I
“Fué así qué
todo comenzó señor escribidor, el circo entró por allá, por la calle del
fondo. De allí mismo y de mañana temprano todos podíamos ver como iban ingresando al pueblo. Primero el señor Scattollini, con su saco rojo y sus botas de montar golpeando
el látigo contra el suelo, levantando la tierra, atrás de él, venía toda
una banda tocando marchas, después los acróbatas, el mago, los payasos,
las jaulas, los elefantes, un burro y los coloridos camarines.
Entraron por allá, formando una fila cómica entre nosotros y el sol, y con semejante barullo nos tuvimos que levantar despojándonos de nuestros sueños."
Este recorte del "Crónicas Peremerimbianas," se cree que también fue escrito por Teófilo Cabanillas, y hace referencia al famoso enano Didú, que llegó a ser uno de los dueños del circo de los magos, después de la muerte de su fundador Piero Scatollini, y antes de su huída por los montes en la recordada disputa por deudas con los árabes vendedores de telas.
"Yo tenía que trabajar, pero le dije a mi mujer que se quedara en la cama, que solo era un circo más que llegaba al pueblo, no me hizo caso y salió como todo el mundo a la vereda, incluso con el pequeño Didú, descalzo.
Este recorte del "Crónicas Peremerimbianas," se cree que también fue escrito por Teófilo Cabanillas, y hace referencia al famoso enano Didú, que llegó a ser uno de los dueños del circo de los magos, después de la muerte de su fundador Piero Scatollini, y antes de su huída por los montes en la recordada disputa por deudas con los árabes vendedores de telas.
"Yo tenía que trabajar, pero le dije a mi mujer que se quedara en la cama, que solo era un circo más que llegaba al pueblo, no me hizo caso y salió como todo el mundo a la vereda, incluso con el pequeño Didú, descalzo.
Al final todos se alborotaron, nadie sabía nada que venía un circo y menos a
esa hora en que recién sale el sol. Lo armaron lentamente, en el baldío al lado del río.
La primera noche ella no aguantó y fue a ver la función descalza, como le gustaba andar, y con su vestido de algodón. Dicen que estaba
lleno, me contó el pequeño Didú, que a ella la hicieron participar porque pidieron una voluntaria y que se tenía
que parar de espaldas a una tabla y que un tipo le tiraba cuchillos y que por
suerte no le acertó ninguno, pero cree Didú que después se hizo la que se
desmayaba y entonces el tipo la llevó a su camarín. A mi ella no me contó nada de eso
porque yo estaba dormido cuando volvieron y ellos estaban dormidos cuando me
fui a trabajar de nuevo al otro día. Solo por la tarde yo hablaba
con Didú, porque ella se iba al circo, decía que la habían tomado como empleada de limpieza. Eso
si me dijo, que limpiaría los camarines de los artistas y que por eso le
pagarían bien, y que después se quedaría a la función como la voluntaria.
Durante tres días más hizo de ayudante del lanzador de cuchillos, pero me
dijo Didú, que se conchabó con el mago, parece ser, siempre según Didú, que el
tipo hacía que la serruchaba y la partía al medio, entonces después de los
aplausos, se desmayaba de nuevo para que el mago la llevara a su
camarín. Yo hablé con ella, señor escribidor, le dije que no vaya más al circo,
que se quede a cuidar a Didú y que la gente hablaba demasiado de sus desmayos
seguidos como ayudante, ahora del domador el señor Piero Scattollini, que la
tuvo toda la noche reanimándola porque vestida de india africana, dicen
que la metió en la jaula con los tigres mostrando sus desnudeces, fíjese usted señor escribidor.
Mis compañeros de trabajo se burlaban de mi, gracias al comportamiento de ella.
Pero dicen que fue el trapecista el que le enseñó a volar, practicó una noche
entera con la piola entre las piernas y al final después de girar varias veces
se soltaba y giraba en el aire sin caer, como pájaro que perdió el rumbo.
La gente pagaba el doble para verla a ella, una mujer de nuestro pueblo haciendo ese espectáculo. Entonces no aguanté
más, me enojé y fui a hablar con ella, porque por culpa del circo había
abandonado a nuestro pequeño Didú que se acostaba solito y se levantaba
solito. Le dije que por culpa del circo la gente inventaba habladurías y que se me
reían en la cara, que si bien yo sabía que aquí hablan porque si y por demás,
sino mire usted las cosas que decían de nuestro comandante, el Gran Coronel Don Juan Penerguido, que dicen que tenía
cuatro mujeres a los ciento catorce años de edad.
Yo le decía que quedaba feo
escuchar eso, y le pedí que no le diera motivos a nadie, además yo me levantaba temprano para ir a trabajar y que volvía cansado a la noche y que no encontraba nada
listo para comer.
Didú seguramente tampoco la pasaría bien, así es que yo le preparaba todo al
pequeño para que comiera, se bañara y se cambiara de ropa. Ella se me
reía, señor escribidor, mientras yo enojado le decía de todo, se me reía y
bailaba como las gitanas porque había aprendido eso también y los hombres del
pueblo pagaban tres veces más para mirar sus carnes mientras bailaba. Bailaba y
levantaba vuelo.
