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viernes, 24 de octubre de 2014

JESÚS RUIZ NESTOSA: HUÍDA


Ya están enganchadas las mulas, partamos, ju-jú mula, fuerza, arriba, vamos. Nataniel, súbase usted al carro con su madre, no sea que también nos perdamos. Fuerza mula, adelante, por esta calle no, que es muy estrecha y no pasaremos con nuestros carros. Simón golpea las ancas de los animales y les obliga a torcer hacia las termas para cruzar luego el río.

Simón camina al lado del carro, vara en mano, azuzando a los animales, fuerza, adelante, ju-jú, no llores Josabet, tu madre no ha muerto, simplemente está perdida, irá en el carro de alguien, de alguien que la recogió, en medio de esta terrible confusión que es la calle. Simón carga el carro yendo y viniendo del interior de la casa, tirando adentro de él aquello que más a mano encuentra. Procuro hacer todo de la mejor manera posible, pero rápido, no queda tiempo que perder. Le pido a tu madre que se tome del carro. La última vez que la veo se sujeta a uno de los radios de la rueda y llora. Luego, entro, salgo de nuevo y ya no está allí.

Raquel, Raquel, grita Simón en medio de la multitud que llena la calle con sus carros, sus sillas, sus bultos, nadie conserva la calma, tranquilidad, hay tiempo para huir, tranquilidad, grita Simón, pero nadie le responde. Ya la encontraremos, en algún lado debe estar, adelante mula, fuerza, arriba, el carro cruza el río por el largo puente donde todos se atropellan queriendo abandonar la ciudad.

Simón, su piel tan blanca, más blanca aún resaltando por encima de su barba negra. Arreando las mulas que arrastran el carro, Josabet su mujer y su hijo Nataniel se suman a la caravana y ya fuera de la ciudad se vuelve Simón para verla por última vez, las paredes blancas, ardiendo al sol de la mañana, y las columnas de humo que indican algún incendio, Josabet, te haré una casa nueva, de paredes blancas, con su patio en el centro y allí la fuente donde se pueda oler a piedra y a tierra húmeda, oír el ruido del agua corriendo en un hilo. Josabet no habla, tendida en el carro, se venda los ojos, no quiere que nadie la vea, que nadie la sepa ciega. Simón no me dejes sola, quédate al lado del carro, estás tan solo como nosotros, separado de nuestro mundo siempre oscuro y el tuyo que no sé cómo percibirlo, como el de Nataniel, el de mi madre Raquel. Calla, apresuremos el paso, que los gentiles quieren para sí esta tierra. Simón, al lado del carro, una vara en la mano, ju-jú mula, fuerza, adelante, arriba mula, no me sentiré seguro hasta que hayamos puesto mucha distancia entre nosotros y los cristianos que ya están en Córdoba, pero nunca será de ellos, porque en ella hemos puesto algo nuestro que no podrán cambiarlo, ni tampoco podrán apoderarse de ello sin renunciar a lo que son y lo que piensan.

Calma, calma, se dirige Simón a quienes tiene más cerca. Hay tiempo, hay tiempo, la gente mira hacia atrás y vuelve a atropellarse. ¿Están cerca los gentiles, padre?, y Nataniel se queda quieto esperando la respuesta que no llega. Sólo el ruido de las voces confusas y palabras desordenadas y el sol reflejándose en los ojos grandes, redondos, oscuros de Simón que vuelve la cabeza. A su lado, Nataniel, sentado en el carro, Nataniel que heredó de su madre y su abuela la ceguera, sus ojos casi en blanco no verán nunca esta tierra, ni la otra, ni a la que llegaremos.

