Existe
un déficit psicológico masculino que suele hacerse manifiesto cuando el hombre
se ve obligado a estar solo. Este síndrome de soledad regresiva
aparece en situaciones de estrés o en acontecimientos vitales que impliquen
pérdida afectiva como la separación, el rompimiento de un noviazgo o la
viudez. La deprivación afectiva en la vida de un varón tradicional es
devastadora y responsable directa de todo tipo de miedos, inseguridades y
depresión.
La
adhesión que los hombres establecemos con las fuentes de seguridad afectiva
merece ser investigada más a fondo por la ciencia psicológica. Además
del imprescindible sexo que nos puedan
proporcionar nuestras esposas, necesitamos compañía, apoyo y ánimo en cantidades
considerables.
Aunque querramos disimular la
cosa y mostrar un desapego cercano a la iluminación, sin el soporte
afectivo no sabemos vivir. Muchos superhombres exitosos, líderes económicos y
políticos, en lo más reservado de su ser necesitan del consejo y el empujón
femenino para seguir adelante. Trátese de un golpe de estado o de la más
riesgosa inversión bursátil, la oportuna sugerencia femenina deja su marca. La
mujer ideal para la mayoría de los varones: orla ninfómana en la
cama y una mamá fuera de ella; una relación cuasi incestuosa
en la cual los hombres proponen y las mujeres disponen.
Un caso
particularmente interesante de esta necesidad de compañía femenina lo
constituyen muchos de los habituales asistentes a prostíbulos. Al contrario de
lo que generalmente se piensa, el asiduo visitador de burdeles, además de sexo,
también suele buscar afecto. La prostituta, cuando es verdaderamente
profesional, no sólo tiene relaciones sexuales con su cliente, sino que
literalmente lo ama, lo cuida y lo contempla mientras dure el convenio. El
hombre solitario, tímido, con pocas habilidades sociales de conquista,
acomplejado, que se siente feo, gordo, flaco o poca cosa, en las casas de citas
puede hallar un lugar de aceptación "incondicional" proporcional al
pago. Al no existir rituales de conquista ni cortejo alguno, el riesgo al
rechazo, aunque artificial y comprado, se elimina. No existe el odioso
"no", con el que tanto tenemos que lidiar los hombres, no hay nada
que disimular, nada que aparentar o mostrar.
Pese a
que muchos hombres viven solos y parecen adaptarse adecuadamente a ese rol, el
proceso psicológico que debe elaborar el varón para llegar a aceptar su soledad
afectiva es muy complejo, e indudablemente más difícil de procesar que el de la
soledad femenina. Las estadísticas muestran que el hombre
separado no es capaz de disfrutar de su soltería por mucho tiempo. Un
sentimiento de ansiedad lo empuja a buscar nueva compañera para tapar
rápidamente la vacante. Por desgracia, este acelere lo puede llevar
nuevamente a equivocarse: otra vez la que no era.
Cuando
un hombre propone e incita la separación de manera segura y reposada a su
esposa, pueden ocurrir dos cosas: o es un varón muy superado o tiene otra. Mi
experiencia profesional me ha enseñado que la segunda opción es la más
probable. Aunque la incapacidad para divorciarse se debe a muchas causas (por
ejemplo culpa, sentido de la responsabilidad, amor por los hijos, problemas
económicos), realmente la mayoría de los hombres es cómoda y la
separación, por definición, incómoda. El varón no suele saltar al
vacío porque perdería sus principales fuentes de afecto, seguridad, placer y
conveniencia, es decir, hijos, sexo, comida y muchacha de servicio; el paquete
entero, con calor de hogar. Por tal razón, muchos varones funcionan
con el principio de Tarzán: No soltarse de una liana hasta que no se
tenga la otra bien agarrada. Cuando un hombre se va de la casa, casi
siempre tiene algo seguro a qué aferrarse, aunque a veces puedan ocurrir "atascamientos
afectivos".Algunos "tarzanes" quedan colgados de dos
lianas, inmóviles y quietos, con cara de "yo no fui",
atrapados entre dos mujeres. La una forma parte del bienestar hogareño
y la estabilidad maternal; la otra, del vendaval de emociones, el deseo y la
locura incontrolable que le recuerda que aún es joven y puede rehacer su vida. Por
lo general, la que desagota el trancón afectivo es la esposa del
implicado. Veamos un ejemplo:
A. R.,
paciente de 30 años, casado desde hacía cinco y con dos pequeños hijos,
proporcionaba la siguiente descripción de su mujer: "Es muy fea...
