. 
Yo había ido de mi reducto, según costumbre que tenía, al alojamiento del jefe de Estado Mayor. 
Tenía éste dos puertas. Una que daba al naciente y otra al poniente. La última estaba abierta. El general Gelly escribía con una pausa metódica, que le es peculiar, en una mesita, cuya colocación variaba según las horas y la puerta por donde entraba el sol. Esta vez se hallaba colocada cerca de la puerta abierta. Yo estaba sentado en una silla de baqueta paraguaya, dándole la espalda. 
¿En qué pensaba? 
Probablemente, Santiago amigo, en lo mismo que aquel tipo de comedia de San Luis, que te ponderaba un día las delicias de su estancia. 
-Aquí me lo paso -te decía cierta hermosa tarde de primavera desde el corredor, que dominaba una vasta campiña-, pensando... pensando... 
Y tú, interrumpiéndole, con tu sorna característica: - En qué... en qué... 
Y el pobre hombre contestaba: - En nada... en nada... 
El General era distraído de su escritura a cada paso, por oficiales que se presentaban con distintas solicitudes, dirigiéndole la palabra desde el dintel de la puerta. 
Yo seguía pensando ... 
En el instante en que mi pensamiento se perdía, que sé yo en qué nebulosa, un eco del otro mundo, con tonada correntina, resonó en mis oídos: 
-Aquí te vengo a ver, V. E., para que... 
Mi sangre se heló, mi respiracion se interrumpió..., quise dar vuelta, ¡imposible! 
-Estoy ocupado -murmuró el General, y el ruido del rasguear de su pluma que no se interrumpió, produjo en mi cabeza un efecto nervioso semejante al que produce el rechinar estridoroso de los dientes de un moribundo. 
-Haceme, che, V. E., el favor... 
-Estoy ocupado -repitió el General. 
Yo sentí algo como cuando en sueños se nos figura que una fuerza invisible nos eleva de los cabellos hasta las alturas en que se ciernen las águilas. 
Debía estar pálido, como la cera más blanca. 
El general Gelly fijó casualmente su mirada en mí, y al ver la emoción angustiosa de que era presa, preguntóme, con inquietud: 
-¿Qué tiene usted? 
No contesté... Pero oí... El vértigo iba pasando ya. 
El General estaba confuso. Yo debía parecer muerto y no enfermo. 
-¡Mansilla! -dijo. 
-General -repuse, y haciendo un esfuerzo supremo di vuelta la cabeza y miré a la puerta. 
Si hubiese sido mujer, habría lanzado un grito y me hubiera desmayado. 
Mis labios callaron; pero como suspendido por un resorte y a la manera de esos maniquíes mortuorios que se levantan en las tablas de la escena teatral, fuime levantando poco a poco de la silla y como queriendo retroceder. 
-Che, V. E., hacé vos el favor -volvió a oírse. El general Gelly se puso de pie, y dirigiéndose a la voz que venía de la puerta contestó: 
-¿Qué quieres? 
Yo sentí un sudor frío por mi frente, y llevando mi mano a ella y como queriendo condensar todas mis ideas y recuerdos o hacerlos converger a un solo foco, miré al General y exclamé con pavor: 
-¡El cabo Gómez! 
Efectivamente, el cabo Gómez estaba ahí, en la puerta del rancho del General, con el mismo rostro que tenía la noche que le vi por última vez. 
Sólo su traje había variado. No revestía ya el uniforme militar, sino un traje talar negro. 
Mis ojos estuvieron fijos en él un instante, que me pareció una eternidad. 
El general Gelly volvió a repetir: 
-Vamos, ¿qué quieres? -Y dirigiéndose a mí: 
-¿Está usted enfermo? 
La aparición contestó: 
-Quiero que me dejes velar la crucecita de mi hermano. 
-¿La crucecita de tu hermano? -repuso el General con aire de no entender bien. 
-Sí, pues, Manuel Gómez, que ya murió... 
Y esto diciendo, echó a llorar, enjugando sus lágrimas con la punta del pañuelo negro que cubría sus hombros. 
Mientras se cambiaron esas palabras, yo volví en mi. 
-¿Y dónde está la crucecita de tu hermano? -dijo el General. 
-En el cementerio de la Legión Paraguaya. 
Entonces, tomando yo la palabra, como aquella desdichada mujer no podía dejar de interesarme, la dije: 
-No, estás equivocada, la cruz de Gómez no está ahí. 