Pensé en llevarme a Didú
conmigo al trabajo, pero el pequeño me hizo saber que había visto llorar a
un payaso y que se hicieron amigos, así es que se quedaría dos horas en el
circo y que luego hablaría con su madre para que volviesen juntos.
Siempre el circo estaba
totalmente lleno, no entraba un alfiler en la carpa, me contaron después y
que aún así, había una fila de tres cuadras por esta calle para una tercera
función la noche en que dijeron que ella volaría entre las gentes y que haría un
jueguito especial con el mono en el aire. Qué me dice.
Pero la desgracia ocurrió tres días después, el fuego se inició cerca de los
camarines y el viento lo fue llevando a las jaulas primero y a la gran carpa
después, la gente se pisaba por salir, gritaban desesperados, hubo muchísimos
heridos, pero no muertos porque la lona incendiada no cayó sobre la gente,
fueron los animales sueltos que antes de escapar hacia el río, lastimaron a
algunos de los milicos nuevos que habían llegado. No quedó nada.
Hubiese visto usted, señor escribidor, cuando al día siguiente se fueron.
Hubiese visto usted, sino hubiese tenido que estar en los fusilamientos de los Barragán en Manvatará, lo poco que
quedaba del circo de Piero Scattollini.
Yo los miraba al salir de trabajar, se
iban con sus ropas llenas de barro y hollín. Se iban silbando, por la calle que va a la selva, un triste vals que se llama La niña que vino del sur ¿Conoce el vals? Las jaulas eran arrastradas
vacías y todas quemadas, como un tren fantasmal. Lo que antes eran camarines,
humeaban enganchados a los tractores. Y ella, mi mujer, la bella mamá de Didú también se fue, ella cerraba ese triste
desfile, iba volando alrededor del burro. Ella sabrá porqué.
Me dijeron que por la madrugada, antes de irse, una gitana puso la mano sobre
la cabeza de mi pequeño Didú, señor escribidor, y que le dijo que a ésta,
a ésta se la iba a pagar.”
Señala que la nota
corresponde a un relato de un tal Valdivia, que decía ser el padre del enanito
Didú. Y agrega un dato curioso. Señala el cronista que la gitana aludida fue
muerta con un cuchillo atravesado en su garganta, parece que al meterse en unos
pastizales a hacer sus necesidades fisiológicas. Y además comenta que los
nuevos milicos que ahora trataban de poner algo de orden en Peremerimbé, le
ordenaron a Scattollini que se lleve el cadáver de la gitana asesinada y que
nunca más vuelvan.
Apunta que la nueva
guarnición militar enviada por el gobierno central, se instala
donde era el complejo policial a cargo de un coronel de apellido
Iparraguirre, un teniente de apellido
Sullivan, y nombra a los suboficiales Ordóñez, Crespo, Miranda y a un cabo nuevito,
con cara de niño llamado Cipriano Tavares, que se hizo conocer rápido por su
habilidad de cuchillero.
Todo esto es extraído de
algunas pocas hojas sueltas del “Crónicas Peremerimbianas”
"...Arnulfo Sepúlveda
caminó por los cuartos, entró a la nave central de la iglesia, se persignó ante
la Cruz y fue a abrir la puerta, el sol de la mañana entro en todo su
esplendor, dejando su figura oscura como en un eclipse. El cura Arnulfo puso su
mano a modo de visera y el cartero le entregó una carta y salió corriendo sin
saludarlo hacia la plaza. Todo el pueblo estaba allá, entregado a los vicios de
las ferias de juegos de apuestas y comidas bañadas en aceite que se entregaban
envueltas en papel. La iglesia de la Señora de los Navegantes le pareció un
inmenso barco abandonado, cuando cerró la puerta y para ocultarse del griterío
y el desorden moral que ocurría a pocos metros. Se sentó en el primer
banco y abrió el sobre.
Pensaba mientras leía que había perdido una batalla más contra los herejes, él y los demás curas párrocos de la región Peremerimbina.
Se enteraba de las decisiones del gobierno de barrer con todo lo plantado y nacido en esa tierra de locos y de que los familiares del fusilado Elpidio Barragán se habían armado y atrincherado en las sierras, como temerarios bandidos.
Pensaba mientras leía que había perdido una batalla más contra los herejes, él y los demás curas párrocos de la región Peremerimbina.
Se enteraba de las decisiones del gobierno de barrer con todo lo plantado y nacido en esa tierra de locos y de que los familiares del fusilado Elpidio Barragán se habían armado y atrincherado en las sierras, como temerarios bandidos.
Al ponerse de pié, sentía
como temblaba todo su cuerpo, caminó hacia el altar y el haz de luz que entraba
por una ventana, le mostraba visiblemente, el rostro de Cristo, resignado,
aunque sin gestos de dolor dicen que dijo: Cristo, Cristo Señor mío. ¿Porque me
has abandonado?
