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viernes, 25 de julio de 2014

IBARRECHEA; "CÚTER" CUENTO CUATRO PARTE UNO

                                                                              IV
Anochecía en Manvatará.
En el barrio del alto los mosquitos parecían interminables.

- Nosotros, sus compañeros de la promoción de suboficiales lo buscamos, adentrándonos en la selva, aún cuando sabíamos del peligro, pero nunca nos dimos por vencidos, necesitábamos ver el cuerpo de Cipriano -me dijo el suboficial mayor retirado Eugenio Quiroz, una tarde ventosa en la que lavaba su auto, luego de un día de pesca en el lago Imbuté-. Nunca lo encontramos, nunca vimos ni un pedazo de ropa de su uniforme, nada. Es mentira de ése oficial que dijo que ellos pusieron el máximo esfuerzo por tratar de localizarlo, es mentira. 
También anduvieron los compañeros de Jensen, es verdad.
Y también algunos familiares y amigos del cabo primero estuvieron en la búsqueda, pero lo hicieron en otra dirección, río arriba.  Ellos fueron los que trajeron parte del equipo de Jensen, algunos pedazos de prenda militar, o sea, del uniforme que llevaba manchadas con sangre. Fue así que ellos aceptaron que Jensen murió en la explosión y que fueron despedazados y que gran parte de los cuerpos, supusieron, fue arrastrado por el río o que fueron comidos por las fieras salvajes o buitres. En cambio, nosotros sabíamos de qué madera estaba hecho el negro Tavares, y pensamos que de alguna forma habría sobrevivido. Nunca obtuvimos datos reales de su muerte en aquel combate. Había un oficial, un tal Castro, que hizo cagadas tras cagadas, hasta metió todos los cadáveres de Naranjillos en una fosa común. Mire, había cada uno. 
- El Ejército emitió un comunicado dándolos por desaparecidos en combate.
- En el Ejército lo dieron por desaparecido en acción, si señor. Para mis jefes murió allá. Para mí, anda por ahí, matando a los que se les escaparon, aunque nunca supimos porqué razón todos aquellos que vivieron en Naranjillos, fueron muriendo atravesados por un cúter, .
- ¿Qué hicieron cuando se enteraron del muerto en Altos Moncadas?
- ¿Qué hicimos cuando nos enteramos de que ese tal cúter el acribillado, y si era nuestro ex compañero? Mire, le cuento que formamos una comisión que pidió acceso a las investigaciones que se realizaban, pero encontramos un montón de obstáculos, nos denegaron todos los pedidos y viajamos por nuestra cuenta a esa ciudad de mierda. Las fotos del cadáver eran de una persona irreconocible, no tenía rostro visible, no tenía nada que lo identifique, solo el peinado parecido -hace una seña sobre su cabeza el suboficial retirado Quiroz- Cipriano se peinaba con una raya al costado y usaba bigotes finos. A simple vista parecía él, pero en las fotos se ve un cuerpo despedazado, sin rostro daba la sensación que era él, excepto por un detalle, la cicatriz de la pierna, en las fotografías no sale. 
- Varias personas me hablan de esa cicatriz.
- Así es señor periodista, Tenía una larga cicatriz en la pierna izquierda, no sabemos cómo fue que se la produjo pero siempre la vimos y creemos que por algo, él nunca habló de eso, pero era visible. Debe haberse lastimado en la época en que vivió con los niños expósitos, al morir sus padres, antes de ingresar al ejército, supongo que fue allí que él se lastimó, tal vez con un cuchillo. Para nosotros no era Cipriano aquel cadáver, pero las conclusiones de la Justicia y de quienes lo mataron, los hermanos Barragán, así lo aseveran -decía con un cierto tono de duda-. Es triste saber que haya desaparecido así una persona, muerta con treinta y seis tiros por la espalda. Fuese quien fuese.
- ¿Me puede hablar de la familia de Cipriano Tavares?
No, de sus familiares sabíamos poco, sus padres habían fallecido mientras él no se encontraba en el país, era soltero, mujeriego, bebía, fumaba, jugaba a las cartas, llegaba tarde siempre, contestatario, rebelde, pero buen amigo, gran compañero -hace cuentas con los dedos, mientras pasa el trapo mojado sobre la carrocería del auto- tenía treinta y dos años cuando desapareció en la selva, al cadáver acribillado las autoridades le calculaban unos cincuenta. Sólo los asesinos lo reconocieron. Festejaban haberlo matado, eso es lo que consta en las actas.
- ¿Y qué averiguaron sobre la tal Beatriz Pereda?
- ¿La señora Beatriz Pereda? Así se llamaba, es cierto. Ni idea tenemos de quién podía ser ésa mujer, la dueña de la casa acribillada. Ella fue la que dijo que era un ladrón al principio, pero que ese ladrón tenía una carta para ella, y varios dimes y diretes sobre ella, pero fíjese una cosa, nosotros le conocimos varias de sus amistades mujeres y si es como dicen, que eran amantes, realmente Cipriano había perdido el juicio. No era su estilo de dama. No, no joven, para nada -toma agua y me alcanza un poco, el agua está helada-. Veo que está bien informado, de todos modos ya la historia de Cipriano se contó una vez, hasta dicen que andaba una revistita, pero es cierto, su domicilio fue siempre la unidad militar donde él revistaba. 
- Lograron cobrar el seguro de vida, me dijo Benavídez.
- Es verdad. Cuando logramos que se nos pague a nosotros, que éramos sus albaceas, todos los seguros correspondientes, éstos fueron depositados directamente en la cuenta de una señorita que creo que era la hermana de uno de sus soldados un tal, no me acuerdo el nombre y de apellido Vizgarra. 
- Leopoldo -le recuerdo- 
- Si, ése mismo. Creo que esa es una larga historia, Cipriano era así con su gente. Pero lo que usted no sabe, es cómo se manejaba la burocracia militar. Era terrible en aquel tiempo, pero finalmente y de repente alguien firmó de conformidad y empezaron a efectuarle los pagos a esa chica, pero yo no estaba en eso, yo ya revistaba en otra unidad, en el sur, y me perdí la parte cruel de las gestiones que hicieron mis pocos compañeros que andaban por los escritorios del Comando.
- ¿Les llevó mucho tiempo?
- Así es, después de casi ocho años de lucha, de repente salió todo. Todo lo que solicitábamos, y fíjese usted que casualidad, fue justamente cuando aparecieron los dos cadáveres de los funcionarios de segunda línea acuchillados en la vía pública de la capital. Esos que tenían un cúter clavado en la garganta y los números veintitrés y veinticuatro escritos en los cuerpos. Eran dos maricas comunistas, ¿usted se acuerda, no?
- En realidad, no. ¿Pero él era tan bueno lanzando cuchillos?
- Nunca tuvimos en claro dónde fue que adquirió esa cualidad de cuchillero excepcional, ¿sabe una cosa? pelaba una sandía como si fuese una naranja, a una velocidad increíble. 