-Yo sé -murmuró. 
Queriendo convencerla, le dije: 
-Yo soy el jefe del 12 de línea, que era el cuerpo de tu hermano. 
-Yo sé -murmuró, retrocediendo con marcada impresión de espanto. 
-Yo tengo los sueldos de tu hermano para ti; ven a mi batallón, que está en el reducto de la derecha, te los daré y te haré enseñar dónde está su cruz. 
-Yo sé -murmuró. 
Un largo diálogo se siguió. Yo pugnando por que la mujer fuera a mi reducto para darle los sueldos de su hermano e indicarle el sitio de su sepultura, y ella aferrada en que no, contestando sólo: Yo sé . 
El general Gelly, picado por la curiosidad de aquel carácter tan tenaz, al parecer, la hizo varias preguntas: 
-¿De dónde vienes? 
-De la Esquina. 
-¿Cuándo saliste de allí? 
-Antes de ayer. 
-¿Dónde supiste la muerte de tu hermano? 
-En ninguna parte. 
-¿Cómo en ninguna parte? 
-En ninguna parte, pues. 
-¿Te la han dado en Itapirú, o aquí en el campamento? 
-En ninguna parte. 
-¿Y entonces, cómo la has sabido? 
La hermana de Gómez refirió entonces, con sencillez, que en sueños había visto a su hermano que lo llevaban a fusilar; que como sus sueños siempre le salían ciertos, había creído en la muerte de aquél, y que tomando el primer vapor que pasó por la Esquina, se había venido a velar su crucecita, que estaba en el cementerio de los paraguayos, idea que era fija en ella. 
A las interpelaciones del general Gelly siguieron las mías. 
El sueño de la hermana de Gómez había tenido lugar precisamente en el momento en que éste estaba en capilla, recibiendo los auxilios espirituales. 
Un hilo invisible y magnético une la existencia de los seres amantes, que viven confundidos por los vínculos tiernísimos del corazón. 
Y, como ha dicho un gran poeta inglés: hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que ha soñado la filosofía. 
Empeñéme con la mujer cuanto pude, a fin de que fuera a mi reducto, intentando seducirla con el halago de los sueldos de su hermano. 
¡Fue en vano! 
El General la despidió, diciéndole que podía velar la crucecita de su hermano. 
Y después de cambiar algunas palabras conmigo sobre aquel extraño sueño realizado, filosofando sobre la vida y la muerte, a mis solas me volví a mi campo. 
Mandé llamar a Garmendia en el acto, y le relaté todo lo sucedido. 
Despachamos en seguida emisarios en busca de la hermana de Gómez. 
Halláronla, pero fue inútil luchar contra su inquebrantable resolución de no verme, y menos convencerla de que la crucecita de su hermano no estaba en el cementerio que ella decía. 
Esa noche hubo un velorio al que asistieron muchos soldados y mujeres de mi batallón prevenidos por mí. 
Por ellos supe que la hermana de Gómez siendo yo el jefe del 12, me achacaba a mí su muerte, y asimismo, que en la Esquina tenía algunos medios de vivir, confirmando todos, por supuesto, que la noticia del fusilamiento se la dio Dios en sueños. 
Al día siguiente del velorio la mujer desaparecio del ejército, sin que nadie pudiera darme de ella razón. 
El único mérito que tiene este cuento de fogón, que aquí concluye es ser cierto. 
No todas las historias pueden reivindicar ese crédito. 
¿Si será verdad que el público no se ha dormido leyéndolo? 
A los del fogón les pasaron distintas cosas. 
Cuando yo terminé, unos roncaban, otros (la mayor parte) dormían. 
Se oían sonar los cencerros de las tropillas; la luna despedía ya alguna claridad. 
-¡A caballo, cordobeses! -grité-. ¡Se acabaron los cuentos! 
Y todo el mundo se puso en movimiento, y un cuarto de hora después rumbiábamos en dirección a un oasis denominado Monte de la Vieja. 
¡Buenas noches!, por no decir buenos días, o salud, lector paciente. 
















Lucio V. Mansilla 
(1831-1913) 
Biblioteca Digital Argentina
Tres cuentos / 1870 
Fuente: Una excursión a los indios ranqueles, tercera edición, Buenos Aires, Juan A. Alsina Editor, 1890.