Además su olor me parece empalagoso... Es mandona y ejerce sobre mí un poder
impresionante... Es ocho años mayor que yo y la diferencia se nota mucho...
Debo reconocer que me da seguridad y sabe tranquilizarme cuando estoy
nervioso... En realidad, vivo estresado... Le he dicho que adelgace, que se
ponga minifalda y que me seduzca, pero no es capaz... Cuando ella me busca
sexualmente para mí es un verdadero suplicio... No permito que se me acerque
mucho o que me toque... No sé, me incomoda sentir su piel... Ella es buena
mujer y me quiere... Pero no estamos sintonizados en los gustos… Vivo
aburrido... No sé qué hacer...".
A. R.
había decidido pedir ayuda profesional porque se sentía atrapado en un dilema.
Desde hacía un año y medio sostenía relaciones extramatrimoniales con una joven
de 23 años, soltera y dispuesta, de la cual se expresaba así: "Me
encanta... Es fresca y sexy... Su olor me fascina, es amable y comprensiva...
Cuando estoy con ella me siento un verdadero hombre porque me hago cargo de las
situaciones... He llegado a tener hasta cinco orgasmos seguidos... Me gusta
cómo se viste y su risa... Sus dientes son blancos y parejos... Es muy
cariñosa... Es como mi alma gemela...". Cuando le pregunté por
qué se había casado y había tenido hijos, no pudo darme una respuesta
clara: "No sé... Creo que ella me convenció... Me dijo que si no
nos casábamos se alejaría de mi vida... Lo hice como por obligación... Quise
tener una familia, pero me equivoqué de mujer...".
Pese a
toda la evidencia a favor, no era capaz de separarse. Sentía una
mortífera mezcla de culpa y miedo que lo estaba acabando, y aunque el
sentimiento de irresponsabilidad era angustiante, lo era mucho más el miedo a
equivocarse y quedarse sin sus acostumbradas claves de seguridad.
Pasamos
varias semanas hablando sobre la posibilidad de la separación, hasta que un
buen día, como era previsible, el romance fue descubierto. Su mujer reaccionó
como lo hacen las esposas valientes e independientes. Le mandó un escueto
mensaje: "Te puse la ropa en la puerta, puedes venir por ella
cuando quieras". Contra todo pronóstico, A. R. rogó, lloró,
suplicó y resuplicó que lo volvieran a recibir, pero nada conmovió a la
ofendida señora. Hoy, después de cuatro meses, vive solo en un pequeño
apartamento y todavía no sabe qué hacer. Aunque su calidad como padre
ha mejorado y no siente tanto la ausencia de sus hijos, ya que los ve más que
antes, sigue saliendo con su "alma gemela" y, en ocasiones, bajo los
efectos del alcohol, golpea infructuosamente las puertas de su "ex
mujer" para que lo vuelva a recibir.
El dilema sigue vivo: la
amante versus la madre adoptiva... Difícil elección.
En el
85%, de los casos de separación tratados por mí durante veinte años de
ejercicio profesional, la voz cantante la ha llevado la mujer. Lo
mismo ocurre en los países ricos: el 90% de los divorcios es solicitado
por mujeres. Si la solvencia económica se los permite, ellas son,
definitivamente, más decididas que nosotros. Para la mujer, el desamor puede
llegar a justificar cualquier adiós. He visto relaciones absolutamente
machistas y despóticas eliminarse en un segundo cuando la mujer, tranquila y
amablemente, le dice al hombre que ya no lo quiere y que desea separarse: "Creo
que viviría mejor sola con mis hijos", "Quiero ser libre",
"Me cansé de dar", "Quiero encontrarme a mí misma". Como
el personaje de la película Alice, protagonizada por Mia
Farrow, muchas señoras simplemente se cansan del papel de la esposa
convencional, e inician una revolución sigilosa que suele tomar por sorpresa al
varón. En estas situaciones, el típico macho dominante sufre una
revolución al regazo materno y a las formas más arcaicas de miedo y sumisión.
La caída del héroe. Es definitivo: los hombres tenemos el control
afectivo, hasta que las mujeres quieran que lo tengamos.
