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viernes, 15 de noviembre de 2013

CHUÑI BENITE: EL HOMBRE DE LOS BARRILETES QUE IBAN HASTA LOS LIMITES DE LA ESTRATÓSFERA


.Se cumplen hoy ocho años de la desaparición física de Carlos Edolver Brizuela, alias "Pandorga". No podría haber tenido otro apodo este hombre que fue todo un artista del mundo de los barriletes, objetos que amó descontroladamente y por lo que luchó para que fueran reconocidos como seres vivos. Fue suya la máxima proeza obtenida en el rubro: llevó una cometa propia hasta el límite superior de la estratósfera.
Aunque el tiempo es paciente y tarde o temprano coloca hojas secas sobre todas las memorias, en Villa San Juan se lo recuerda cada 11 de noviembre con una competencia pandorgueril. Allí, niños, jóvenes y adultos recrean la leyenda de Brizuela. Y no falta, por supuesto, el relato de la ocasión en que castigó a Villa San Martín con siete días de noche interminable.
Destino marcado
Había nacido el 26 de marzo de 1935 en los suburbios de Asunción. Él y sus cinco hermanos quedaron huérfanos cuando Carlos tenía seis años, a raíz de una epidemia de fiebre amarilla.
Una tía se hizo cargo de él. El niño casi no hablaba. No lloraba pero tampoco reía. Pasaba las horas ensimismado, jugando en la tierra o explorando el monte mañanas enteras. En una de esas caminatas, vio el pájaro de papel azul bailando por encima de las copas de un paraisal. Corrió, corrió, corrió. Llegó jadeando al niño que, junto a su padre, sostenía el hilo del barrilete. No podía creer el prodigio.
Según el mito, ni siquiera se ocupó de pedir prestado por unos minutos el mando del juguete volador. Retornó a toda carrera al rancho, y se obsesionó con construir algo como lo que había observado. Ni los zamarreos de oreja ni el castigo de quedar sin comida ni las amenazas de internación en un albergue estatal lo intimidaron. Estuvo cuatro días seguidos sin dormir, sin comer, sin dejar de intentar una y otra vez completar un barrilete propio. Cada fracaso era una maldición, pero también el comienzo de una nueva tentativa.
Lo consiguió una noche de relámpagos. Le salió horrible, un polígono irregular sostenido por pequeñas tacuaras que tensaban papeles de diarios y de paquetes de azúcar, atados con pedazos de cuerdas y crines de caballos. La cola era un vestido de su tía hecho jirones. El ovillo de hilo para remontarlo fue el resultado de infinitos empalmes luego de deshilachar unas arpilleras de la humilde vivienda.
Dicen que ese niño rió por primera vez, que sus carcajadas eran torpes como una alegría bebé que daba sus pasos iniciáticos, que al mismo tiempo lloraba porque esa risa primera le lastimaba la garganta virgen, que bailaba descalzo sobre curubicas de ladrillos, que cada metro de ascenso de su creación le agrandaba más los ojos, que la tormenta tardó en desatarse porque los suspiros de él la dejaban sin aire para empezar. Pero otros dicen que la lluvia se demoró porque el cielo quería darle un ratito más de felicidad.
Azules del Chaco
Las necesidades fueron empujando a Alba (la tía de Carlos) hacia otras tierras. En 1954 llegó al Chaco, y se instaló en Resistencia, en lo que hoy es Villa San Juan. Carlos era un joven moreno como el olvido, fibroso, desentendido de casi todo y que seguía riendo sólo cuando hacía volar sus obras.
Para entonces lo que hacía ya era asombroso. La pobreza familiar no le permitía invertir demasiado en cada pandorga, pero de la nada sacaba maravillas. En el barrio se ganó una admiración tan inmediata como silenciosa, sobre todo entre los hombres, que consideraban una mariconería dar felicitaciones por barriletes. Las mujeres, en cambio, le lanzaban miradas que él no advertía o ignoraba por completo.
