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viernes, 29 de agosto de 2014

CHUÑI BENITE: MARTINO BRAVAQUA, EL HOMBRE DE LA MALDICIÓN DE LOS AMORES FUGACES


"Hola, la amo, adiós" es el título de la obra, que fue escrita por un sobrino de Bravaqua al que Martino dictó los detalles de sus amores, todos invariablemente fugaces. Así se expone un prolijo registro de cada una de las mujeres que ganaron el corazón del protagonista del relato. Están la rubia que vio sentada una vez, a los 23 años, en el fondo de un colectivo mientras él iba parado detrás del chofer; la joven que vio leyendo en la estación de trenes de Hermoso Campo mientras él viajaba en ferrocarril hacia Rosario; la dueña de la inolvidable mirada morena contra la que se estrelló en la fiesta de bodas de su hermana.

"A todas las amé, todas me hicieron feliz, todas me dolieron". No se trata de las palabras de una ninfómana aludiendo a su objeto de deseo, sino de las memorias de Martino Bravaqua, el talabartero chaqueño que acaba de publicar una autobiografía en la que habla de los 372 grandes amores que vivió a lo largo de su existencia. Lo singular es que algunos duraron apenas un puñado de segundos y el más extenso no superó las cuatro horas y media.
Experiencias similares fueron -de alguna manera- vividas por millones de personas en la historia de la humanidad. Esos instantes en que divisamos a alguien que se nos cruza en el camino y que por un par de minutos nos enamora con su belleza o con su misterio. Pero para Martino no fueron episodios esporádicos que rápidamente se archivaban en la carpeta de los recuerdos volátiles. No, él los sufría, los añoraba, los gozaba en las proyecciones de lo que jamás sería. Hasta que un nuevo amor llegaba.
"Siempre que contaba lo que me pasaba, me decían enamoradizo, así que dejé de contarlo, porque para mí el término es despectivo. Suena a que me enamoraba de puro pavo nomás, o de calentón. Suena a que eran amores de papel. Y yo sé todo lo que amé", dice Martino.
Fue Luciano Luis Bravaqua, su sobrino, quien lo convenció de que lo utilizara como dactilógrafo para contar esa vida de felicidades y desgarros exprés. El libro será presentado el próximo fin de semana en el taller mecánico de Roque Antúnez, en Villa San Juan, con palabras a cargo de la figura cultural más conocida de barrio, el literato Chuñi Benite, quien todavía no regresó desde Brasil, donde cubrió el Mundial de Fútbol para Angaú Noticias.