Afuera explotaba una
batería de fuegos artificiales, las bombas de estruendo estallaban una tras
otra y era esa la señal de que, prontamente, las mujeres vírgenes, empezarían a
volar.
El cura Arnulfo Sepúlveda subió los treinta y nueve escalones hasta el carillón y golpeó con fuerza las campanas mientras que aturdido por la sonoridad miraba hacia la plaza colmada de vecinos infieles que adoraban incansablemente a estos magos taciturnos..."
Así es como consta en este escrito de las viejas "Crónicas Peremerimbinas" titulado "La última Misa del padre Arnulfo" y en este cuaderno que gentilmente me hizo llegar don Santos Poussin de un tal Benito Ponciano Márquez, muerto en Naranjillos, bajo las balas de los suboficiales Guillermo Jensen y Cipriano Tavares, alias "Cúter"
El cura Arnulfo Sepúlveda subió los treinta y nueve escalones hasta el carillón y golpeó con fuerza las campanas mientras que aturdido por la sonoridad miraba hacia la plaza colmada de vecinos infieles que adoraban incansablemente a estos magos taciturnos..."
Así es como consta en este escrito de las viejas "Crónicas Peremerimbinas" titulado "La última Misa del padre Arnulfo" y en este cuaderno que gentilmente me hizo llegar don Santos Poussin de un tal Benito Ponciano Márquez, muerto en Naranjillos, bajo las balas de los suboficiales Guillermo Jensen y Cipriano Tavares, alias "Cúter"
Cuenta que ése día fatal,
guardó en su morral la presa de pollo frito y ante el griterío de la gente
corrió hacia la iglesia, dice que entró por la puerta lateral, que cruzó sin
mirar hacia el altar y que dobló hacia la derecha y que por una puerta
entreabierta empezó a subir los escalones y llegó a tiempo para ver al pequeño
Didú sosteniendo la frágil figura del cura que sangraba por los oídos y la de
una mujer, que aseguraba no conocerla por ser ésta rubia y de tener ojos claros
y que para su asombro estaba totalmente desnuda, y que desde allá arriba, se
lanzó al aire y andaba de árbol en árbol, paseando su bella desnudez entre
risas, que sonaban como un canto alegre.
Dice que el tal Didú
saltaba feliz en su pequeñez absoluta, como un muñeco de resortes y que a todos
les señalaba el vuelo de la mujer blanca, mientras él con su cuchillo de comer,
cortaba las sogas de las campanas y le aflojaba los dedos al cura.
Cuenta en sus "Relatos
Laicos", un cuaderno de hojas amarillas por el tiempo y escritas con
simple lápiz de grafito, que el obispo Miguel Mercedes Puja llegó tres días
después, en el silencio de una madrugada lluviosa, casi en secreto, con una
comitiva de cuatro hombres más entre ellos el cura Victorino Barboza, que
quedaría sin mayores ceremonias y a partir de ése instante a cargo de la
iglesia. Dice que se llevaron al cura Arnulfo en el tren de las tarde con todas
sus pertenencias, algunos documentos relacionados con las actividades encomendadas
y propias de la iglesia porque decían que los iban a estudiar y algunas otras
cartas más que encontraron en su escritorio. Excepto las que él, Benito
Ponciano Márquez guardó para mostrarle a sus primos, los Barragán Puebla.
Allí, en un párrafo aparte señala
que con el fusilamiento de Elpidio Barragán, decide ponerse al lado de los
anarquistas que no querían ninguna institución que no fuese por la de ellos
elegidas.
Cuenta además que esa misma noche, el Gobierno decidió intervenir el pequeño destacamento policial de apenas tres hombres, que fueron sustituidos de sus cargos por encontrarlos en la parranda, borrachos y mal vestidos, y que trajeron de nuevo un batallón de los mismos milicos de los fusilamientos de las revueltas anteriores, o sea el Cuarenta y seis de campaña, pero que estos hombres venidos de Manvatará, a cargo del Oficial Iparraguirre, eran mas severos. Y que andaban casa por casa entregando unos bandos con las nuevas leyes, y que devolvían las mujeres a la casa donde pertenecían. Dice que por eso, esa noche no fue casi nadie al circo. Y que antes de instalarse en sus nuevas oficinas, Iparraguirre vestido de un elegante uniforme marrón clarito y de altas botas lustradas, se llevó la sorpresa de su vida, pues ocurrió eso de la grande estampida de los animales del circo cuando sus soldados andaban de casa en casa.
Según afirma más adelante, el león del circo entró por la puerta principal de las viejas dependencias y saltaba por todos lados, desparramando la tinta para escribir sobre los papeles con órdenes y bandos impuestos por la nueva ley, y que le rugía amenazante, sin darle tiempo a que desenfunde su pistola y que el pobre animal asustado pudo saltar por una de las ventanas hacia afuera. Dice que la cebra sudafricana desorientada hizo lo mismo, con cierta torpeza, entró despavorida pero fue muerta de tres balazos por el arma del entonces Coronel Iparraguirre.
