Buscamos
la felicidad sin saber dónde está,
como
los borrachos buscan su casa,
sabiendo
que tienen una.
(Voltaire)
La felicidad se llamaba aquella
película de Agnés Varda de la que todo el mundo hablaba y que ella vio una
tarde de septiembre del setenta y tres. Todavía recuerda con nitidez uno de los
cuadros, esa mujer rubia como un ángel de estampita, sentada contra un árbol,
con la cabeza del joven marido en la falda. La mujer rubia y el marido habían
salido de picnic en aquella película, el sencillo paseo de dos que se aman,
como la salida que ella misma está preparando ahora con su marido para este día
en las sierras, treinta años más tarde.
El peceto que acomodó en la conservadora hirvió anoche con un puñado de
aromáticas de su pequeña huerta, mientras miraban un documental. Le costó
quedarse sentada en el sofá, se levantó varias veces a ver cómo hervía el
peceto y largaba ese olor intenso a laurel, después a hacer una llamada a su
hijo que acababa de llegar de San Pablo y más tarde a chequear los mensajes que
tal vez hubieran quedado en el contestador. Ya no tenía paciencia para ver
entera una película, había empezado a sucederle en estos últimos años, pocas
veces algo la atrapaba lo suficiente como para instalarse una hora en el sofá o
en una butaca. Sin embargo alguna vez ella había tenido ganas de sentarse una
hora en el cine, pendiente de la historia del carpintero y su mujer y le había dado buenos resultados.
Era un cine de la avenida Colón, al
que iban los estudiantes. En mitad de la película, un desconocido sentado
butaca de por medio, había estirado hacia ella su cabeza, ahora blanca de
canas, y le había preguntado si quería maníes, y ella había tomado un puñado de
maníes con cáscara, se lo había puesto en la falda y había seguido mirando la
película como si quien se lo había ofrecido hubiera sido su hermano o un amigo
de toda la vida. Ahora, mientras acomoda dos peras, dos manzanas, el peceto
y los tomates en el fondo de la
conservadora, ve por la ventana de la cocina que Humberto pone leña a reparo,
bajo la galería. Después entra, dice que pronto empezará el frío, se saca las
botas, se refriega los pies; le duele un poco la cintura. Se acerca y pregunta
cómo va todo. Todo va bien, según ella, porque él la abraza ahora, y porque
dice: todavía puedo, y ríen. El siempre hace bromas sobre los años y los
achaques de los años.
Ella había ido a ver la película
después de un examen de Literatura Francesa. El estudiaba cine y apenas
salieron del Moderno, la invitó a comer a un bodegón en el que hacían un
picante de panza excepcional. Fue ahí,
comiendo ese picante y tomando el vino de la casa cuando le explicó que Agnés Varda
investigaba el color de una manera que a algunos les parecía decadente pero que
él, y más tarde ella, cuando aprendió lo que él podía enseñarle, adoraba. La
directora de la película era belga; cierta vez, muchos años más tarde, cuando
Pablo estaba en segundo grado y Laura empezaba el Jardín de Infantes, habían
hecho un viaje los dos, el viaje de sus vidas, y habían pasado por Brujas y
Bruselas, tratando de coser lo roto después que Humberto se enredó con Emilia.
Tiende a pensar que aquella historia con Emilia fue un entusiasmo pasajero, en
un momento en el que ella se ocupaba demasiado de los hijos, pero de todas
maneras no dejó de significar cierta pérdida de confianza, por el modo en que
terminaron las cosas, y le costó años recuperar esa confianza, si es que puede
decir que la ha recuperado. Incluso ahora, cuando ya es poco probable que él se
decida a engañarla, no puede dejar de preguntarle muchas veces, demasiadas, si
la quiere, porque a veces piensa, de un modo tonto lo piensa, que quizás él pudo
haber elegido una vida mejor para sí y que se quedó con ella sólo por
resguardar lo que tenían, lo que habían construido entre los dos.
Ya sobre el camino, ella empieza el
mate, amargo como siempre le ha gustado a Humberto, como ahora le gusta también
a ella. Sabe que la felicidad es algo que sólo se logra en unión con otro, que
no es posible ser feliz sin esa alianza y entonces, si es así como ella cree,
debe reconocer que, pese a todas las cosas que les han pasado, se podría decir
sin faltar a la verdad que son felices, porque la alianza que han construido,
aunque tuvo sus fisuras, se ha amalgamado bastante bien. No es buena esta
yerba, dice él. En la película, los cuatro actores que representaban a la
familia del carpintero enamorado, el protagonista, su mujer y sus dos hijos
eran, en el mundo que está fuera del cine, también una familia, la familia
Drouot. Rieron juntos por primera vez, cuando volcando un vino oscuro,
desconocido, desde la boca del pingüino blanco al vaso de vidrio azul, en aquel
bodegón mendocino, él le preguntó cómo se llamaba y ella dijo Teresa, rieron
porque ése era también el nombre de la protagonista de La Felicidad.