   Quiróz me dice además que tiene otras cosas que hacer, que tanto él como sus compañeros de la Promoción de Suboficiales habían decidido redactar y mandar a imprimir cientos de copias sobre una biografía de Cipriano Tavares
- La larga historia de la que hicimos referencia siempre, es ésta. 
Deja de repasar el auto, se seca las manos y me dice que espere, que ya viene. Entra a la casa y sale con unos papeles. 
- Tome guarde -me dice algo cansado, pero sigue hablando-. Cipriano era soltero vivía en las unidades militares donde revistaba y se hacía cargo de los hombres a su mando como si pfuese un padre, vea. En eso nos hacía quedar mal al resto pues nosotros le decíamos que él, al no tener familia, niños que atender, no se apuraba por volver a su casa, se quedaba en la unidad y por la noche visitaba y controlaba a los soldados y a sus subalternos. Hacía un mes que había llegado a la Compañía del Norte. Con los oficiales no tenía buen trato y ellos buscaban tener razones para sancionarlo, por su soberbia, más que nada. Si Usted quiere seguir escuchando la larga historia, se lleva este historial que tenemos cientos de copias para que todos nosotros digamos lo mismo, siempre -me alcanza las hojas blancas, tipeadas y abrochadas-. Guárdelas para que nadie lo confunda con pavadas -toma más agua y sigue con el relato-. Sepa usted que Cipriano Tavares llevaba un control total sobre su gente, hasta era capaz de leerles la correspondencia, antes que el destinatario. Le aclaro -carraspea Quirós-que nosotros le objetábamos todo, pero él solamente nos miraba, sonreía y parecía que nada le importaba, y nos respondía con una frase corta. Nos saludaba siempre asi; "Buena suerte, camarada."  Pero sepa usted que él, haciendo eso, es que se entera que uno de sus soldados iba a ser tío. Parece ser que al soldado Vizgarra, le habían embarazado la hermana. Y era uno de sus soldados seleccionados por la habilidad que tenía con los cuchillos y con las armas de fuego. Cipriano no quería que se enterase, pues decía que "el negro se iba a desconcentrar," eso nos decía, y que ya era tarde para seleccionar otro soldado. Así nos dijo una vez antes de partir y nos dejó algunas instrucciones, en sobre cerrado, por las dudas.
   En realidad no se a ciencia cierta si era un tipo previsor, o un adivino, pero quería a esos dos soldados como si fuesen sus hermanitos menores.
   Así es que dos días antes, él les contestó la carta a los padres del soldado Leopoldo Vizgarra -señala en uno de los papeles- que si el novio de la niña no aparecía más, él se haría cargo. Aún sin conocerla y que su hijo, el soldado, volvería a su pueblo como un gran héroe.