Cuenta además que esa misma noche, el Gobierno decidió intervenir el pequeño destacamento policial de apenas tres hombres, que fueron sustituidos de sus cargos por encontrarlos en la parranda, borrachos y mal vestidos, y que trajeron de nuevo un batallón de los mismos milicos de los fusilamientos de las revueltas anteriores, o sea el Cuarenta y seis de campaña, pero que estos hombres venidos de Manvatará, a cargo del Oficial Iparraguirre, eran mas severos. Y que andaban casa por casa entregando unos bandos con las nuevas leyes, y que devolvían las mujeres a la casa donde pertenecían. Dice que por eso, esa noche no fue casi nadie al circo. Y que antes de instalarse en sus nuevas oficinas, Iparraguirre vestido de un elegante uniforme marrón clarito y de altas botas lustradas, se llevó la sorpresa de su vida, pues ocurrió eso de la grande estampida de los animales del circo cuando sus soldados andaban de casa en casa.
Según afirma más adelante, el león del circo entró por la puerta principal de las viejas dependencias y saltaba por todos lados, desparramando la tinta para escribir sobre los papeles con órdenes y bandos impuestos por la nueva ley, y que le rugía amenazante, sin darle tiempo a que desenfunde su pistola y que el pobre animal asustado pudo saltar por una de las ventanas hacia afuera. Dice que la cebra sudafricana desorientada hizo lo mismo, con cierta torpeza, entró despavorida pero fue muerta de tres balazos por el arma del entonces Coronel Iparraguirre.
En su relato, Márquez amplía las notas describiendo el paisaje. Señala que el
griterío de la gente era ensordecedor. Y que el oficial Iparraguirre Carlos
Atanasio, sale a la oscura calle gritando las mismas obscenidades comunes a las
que estábamos acostumbrados y que eran de nuestro uso común, normal y
específico de nosotros los Peremerimbinos -frase que subraya dos veces- y que
este coronel ordenaba que dejásemos de pronunciar.
Relata que el coronel, pistola en mano, en la puerta tropezó con uno de sus suboficiales que estaba de guardia de cuarto, según decían las consignas que tenían asignadas y que éste, totalmente aterrorizado le mostraba las heridas propinadas por las garras del oso "Zonko" que se perdía en las sombras de la noche, mas allá de la esquina y que el coronel, entonces vio el resplandor del incendio del circo, al final de la calle y a un elefante que pasaba ante sus narices con intenciones de llevarse todo por delante.
Gritaba, daba órdenes no sé a quién, todos corrían de un lado hacia otro y encima al cura Victorino Barboza se le daba por hacer sonar las campanas restauradas y llamar a misa.
Relata que el coronel, pistola en mano, en la puerta tropezó con uno de sus suboficiales que estaba de guardia de cuarto, según decían las consignas que tenían asignadas y que éste, totalmente aterrorizado le mostraba las heridas propinadas por las garras del oso "Zonko" que se perdía en las sombras de la noche, mas allá de la esquina y que el coronel, entonces vio el resplandor del incendio del circo, al final de la calle y a un elefante que pasaba ante sus narices con intenciones de llevarse todo por delante.
Gritaba, daba órdenes no sé a quién, todos corrían de un lado hacia otro y encima al cura Victorino Barboza se le daba por hacer sonar las campanas restauradas y llamar a misa.
Eran algo así como las diez
de la noche. A eso de las diez de la noche.
Hay una serie de frases que no se pueden leer. Parece que hacen alguna referencia al estado del tiempo, y un dato curioso.
Señala que observaba detenidamente al coronel, cuando ve que el pequeño Didú le tocaba el pantalón a Iparraguirre y que éste miró hacia abajo, le pareció que el tipo creía ver a un niño sonriente, que le daba la bienvenida, pero luego tuvo la certeza que el tipo alcanzó a darse cuenta que era un enano que pedaleaba una pequeña bicicleta entre los animales sueltos, y recién al otro día supo que el atrevido que lo había tocado era el pequeño Didú Valdivia, el hijo de la mujer que había aprendido a volar en el circo gracias al equilibrista ruso.
Hay una serie de frases que no se pueden leer. Parece que hacen alguna referencia al estado del tiempo, y un dato curioso.
Señala que observaba detenidamente al coronel, cuando ve que el pequeño Didú le tocaba el pantalón a Iparraguirre y que éste miró hacia abajo, le pareció que el tipo creía ver a un niño sonriente, que le daba la bienvenida, pero luego tuvo la certeza que el tipo alcanzó a darse cuenta que era un enano que pedaleaba una pequeña bicicleta entre los animales sueltos, y recién al otro día supo que el atrevido que lo había tocado era el pequeño Didú Valdivia, el hijo de la mujer que había aprendido a volar en el circo gracias al equilibrista ruso.
En otra parte de su relato, señala que el cura Victorino abrió las puertas de
la Iglesia de par en par, y que se paró en el umbral a contemplar el espectáculo
bochornoso de infieles corriendo de un lado a otro entre distintos animales y
que levantaba la Biblia en una de sus manos, mientras los soldados con
fusil y bayonetas caladas trasladaban baldes con agua hacia el circo y que el cabo llamado Cipriano Tavares le
dijo que guarde eso, que al amecer todo iba a estar en calma y en orden.
