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viernes, 23 de mayo de 2014

LA MONTAÑA MÁGICA

Córdoba fue, desde fines del siglo 19, un lugar de encuentros. A la vez clerical y progresista, revolucionaria y conservadora, pacata y desafiante, fue una suerte de telón de fondo sobre el que se representaron vidas y tragedias cosmopolitas y universales.
Como ningún otro lugar de la Argentina, tal vez con excepción de la Patagonia, Córdoba concentró una galería de personajes que refleja gran parte de la historia universal contemporánea. En su geografía buscaron refugio u olvido inmigrantes, fugitivos, nobles dignos y otros venidos a menos, aventureros, místicos y ocultistas, criminales, revolucionarios, perseguidos políticos, millonarios excéntricos, artistas, científicos, ladrones, ateos y religiosos.
(…) Fue esta Córdoba tan ecléctica la que abrió sus puertas a un muestrario heterodoxo y único de personajes que iban llegando con sus historias a cuestas. Aquí, como en la vida misma, compartirían territorio criminales nazis y exiliados de la España franquista, devotos recalcitrantes y agnósticos de militancia, racionalistas y poetas, santos y asesinos.
Aquí, una de las 12 historias que compila "Historias de Córdoba."
La montaña mágica
Aunque hubo otros que lo esbozaron antes, el mito moderno del Uritorco, ese que habla de una ciudad intraterrena habitada por seres angélicos y entes cósmicos, fue fundado por Ángel Cristo Acoglanis. A él se deben las primeras noticias públicas de la invisible y outsider ciudad de Erks. Él fue quien condujo a los primeros iniciados a cantar mantras nocturnos en Los Terrones y la Quebrada de la Luna, y el pionero en identificar con nombres propios a los metafísicos seres de luz que algunos juran haber visto danzando en las laderas del cerro.
Macizo y de baja estatura, la nariz en gancho, canas a los costados de la cabeza y gruesos lentes de miope que le ocultaban los ojos celestes, Acoglanis, la voz de barítono y un fino sentido del humor, había nacido en Grecia en 1923 y llegó al puerto de Buenos Aires en 1950.
De sus primeros años no se sabe casi nada. Contaba que se había recibido de médico antes de dejar Atenas y que, de camino a la Argentina, había hecho una parada de cinco años en la ciudad de Lhasa, la capital del Tíbet, donde aprendió las técnicas milenarias de la imposición de manos.
A su llegada al país vivió en Rosario, y cuando volvió a Buenos Aires abrió un consultorio donde empezó a trabajar como osteópata y a practicar acupuntura, digitopuntura y quiropraxia. El lugar, un viejo departamento de tres ambientes, estaba en un oscuro primer piso de la cuadra del 1500 de la avenida Callao, en el barrio de Recoleta, y allí, bajo el rótulo de “Consultorios alternativos”, Acoglanis atendía junto a Marisa Mur, una mujer que se decía su socia y discípula. Mur, quien por entonces se presentaba como “doctora”, años después registraría en un perfil público de Internet que era bachiller y que ejercía como profesión la agricultura.
La secretaria que daba los turnos y recibía a los pacientes se llamaba Tina, y el 19 de abril de 1989, cuando el griego fue asesinado de siete balazos por un desquiciado cazador de brujos, ella sería testigo del crimen.
(…) Para Acoglanis, el Uritorco no era un cerro como cualquier otro. Estaba convencido de que en sus entrañas había una milenaria ciudad de 18 mil almas, invisible y metafísica, situada en otra dimensión. Según el griego, la ciudad se llamaba Erks (una sigla que remitía a Encuentro de Remanentes Kósmicos Siderales), y llevaba allí unos 12.500 años. Según él, había sido fundada por las Hermandades Solares y el Consejo de Ancianos de la Gran Fraternidad Blanca, y era el sitio de contacto entre civilizaciones de distintas galaxias.
Estaba gobernada por los esenios y por sacerdotes y sacerdotisas atlantes, que habían entrado en “otra onda vibratoria poco antes de la destrucción de la civilización Mu”.
Erks, decía Acoglanis, era una ciudad enorme y espaciosa, surcada por canales por los que transitaban naves de luz, y en el centro estaba el Templo de la Esfera o de los Tres Espejos, con los cuales se intercambiaban datos cósmicos entre las diferentes civilizaciones. El primer espejo era de lapislázuli, y en él se podía ver lo que ocurría en cualquier punto del planeta; el segundo era de oro, y mostraba lo que pasaba en los diferentes sistemas solares, y el tercero era una aleación de materiales desconocidos, que se utilizaba para las comunicaciones interplanetarias.
(…) A media mañana del 19 de abril de 1989, con siete balazos en el cuerpo, Ángel Cristo Acoglanis dejó para siempre la dimensión del común de los mortales. Aquel martes estaba atendiendo en su consultorio, con algunos pacientes que aguardaban en la sala, cuando llegó a visitarlo Rubén Elías Antonio. Tina, la secretaria, lo hizo pasar a la cocina y le ofreció café. Antonio, de 59 años, era amigo del doctor, padrino de uno de sus hijos y pareja de su socia Marisa Mur. Era, también, hermano menor de Jorge Antonio, el empresario y financista que había ayudado a Perón en el exilio y que en esos días estaba cercano a Carlos Menem, quien tres semanas después sería elegido presidente.
Cuando Acoglanis terminó de atender, fue a la cocina a saludarlo. Tina los dejó solos. Lo que pasó entre ellos sería reconstruido en el expediente policial, causa 14.168, en el que la mujer declararía que escuchó al doctor gritar: “¡No, Negro, no…!”, un instante antes de oír los disparos.
Después, ella y los pacientes que estaban esperando, verían salir a un Antonio agitado, con un arma en cada mano, que ni los miró al dejar el departamento. Ya en la calle, en la puerta del edificio, también el portero lo vio caminar hasta la comisaría 17, que quedaba a pocos pasos.
“Acabo de matar a un brujo, y me siento aliviado”, le dijo al oficial de guardia cuando se entregó."


Por: Jorge Camarasa
imagen Internet

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