Simón, quédate al lado del carro, camina cerca, ju-jú mula, fuerza, fuerza, empuña la vara, golpea las ancas, Josabet, estoy a tu lado, voy a caminar siempre aquí cerca, de modo que no tengas miedo. No han incendiado nuestra ciudad, ¿verdad? Sólo en algunas partes se levantan columnas de humo, un humo negro, espeso. Simón quiere detenerse para mirar por última vez los techos de tejas, muy apretados, como parcelas de sembradío, pero a distintos niveles, con sus lomos rojonegruzcos y sus canales para dejar correr el agua. Se debe mantener la calma, Josabet, Jehová nos mostrará la nueva tierra donde asentarnos. Y tirar hacia adelante. Todo nuestro pueblo va saliendo de la ciudad. No es la primera vez. Ni será la última. Aquí vamos, con todo nuestro pueblo, que somos nosotros. Hijo, usted lo sabe. Aquí vamos, cruzando el campo. Y el campo a esta hora se tiñe de una luz violeta, cayendo está el sol atrás de las montañas y del mismo color se tiñe la arena y de negro un monte de olivos que comienza allá muy lejos, cerca del horizonte. Todos estamos juntos, duérmete Josabet, que ya cae la noche. Todo el valle que corre al pie de las montañas está cubierto de carros que se detienen y se encienden fogatas, Simón está tan cansado que se tiende al lado de su carro donde su mujer duerme, al lado de Nataniel, su hijo al que ya le crece la barba parecida a la suya, en su cara de piel blanca, muy blanca, casi confundida con sus ojos sin color, cegados por la herencia.

Ju-jú mula, fuerza, adelante, arriba mula, pega con la vara en las ancas, una mula se agita, la otra está tendida en la arena, ligeramente cubierta de polvo está muerta, por el hocico cae un hilo de baba con espuma, ju-jú mula, ¿qué pasa?, la mula no se mueve, rígida, los ojos abiertos, dos esferas de cristal fijadas en el vacío como los ojos duros, dos bolas acuosas, de Raquel, Nataniel, Josabet.

Josabet, ¿dónde estás? Josabet. El sol está a más de dos palmos por encima del horizonte y calienta la arena, deslumbra la vista. Josabet, Josabet. No está durmiendo en el carro, las mantas revueltas, sólo está marcado en un hueco el volumen de su cuerpo. No se sabe si el calor que hay allí es el que ella dejó o es el calor que ahora pone el día en todas partes.

Padre, ¿dónde estamos? ¿Aún no parte la caravana? Arree las mulas. La mula está muerta, Simón no puede arrearla. La que queda viva olfatea el cuerpo del animal muerto, resopla levantando pequeñas nubes de polvo, el polvo que se depositó sobre el cuerpo, levanta el cuello y lanza al aire un quejido largo, hiriente. Simón levanta la cabeza, casi con el mismo gesto que hace un momento lo hizo la mula, y a su alrededor está el campo vacío, silencioso, reverbera el sol al reflejarse en la arena, produciendo imágenes de lagos que flotan a dos palmos del suelo. Simón se protege los ojos con una mano en forma de visera, no le sirve para ver mucho más lejos. Sólo para darse cuenta que no hay nadie alrededor, la caravana ha desaparecido sin dejar rastros, no quedan desperdicios en el campo, ni huellas de carros o de animales, Josabet debe haberse ido con la caravana, no quiero asustar al muchacho, Nataniel, quédese tranquilo hijo, sólo nos hemos quedado un poco atrás, pues nos dormimos a causa del cansancio.

Ju-jú, mula, arriba, golpea con la vara, le pide a Nataniel que se baje del carro, porque ahora sólo tenemos un animal, camine usted tomándose de la parte de atrás del carro, debemos apresurar el paso para dar con la caravana, veo su polvareda allá a lo lejos.

Padre, no huelo a polvo, ni a animales de tiro, ni al estiércol que van sembrando a causa del esfuerzo. En verdad no se ve nada a lo lejos, a no ser la luz cegadora del sol que se va acercando al mediodía, ni hay huellas que seguir, ni rumbo marcado, sino la intuición de encontrar en este sentido el mar, donde debe estar reunida la gente y estarán las barcas ayudando a cruzar a la costa africana, y donde tienen que estar Josabet y su madre, Raquel, más fácil será dar con ellas allí, que acá con la amenaza próxima de los ejércitos cristianos.