Para los chicos era un ídolo. Cuando lo veían salir de la pequeña casita de maderas amarillas, se arremolinaban junto a él,  esperando que estrenara una pandorga más. Él parecía disfrutarlo, y se ocupaba de elegir muy bien los nombres de sus criaturas. Los deleitaba con la paloma desesperada (una cometa que semejaba al ave y que con leves movimientos de mando dibujaba inmensos arcos a toda velocidad), el alma viajera de madre (varillas extremadamente finas y polietileno transparente que volvían casi invisible al barrilete, del que apenas se percibían los reflejos del sol, con un vuelo suave y lento), la rosa sin sueños (construida con pétalos de papel gris que más se abrían a medida que ganaba altura) y el vientre eterno (favorito de las comadres, un barrilete blanco que al llegar a lo alto liberaba otros ocho de distintos colores y diseños).
Alba enfermó de Lupus, y Carlos comenzó a trabajar en el puerto de Barranqueras. Él salía a las cinco y media del barrio, en una bicicleta oxidada, llevando dos o tres de sus pandorgas volando a sus espaldas. Ese inefable hábito le generó más de una pelea a trompadas con estibadores amigos de las burlas despiadadas. Regresaba a la tarde, vencido, negro de carbón o blanco de harina, la espalda quebrada. Pero masticaba su galleta, bebía su matecocido, y se iba al patio a cortar tacuaras y pegotear retazos.
Ese otro barrilete
Un día Carlos se estampilló contra el amor. Fue al salir de una de las farmacias del centro. Ella se llamaba Clara, y vivía en Villa San Martín. No se dijeron nada, pero los dos supieron lo que había pasado tan pronto se enredaron las miradas. Él, abrumado por lo que nunca había sentido y ni siquiera sabía cómo llamar, sólo atinó a aproximarse y preguntar: "¿Cómo?" Ella, sin entender por qué entendía eso tan escaso, le contestó: "No sé, fijate vos, buscame".
"Qué cagada, las de Villa San Martín son jodidas",  le dijo el literato Chuñi Benite cuando él se le apareció en plena siesta para pedir consejo. "Buscate una de Villa Prosperidad, consumen poco y casi no hacen ruido", completó el escritor, como si Carlos le hubiera estado preguntando sobre ventiladores y no sobre quereres.
Pandorga no hizo caso, y por supuesto que averiguó dónde vivía ella. Pero el primer amor, así como algunos jabones en polvo, suele venir acompañado -cinta adhesiva mediante- de otro producto. Más concretamente, de un notable estado de imbecilidad. Tocó el timbre de la casa, que tenía un pequeño zaguán lleno de macetas con sandalias. Lo atendió una mujer con cara de torno odontológico. Carlos seguía sin saber cómo se remontan las palabras. "Me gusta la hija", alcanzó a expresar. La mujer afinó la mirada, como si esperara que alguien le completara la historia, miró el barrilete verde bailando allá arriba,  vio que el hilo terminaba en la mano derecha del muchacho. Pensó un momento, avisó que llamaría a la policía y cerró la puerta.
Aconsejado por Benite y otros hombres sabios, Brizuela logró encontrarse con la muchacha en otros puntos de la ciudad, incluido el domicilio del propio hombre de letras, que lo facilitó mañanas enteras para que Carlos y Clara, al decir de Benite, pudieran "remontar los barriletes del deseo hasta hacerlos rebotar en los fondos de las nubes dulces que las pieles esconden detrás del sentir". Dicen -pero es imposible saber si fue cierto- que Pandorga se entregaba sin soltar su barrilete favorito, una luna roja y brillante, que salía por la ventana y corcoveaba en el firmamento al ritmo de la pasión matinal.
Pero la fatalidad iba juntando las mejores cartas. Los padres de Clara comenzaron a sospechar y luego se cruzaron con los chismes adecuados, para atar cabos e iniciar su propia investigación. La luna roja hizo el resto, y hallaron a ambos en la más innegable de todas las fases del amor.
Les prohibieron a los dos el contacto y a ella cualquier salida de la casa. Furioso, Carlos amenazó con tomar represalias. Se le rieron en la cara. Entonces con dos mil barriletes negros estuvo una semana tapando la luz del sol para toda Villa San Martín. Se dormía parado, las manos sangrantes abriéndose lentamente hasta que un renacer de la voluntad las cerraba otra vez, trescientos hombres movilizados por Benite rodeándolo para impedir que el iracundo vecindario pudiera cortar los hilos. Fueron siete días de oscuridad y peleas cuerpo a cuerpo. Las plantas se secaban, los tordos y gorriones caían de tristeza, los amantes morían asfixiados.