El no mide sus fuerzas, ni siquiera
ahora que tiene más de cincuenta; los años han pasado raudos desde aquella tarde,
han pasado para los dos, pero él sigue
siendo de algún modo aquel joven que jugaba básquet y trabajaba en el centro de
estudiantes, una combinación que a ella le pareció enseguida irresistible. El
seguía siendo, y era de agradecer, aquel muchacho que había conocido en el
Moderno, el que vivía con dos amigos en un cuchitril frente a la cancha de
Belgrano, estaba a punto de recibirse y quería hacer cine en los barrios.
Seguía siendo y no aquel muchacho que no pudo terminar la carrera porque un día
llegaron los militares al cuchitril donde vivía, preguntaron quién era Humberto
Rosales y lo metieron ocho meses adentro; meses que parecen, ahora, en estas
vidas que llevan más de cinco décadas, nada. Ocho meses y él salió y fue otro,
porque el mundo era otro, silencioso era el mundo, y la Escuela de Cine había
cerrado y ya no le importaba a nadie el cine en los barrios, ni importaba la
nouvelle vague, ni parecía aceptable que, como en aquella película francesa, un
marido tuviera una amante. Entonces ellos se abrazaron con desesperación, se
cobijaron en una casa en las afueras de la ciudad, él consiguió un trabajo como
viajante de comercio, al poco tiempo nació Pablo, fue corriendo la vida de
todos los días y cada cosa sucedió como tenía que suceder.
Han pasado el Embalse, el embudo y
las nueve curvas y toman ahora el camino a San Miguel de los Ríos. La felicidad
es una prescindencia de necesidades, algo que por eso mismo sólo se puede
alcanzar en la madurez, esta madurez que ha llegado para ellos plena y sin privaciones.
Como la película de sus vidas, aquella que habían visto los dos en aquel cine
fue pasando, arrastrados los espectadores, ella y el muchacho de entonces que
la invitaba con maníes, por esa mujer rubia que comprendía que estaba de más en
el mundo. Aceptar las cosas como son parecía lo más difícil, el paso a la
felicidad, comprender a Humberto, sentir que pese a todo era otra vez suyo
porque Emilia había decidido dejarlo, o quizá lo había decidido él. Primero le
gustó pensar en esta posibilidad, él había dejado a la otra por ella, pero
después, con lo que pasó, por muchos años quiso que Emilia lo hubiera dejado a
Humberto. Ahora, entre lo que deseaba antes y lo que empezó a desear después
del accidente de Emilia, ya no puede precisar de qué modo le trasmitió Humberto
la ruptura, sólo recuerda que tuvo que luchar para retenerlo. A veces es
necesario que alguien muera, para que otros vivan como quieren, le había dicho
una amiga, y eso es lo que había terminado por hacer Emilia después del affaire
con Humberto, morir en un accidente doméstico. Absurdo, a decir de su hermana
que vivía con ella, porque había resbalado en la cocina, de un modo tonto,
imprevisible, y se había desnucado sin un quejido siquiera. Así había hecho
también la protagonista de aquella película francesa, había decidido irse,
dejarle lugar a la amante, dejar libre el camino para dos, en un triángulo muy
al gusto de la época.
Es increíble cómo se pone el bosque
en otoño; la hojarasca amarilla y la luz que se filtra en la mañana de abril,
pueden hasta hacer olvidar que hace unos meses hubo ahí un incendio. Sabe que
esta felicidad que ha alcanzado es consecuencia de haber obrado como obró, de
haber ciertamente tolerado algunas cosas, pequeñas corrosiones atravesadas como
si de una aventura se tratara. Así es como ella, ellos, a caballo de la rutina,
con algunos topetazos y relinchos se trasladaron desde aquella tarde en un cine
hasta esta salida al campo. El también ha de haber tolerado ciertas cosas, pero
está segura de que ha recibido de su parte una dedicación sin restricciones.
Ella no tuvo amantes, eso es algo que nunca le atrajo, siempre deseó una vida
sencilla, sin complicaciones. En el puesto que está poco antes del ripio se han
detenido a comprar un pan casero y un queso de cabra. Parece una tontería, pero
en ese pan y ese queso está casi todo el bienestar que ahora persigue; ha
encontrado cierta felicidad a medida que fue disminuyendo el deseo, las
miserables ambiciones y apetencias, a medida que permanece atenta no más que a
su casa, a su patio de flores y a su huerta. Este queso no es de cabra, es de
vaca, dice él. Ella se distrae un momento, lo suficiente como para que él le
ponga la mano sobre la rodilla y le pregunte en qué está pensando. En que ya
nada es como antes, dice ella.