    Llévese una copia de todo esto, hable con quién hable, todos mis compañeros le dirán lo mismo que yo -se vuelve a secar las manos, esta vez en su pantalón-. Hágame un favor -me dice cuando trato de salir apurado, por la hora de la noche, y porque ya estoy pensando en cenar en el hotel-. Hable bien de él. Hable bien de él. Y averigüe este otro dato: Porqué hay dos tumbas con su nombre.
- Eso si que no lo sabía.
-Si -dice y agrega- ¿usted no sabía que hay dos tumbas con su nombre? Están en distintas ciudades. Supimos que adentro hay piedras, solo piedras. Una de ellas está en San Vicente. La otra en el cementerio de la Capital. Buenas noches señor periodista, y en esto de andar despertando fantasmas, le deseo buena suerte.

El mejor plato que sirven en este hotel se llama ceviche, amigo Facundo Arenas -me dice el señor Yosnar Quispe- Usted que es periodista debiera dedicarse a la gastronomía internacional, ésa será la profesión del futuro. Anote los ingredientes de  este plato exquisito que hice preparar para esta ocasión. Lleva un kilo de filetes de pescado fresco, dos o tres choclos, dos o tres ajíes, mejor no tan picantes los ajíes, veinte limones del tipo sutil, dos camotes grandes, o sea, la batata que le dicen ustedes allá, una cebolla roja grande o métale dos medianas, dos cucharaditas de sal, una de pimienta negra, otra de ají, algunas ramitas de cilantro, dos cucharaditas de ajo molido y ponga algunas hojas de lechuga. Un manjar. 
-¿Cómo se prepara? 
- Mira hombre, tu picas todos los ingredientes y lo pones en el jugo de los limones, lo acompañas con lo que tu quieras.

Cenamos ceviche

En realidad -me dice sin dejar de comer y de tomar cerveza el amigo Yosnar Quispe- aquellos Peremerimbinos eran todos unos fabuladores, mira hombre, no hay mujer que vuele, ni siquiera las brujas -se ríe de su comentario-  yo estoy casado hace treinta años con una de ellas -ambos reimos-.
    Mire -me dice- Peremerimbé existió y el coronel Juan Penerguido también, lo demás es todo cuento, ellos eran de esa clase de gente que tenía mucha fantasía, mucha imaginación, decían que los magos de un circo los había alucinado, y que a través de los años esperaban siempre con ansiedad a esos italianos y turcos locos  para maravillarse con esas tonterías de ver a los chimpancés emborracharse con cerveza y diabluras inimaginables que se les ocurría.
Creo que unos árabes mataron al enano pervertido llamado Didú -llama al mesero, haciendo un chasquido con los dedos- Porfirio, nunca se te ocurra dejar esta mesa sin cerveza, anda trae el segundo plato ahora mismo -se seca la transpiración de la cara y se limpia la boca con la misma servilleta el señor Quispe-.
    Los del ejército dieron por desparecido a ése tal sargento "cúter" Tavares. Le explico amigo, aparentemente ése sargento Tavares murió en la explosión del puente sobre el río Naranjillos, hace cuarenta años atrás. El tal Cipriano Tavares que mataron en Altos Moncadas hace veinte años, era un atrevido buscavidas y mujeriego que seguramente andaba en deudas por cuestiones ajenas a mis principios y atodo aquel que profese el orgullo de ser conservador y nacionalista, hey Porfirio, alcánzame el directorio telefónico -Porfirio el mesero le alcanza un libro bastante gastado de la Compañía de Teléfonos- mire, mire hay en estas provincias decenas de Ciprianos Tavares. Olvídese del asunto, no despierte fantasmas.

Porfirio nos sirve el segundo plato.

-Esto se llama guiso de alcauciles, amigo. La preparación consiste en limpiarlos bien, luego tú le sacas las hojas duras y le vas cortando hasta llegar a los corazones, le blanqueas en agua hirviendo y dejar escurrir y guardas, tú sabes. esto va acompañado con batatas como tú le dices, ajo, aceitunas, cubos de papas y zanahorias.
- Es ceviche de alcauciles.
Lanza una fuerte risotada que altera el salón, se ahoga, tose, Porfirio acude en auxilio de su patrón, le palmea la espalda y me dice luego del susto. 
- Qué ocurrente y gracioso eres pendejo, "ceviche de alcauciles" vuelve a reír y todos los presentes ríen.
- Amigo, esto se llama guisado, te dije. 
Su rostro pareció cambiar, se puso serio y se sirvió cerveza. 
- No pierda tiempo en esta historia, y no se olvide. Dedíquese al periodismo especializado en la gastronomía. Buena suerte.

 
Porfirio el mesero, me sugirió conocer y escribir esta otra historia, mientras los dos orinábamos en el baño.  
    Teresita Zurita Copertuno fue la primera femenina en suicidarse arrojándose al paso del tren en el valle de Imbuté, según consta en los libros de guardia de la Policía Local, Libro de actas número cinco, folios treinta y uno, treinta y dos y treinta y tres, de aquel año siniestro. 

    La recordaba así su tía doña Ernestina Chacón viuda de De León, mujer que supo guardar durante todo el tiempo de requisa del gobierno Conservador, papeles relacionados a la historia de la zona de Peremerimbé y de los integrantes de la "Turma Sem Bandeiras" de don Teófilo Cabanillas, donde militaban casi todos sus parientes. 