Nataniel no se suelte usted del carro, ju-jú mula, arriba,-fuerza mula, la mula resopla, por un momento se queda, Simón da golpes con la vara sobre las ancas y reanuda el paso, Nataniel trastrabilla, está a punto de caer, hijo, sosténgase fuerte. La arena caliente se mete entre los cueros de las sandalias, ya quema, los dos hombres se protegen la cabeza del sol del mediodía, sólo les queda medio pan y un poco de queso que les sirve de almuerzo, la mula no come, ellos tampoco lo harán ya si no dan con la caravana, o el mar, o la barca que les lleve a África.
Padre, ¿falta mucho para llegar a África? Pues como de Córdoba a Granada, y de Granada a Sevilla y de Sevilla de nuevo a Córdoba, por un camino tortuoso de arena y pedrisca. ¿Y si bajáramos por el Guadalquivir? El Guadalquivir es ahora de los gentiles.

Padre, quisiera poder ayudarle guiándole la mula. Arriba mula, arriba, fuerza mula, no puedo decirle nada aún cuando ahora ya no hay diferencias entre él y yo, tan ciego estoy, perdido en este inmenso campo, con su silencio, su soledad, su ausencia de signos. No sé adónde vamos.

Usted está cansado hijo, ¿quiere subir un momento al carro? Arre mula, adelante, no padre, no voy a subir, ya es mucho peso para un solo animal. Debemos andar rápido para reunirnos con madre y abuela que deben estar esperándonos para cruzar a África, dependiendo de usted, padre. Qué dura ha sido la vida, los tres viendo a través de sus ojos, sujetos a usted, guiándonos por usted.

¿Dónde estará Josabet? Habrá caminado por la noche y equivocadamente se subió a otro carro. ¿Y si cayó en alguna fogata, de las que se encendieron en el campamento? ¿Y si al caminar no tropezó con nada ni la vio nadie y siguió caminando toda la noche, todo el día?

A las seis de la tarde, cegado por el sol, ve a lo lejos una silueta de alguien que se mueve, con la cabeza caída sobre el pecho, las espaldas muy encorvada, ju-jú mula, fuerza, rápido, más golpes en las ancas, por si es Josabet, o alguien que pertenece a la caravana, que se retrasó esperándoles para indicarles cuál es el camino. Creo, sostiene el sonido final Simón y luego se calla para no alarmar a Nataniel que arrastra los pies levantando nubes de arena.

Fuerza mula, la figura está ya cerca, aún el sol ciega y es imposible ver bien hasta llegar al lugar mismo, Josabet, no es posible, sólo un arbusto escuálido, de ramas dobladas por el viento, cuyas hojas calcinadas por el calor de la tarde vibran contra el cielo encendido por el sol, el calor, la falta de agua, la desesperanza de mirar de nuevo a un lado y otro, constantemente, a la espera de una señal que no llega y el horizonte que se prolonga constantemente, cada vez parece estar más lejos África, más lejos el mar, más lejos la posibilidad de encontrar a Raquel y Josabet, que Nataniel no descubra mi desesperanza.

Padre, la noche debe estar cerca porque el sol ya no calienta tanto. Y no se preocupe si ya no tenemos provisiones, pues estoy tan cansado que me iré a dormir sin comer, sin quejarme tampoco. De todos modos ya debemos estar cerca, mañana a más tardar nos habremos reunido todos.
Iremos un poco más adelante, hasta que salga la luna, mientras dure el aire tibio del día, debemos adelantar camino, un poco más adelante, no importa padre, no estoy aún cansado, puedo andar un tanto más, Simón ya no mira a su alrededor sino al frente, buscando descubrir un punto luminoso, la señal de una hoguera adelante de él, una claridad que le indique que el rumbo seguido hasta ahora es el cierto.

