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viernes, 14 de noviembre de 2014

CINCO CUENTOS DE FÚTBOL


1
ALEJANDRO DOLINA

El tipo que pasaba por ahí 

Suele ocurrir en los equipos de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno o dos jugadores. Casi siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si repentinamente llega el jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna explicación y ya nadie se acuerda de su existencia. Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacia jugar. Convirtió seis goles y realizo hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. Al terminar el partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos. Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por él a los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a verlo.Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de primera división, pero nadie se contenta con este juicio. La mayoría ha preferido sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella tarde, todos tratan con más cariño a los comedidos que juegan de relleno.



2

ROBERTO FONTANARROSA



Viejo con árbol


A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con los mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
—Ojo con la vía -alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban-.
—No pasan trenes, casi -tranquilizaba Norberto-. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
—¿No vino la hinchada? -ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo-. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá -bromeó alguno-.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No -sonrió y pareció que la cosa quedaba ahí-. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado. Música -dijo después, mirándolo de nuevo-.
Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno... Eso, eso es la escultura...
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando el viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted... —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
—Y vea usted a ese delantero... —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—...¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso... —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—... Eso es el fútbol.


3
DANIEL TOMÁS QUINTANA

El gol  

El sol castiga los rostros sudorosos de los hinchas que, de pie, se aferran a la tela metálica que rodea el campo de juego. Otros están trepados en las tapias o en los árboles. Todos gritan. 
Carlos, boina negra y recia estampa de goleador, está parado un poco más adelante del círculo central. Mira de reojo al wing que en ese instante recibe el balón y se pega a la línea de cal para comenzar una carrera alucinada hacia el arco de Sportivo. Sabe que él también debe correr pero hacia el centro del área. Están perdiendo 1 a 0 en la final de la Liga. Y apenas si quedan un par de minutos.
Goyo, el wing, avanza como una locomotora. Con la cabeza levantada, los ojos bien abiertos y golpeando la pelota con toquecitos suaves, una vez con la izquierda y otra con la derecha, gana terreno enemigo.
Los mediocampistas adversarios, lo ven pasar como una exhalación. El Gato, patrón del área, presiente el peligro y da una orden precisa y terminante: - Bajenló, carajo!
Pero Goyo en una gambeta antológica deja atrás al full back izquierdo y se acerca al banderín del corner. Un quiebre de cintura y su cuerpo flaco, filoso como un sable, se perfila para tirar el centro.
En ese preciso instante, Carlos cruza la frontera de las dieciocho. En sus ojos celestes se refleja la figura del arquero que, con la visera de la gorra requintada sobre la frente, se agazapa bajo los tres palos. Hace rato que ha dejado de escuchar las voces de la hinchada. En sus oídos sólo repica el latido presuroso de su corazón goleador y en su mente bulle un solo pensamiento: elegir el método adecuado para lograr el objetivo. Como en un flah ve aquel “pechazo” que el vasco Lángara popularizara en canchas porteñas.
Entonces observa a Goyo lanzar la pelota, certera, preciosa. Los defensores, el arquero y Carlos levantan las miradas. El balón, como un meteorito de cuero, va a caer sobre el área chica.
Carlos infla el pecho, calcula la parábola de la pelota y se zambulle en el entrevero de adversarios. Sabe a lo que se expone. El Gato y el Sordo lo están esperando para poner fin a su excursión de cualquier manera. No importa. Están perdiendo 1 a 0 en la final de la Liga. Y apenas si quedan un par de minutos.
La camiseta roja y blanca, la “panza blanca” como la llaman todos, dibuja una puñalada en la defensa de Sportivo. El balón de cuero le golpea el pecho y él, con ternura, acunándolo casi, lo lleva hacia delante, hacia el arco, hacia la maraña de piolines. Al mejor estilo del vasco Lángara y con el sello inconfundible de la bravura. El arquero extravía la gorra y la dignidad. El silencio se rompe como un cristal. Las voces de los hinchas panzablancas preñan la tarde del domingo.
-Goooool…..goooooooool… golazo, mierda!, grita Paco que tira su sombrero hacia el cielo.
Hay abrazos y carcajadas entre los hombres de Alem. Pero la alegría no es eterna. El árbitro, camisa, pantalón y zapatillas blancas, con un rotundo pitazo decreta la nulidad del gol y señala hacia el centro del área chica, justo al lugar donde Carlos acunó la pelota en su pecho.
Hay un remolino de camisetas rojiblancas alrededor del hombre de blanco. Voces estentóreas, ademanes amenazantes, alguna puteada por lo bajo. Pero Julio, el árbitro, imperturbable y corajudo ratifica la anulación de la alegría y del festejo.
- Empujó la pelota con el brazo – sentencia tajante y se da vuelta con el balón bajo su brazo derecho. Lo coloca en el centro del área chica y levanta los brazos invitando a jugar los últimos dos minutos de la final de la Liga.
Carlos, con los ojos llorosos de bronca y los músculos tensados por el cansancio y la impotencia, le pide, casi le ruega a Julio que observe la redonda marca terrosa que la pelota de cuero ha pintado en la “panza blanca”. Después se levanta la camiseta y le exhibe el tatuaje enrojecido, perfectamente circular, dibujado en el pecho.
Julio, inmutable, mira al goleador, al resto de los jugadores, a las hinchadas rivales que confluyen en el silencio y con voz potente reitera la invalidación del gol. No puede hacer otra cosa. 
- Fue mano, señor – dictamina, poniendo punto final a la cuestión.
De inmediato da el pitazo para reiniciar el partido. Dos minutos después Sportivo se consagra campeón.