   Ella me contó algo parecido a lo que ya me había relatado el ex policía detective, don Ricardo Muñoz, que dijo haber tenido en la mira de su arma al auténtico Cipriano Tavares alias "Cúter" pero que no lo pudo matar porque justo ladró un perro y él se dio vuelta y le mostró un estilete y que como dijo más adelante alguien más estaba en el lugar, que se le acercó lentamente y le apoyó el cañón de una pistola en la nuca, y que por eso se las tuvo que entregar y caer de rodillas implorando por su vida hasta que le arrebataron el arma reglamentaria y que pudo ver que le quitaban la munición, que la vaciaban totalmente y que se la devolvían desarmada en todas sus partes. Diez años de seguimiento de pistas falsas y verdaderas a lo largo y ancho de toda sud américa perdidos por el ladrido de un perro vagabundo y callejero, y un puntapié certero de la mestiza Teresa Paniagua. Y también dijo que "Por las sombras que alcanzaba a ver en el piso aseguraba que eran dos los hombres más la mujer de huesos duros que le había pegado en los testículos, los que estaban  en el lugar" -repitió eso todas las veces que pudo, hasta su retiro obligatorio-. 
     Pero siguiendo el relato de doña Ernestina, me voy a detener en sus palabras y copiarlas textualmente, ya que explica a través de este drama, cómo era aquella gente, de costumbres exóticas, y siempre sosteniéndose en su memoria prodigiosa.

    Ella empezó contando la historia de la siguiente manera: 
Teresita de muy niña, se paraba en un cajón de frutas y miraba como su padre se afeitaba, le veía enjabonarse la cara y con asombro miraba como la navaja guiada por una mano experta, se deslizaba de abajo hacia arriba en el cuello y de arriba hacia abajo por la cara, con cierto cuidado y delicadeza entre la nariz y el labio. Ella reía y aplaudía cuando se rasuraba su padre.
Teresita desde el cajón de frutas saltaba y decía que quería volar como las mujeres de Peremerimbé y que a su padre, eso le causaba gracia, mientras la hacía girar a su alrededor tomándola de las manos, y hasta le decía que trepe a los fresnos y que se arroje a sus brazos, cosa que la niña hacía con cierta destreza, bajo la mirada comprensiva de Leonor, que le enseñaba a bailar y cantar las canciones de moda.
Teresita era siempre bañada y vestida como una princesa por su madre, Leonor Chacón, que murió días después de la tragedia de su hija y que a partir de allí, fue que algunos cobardes se fueron entregando a las autoridades, y a dar nombres de otros revoltosos escondidos, pues "Cúter" había vuelto por ellos, y estos traidores del Movimiento, se señalaban entre ellos como los posibles matadores de los soldados Colque y Lizarraga en mutuas acusaciones.

    Pero volviendo a Teresita, le cuento que ella había quedado muda la noche que entraron a su casa Cúter y Jensen. Ese tal Tavares era un hombre común, sin rasgos particulares más que su sonrisa y su habilidad para el uso del cuchillo y Jensen era un rubio, de cabello largo que sacó a  mi cuñado, don Jaime Zurita Copertuno de los pelos hacia afuera sin dejar de apuntar a mi afligida hermana,  Teresita quiso gritar como gritaba su madre  -se pone a tejer con dos agujas mientras habla- pero no le salió más que el aire de sus pulmones, me dijo Leonor.

    Me cuenta que Teresita hizo varios dibujos de lo que ella había visto esa noche, desde la puerta de su habitación, pues a partir del asesinato de su padre, nunca más volvió a hablar. 

    Le quité la navaja de rasurar que usaba su padre, y que tenía en sus manos quietecitas, dormidas y la desperté a la mañana siguiente del funeral. 
Ella abrió los ojos, le dije que se levante, pero no quiso.
Te entiendo Teresita  -le hablé despacio, pasandole mi mano por su largos cabellos negros- y la dejé sola para que suelte el llanto guardado. Mientras que mi pobre hermana Leonor, pensativa, miraba la mariposa negra posada en la luminaria del techo.

    En los dibujos de Teresita, que deben estar por ahí guardados  -dice señalando la casa- aparece un hombre delgado y rubio apuntando con un arma a su madre. 
En otro, dibuja a Cúter agachado sobre su padre, ella hace una gran mancha color rojiza sobre el piso, y en el siguiente dibuja al mismo hombre de sombrero, con una enorme mariposa nocturna en las manos y que hace como que se la entrega a ella, que resalta la sonrisa de éste como una enorme y grotesca medialuna. 
Tiempo después, Teresita dibuja el vuelo de aquella mariposa negra como una gran ave, negra y misteriosa y ella desde la puerta parece observarla, vestida con su ropita de día domingo y un hermoso sombrero de alas anchas y cintas.