Acuéstese hijo, que es tarde, así, sin desvestirse que ya comienza a soplar la brisa fresca que se levanta por las noches. Debe ser el aire que llega del mar. Nataniel se tira a un lado del carro del que Simón separó ya la mula, sin embargo no huelo el aire de mar. ¿Se acuerda padre cuando usted nos llevó a Málaga aquel verano? Entonces se me quedó grabado el olor del mar, del viento que sube cargado de sal. Pero ahora el aire es frío y nada más. Duérmase hijo, que es tarde y el camino largo. Duérmase usted padre que mañana debemos alcanzar la playa.
Simón se tiende al lado de la mula que desea cuidar, no ha encendido fuego por temor a ser descubiertos en medio de la noche. Se queda un largo rato con los ojos clavados en la mula que está parada. ¿Por qué estos animales no se acostarán a dormir? Descansa el animal alternando las patas.

Simón sueña con Moisés, quien le entrega el bastón con el cual abrió el Mar Rojo y le da instrucciones para utilizarlo, y abrir el mar y llegar a África sin necesidad de barca. Pero sus mulas, tiene dos de nuevo, se atascan en el fondo de tierra húmeda, las ruedas del carro quedan empantanadas mientras Raquel, Josabet y Nataniel se quedan inmóviles, sin poder ayudar porque no ven. Se va a buscar ayuda, y cuando vuelve al mar se ha cerrado de nuevo, las mulas están ahogadas flotando en el agua sus cuerpos con los vientres muy hinchados y a lo lejos, en una barca, va su familia, a la deriva, dejándose llevar por el viento, pues nadie ve ni puede fijar el rumbo.
Nataniel, Nataniel, despierta sobresaltado llamando a su hijo. Y nadie le responde porque el sitio en que durmió Nataniel está vacío. Sólo hay una forma en la arena, una forma que en definitiva puede ser de cualquier objeto y en la que Simón, con mucho trabajo, ubica la forma del cuerpo de su hijo. Todo alrededor es silencio. El sol deslumbra una gran zona del cielo de modo que es imposible determinar en qué parte, exactamente, se encuentra. Sólo se sabe que ha amanecido, hace más de un par de horas.

 En todas partes, por encima de la superficie del campo, casi un mar de arena, se forman los charcos de luz, deslumbrantes, enceguecedores. Y atrás, adelante, o a un costado, formas que se mue ven, como cuerpos que corren, alejándose o acercándose. Nataniel, Josabet, Raquel. La caravana entera. Y así como aparecen, así se diluyen en el aire.

Ju-jú mula, arriba, adelante mula, fuerza. Y la mula no responde. Tirada sobre la arena, una nube negra de moscas le da vueltas el hocico donde la sangre ha formado un coágulo también negro, mientras el labio inferior se ha corrido para abajo dejando ver una hilera de dientes muy blancos, al igual que las encías, donde ya no hay color. Ju-jú, mula, arriba, no puede ser, muerta al igual que la otra ayer a la mañana, el hijo desaparecido, Nataniel no pudo haberse ido siguiendo el rumbo de la madre, porque no ve y sobre todo porque no dejó señales, ni se ven signos por donde hubo de haberse ido. ** Tal vez despertó en la noche y quiso caminar y perdió la noción de donde estaba, y anduvo haciendo círculos, como se camina siempre que uno se pierde, hasta que los círculos fueron agrandándose, cada vez más lejos, y se perdió en alguna parte del valle.