Maldita bendición
Luego de no menos de una docena de llamados telefónicos, Martino accedió a una charla con AN. Nos recibió en su casa de calle Obligado, que parece más alta que ancha o larga. Dos habitaciones pequeñas, una sala y techos que están allá arriba, donde casi no se pueden ver. El ambiente es fresco y sombrío. Martino prepara en silencio el mate, y deposita al fin sus 74 años en una silleta de mimbre. Desde la galería de la derecha, donde funciona su tallercito, llega un leve aroma a pegamentos y cueros, que se mezcla con una fragancia de fritangas vecinas.
-¿Tuvo algún gran amor que durara mucho?
-Sí, uno me duró cuatro horas y media.
-¿Ninguno que durara meses o años?
-Así como un gran amor no, ninguno, para qué le voy a mentir.
-¿Y ése de las cuatro horas cómo fue?
-En el casamiento de mi hermana Adelia. Yo ayudaba a acomodar unas sillas, y la vi. Después supe que se llamaba Inés. Me quedé literalmente pegado a su mirada. Hasta cuando ella se dio cuenta de que la observaba y mi mente me ordenó hacerme el distraído, no pude hacer caso y la seguí mirando.
-¿Por qué?
-Por el amor, por qué va a ser. Era la mirada, una mirada que no vi nunca más. Como si toda ella estuviera en los ojos. Una mirada morena, firme y dulce. Una mirada panal del monte. Una mirada puerto. Una mirada horizonte amanecido.
-¿Le habló?
-No, no, porque... No sé, yo no era de hablar. Era de amar nomás.
-Cuénteme más de esa noche.
-Como siempre en casos así, uno se convierte en un inútil. Me abstraía, no podía hacer bien nada que no fuera amarla. Coloqué mal las sillas. Eran esas de madera que se abren o se pliegan, según usted las esté por usar o por guardar. Toda la noche se cayó gente de espaldas porque no las abrí bien. Si servía vino, manchaba el mantel o salpicaba señoras. Al bailar el vals con mi hermana le desgarré parte del vestido. Al saludar a mi cuñado le dejé doblados los dedos de la mano.
-La siguió mirando, supongo.
-Obviamente que sí.
-Disculpe que pregunte tanto, pero quiero entender el proceso. ¿Qué le pasaba a usted en esas horas?
-Es difícil de explicar. Calculo que siempre la aparición de un gran amor es así. Uno cae en la más absoluta desesperación interna. Yo no sabía qué hacer. Le diría que ni sabía qué sentir. De a ratos era feliz por ese amor y porque, al fin de cuentas, amar siempre es un acto feliz.
-Siempre no, está el amor no correspondido también.
-No, siempre es un acto feliz. El amor no correspondido, el amor imposible,  el amor trunco, son felices siempre. Hasta la infelicidad tan terrible que pueden provocar tienen, como música de fondo, una felicidad que uno siente y valora. Salvo que uno sea de los que no se da cuenta.
-Literariamente suena lindo, pero no veo manera de que haya felicidad en un trance tan angustioso como el del desamor, aunque usted diga que se trata de una emoción como en segundo plano.
-No habrá amado bien usted, entonces. Yo le digo que esa felicidad se siente. Además, fijesé que si fuera como usted dice, la infelicidad del que siempre ama sería igual que la infelicidad del que nunca ama, y eso sería absurdo. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Entonces, no pueden tener el mismo resultado.
-Vuelvo a lo de aquella chica. ¿Usted no intentó nada?¿No le habló?¿No buscó la ayuda de un tercero conocido en común?¿No le escribió algo en una servilleta?
-No, no pude. A mí el amor siempre me paralizó. Por otro lado, desde chico sentía que era mi destino. Yo presentía que mis amores iban a ser así. Mi primer gran sufrimiento había sido una nena de sexto que estuvo un solo día en mi grado. Una porteñita que por lo visto los padres andaban de acá para allá. Hará unos años la soñé, y me desperté con el mismo dolor de panza que cuando me dijeron que se había ido a vivir a La Pampa.
-¿El amor más corto cuál fue?
-Aclaremos algo. Cuando yo le digo "este amor duró cuatro horas y media", lo que le mido es el tiempo que yo vi a esa mujer, el tiempo que la tuve enfrente. Porque en realidad el amor, como sentimiento, siempre duró mucho más. A la chica del casamiento la busqué o la esperé dos años. Y la lloré y me hizo feliz todo ese tiempo.
-Quedamos en el más corto.
-Bueno, también le aclaro que tampoco me puse jamás a cronometrarlos. Así que no sé, los "cortos", como les dice usted, fueron la mayoría.
-Mencióneme cualquiera que se le venga a la mente.
-Uno que fue muy especial para mí fue cuando tenía 27 años y me iba a visitar parientes que tenía en Rosario. El tren paró muy poquito en la estación de Hermoso Campo, y allí había una muchacha recostada sobre la oficina de madera del lugar, leyendo un librito. Me impresionaron sus manos, tan blancas, tan limpias. Pero limpias de la vida, le digo. ¿Vio esas manos que usted las ve y dice "seguro que esas manos nunca lastimaron ni robaron ni cerraron una carta de amor burlándose de ella"? Buenos, manos así. Después de unos segundos recién le busqué los ojos, que eran como las manos.
-¿Ella se dio cuenta de usted?
-Sí, claro, todos los amores de los que hablo en el libro fueron amores de a dos. Los grandes amores, por otro lado, siempre son de a dos. Un gran amor nunca es un amor de uno solo hacia alguien que no corresponde a ese amor.
-No lo veo tan así. Uno puede sentir un gran amor por alguien que no nos ama.
-No, usted se equivoca. Si uno siente un gran amor por alguien, ese amor sí o sí encuentra reciprocidad. Podrá ser imposible y hasta podrá ser negado, pero siempre es recíproco. Lo que yo no sé, sinceramente, es si el amor crea esa correspondencia o si la correspondencia está latente y el amor lo único que hace es despertarla. Pienso que a lo mejor ya nacemos con los grandes amores grabados, como si fueran discos esperando su vitrola. Pero volviendo a lo que usted decía, el gran amor que va en una sola dirección no es tal, es un malentendido nomás.