    Y en el último dibujo, que le hace a las autoridades que la interrogaron, muestra muchas manchas que fueron analizadas por el equipo de médicos que mandó el gobierno.
Una mancha roja alargada, es su padre. Una mancha verde adentro de un cuadro, es su madre mirando y gritando por la ventana, una mancha rosa adentro de un rectángulo que simula una puerta es ella, parada observando todo. Y dibuja cuatro manchas negras, tres alargadas y una casi redonda, las que se entendieron que eran tres las personas que vinieron a matar a Zurita Copertuno, mientras que la otra, era el policía Ricardo Muñoz, que así lo admitió en el estudio médico posterior que le hicieron, cuando ya estaba instalada esa disciplina de interpretar las cosas que uno dice y piensa. Algunas pequeñas manchas más, como si fuesen estrellas había, lo que señalaba que el crimen fue de noche y arriba de todo, dibuja una extraña estrella negra. La mariposa, dijimos. Allí coincidimos todos.

- ¿Es la mariposa que le regala Cúter antes de irse?
- Así es jovencito, eso mismo les dije a las autoridades cuando me llamaron como intérprete de mi sobrina, ya que mi hermana continuaba con su estado emocional alterado.

    También asegura que Teresita empezó a ir a la escuela y se entendía con los maestros y compañeros a través de pequeños dibujos, hasta que empezó a escribir.

    Recuerda doña Ernestina que su hermana, la madre de Teresita, sufrió un ataque que la dejó postrada en cama hasta su muerte, fue un día en que viajaban ellas dos, en tren y que, entre las estaciones de Altos Moncadas y Manvatará, vieron entre el pasaje a Cúter, al gringo de pelo largo y a la Paniagua  y que por eso Leonor pegó un grito y cayó desmayada y dicen que fue atendida por la presión alta y que dijo antes de morir que el agente detective Ricardo Muñoz tenía razón. Ella los había visto, todavía estaban vivos y persiguiendo a los Peremerimbinos que como su marido, Jaime Zurita Copertuno, habían emboscado y matado a los soldados del sargento Tavares en las cercanías de Naranjillos.

    Mi hermana murió un sábado, preocupada porque su hija no la había visitado el último jueves. No sabía nada de lo ocurrido a su hija, nadie quiso contarle.

    Teresita estaba por cumplir quince años de edad, estábamos listos para prepararle una hermosa fiesta todo el vecindario unido. Ella estudiaba por la mañana y los jueves a la tarde visitaba a su madre enferma en el hospital a la salida de la academia de piano de la señorita Beatriz Pereda, la misma de la casa acribillada, que venía desde la ciudad de Altos Moncadas. Si señor, la misma Beatriz Pereda que dijo que ella no sabía quién era Cipriano Tavares, que nunca había oído hablar de él.

    En el último dibujo de Teresita, que encontraron al lado de las vías del ferrocarril, se ve claramente a una niña vestida de rosa, caminando pensativa, mientras que a su alrededor, parece que vuelan varias mariposas negras, y allá al fondo, perfectamente delineada, ella había dibujado la silueta oscura y amenazante, de la máquina de un tren.  

     La misma máquina que la arrastró cien metros, dicen.
En el lugar del accidente hay una cruz de hierro y un cartel donde, apartando la maleza, se lee claramente "Buena suerte."







Tiene derecho de autor
Copyright 2013
Capítulo correspondiente al libro "CÚTER"
Autor: José Antonio Ibarrechea 
http://diceelwalter.blogspot.com
"PASEN Y VEAN"
diceelwalter@gmail.com
Walter Ricardo Quinteros

JUAN RULFO; ES QUE SOMOS MUY POBRES


Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos ente­rrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llo­ver como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin dar­nos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un mano­jo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaban, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le re­galó para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el es­truendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumban­do el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.

Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazo­nes y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se no­taba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había per­dido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.

Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tama­rindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque aho­ra ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.

Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más es­pesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin can­sarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subi­mos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.

No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpen­tina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puer­ta del corral, porque si no, de su cuenta, allí se hubiera es­tado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y sus­pirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.

Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y aca­lambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había vis­to. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árbo­les con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o tron­cos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.

La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos ha­bía conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes.

Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que cre­cieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y enten­dían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el sue­lo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.

Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguan­tó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantar­las más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para donde; pero andan de pirujas.

Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.

La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.

Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vuelta a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: «Que Dios las ampare a las dos.»

Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: pun­tiagudos y altos y medio alborotados para llamar la aten­ción.
—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera donde quiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa era la mortificación de mi papá.

Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entien­de. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido seme­jante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.



 Juan Rulfo (San Gabriel, Jalisco, 16 de mayo de 1917 – México, D. F. 7 de enero de 1986)

AL IBARGUREN: EL ARTILUGIO DE ANSELMO

Recuerdo que me costaba lágrimas hacerle entender al cura que me casó que yo no era de su pueblo, y que de repente cuando vi que ahora podía sustentar económicamente a quién sería el amor de mi vida, decidí casarme.

No por capricho, le explicaba.
Él no entendía eso, era por amor.
Un amor repentino, que parecía no caberle en sus pensamientos.