En la tarde moribunda del domingo, dos hombres caminan en silencio, sin mirarse. Carlos y Julio, los hermanos Quintana, vuelven a la vieja casona de la calle 9 de Julio.


4
DANIEL SALZANO

Willington

Hacés grandes esfuerzos pero por más que lo intentás, no conseguís precisar los detalles más obvios de la gesta.

No te acordás por ejemplo, si el partido se jugaba a la luz del sol o de la luna y tampoco quién era el adversario. Lo único que recordás con nitidez es que Daniel Willing-dandi provincianoy que en el mismo instante en que pateó, levantó los brazos como un emperador y saludó por anticipado en dirección a la tribuna popular.
Sacudida por una descarga eléctrica, cuya intensidad hubiera servido para nivelar el déficit de la Epec,* la pelota recorrió los 40 metros que la separaban del arco, atravesó con la gracia de un delfín la línea que separa la gloria del fracaso y, al clavarse en el rincón de las arañas, desencadenó un huracán de fuegos artificiales.
Desde entonces, en el mundo han triunfado revoluciones y golpes de estado, han entrado en erupción volcanes fabulosos y han caído vastos imperios con todo lo clavado y lo plantado. El gol de Daniel Willington continúa siendo eterno.
Lo corrobora una encuesta publicada por el diario* una encuesta empeñada en determinar cual ha sido en la historia de la ciudad su deportista más iluminado. El resultado no ofrece dudas. Primero, Willington; después nadie. Y después nuevamente Daniel Willington.
En realidad, no somos otra cosa que un conjunto de perfumes, sensaciones y recuerdos y la única verdad que prevalece es la música de las palabras al evocar un gol que seguramente empezó a gestarse hace miles de años, cuando Homero decía que a los dioses tanto se llegaba a través de la oración, como siguiendo el vuelo de la flecha de un atleta.

(*) Epec: Empresa de energía eléctrica. (*) Diario La Voz del Interior

5
JOSÉ ANTONIO IBARRECHEA

Deuda

A mi padre le debo: un abrazo, un beso, un fuerte apretón de manos, un te quiero, un gol.
Si, un gol.

En el lugar donde guardo mis insobornables fantasmitas del recuerdo, hay dos fotos en blanco y negro del equipò de fútbol llamado "Estrella Roja" donde yo jugaba.
Una foto, parados de izquierda a derecha, el técnico y seis pibes como yo, abajo en cuclillas, cinco pibes como yo, que soy el último a la derecha y con las manos sobre la pelota de cuero número cinco.
Otra foto, de izquierda a derecha, el técnico de brazos cruzados, yo al medio con aquella pelota bajo el brazo y mi viejo con la copa del campeonato obtenido, casi sobre mi cabeza.
Aquel día le ganamos al "Oncecorazones" y en una oportunidad quité la pelota en la mitad de la cancha, cargué mi almita de adrenalina y empecé a correr hasta el arco contrario, cuando salió a marcarme el arquero, saqué mi mejor puntapié, la pelota de cuero se elevó.
Por encima del arquero.
Por encima del travesaño.
Por encima del alambrado.
Por encima de la tapia, y se fue afuera.
Mi padre se comía la gorra atrás del alambrado.

-Eh! Doña, Oiga doñita, ¡eh señora! ¿me alcanza la pelota?


www.diceelwalter.blogspot.com


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