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viernes, 28 de marzo de 2014

EL HOMBRE QUE FALTABA AL TRABAJO


Manuel Orraberretea, el hombre que faltaba al trabajo inventándose enfermedades y perfeccionó sus técnicas más allá de lo razonable


Todos quienes conocieron a Manuel Orraberretea coinciden en algo: lo suyo era un don que trajo desde la cuna. O por lo menos una habilidad que comenzó a desarrollar desde muy niño con asombroso talento. "Los 'dolores de panza' que inventaba a los seis años para no tener que levantarse de la cama e ir a la escuela en los días de mucho frío, estaban tan bien actuados que su madre lloraba arrodillada a su lado y las vecinas se flagelaban rezando y golpeándose las espaldas con ramas de ortigas ", cuenta Ignacio Malvarez Runet, biógrafo de Orraberretea.
Angau Noticias rescata la historia de quien batalló -a su modo y comprometiendo todo su ser- contra la explotación y la alienación. Vaya pues este relato en homenaje a todos los Orraberreteas del mundo.
Los comienzos. 
En "Me parece que tengo fiebre", la biografía escrita por Malvarez, se relata que ya en su infancia Orraberretea había perfeccionado tanto su actuación de malestares que a los 10 años, cuando cursaba el quinto grado, tuvo 119 inasistencias, y todas justificadas con certificados médicos.
"Una mañana de agosto, en medio de sospechas sobre la veracidad de sus dolores de estómago lanzadas por el director del colegio, Manuel fue llevado de todos modos a la escuela por su madre. Consciente de que se podía terminar toda una etapa de su vida, el niño comenzó a simular retorcijones en medio de la clase de Manualidades. Como la docente, avisada del asunto, no le prestó atención, Manuel redobló la apuesta e incrementó el dramatismo de su puesta en escena. A las nueve y media de la mañana ya echaba una espuma violeta por la boca, a las diez lloraba lágrimas de sangre y a las once giraba la cabeza 360 grados hablando en arameo antiguo. El Ministerio echó al director y a todos los docentes del grado", cuenta el libro.
Fue, probablemente, el punto de inflexión definitorio. Ya nadie volvió a dudar más de Manuel, o si lo hacía se guardaba sus hipótesis. En séptimo grado Manuel tuvo solamente dos asistencias a clases, una el Día del Estudiante, para el picnic, y la otra en una jornada en la que el curso iba a ser llevado al cine para ver la película de Dumbo. Con una preparación doméstica a cargo de sus padres y de una maestra particular, pasó todos los grados y concretó el nivel primario en término.
En la secundaria las cosas no cambiaron mucho. Manuel siguió faltando, pero el celo de directores y preceptores ya fue mayor. Orraberretea tuvo que admitir, además, que dejaba mucho que pensar el hecho de que los dolores de estómago le aparecieran sólo de lunes a viernes y únicamente en épocas de clases. Se dio cuenta de que era el momento de regular y diversificar.
Una nueva etapa 
"Se dedicó a mejorar sus representaciones, y se lo tomó con tanta seriedad que una vez por semana concurría a la biblioteca de la Facultad de Medicina para estudiar otras patologías, tomando nota al detalle de la sintomatología de cada una de ellas", dice Malvarez Runet.
Llegaron entonces las recreaciones más prodigiosas. Manuel, en fechas de exámenes o para evitar las clases de Educación Física a primera hora de la mañana con temperaturas bajísimas, actuaba estados febriles sorprendentes (una tía asegura haberle medido 47 grados centígrados el día en que tenía que asistir a un desfile por el 20 de Junio), exhibía temibles erupciones cutáneas masivas (que desaparecían después del horario de ingreso al colegio) o amanecía con los dos brazos saliendo de un mismo lado del cuerpo.
Su ilimitado talento entró en pausa a los 16 años, cuando Manuel cursaba por segunda vez el tercer año de la secundaria. Se enamoró de una rubia de 4º B, y tuvo asistencia perfecta hasta que ella -que nunca le correspondió el sentimiento- egresó del colegio. "No importa, un día nos vamos a volver a encontrar", le dijo -y se dijo- él.