Sucedió que vendiendo mis artilugios, la conocí -le dije- Y ella y yo nos enamoramos así, de repente, y que ella y yo decidimos escaparnos, pero ella fue más sensata y me dijo que primero Dios debía estar de acuerdo y que por eso bajo el fuerte sol de la siesta nos vinimos caminando sin hacer mucho ruido y llegamos hasta la plaza, donde ella se quedo sentada y cansada y tal vez repensando nuestra repentina locura, pero yo seguí hasta aquí y me encontré conque en la puerta de su iglesia usted puso un cartel que decía que se abre recién a las cinco de la tarde, una locura señor cura, mire si todos se despiertan y vienen a ver qué pasa.
Y recuerdo que el cura con una enorme cara de sueño y el cabello blanco cayéndole en las arrugas de su cara me dijo que "qué clase de insensatez es ésta jovencito."

Y yo que le decía que me quería casar y que sino lo encontraba acá, seguramente lo iría a buscar por todos lados, incluso al hospital. Por eso empujé la puerta de hierro sin fortuna. Por eso salté las altas rejas y que por eso anduve llamándole por la casa parroquial. 

Y él que me preguntaba si yo en mi atropello juvenil creía que eso era amor. Y él que me preguntaba si yo en mi locura juvenil tenía cabales conocimientos de la responsabilidad que implicaba aquel acto, prematuro e inconsciente, si se quiere -agregó-.

Y recuerdo ahora sus largos sermones y los requisitos indispensables expuestos que la iglesia consideraba para llegar a tal fin y los testigos que debía aportar para tal momento y los padrinos que debían estar presentes y toda una larga serie de impedimentos para concretar ante la vista de Dios aquel amor repentino.

Aquel amor que surgió como una lágrima y explotó en las pupilas de ambos, con sólo vernos.
Aquel amor que fue como una luz enceguecedora que apareció sin aviso.
Aquel amor instantáneo y enternecedor como una lluvia de gotitas de miel, que sacudía nuestros ya sudorosos cuerpos, fíjese. 

Y él mostrando signos de fastidio por lo que consideraba una imprudencia de parroquiano ajeno y por sus confeso cansancio y fuerte dolor de piernas por su avanzada edad, se asomó por la ventana ante mi pedido angustiante e insistente para que vea de quién se trataba la persona que había despertado en mi aquella imperiosa necesidad.   

 Ve a buscarla -me dijo-.
-Gracias padre. Eh, oiga yo me llamo Anselmo y vivo en El Soleado, el pueblo de al lado.
Aquellos eran días calurosos, recuerdo, el sol nos pegaba de tal forma que parecía querer partirnos la cabeza, por eso todos usábamos sombreros de ala ancha.
Hasta el mismo cura, que adentro en la sombra, lo usaba para abanicarse y tirarse algo de aire fresco por las galerías Jesuíticas.

¿Desde cuándo niña, conoces tu a este jovencito? -Le preguntaba mientras le recordaba que nunca ella en sus confesiones le había hablado de mi-.

Hace un ratito, padre -contestó ella mirando hacia el piso, roja de vergüenza-. Desde que golpeó las manos en la puerta para explicarme el uso de su invento.

¿Y saben tus padres que estás aquí? -profundizaba las preguntas el cura-.

No padrecito, no lo saben ni quiero que lo sepan -levantó la vista y miró fijamente al cura, dejó de hacer círculos con los pies en el piso, mi futura esposa-.

¿Qué crees qué dirán a esto tus padres, niña? -Se mostraba impaciente el cura-.

Mis padres no saben ni nunca supieron lo que es el amor. Usted lo sabe. A mi padre solo le importa su campo, su hacienda sus mulatas, ni sabe ni se yo cuántos hermanastros tengo desparramados por ahí -lo miraba ahora fijamente, al cura-, y usted mismo siempre se ha mostrado permisivo con esa falsedad de matrimonio. Usted mismo sabe que mi madre espera los atardeceres para dormir sola en su cuarto y usted mismo sabe, padre que ella ni sabe si estoy o no en la casa. No me hable de amor.

Yo la recuerdo haberla visto más hermosa y decidida que nunca, a ella.

Y tu, hijo mío -me miró fijamente mientras carraspeaba-, dime a qué te dedicas.

Mire señor cura -recuerdo que le dije- yo soy el inventor de un aparato que elimina cucarachas al instante. Se trata de un ingenioso artilugio compuesto de dos tablillas de madera de cajón de manzanas pintadas en sus extremos con la letra I de Izquierda y D de Derecha, eso hace que se eviten confusiones a la hora de hacer funcionar el mecanismo exterminante anti cucarachas con efectos altamente aplastantes. A su vez, en uno de sus extremos, como puede apreciar, van unidas ambas tablillas por un seguro piolín de hilo, que después de su uso, pueda ser colgado en un clavo de la pared para ser hallado prontamente. 
Mire, observe con atención -le dije mientras nos miraba con cara de asombro-.

Yo recuerdo aquella tarde haber buscado entre los trastos de la cocina de la sacristía una cucaracha, de las que abundaban en aquel pueblo. 

