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viernes, 11 de julio de 2014

DANIEL SALZANO - MOACYR BARBOSA


 Y ahora hablamos de soledad, o por lo menos de la soledad de Moacyr Barbosa, arquero de una sola y gran desgracia que cuando murió, el 11 de abril del año 2000, fue despedido nada más que por tres o cuatro vecinos, en Brasil, en el cementerio de Praia Grande.


No imaginaba seguramente su pálido final cuando, a los 20 años, gracias a sus métodos innovadores y sus reflejos de gato, era considerado el mais grande arquero del planeta. Tan bueno era que fue seleccionado para ocupar el arco de Brasil durante el Mundial en el que jugó como local, el del ‘50.

Tal y como estaba previsto, Brasil hizo en su torneo lo que le dio la gana: dominó, deslumbró, hechizó y llegó a la final con Uruguay, con el flamante estadio Maracaná poblado por 200 mil hinchas recalentados que exigían una fiesta.

Fue entonces cuando le metieron el gol a Moacyr Barbosa.

Iban uno a uno cuando el arquero mais portentoso do mundo, ligeramente adelantado, vio avanzar a Gigghia, el uruguayo, perfilándose por la punta derecha. Hesitando como Hamlet, vaciló entre salir o quedarse y Gigghia gatilló un balinazo de los buenos. Barbosa, antes de aterrizar, alcanzó a tocar la pelota con la yema de los dedos. Creyó que la había desviado pero por el silencio que siguió a continuación supo que la fiesta había terminado. Uruguay dos, Brasil uno. 

Y ahora, volvamos a Barbosa que a partir de ese momento puso todo su empeño en dejar de ser Barbosa. Se dejó crecer el bigote, se rapó los parietales, se cambió el nombre y llegó a teñirse de rubio la cabeza. A veces, en los bares, ni siquiera le servían el café. Y los mozos le devolvían las propinas. 

El fútbol no es un deporte porque con el fútbol no se juega. O se gana o se muere.











Daniel Salzano
"Quienes y Cuando"
La Voz del Interior

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