Escribe Benito Ponciano Márquez que se acercaba en silencio, a recoger sus
cosas de la iglesia y que el cura Victorino lo miró y le pidió que encienda
todas las luces, dice que le dijo. "Encienda usted todas las luces por
favor. Enciéndalas a esta hora y hasta que esta gente se derive hacia Nuestro Señor,
habrá Misa permanente, los hombres habrán de seguirme."
Luego escribe que fue al joven cura don Victorino Barboza, a quién acudió Ernesto Valdivia, el padre de Didú.
Contaba en sus "Relatos Laicos" que el tal Ernesto Valdivia, se le acercó al nuevo cura y le pidió por alguien que le acerque a Dios lo más rápido posible sus súplicas.
Contaba en sus "Relatos Laicos" que el tal Ernesto Valdivia, se le acercó al nuevo cura y le pidió por alguien que le acerque a Dios lo más rápido posible sus súplicas.
- Yo soy la palabra de Dios
aquí- dice que le dijo Victorino, y que lo tomó del brazo y se lo llevó al
confesionario por tres horas.
Hay un apellido subrayado dos veces en su cuaderno, Valdivia.
II
Hay un apellido subrayado dos veces en su cuaderno, Valdivia.
II
Cuenta que Valdivia había llegado a Peremerimbé con el primer tren, y que murió
vestido con uniforme de ferroviario, cuando los hombres grises ya habían
terminado la construcción del dique y las aguas taparon la vieja ciudad. Cuando
los árboles sedientos por la sequía de tres años, se suicidaron arrancando sus
propias raíces y cuando los pájaros peregrinos cambiaron sus rumbos. Murió cuando un día creyó ver el féretro de un familiar navegando en las aguas y se arrojó con toda
su enorme pena, para nunca más salir del fondo, diez años después de la noche
en que visitó al cura Victorino. Agrega que de las vías hacia el oeste se había
fundado la nueva ciudad pero que no respetaron el nombre original de la región
y que el gobierno hizo cambiar los mapas y que ahora todo esta vasta provincia se
llamaba Imbuté y que ante la aparición del primer féretro flotando en las aguas
y golpeando su debilitada madera contra las paredes de cemento, nacen los
anarquistas, de la mano de un tal Teófilo Cabanillas, los guapos Fontana y una
tal Marcela Da Silva de la famosa "Turma sem Bandeiras." Dice que
Valdivia ya era viejo para eso y que exclamaba en sus largas noches de
borrachera, que Dios había puesto en su cama a la mamá del pequeño Didú. Que
Didú era un niño enano, pero que él argumentaba que Dios los castigaba por los
tremendos pecados de la madre y por su infeliz maniobra del cambio de señales
que llevó al descarrilamiento del tren de cargas en el kilómetro cuarenta y ocho. Que fue
Didú, cuando tenía entre quince y veinte años de edad, y que aparentaba de
seis, el que prendió fuego al circo, después de soltar a todos los hambrientos
animales, cuando sorprendió a su madre en caricias deshonestas, -según así
expresaba- en uno de los carromatos del domador Piero Scattollini con la mujer barbuda.
Afirmaba -sigue el escrito- que Didú dormía por costumbre en el campanario de
la Iglesia y fue uno de los primeros en darse cuenta que el Comandante
Penerguido había muerto una madrugada.
También contaba que el niño, nunca había
sido bautizado en una Iglesia Cristiana y que le quedó el nombre de Didú,
porque ésa fue su primera palabra pronunciada.
Hay una parte que hace hincapié
y desde donde creo, Benito Ponciano Márquez, expone textualmente el relato de
Valdivia.
"...Mi pequeño había empezado a caminar, caminaba por el piso de ladrillos, como haciendo equilibrio, pero se lo notaba fuerte y decidido y bajo la acacia florecida del patio, se sentó a defecar. Sus heces eran cilindros sólidos que quedaron expuestos a las moscas y al sol y allí, como en un milagro repentino empezó a hablar, decía: didú, didú, didú."
"...Mi pequeño había empezado a caminar, caminaba por el piso de ladrillos, como haciendo equilibrio, pero se lo notaba fuerte y decidido y bajo la acacia florecida del patio, se sentó a defecar. Sus heces eran cilindros sólidos que quedaron expuestos a las moscas y al sol y allí, como en un milagro repentino empezó a hablar, decía: didú, didú, didú."
III
Al día siguiente, Santos
Poussin me alcanza unos recortes que estaban entre los papeles guardados por la
viuda de De león y que aparentemente eran las cartas a las que hacía
referencia Benito Ponciano Márquez, más
un artículo que seguramente era escrito por Cabanillas.
“Al Reverendo Sacerdote Don
Arnulfo Sepúlveda.
Mi muy señor
mío:
Usted sabe a lo
largo de mis confesiones, que he vivido escapando del inaprensible secreto para
solapar el equilibrio de mis pasiones. No sé cuánto tiempo más podré
soslayarlo, pero le repito que mi sangre ya hervía cuando las desnudaba, cuando
les hacía el torniquete en el cuello, y ni que hablar cuando las violaba. Era
ese el éxtasis total, que llegaba con sus muertes. ¿Acaso la vida de
una muchacha tenía otro significado?