-¿Qué pasó con la chica de la estación?
-Ella me miró, nos dimos cuenta los dos de lo que nos pasaba. Yo en mi mirada le decía que quería vivir con ella toda la vida que me quedara, en una casa blanca con techo de tejas. Ella con la suya me decía que dudaba. Yo le decía que confiara, que hay cosas que se sienten de un modo tan claro que es imposible que no sean ciertas. Ella parpadeó diciéndome que igual tenía miedo de que yo fuera un Don Juan. Yo le dije que no, que en realidad venía atravesando amores y descubría allí mismo, en esa estación, que habían sido cruces de caminos para llegar a ella.
-¿Y entonces?
-El tren comenzó a marchar cuando yo trataba de decirle que quería que nuestro primer hijo se llamara Juan, como homenaje a la simpleza que hay en el amor. Ella me miraba como preguntándome si no podía ser Juan Luis, en memoria de su padre. Yo le estaba por decir que sí, que no había problema, cuando las ventanas se me empezaron a llenar de monte.
-¿Pero y en esos casos usted no avanzaba hacia algo más real?
-¿Real?¿Qué me quiere decir, que viví en una nube de pedo, con perdón de la expresión?
-No, algo concreto, le quiero decir. Me dice que usted percibía que ella lo correspondía, y sin embargo el tren arranca y usted se queda ahí arriba, dejando que se pierda lo que podría haber sido una historia perfecta.
-¿Yo le dije que no bajé?
-¿Bajó?
-Cuando vi que el ferrocarril tomaba velocidad, salté de mi asiento. Usted seguro nunca vio lo que era viajar en uno de aquellos trenes. En el pasillo había decenas de personas de pie, apretujadas con bolsos, animales y verduras. Busqué avanzar hacia la salida del vagón. Forcejeé, remé entre brazos y cabelleras, toleré picotazos en los ojos propinados por aves de corral, fui golpeado por señoras que malinterpretaron mis movimientos, tantas cosas. Al cabo de una denodada lucha contra la masa humana, opté por arrojarme desde una ventanilla. Caí y rodé sobre un cardal. Una serpiente de coral se prendió de mi tobillo. Una nube de avispas calabaceras me desfiguró el rostro y las extremidades. Cuando llegué a la estación, arrastrándome y casi ciego, toqué unos pies que creí eran los suyos y que se alejaron espantados. Yo trataba de decirle que era yo, el de un instante antes, pero las inflamaciones solamente me permitían lanzar alaridos guturales. La perdí.
-¿No fueron idealizaciones suyas esos amores? No se ofenda, pero quizás usted creía ver en las miradas de esas mujeres simplemente lo que quería ver.
-Tampoco se ofenda usted, pero su vida debe ser muy triste. Cuando el amor es amor, no hay equivocación posible. O la única, en todo caso, es no hacer todo lo posible por vivirlo. En eso, sí, le puedo admitir que me equivoqué demasiadas veces.
-En el libro usted dice que, seriamente, no descarta haber sido víctima de una maldición.
-Y claro, imagínese. Hay personas que tienen un gran amor en su vida, éste se trunca, y sufren tanto que sienten que el tiempo debería tener ocho dimensiones para lograr hacer caber todo su penar. Y eso, a mí, me pasó 372 veces. Yo digo que no debe haber habido en la historia rico más pobre que yo.
-¿Hay alguna de estas historias por la que haya sufrido más?
-(Piensa unos segundos) No, no creo. Sufrimientos diferentes sí. Por ejemplo, una vez, en los '70, yo tenía un Renault 4 y por el espejo retrovisor veo el rostro de una mujer bellísima. Simple y bellísima, que es la más maravillosa manera de ser bella que tiene una mujer, porque la belleza simple da cada día una nueva muestra de su condición de tal. Entonces todos los días hay una nueva razón para amar a esa persona. La belleza de las simples es el Paraíso. Sale de adentro, y entonces no depende del tiempo, no depende de la rutina, es libre de todo, jamás se agota.
-¿Y qué pasó con esa mujer?
-Iba en el auto que marchaba detras del mío. La amé, claro. Ella me devolvía la mirada. Sus ojos eran color miel o verdes, no sé bien, la distancia no me permitía precisar. Pero ella entendió, eso sí lo vi bien. "Te busqué, siempre te busqué", me dijo con los labios. Acomodé mi espejo para que viera los míos y le dije "te amo". "No puedo", me contestó, y miró a su alrededor. Entonces vi que al vehículo lo conducía un hombre de cejas gruesas, semicalvo, seguramente su esposo, y vi detrás de ambos las pequeñas cabezas de dos criaturas. Estábamos en un semáforo en rojo. Apareció el amarillo. "Salvémonos, por favor salvémonos", le dije. Se le cargaron de tristeza los ojos. Dio verde. Yo seguí derecho, ellos doblaron a la derecha. Lloré ocho meses sin parar. No comía, no dormía, llegué a pesar 44 kilos. La vi hace dos años, en un supermercado. Qué lugar horrible para reencontrar un gran amor perdido. A esas bromas del destino nunca las entendí, me parecen vulgares. Nos reconocimos, pero hicimos de cuenta que no. Seguía con la mirada triste. Estaba arrugada, vencida, y seguía siendo hermosa.
-¿Nunca pudo vivir un amor? Vivirlo de verdad, quiero decir, piel a piel,  cara a cara.
-Voz a voz, dice usted. Labio a labio, mano a mano, respiración a respiración, silencio a silencio, milanesa a milanesa, atardecer a atardecer. Sí, viví dos amores de ésos. Pero chiquitos y largos, muy largos. Nada que ver con aquellos, tan inmensos y tan breves.



Chuñi Benite















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