Encontré una cerca de la alacena.
El bicho movía sus antenas.
Parecía percibir el peligro.
Me acerqué lentamente.
Tomé la tablita I con la mano izquierda.
Empuñé la tablita D con la mano derecha.
La aplasté.
Fue un instante conmovedor.

¿No es maravilloso el invento de mi novio? -Dijo ella, totalmente enamorada-.









Al Ibarguren
aliciauv@yahoo.com.ar
http://diceelwalter.blogspot.com
Colaboración: José Antonio Ibarrechea. 

JULIO CORTÁZAR; CASA TOMADA



Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.






Julio Cortázar

B.WEBER: ASI ERAN LAS MUJERES EN AQUELLOS TIEMPOS


Cuando sucedió la revuelta de Mayo, nos cuenta Pacho O'Donnell, el rol social de las mujeres estaba muy postergado; tanto, que entre los participantes del Cabildo Abierto del 22 no figuró ningún representante femenino. 
Ese lugar en las sombras se acentuó porque los registros históricos de entonces eran escritos por hombres y para hombres. Sin embargo, pueden hoy recuperarse nombres de heroínas que, de una u otra manera, colaboraron con nuestra independencia.

Manuela Pedraza. 
Cuando, en 1806, Gran Bretaña invadió Buenos Aires por primera vez, Manuela decidió acompañar a su marido soldado en el fragor de la batalla, sin acobardarse por metrallas y cañones. Cuando él cayó atravesado por una bala, Manuela tomó su fusil y mató al inglés que le había disparado. Terminada la lucha, Liniers la recompensó con el grado de alférez y goce de sueldo. En su parte, dirigido a la Corona española, decía: "No debe omitirse el nombre de la mujer de un cabo de Asamblea, llamada Manuela la Tucumanesa (era nacida en Tucumán), que combatiendo al lado de su marido con sublime entereza mató un inglés del que me presentó el fusil".


Martina Céspedes.
A fines de junio de 1807, cuando las fuerzas británicas insisten en invadir el Río de la Plata, Martina Céspedes, viuda, era dueña de una pulpería en el actual barrio de San Telmo, que atendía con la ayuda de sus tres hijas. El 2 de julio, ya de noche, un grupo de doce soldados ingleses llegaron hasta la pulpería, que estaba cerrada, y golpearon sedientos de aguardiente. Fue ella misma quien abrió la puerta y les dijo que era muy tarde, pero que igualmente los dejaría pasar con la condición de que entraran de a uno para que no fuera evidente que violaba la orden del virrey de no dar atención a los invasores. Los hombres aceptaron y a medida que ingresaban recibían un golpe en la cabeza, eran maniatados y conducidos al patio en calidad de prisioneros. Finalmente, cuando el general Whitelocke firmó la rendición y ordenó a sus tropas que entregaran las armas a los vencedores, se presentó Martina con sus prisioneros ante Liniers. Relató cómo habían apresado a los doce hombres, pero aclaró que le entregaba once, porque el que faltaba había simpatizado con su hija Josefa y le solicitaba permiso para quedárselo. Liniers se lo concedió y le otorgó, además, el grado de sargento mayor, en reconocimiento a su valor y a su astucia.

Mariquita Sánchez de Thompson. 
Ella y otras damas de la clase acomodada eran las anfitrionas de tertulias que reunían a mujeres y a hombres, y en las que se ganaban adeptos a la emancipación y circulaban las ideas y los planes que hicieron posibles los sucesos de Mayo. Reuniones en las que luego se divulgaban noticias de las guerras independistas y donde se recaudaban fondos para sostener a las fuerzas patriotas.


María Catalina Echevarría de Vidal. 
Humilde costurera de Capilla del Rosario, del pago de los Arroyos, hoy Rosario, María Echevarría cosió nuestra primera bandera, y queda como representante de las muchas mujeres de pueblo que generosamente ofrecieron a la causa patriota lo que estaba a su alcance.


María Remedios del Valle.
Fue una de "las niñas de Ayohúma", y junto con su madre, tía María, y su hermana, todas negras y esclavas, luchó heroicamente, fusil en mano, en Ayohúma, fue herida y cayó prisionera. Cuando un tiempo antes el ejército de Manuel Belgrano esperaba al enemigo en Tucumán, ya había pedido estar en primera línea, para atender a los heridos y para pelear, si fuese necesario, lo que le fue negado. Ello no fue obstáculo para que cumpliera su propósito. Desde entonces los soldados la llamaron "la Madre de la Patria", y Belgrano, perdonando su heroica desobediencia, la nombró capitana. Con el correr de los años, hundida en la miseria, mendigaba en la puerta de las iglesias porteñas. Una tarde, el general Juan José Viamonte, quien fuera oficial en el Ejército del Norte, la reconoció. "¡Es la Madre de la Patria!", exclamó y pidió que se la premiara por sus servicios. Pero desde entonces, las huellas de María Remedios del Valle se vuelven a perder.