De no ser así,
mi propio placer se hubiese sentido enajenado, no conocía otra cosa, aunque,
¿sabe? La impunidad era el gran desafío, y también formaba parte de mi
placer, escapar y engañar a la Ley.
Pero no es eso lo que quiero dejar plasmado en éstos renglones,
sino algo muy extraño que me sucedió ésta mañana, por lo que creí
oportuno escribirle.
Estaba acostado en mi cama, en esta celda, por lo menos
eso creí en un principio. Pero no era ni mi cama ni mi celda. De eso estuve
seguro cuando advertí dos puertas extrañas que me desconcertaron. Una de
madera, la otra de piedra.
Intenté
levantarme, no pude. Estaba como maniatado a la cama, ó a lo que me servía de
cama. Confieso que empecé a inquietarme, a intranquilizarme, a
desesperarme...hasta que en un instante de cordura logré poner mi mente en
blanco, y gracias a ello levemente comenzaron a fluir recuerdos casi
difusos, que poco a poco se convirtieron en imágenes que alguna vez conocí.
Eran mis víctimas, hermosas, fantasmales, y temibles, que brotaban desde lo más
íntimo de mi ser, y se corporizaban en su propio limbo girando, riendo,
llorando… hasta que comenzaron a danzar una sobrenatural danza macabra a mi
alrededor. Con su febril contorneo, la puerta de madera cobró vida abriéndose
de par en par, y las niñas, con una carcajada diabólica, se abalanzaron
hasta cruzarla, mutando en horribles sujetos mutilados. En simultáneo, la
puerta de piedra respondía con un crujido, y las carcajadas le contestaban
perpetuas maldiciones.
Los despojos
humanos entonces, desfilaron hacia la puerta de piedra, recobrando al pasar, su
hermosura. Las puertas, las niñas, reanudaron ininterrumpidamente
éste perverso ajetreo, hasta que un grito ensordeció el recinto y, por
fortuna, desaparecieron. Ese grito señor mío, era mi grito, que colapsó cuando
conocí éste infierno. El infierno que yo les provoqué, y al que seguramente,
estoy condenado. Usted me habló de conciencia. Sé que no todas las personas que
hablan del cielo, han de ir allí, pero mitigue usted con sus oraciones, mis
acciones en vida, y no permita que mi alma se enlode en un lugar tan siniestro
y cruel como el que he vivido. Aunque no lo merezca…
Elpidio
Barragán Puebla. Su oveja descarriada.”
Aquí voy a
introducir una parte de un artículo que
creo está escrito por Teófilo Cabanillas.
(Elpidio
Barragán, fue condenado y fusilado un día claro, luminoso, radiante. Él estaba
sentado, atado a un poste grueso de eucalipto, se negó a que le tapasen los
ojos y cualquier visita clerical, pues afirmaba que todo trato ya lo había
hecho epistolarmente. Simplemente dirigió su mirada a los movimientos del sable
del jefe del pelotón de fusileros. Entonces todos hicimos lo mismo y vimos como
el sable se erguía sobre los atributos e insignias del suboficial, el brillo
del sol destellaba en la hoja, en lo alto, hasta que cayó con fuerza y las
detonaciones simultáneas perforaron el cuerpo del infeliz que, maniatado al
poste,, cerró los ojos para siempre. Todos los testigos, nos retiramos en
silencio.)
Ahora incluyo esta otra carta
Iglesia de la
Santa Aparecida.
Reverendo
Párroco Julián Castillas de León
Querido Hermano
en Cristo:
Por la presente
acudo a tu digno intermedio para que asistas a los parientes del difunto
Elpidio Barragán Puebla -fieles de tu parroquia-, que como es de público
conocimiento, fue ejecutado por éste gobierno en cumplimiento de las leyes que
rigen ésta nación.
En ésta escueta
epístola, voy a tratar de narrarte cómo sucedieron los acontecimientos.
En mis
continuas visitas al grupo carcelario fui informado que éste citado iba a ser
ejecutado, expresándome las autoridades políticas sus deseos para que lo
asistiese en sus últimos días, por lo que fui el receptor de su única petición:
Que Los
hermanos del difunto Elpidio Barragán, muerto por las costumbres y leyes
impuestas bajo este gobierno de Peremerimbé, no le guarden rencor, y lo
lleven pronto al olvido.
Es así que, en
consecuencia con su requerimiento que acudo a ti, para que le hagas llegar
estas palabras y culmines mi tarea que ha quedado incompleta, porque ocurrieron
vicisitudes que escaparon a mi voluntad, porque no pude en tiempo y en forma,
contestarle. Atribuyo en parte a los regímenes burocráticos carcelarios
existentes, y a la huelga general de los empleados del correo Nacional.
Lamentablemente,
también hube tomado conocimiento de la poca afición a la lectura y a
escribir que esa familia dispensa.