Último acto 
Orraberretea terminó el nivel medio a los 21 años. En los exámenes, los profesores se vengaban de no haberlo visto casi nunca en sus clases, y aunque Manuel iba bien preparado, ellos sacaban de la galera preguntas cuyas respuestas, en realidad, no figuraban en ninguna parte.
Pese al deseo de su familia de que estudiara Derecho, Manuel prefirió gambetear la universidad. Sus padres, entonces, lo intimaron a que se consiguiera un trabajo. Como él siempre amanecía ciego y con artrosis paralizante cada vez que tenía una entrevista laboral, acabó siendo un amigo de su padre quien le consiguió un puesto oscuro en el Registro Civil. Allí su misión era bien pobre: debía verificar que las fotos que llevaban quienes tramitaban sus DNI fuesen 4x4 y con fondo blanco, como disponía la reglamentación. Luego, era el encargado de pegar las imágenes en cada libreta.
Por las tardes, en el inmenso tiempo libre que le dejaba el trabajo, Manuel  practicaba enfermedades nuevas y exóticas, recortaba imágenes de caballos de diarios y revistas, escuchaba discos de Vivencia, leía a Dostoievski, se acostaba y se ponía en el pecho la única foto que había conseguido de Cecilia, aquella chica de la secundaria.
Es probable que Manuel hubiese podido soportar mejor esa vida si no hubiera tenido que hacer frente, cada mediodía, a la mesa familiar en la que su madre le preguntaba por sus horas en la oficina. Él suspiraba y contaba los módicos sobresaltos de la jornada: alguien que llevó la foto en colores en vez del blanco y negro de rigor, la aventura de tener que despegar una que había colocado al revés, la pelea entre Ramírez y la Franzini por la auditoría que salió mal, el gordo que casi se cae al tropezar con el escalón de la puerta, las bromas de Schuster sobre la joroba de Antúnez.
Río y mar
Orraberretea había vivido hasta allí con una sensación de ser río, de que algo inmenso había para él más adelante, en la desembocadura de su tiempo. No lo percibía como una posibilidad; creía que había en ello la certeza de una verdad o una ley.
La idea de llegar al mar lo había entusiasmado y empujado de algún modo todos los años anteriores. Cada llovizna de la rutina, cada sábado escuchando en su cuarto la música lejana de fiestas ajenas, era  apenas un preludio de lo bueno. Hasta que un día pudo estar de pie frente a un océano de verdad. El resultado fue una gran decepción. Agua, horizonte, cielo y nada más. Dos azules y una línea. La vida, quién lo hubiese pensado, era un cuento del tío.
Manuel, que faltaba dos o tres veces por semana, lo hacía ya sin demasiada pasión. Ir o no ir representaban poca diferencia. Su madre, además, ya no se esmeraba mucho en sacarlo de la cama, y se rendía fácilmente. Él, mes a mes, fue aproximándose a la asistencia perfecta.
Un jueves, pegando la foto de un señor pelado con una cicatriz que le cruzaba la frente, escuchó una voz conocida en el escritorio de enfrente. Era Cecilia. Manuel se estremeció. "Venga mañana con las tres fotos y el estampillado", le dijo la Franzini. Después vio cómo se iban el cabello largo de sol, los hombros redondos, las pantorrillas blancas, las manos de brisa. Manuel celebró que no lo hubiera visto así, tan inasistente de él mismo.
El viernes, la madre de Manuel entró a la habitación. "Seis y media", dijo con el cantito de siempre mientras corría las cortinas. Entonces lo vio, y la taza de té se le cayó de las manos. Gritó, gritó y gritó. Gritó como nunca antes.
A veces, los ríos dicen basta.

Chuñi Benite
www.angaunoticias.com.ar "Acsión Ñerética Resistencia"

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