Han tomado un desvío y se internan
ahora por un camino de ripio que parte en dos un bosque de pinos. No ha pasado
mucho rato desde que pararon a comprar el queso y el pan, cuando se cruza por
el camino un zorro. Todavía se ven zorros por aquí, dice ella y él aprovecha
para hacerle notar que algunas cosas siguen siendo como antes. Pone su mano sobre la de él, algunas cosas
siguen siendo como eran. Puede dar una rápida mirada hacia el costado y darse
cuenta de que hay seres que sufren más que otros, ella tiene ciertos bienes y
sabe que sin esos bienes no sentiría esta felicidad que ahora siente. Sabe
también que lo que siente por este hombre que la acompaña, este hombre con el que ha tenido hijos, con
el que ha andado un camino, con el que todavía, pese a los cuerpos que se
gastan, hace el amor, excede esos bienes que poseen y se derrama hacia algo
interior que va más allá de los objetos que compraron y de la familia que han
construido. La felicidad es un estado, sí, como la angustia, depende en última
instancia de la relación de cada uno consigo y es alcanzable, ahora lo sabe, de
eso está segura, sólo en la madurez. Ella ha llegado a este punto como si se
hubiera jubilado de algo, de los dolores de la vida o de sus pequeñas
corrosiones. Como si se hubiera relajado, ahora que los hijos están finalmente
bien, ahora que él ya no se irá de su lado ni ella tendrá que morir para
dejarle el lugar a nadie, ahora que ha pasado la necesidad de retenerlo y
entonces puede permitirse, por qué no, una cierta beatitud. Han tomado un
camino estrecho, un recoveco de bosque, y después un sendero que desemboca en
el arroyo, casi a la altura del puente colgante, y deciden bajar. Lo cierto es
que hace tiempo que ella ha decidido aceptar la vida tal como es, ha resuelto
ser feliz. Quizás por eso, consecuencia de eso, están ahora los dos en un buen
momento, tienen otra vez tiempo para ellos, están transitando cierta felicidad.
Ella acomoda el mantel a cuadros, él
baja la conservadora azul, ella improvisa la mesa del almuerzo, los vasos de
acero inoxidable, los platos de madera, los cubiertos. El corta el peceto,
corta el queso como si fuera de cabra, descorcha una botella de Malbec. La
dicha de la vida consiste en tener siempre algo que hacer, alguien a quien
amar, alguna cosa que esperar y ella tiene qué hacer, tiene a quien amar, no
sabe bien qué puede esperar pero seguramente algo aparecerá. Desde donde está,
sentada en el suelo, junto al arroyo, sentada como cuando era joven, mira el
plátano bajo el que han improvisado el picnic, ve su sombra sobre el río y
recuerda aquel cuento de Mansfield en el que dos mujeres miran, en la noche, en
el patio de una casa, un peral que parece que va a rozar el borde de la luna.
Dos mujeres atrapadas en un círculo preguntándose qué deben hacer con esa
felicidad que les oprime el pecho. Has
estado distraída toda la mañana, dice él, casi no has dicho una palabra. Ella
sonríe, no le pasa nada, no te preocupes, sólo le oprime un poco el pecho esa
felicidad de ver los árboles estirarse hasta rozar el cielo. El la mira. Ella
sabe que él la mira como cuando quiere hacerle el amor. No la toma sin
preguntarle nada, como solía hacer hasta hace algunos años, sino que da un
rodeo. Ella también lo mira, acerca su mano a la cara de él, dice: después, en
casa.
Salen a caminar, las zapatillas
haciendo crujir las hojas. La luz filtrándose entre las ramas que caen hacia el
río, la luz manchando el río. ¡Qué otoño!, dice ella. Caminan de la mano los
dos como la tarde en que se conocieron, caminan hacia el puente colgante como
caminaban entonces hasta el bodegón mendocino, comprendiendo que en el futuro
de aquel ayer estaba esta tarde, este remanso para dos. No alcanzo a ver en qué
momento me volví vieja, dice ella. Pero él no escucha, la detiene, le dice que
la quiere como siempre. Después caminan por el bosque, sin hablar casi,
seguidos por la música que hacen las hojas, hasta que avanza la tarde y piensan
en volver. Quiero una foto de esta tarde, dice ella. El desenfunda la máquina,
le pide que se acerque al arroyo. Sobre aquella piedra, dice ella y avanza
sobre el río, haciendo equilibrio entre las piedras más pequeñas, hasta llegar
a la piedra grande. ¿Aquí está bien?, pregunta. Ahí, ahí, dice él, justo cuando
ella trastabilla y cae de un modo absurdo, un resbalón imprevisible sobre la
piedra. Cae sin un quejido siquiera, sobre las piedras pequeñas, sobre el agua.
María Teresa Andruetto
www.teresaandruetto.com.ar
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