Diles de mi
parte, que nunca Elpidio pareció entender los excesos de sus actos,
encontrándome ante un ser carente de afectos y viviendo una vida de sobresaltos
y pasiones alejadas de la paz que pudo brindarle Nuestro Señor.
Diles que fue
muerto bajo las balas de doce fusiles, que pusieron fin a sus días turbios que
se había empeñado en vivir, llevando consigo todas las pasiones alejadas de la
paz que pudo brindarle el refugio de la Fe en Nuestro Señor. Entiendo lo
difícil de la misión que te encomiendo, y más aún cuando queremos hablar de un
muerto que no puede explicar su vida, sabiendo que esa vida, no era la suya.
Siempre he aplicado una máxima, la de no prometer, lo que no se puede dar.
Te he explicado
que nada pude prometerle, pues no esperaron mi oportuna presencia para
asistirlo en su final. Aunque luego, los asistentes se refirieron a qué murió
con una extraña virtud. La de tener sus pensamientos alejados, como no entendiendo
la situación, o como creyendo que había llegado el momento necesario para poner
fin a su vida, que tituló de “oveja descarriada.”
Simplemente,
había limitado mi humilde labor de sacerdote, a escuchar sus necesidades, para
que, en la medida de lo posible, llegar a atendérselas. Y creo que en aquellos
escasos momentos de comprensión, entendió la existencia de la conciencia, y de
las virtudes del arrepentimiento.
Confío, querido
Hermano Sacerdote, que el derrotero del camino que hemos elegido, te llevará a
interpretar mis deseos de que esos parientes, conozcan cómo fue su atormentada
vida, y finalmente, cómo murió. Aunque ellos hayan vivido indignados por la
atroz conducta de Elpidio.
Yo le pediré en
ruegos a Dios, que se abracen en la Fe, y que no tengan temor a continuar con
sus labores cotidianas dentro de la Paz y de las bendiciones de Cristo.
Que sepan que
aún recorriendo caminos diferentes, él pudo haber sido como ellos, trabajadores
y honrados. Diles también que hay por aquí un licenciado llamado Don Eufrasio
Sarmiento, quién le ayudó en la confección de la carta hacia mi persona, que me
aclaró algunos conceptos, diciéndome que gracias a todos sus conocimientos
adquiridos, pudo describirlo como una persona que nunca tenía idea cabal de sus
actos, el cuadro descriptivo encajaba en el no entendimiento, en que no tomaba
conciencia, que no sabía de afectos, de muy escaso razonamiento, que tenía
escasez de discernimiento y que por ello era una persona carente de
arrepentimientos.
Eso me ha
llevado a interpretar una de sus frases.
“Si ése tal
Cristo, murió clavado en una cruz, bien puedo yo morir atado a un palo.”
Eran éstos, uno
de sus escasos momentos de lucidez.
Dios te bendiga
y que no tengas que atravesar por los pesares a que estoy sometido, en esta
tierra de seres reacios e infieles.
Arnulfo
Sepúlveda
IV
Como en aquellos momentos tristes en que te sientes
solo y decides esperar. Así amigo, mirábamos aquel cortejo fúnebre, allá en San
Vicente. -me cuenta Rolando Espina, un vecino de la localidad que está a
cuatrocientos kilómetros al norte-.
-Eran los cuatro hermanos varones y todos solteros
de Arnulfo Sepúlveda, los que iban cargando el féretro de quien fuera el cura
de Peremerimbé. El pueblo que murió bajo el agua. Ellos dicen que el cura Arnulfo murió con un gesto de asombro en su rostro, como
si hubiese descubierto cuán largo y extraño era el camino que recorrería su
alma, o como si hubiese recuperado un racimo de sus nociones, de sus recuerdos,
o quizás el segundo final de su vida, fue un dictamen sobre sus atropellados
pecados -me contaba en un tono de voz convencido, seguro-. Indudablemente algo
debió haber visto o soñado, porque su dedo índice se irguió amenazante, decían,
señalando hacia la única ventana por donde penetraba la luz del sol –sostenía
sus palabras tomando un trago de cerveza en cada pausa–. Sus hermanos contaron que debieron
quebrárselo para poder cerrar el cajón, antes que las moscas atraídas por
el olor invadieran la habitación, antes que vistiesen de luto, antes que crucen
por las calles del pueblo bajo el cruel sol de Diciembre y antes que nosotros,
los parroquianos del bar, caminemos acompañando el rezo de los cuatro octogenarios hermanos Sepúlveda, que iban levantando la tierra liviana de las
calles por la falta de lluvias –adopta una posición más erguida en la silla-. Después
que cubrieron con tierra el féretro un poco estropeado por algunas caídas y
nosotros nos despojáramos de nuestros sombreros para rezar en el cementerio
–señalaba con la mano en alto un supuesto camino hacia el cementerio, allá en
San Vicente-. Y también me dijeron que la gente decía que
mucho tiempo antes que aquel pueblo, mi querido San Vicente, tuviese sus calles
definidas y de que por allí fundaran la primera escuela, y que aún antes mismo
que nacieran sus otros hermanos, Arnulfo fue enviado a la Congregación de la
gran ciudad. Sus padres lo hicieron porque decían que se bebía la misma agua
que los animales, y que un grupo de mercaderes de baratijas lo entregó allá con
una carta dirigida al obispo que se llamaba Eleazar Bustamante, y que entre
otras cosas esta familia le pedía que "Quitara por bondad, el señor
representante de nuestro Dios por estos pagos, el mismísimo diablo que tiene
esta criatura dentro."