El adiós
En medio de esas sombras, la madre de ella planteó una salida clásica: dejar todo y que la familia se fuera a vivir a otro lugar. Se instalaron en Sáenz Peña, 160 kilómetros al oeste de Resistencia. Allí, un día de enero, el calor y un lejano murmullo de flecos despertaron a Clara. Se asomó por la ventana y vio los 88 barriletes que Carlos, desde la capital provincial, remontaba para escribir en el cielo "Te amo, Clara". Fue un esfuerzo feroz del muchacho, más aún luego de la epopeya del oscurecimiento barrial. Le costó cuatro dedos de la mano izquierda.
Los padres de Clara, entonces, emprendieron una nueva mudanza, y esta vez fue imposible conocer hacia dónde. No iban a permitir que un don nadie le arruinara a la chica un futuro que debía estar marcado por la prosperidad y el brillo.
Cayeron los años como pomelos. Carlos se fue volviendo más flaco, más silencioso, más desinteresado de todo. Alba murió en 1977, y se quedó completamente solo. Siguió con los barriletes, que se tornaron más aparatosos y temibles. A su modo, también más deslumbrantes. "Mapa del destino", se llamaba una enorme estructura de tablas y cartones que remontó en 1981. Medía 63 metros de altura por 48 de ancho y 35 de profundidad. Pero no se aproximaba a un cubo ni a ninguna figura geométrica. Parecía un pequeño mundo caótico, cruzado por rectángulos y líneas irregulares, repleto de elementos simbólicos como estrellas de ojos arrancados, perros alados y ángeles recolectores de residuos. La Seccional Primera, por las dudas, lo metió preso. Lo golpearon una noche entera, también por si acaso.
En 1988 fue su desafío más conocido. Los medios locales informaron que el 12 de junio de ese año intentaría alcanzar la estratopausa (límite superior de la estratósfera) con una pandorga. Le dio a su cometa un diseño inédito, extraño, semejante al de una gran semilla de maíz. De ese modo, decía, iba a lograr que el barrilete ascendiera verticalmente en lugar de inclinarse hacia la superficie de la Tierra, como ocurre normalmente por la acción del viento. Tardó diez días en remontarlo por completo. Las agencias espaciales norteamericana y soviética registraron el logro, pero se negaron sistemáticamente a reconocerlo oficialmente. A Brizuela no le importó. Apenas se sonrió cuando toda Villa San Juan saltó y bailó a su alrededor para festejar la proeza, y prefirió quedarse en su casa cuando lo invitaron a completar la celebración con un cascoteo masivo a los techos de Villa Los Lirios.
En 2005, el escribano Lugano, al regresar de un viaje por Trento, Italia, le hizo un comentario que lo paralizó: "Me pareció verla a la Clara allá, en parte la reconocí y en parte noté que ella me miraba dándose cuenta de que yo la estaba reconociendo, pero no pude hablarle porque se fue rápido entre la gente".
Brizuela se alejó sin decir palabra y se encerró en la casilla. Durante semanas se lo vio trabajar en el patio, que seguía demarcado sólo por un tejido metálico. El 11 de noviembre una multitud se acomodaba a los codazos frente a la vivienda. El anciano se sobreponía a su espalda torcida, a sus rodillas operadas, a un catarro eterno. Lo cubría la sombra de una especie de gigantesca barca de colores que iba alzando vuelo. "¿Alguien sabe para dónde mierda está Italia?", preguntó al gentío. "Más o menos para allá calculale", contestó el Colorado Machain, sacudiendo la mano de modo impreciso.
La descomunal armazón siguió ganando altura, merced a una ventisca que llegaba desde el sudoeste. "Perfecto", dijo Pandorga. Apretó más las manos nudosas y cubiertas por los lunares de la vejez, se ciñó el piolín y lo vieron irse. 
Cuentan que se reía, que se reía un montón.


"Chuñi" Benite
Con la autorización de:
"Acsión Ñerética Resistencia"
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