Las moscas negras, algunas verdosas y brillantes, vuelan obstinadamente alrededor de la cabeza de la mula muerta, de sus ojos abiertos, secos, tal vez duros, con un empecinamiento tal que queda flotando en el aire un zumbido sordo, constante, a veces se posan en una mano de Simón, en la nariz, en el espacio blanco de rostro que deja libre la barba negra, fuera mosca pegajosa, cómanse mi mula, bébanse su líquido, su agua, pero a mí no me toquen, no me metan en su juego, moscas asquerosas. ¿De dónde habrán salido si no hay nada más que arena y pedrisca a mi alrededor?

Toma el carro por las varas, adonde enganchó las mulas tres días atrás y empuja un poco hacia atrás, luego hacia adelante, de nuevo hacia atrás sin tropezar con el cuerpo del animal al que ahora comienzan a llegar también las hormigas. Después vendrán las aves de carroña, pero yo no estaré aquí para ver cómo le meten el pico por los ojos, es lo primero que se comen, detiene el carro, descansa, piensa mientras mira de nuevo a su alrededor, todo es igual, el panorama, las montañas, el horizonte, como si no me moviera del mismo lugar después de tres días de camino, busco ver nada más que la figura de Nataniel, o de Josabet, o de Raquel en algún punto del paisaje para correr hasta ellos, unirnos a la caravana y seguir de nuevo, todos juntos, hasta el mar.

Simón estira del carro que se inclina a un lado, se hunde la rueda en la arena, se detiene, estira, vamos Simón, fuerza, adelante, ya no puede gritar a las mulas, tengo que darme ánimo, el carro se inclina hacia el lado opuesto, se desplaza, se hunde la otra rueda en la arena, fuerza, arriba, adelante, ya no tiene la vara para azotar las ancas, se inclina hacia adelante, todo el cuerpo tenso, las sandalias desaparecen abajo de la arena, el carro se inclina, ahora mucho menos hacia izquierda y derecha, luego rueda ya con cierta facilidad por el arenal, sin caer en nuevos pozos.

Tal vez debiera aligerar el peso, dejando caer parte del equipaje. ¿Pero dejar caer qué? ¿Lo que era de Josabet o de Nataniel? No, las cosas que son de Josabet y Nataniel, las cosas que son de Raquel. Nos hemos separado pero en el pensamiento seguimos juntos. Estarán en la playa esperándome que llegue con el carro, para cruzar a la otra orilla. El carro no lo podremos llevar. Voy a quemarlo en la playa para no dárselo a los gentiles, carro pesado, después de todo, ruedas pequeñas que se atascan en cualquier piedra, fuerza, más fuerza, debo estirar, siguiendo adelante. Allá voy Nataniel, Josabet, Raquel. Ya llego, ya llego.

Al mediodía el campo de visión de Simón se ha transformado. Sobre su cabeza siente que el sol está ahora en lo más alto del cielo y, por lo tanto, sus rayos le caen encima con todo el peso de su verticalidad. La luz le enceguece, de modo que sólo le resulta nítida una franja de campo que hay a su alrededor, que se va diluyendo a medida que se aleja, que va hacia el horizonte, para subir en forma de cúpula brillante, de luz intensa, adonde no puede llegar la vista porque los párpados se cierran, no se ve nada, como los ojos de mi familia, ya los voy perdiendo, casi estoy tan ciego como ellos, deambulando por el campo.

Ju-jú mula, arriba mula, fuerza, escucho mi grito. ¿Están allí los animales? Oigo su jadear, primero mi voz, ¡mula!, ese soy yo, y ahora silencio, callo y escucho. No, ya no están los animales, están nada más que las moscas, un zumbido similar me llena la cabeza, fuera, fuera, moscas pegajosas, verdes, brillantes, negras, fuera.