Se decía en el pueblo que
muchas veces, cuando el empleado de correos llegaba al pueblo, dicen que
decían, se dirigía a la casa de los Sepúlveda con noticias escritas que el
mismo les leía, y agregaba noticias de la gran ciudad, para aliviar la
aflicción de Doña Inés Encarnación Flores, su madre y madre a la vez de cuatro
varones más, que dicen que ella decía que eran todos igualitos a Sepúlveda
padre, señalando el cabello oscuro y duro de cada uno y dando muestras de
una indefinida resignación por no haber parido una hembra para que la ayude en
los menesteres de la casa y enseñarle el oficio de mujer para resolver con
altura los problemas que se presentan en los hogares y que solo una mujer sabe
resolver, dicen que decía, mientras apaleaba a los otros que iban creciendo sin
la presencia del padre. Y que mucho antes que Peremerimbé fuese ahogada por los
hombres grises que levantaron un dique para contener las aguas para hacer un
lago que tenga los canales de riego y una usina para la electricidad de los
gringos, y que trasladaran el pueblo allá en el alto. Mucho antes de eso, Sepúlveda padre se
resistió al avance de esa cosa llamada progreso y de esas otras cosas llamadas
democracia capitalista y progresista y se alistó en las filas del Comandante Juan Penerguido y
de su esbelta señora Doña Carlota. Y que fue uno de los Sargentos que trasladaron el cuerpo, desde
el gallinero donde cayó muerto su jefe, una húmeda madrugada, a doscientos
treinta kilómetros de aquí. Dicen que fue uno de los que le limpiaron el cuerpo
lleno de bosta de gallinas y uno de los que lo vistieron de gala para que
le rindan homenaje con todos los honores hasta su tumba. Y que en los
posteriores combates con las fuerzas oficialistas, recibió un tiro por la
espalda que le hizo decir que su hijo el cura iba a ser un hombre santo por su
consagración al Cielo infinito, desde donde todos venimos. Decía eso hasta
morir desangrado, dicen –Rolando Espina vuelve a tomar, sin perder posturas ni
dignidad, y agregaba que-. Todo eso y muchas cosas más me dijeron los que
habían escuchado aquellas historias. Y que dicen ellos mismos que dijeron que
nadie deje de contarlas porque el que no tiene historias para contar es un
carajo que no ha nacido.
(Junto al señor Espina
algunos parroquianos tomaban un frasco de ginebra, como si fuese agua fresca.)
- Hasta Cañizares y el
dibujante paraguayo Sanchez Artiaga recrearon toda la historia de los Peremerimbinos y el
gobierno se las incautó y le quemó todo -agregaban los que se fueron arrimando
para intervenir en la conversación- Y dicen que Arnulfo dejó de ser cura el día
que se volvió loco porque cuando subió al campanario de su iglesia en
Peremerimbé, encontró a una mujer desnuda que lo invitaba a volar, como aquella
del circo del pequeño Didú, que aún merodeaba por el pueblo, y que tuvieron que
cortar las sogas de las campanas para que deje de tañerlas y agarrarlo de sus
pelos oscuros y duros y llevarlo para el hospicio de los locos antes que el nuevo obispo, don Mercedes Puga se entere que había vuelto a beber la misma
agua de los animales, como se decía.
- Y anduvieron contando que
sus hermanos lo retiraron una madrugada, a punta de pistolas de uso militar y
que dicen que se lo llevaron semidesnudo arrastrándolo por el barro de la
lluvia de tres días sin parar y que se lo llevaron de vuelta a San Vicente.
Sesenta años después que sus padres lo entregaran a los viejos mercachifles y veinte años después que el
sargento Cipriano Tavarez, al que todos llamaban "Cúter," se le diera por iniciar la gran matanza de los insurgentes, patoteros y
mantenidos allá en Naranjillos.
- En ese mismo pueblo de
mierda.
- Casi todos venimos de
allí a vivir a Altos Moncadas.
- Aquí mismo, donde ahora
nos trajeron este circo para que todos veamos que hay una mujer que
vuela. Como la de esta foto, vea usted, una mujer que vuela.
(Ellos me muestran un afiche del circo.)
Hay allí una leyenda interesante, escrita en letras góticas:(Ellos me muestran un afiche del circo.)
"El circo llega cuando los pájaros peregrinos cambian su rumbo."
FIN
Tiene derecho de autor
Copyright 2013
Capítulo correspondiente al libro "CÚTER"
Autor: José Antonio Ibarrechea
http://diceelwalter.blogspot.com
"PASEN Y VEAN"
diceelwalter@gmail.com
Walter Ricardo Quinteros