Es
indudable que una de las causas de la dificultad masculina para encarar
su soledad afectiva está en el patrón egocéntrico-narcisista, con el cual se
educa tradicionalmente al varón. En muchas estructuras sociales
el "hombrecito" todavía se hace acreedor a más
privilegios que la "mujercita": la mayor ración, el
primer permiso, el coche a temprana edad, más dinero semanal, en fin, una
lluvia de favores y privilegios patrocinados y administrados por ambos
progenitores, pero principalmente por las propias mujeres. Pese a que los
padres hombres colaboran bastante para transmitir este legado absurdo y
sexista, no cabe duda de que la batuta está en manos femeninas: "la reina
manda en palacio".
Muchas
sociedades, que en apariencia se muestran patriarcales, esconden una
organización familiar claramente matriarcal-maternal, donde el poder
psicológico reside en las matronas y el económico en el varón. Más
allá de cualquier consideración sociológica, el dictamen es casi que
lapidario: al hombre lo cría la mujer. Las
madres amamantan, cuidan, acarician, alimentan, abrazan, defienden, regañan, se
preocupan, moldean y aman profundamente a sus hijos varones. Como un enorme
"Dolex", lo femenino está presente durante toda la vida
afectiva masculina creando dependencia, adicción y seguridad. Como decía
sarcásticamente Virginia Woolf "Las mujeres han servido todos
estos siglos como espejos que poseen el mágico y delicioso poder de reflejar la
figura del hombre al doble de su tamaño natural".
No
pretendo negar la sana importancia del cuidado femenino, sino ciertos valores
erróneos que se transmiten durante la crianza, y que son aplaudidos e
instigados por el padre ausente. Las "supermamás" no sólo
generan en sus hijos hombres un apego a la mujer-niñera, sino un estilo
afectivo supremamente egoísta y ególatra. Al tratar de hacer lo
correcto se equivocan. Creo que la recriminación femenina a los
maridos más escuchada en los hogares, debe ser: "Sólo piensas en
ti" o "No sabes compartir". Y es cierto. El varón
aprende a ser mejor receptor que dador. Somos excelentes receptores de
afecto, pero no tan buenos a la hora de dispensarlo.No estoy diciendo que
no sepamos dar amor, sino que preferimos recibir.
Hemos
internalizado equivocadamente la idea de que es más importante sentirse
satisfecho que satisfacer, y esta forma unidireccional de vivir el amor nos ha
hecho perder el placer de la entrega como forma de vida: la suerte de
tener a quién querer. La fortuna de poder depositar el amor en alguien
puede llegar a ser muchísimo más impactante que la dicha de recibirlo
Hacer
afectivamente feliz a alguien es otra manera de compartir. Pero los varones no
hemos entendido esto:soportamos mejor el no tener a quién amar, que el no
ser amados. Es decir, no sabemos prescindir
de la dosis de cuidado, protección y preocupación con la que nos amamantaron
nuestras madres. La idea de un hombre impermeable, ermitaño, hosco y
afectivamente autosuficiente, es más la excepción que la regla.
Necesitamos
que se hagan cargo de nosotros, ésa es la verdad. Los
hombres, como veremos más adelante, tendremos que asumir un papel más activo,
colaborador y crítico en la educación de nuestros hijos, si queremos evitar que
este esquema de abandono e incapacidad siga propagándose de generación en
generación. Ni el destierro del padre, ajeno y distante, ni la
sobreprotección femenina, intensa y asfixiante. No queremos concesiones ni
privilegios educativos que el día de mañana nos incapaciten para hacernos cargo
de nosotros mismos. Necesitamos un nuevo varón que pueda comprender que
la soledad vivida desde el dar, es cualitativamente distinta a la que se siente
desde el egoísmo. Si proporcionar amor nos hace feliz, nunca estaremos
solos porque siempre habrá alguien a quien amar.
Desde
este punto de vista, sería paradójico que las famosas geishas, blanco
de las más duras críticas feministas, resultaran ser un buen ejemplo para que
los hombres narcisistas "merecedores" aprendieran el arte de
complacer. Después de todo, a más de una mujer le gustaría que su marido se
convirtiera, así sea de vez en cuando, en un mimoso y adorable geisho.
Walter Riso
un aporte de "el bloc del
Joan"
blocjoanpi.blogspot.com
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