Tal vez debería cantar, para darme ánimos. Pero es mi aliento el que se va, y me duela la garganta a causa de la sed que siento. Hasta el tragar mi propia saliva me resulta doloroso. Hijo, tráigame una taza de leche y pan, que hoy es viernes y ya oscurece, empezamos a decir las oraciones, oh Dios, los gentiles han entrado en tu herencia; han profanado tu santo templo, han convertido a Jerusalén en montones de escombros, han derramado su sangre como agua en derredor de Jerusalén y no hay quien los entierre. La voz de Simón se extiende por el camino como un lamento que no alcanza a ser oración, ni canto ni quejido, sumándose al ruido de las ruedas, Simón estira maquinalmente de un lado, del otro, las ruedas resbalan sobre la piedra, el carro sigue adelante.

¿Quién quedó en Córdoba para enterrar a los muertos? ¿Quién enterrará a Nataniel, a Josabet, a Raquel? Pero por qué enterrarlos, quién dijo que están muertos. Eran tan terribles las armas de los gentiles. Se levantaron por la noche de la cama y se fueron a campo traviesa, camino del mar, guiados por su olfato, por su instinto, como sólo los ciegos saben oler y presentir las cosas. Sin tocar saben dónde está la mesa, dónde la silla, dónde estoy yo, cómo camino, si me duelen los pies, qué hago con las manos.

El sol le da ahora de frente, le quema los ojos que ya no ven más que el espacio donde se pondrá aproximadamente el otro pie y más adelante una vara. Luego empieza un límite de arena brillante que se levanta como una cortina ardiente, infranqueable, que va retrocediendo un paso cada vez que Simón adelanta uno.

¿Nataniel, Josabet, Raquel? ¿Quiénes son? Mi hijo, mi esposa, mi suegra. ¿Habla la Biblia de cómo comportarse con la suegra? Habrá que buscar en qué libro. ¿Y si nunca tuve esposa, suegra e hijo? Ju-jú mula, quiero escuchar mi voz, así grité desde que salí de Córdoba, dando golpes en las ancas de mis dos mulas que de pronto se murieron. El sol primero se convierte en una esfera roja de bordes imprecisos y termina por ocultarse rápidamente atrás de una línea que se vuelve negra y Simón no puede determinar si son las montañas, la prolongación del valle arenoso o el mar que desde hace tres días busca.

Arre mula, que ya cae la tarde, se viene la noche y descansaremos. Quiero escuchar mi voz. Su cuerpo se tensa en un esfuerzo tan grande que el carro marcha con mayor celeridad por espacio de algunos metros y, por fin, Simón cae en tierra y el silencio que le acompañaba crece y se le viene encima.

Se incorpora, mira hacia atrás y ve que el carro está vacío, en él no hay un solo objeto, absolutamente nada, ni las ropas de Josabet, ni las mantas que cubrían nuestras camas, ni los baúles, ni la silla de Raquel. Lo habré perdido todo en el camino, tantos tumbos dábamos.

Tendré que darles alguna explicación, cuando nos reunamos de nuevo. Pero con quién. ¿No serán ellos personas conocidas y que en esta soledad les hice mi esposa, mi hijo, mi suegra? Debo encontrarlos. Yo sé que me pertenecen y me esperan. Ellos no han desaparecido, solo las mulas, que están muertas.

Acostémonos a dormir. ¿Qué me espera esta noche? Y mañana al despertar, ¿con qué sorpresa me encontraré? ¿Estaré yo muerto y el carro habrá desaparecido? ¿O desapareceré yo y estará el carro muerto? Como las mulas, como Nataniel, como Josabet, como Raquel, vieja idiota, gritando en medio de la calle, sin salirse del paso, en medio de la avalancha de gente que huía. Simón se tiende lentamente al lado del carro, a pesar del fresco que comienza a llenar la noche, no quiere cubrirse, por si alguien viene, tomo el carro, engancho las mulas, sigamos el viaje que ya es tarde y debemos unirnos a la caravana.














Jesús Ruiz Nestosa
Ciudad de Asunción, Paraguay 1941. Narrador, fotógrafo y periodista.
"HUIDA”,cuento galardonado con el «Premio Hispanidad» (1974)
Foto: Luis Szarán
www.portalguarani.com

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