Macacha Güemes.
Hermana del gran caudillo salteño Martín Miguel de Güemes, fue su eficaz colaboradora. Después de la Revolución de Mayo, convirtió su casa en taller para confeccionar la indispensable ropa de las fuerzas montoneras. Organizó también una red de mujeres mensajeras y espías de gran utilidad logística. Dotada de habilidad política, en 1815, gracias a sus gestiones, se llegó a la paz de "Los Cerrillos" entre su hermano y las fuerzas de Buenos Aires. Güemes desoyó sus consejos de prudencia cuando una partida realista, con apoyo de un sector de la aristocracia salteña, lo hirió de muerte el 7 de junio de 1821.

Juana Moro y Loreto Sánchez de Peón.
Lideraron una red femenina de espías, que actuó con reconocido coraje y eficacia y que mereció un comentario del jefe realista De La Pezuela, al virrey del Perú: "Los gauchos nos hacen casi con impunidad una guerra lenta pero fatigosa y perjudicial. A todo esto se agrega otra no menos perjudicial, que es la de ser avisados por horas de nuestros movimientos y proyectos por medio de los habitantes de estas estancias, y principalmente de las mujeres; cada una de ellas es una espía vigilante y puntual para transmitir las ocurrencias más diminutas de este ejército". Denunciada y apresada, fue condenada a morir tapiada en su propio hogar; pero, para su fortuna, una vecina patriota horadó la pared y le proveyó de agua y alimentos hasta que los realistas fueron expulsados. De allí en más, su apodo fue "la Emparedada."

Otras heroínas.
El rol de la mujer fue también el de "sostén moral" de las tropas independistas.
Fueron muchas las que se unieron a los ejércitos para acompañar a sus esposos o enamorados. Y también tuvo un papel económico. En cuanto la Gazeta de Buenos-Ayres hace el llamado a la contribución para la guerra, muchas responden con sus joyas y bienes.
En Cuyo es sabido que, ante la falta de recursos enviados desde Buenos Aires, son las damas mendocinas y sanjuaninas las que se desprenden de sus joyas para financiar el Ejército de los Andes. Las mujeres humildes, también las esclavas, no se quedaron atrás y colaboraron con su mayor capital: su trabajo.

Tiburcia Haedo de Paz.
En Córdoba, pone a disposición de la Junta sus bienes y los sueldos de sus dos hijos, José María y Julián, que integraban el ejército de Belgrano.

Gregoria Pérez Larramendi De Denis.
Rica y viuda, dona al Ejército del Norte la totalidad de sus tierras y sus bienes. Belgrano le respondió, no ahorrando crítica al egoísmo de otros "decentes: "La excelentísima Junta leerá las expresiones sinceras de Ud., y estoy cierto que la colocará en el catálogo de los beneméritos de la Patria, para ejemplo de los poderosos que la miran con frialdad."

Martina Silva.
Salteña, que congregó y equipó a su costo una fuerza de hombres que luego puso a las órdenes de Belgrano, quien la nombró capitana del ejército.

Pascuala Meneses.
Mendocina, no se resigna a que su condición de mujer le impida combatir por su Patria; se viste de varón y se anota como voluntario en el Ejército de los Andes. El engaño es descubierto cuando la columna de Las Heras marcha por el camino de Uspallata, y es obligada a regresar al campamento del Plumerillo.

Bartolomé Mitre, quien rescató del olvido a varias de las nombradas, en su libro "Historia de Belgrano" comentaría admirativamente:
"Así eran las mujeres en aquellos tiempos".














Recopilación: Berenice Weber 
http://diceelwalter.blogspot.com

RAFAEL R.COSTA; POEMAS

LA TRAMPA DE VENUS
Yo prefiero la amante que aspira al minuto


de pasión y te pide que no te vayas 

antes de que termines de los servicios del bar,

la amante que se descose el pespunte de la vida
y su aliento es dulce y es amargo y te mira 
con la incontinencia del que acaba 
de caerse y su corazón es una sabana
donde galopan cebras enloquecidas.

Las amantes de verdad carecen de misterio,
es difícil espiar lo que no puede ocultarse,
permanentemente sonríen y en sus aires
de nostalgia dejan caer, ya blanquecinos, entre
las copas, los esqueletos de lo que fueron
fragilísimas miradas.

LAS BOTAS DE JOE BUCK Le gustaban las mujeres que trabajaban
en las ferias itinerantes
de Coney Island: la mujer barbuda pero delgada,
la tragadora de emociones o la cándida Bess
que declaraba haber sido la auténtica
amante de Houdini y no la Bess espiritista.
Oía voces que repetían su nombre desde el fondo
de hogueras extinguidas, soñaba
con caballos furiosos
que babeaban sangre, dinero y poemas italianos,
cuando en un solo día de inspiración convulsa,
aferrándose al soniquete epiléptico
del enamoramiento, confesó
que las indecisiones tienen la piel muy blanca.

Por eso sueña que su lengua es un bisturí de oro
con el que hacerle la vivisección a un beso.
Él piensa que tú eres
una flor silvestre olvidada por las mariposas,
la caja de cerillas abierta por un demente.
















Rafael R. Costa

Fotografía de Mónica Rouanet