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viernes, 6 de septiembre de 2013

DIDÚ, DIDÚ. DIDÚ. (Capítulo extraído de la novela "CÚTER")

 Continúa de: "Pongan un arma en mis manos" publicado el 19 de Julio de 2013

"...Arnulfo Sepúlveda caminó por los cuartos, entró a la nave central de la iglesia, se persignó ante la Cruz y fue a abrir la puerta, el sol de la mañana entro en todo su esplendor, dejando su figura oscura como en un eclipse. El cura Arnulfo puso su mano a modo de visera y el cartero le entregó una carta y salió corriendo sin saludarlo hacia la plaza. Todo el pueblo estaba allá, entregado a los vicios de las ferias de juegos de apuestas y comidas bañadas en aceite que se entregaban envueltas en papel. La iglesia de la Señora de los Navegantes le pareció un inmenso barco abandonado, cuando cerró la puerta y para ocultarse del griterío y el desorden moral que ocurría  a pocos metros. Se sentó en el primer banco y abrió el sobre. 
Pensaba mientras leía que había perdido una batalla más contra los herejes, él y los demás curas párrocos de la región Peremerimbina.
Se enteraba de las decisiones del gobierno de barrer con todo lo plantado y nacido en esa tierra de locos y de que los familiares del fusilado Elpidio Barragán se habían armado y atrincherado en las sierras, como temerarios bandidos.
Al ponerse de pié, sentía como temblaba todo su cuerpo, caminó hacia el altar y el haz de luz que entraba por una ventana, le mostraba visiblemente, el rostro de Cristo, resignado, aunque sin gestos de dolor dicen que dijo: Cristo, Cristo Señor mío. ¿Porqué me has abandonado?
Afuera explotaba una batería de fuegos artificiales, las bombas de estruendo estallaban una tras otra y era esa la señal de que, prontamente, las mujeres vírgenes, empezarían a volar.  
El cura Arnulfo Sepúlveda subió los treinta y nueve escalones hasta el carillón y golpeó con fuerza las campanas mientras que aturdido por la sonoridad miraba hacia la plaza colmada de vecinos infieles que adoraban a magos taciturnos..." 

Asi es como consta el escrito de las viejas "Crónicas Peremerimbinas" titulado "la última Misa del padre Arnulfo" y en este cuaderno que gentilmente me hizo llegar don Santos Poussin de un tal Benito Ponciano Márquez, muerto en Naranjillos, bajo las balas de los suboficiales Guillermo Jensen y Cipriano Tavares, alias "Cúter"

Cuenta que ése día fatal, guardó en su morral la presa de pollo frito y ante el griterío de la gente corrió hacia la iglesia, dice que entró por la puerta lateral, que cruzó sin mirar hacia el altar y que dobló hacia la derecha y que por una puerta entreabierta empezó a subir los escalones y llegó a tiempo para ver al pequeño Didú sosteniendo la frágil figura del cura que sangraba por los oídos y la de una mujer, que aseguraba no conocerla por ser ésta rubia y de tener ojos claros y que para su asombro estaba totalmente desnuda, y que desde allá arriba, se lanzó al aire y andaba de árbol en árbol, paseando su bella desnudez entre risas, que sonaban como un canto alegre. Dice que el tal Didú saltaba feliz en su pequeñez absoluta, como un muñeco de resortes y que a todos les señalaba el vuelo de la mujer blanca, mientras él con su cuchillo de comer, cortaba las sogas de las campanas y le aflojaba los dedos al cura.

Cuenta en sus "Relatos Laicos", un cuaderno de hojas amarillas por el tiempo y escritas con simple lápiz de grafito, que el obispo Miguel Mercedes Puja llegó tres días después, en el silencio de una madrugada lluviosa, casi en secreto, con una comitiva de cuatro hombres más entre ellos el cura Victorino Barboza, que quedaría sin mayores ceremonias y a partir de ése instante a cargo de la iglesia. Dice que se llevaron al cura Arnulfo en el tren de las tarde con todas sus pertenencias, algunos documentos relacionados con las actividades encomendadas y propias de la iglesia porque decían que los iban a estudiar y algunas otras cartas más que encontraron en su escritorio. Excepto las que él, Benito Ponciano Márquez guardó para mostrarle a sus primos, los Barragán Puebla. Allí, en un párrafo aparte señala que con el fusilamiento de Elpidio Barragán, decide ponerse al lado de los anarquistas que no querían ninguna institución que no fuese por la de ellos elegidas.
Cuenta además que esa misma noche, el Gobierno decidió intervenir el pequeño destacamento policial de apenas tres hombres, que fueron sustituidos de sus cargos por encontrarlos en la parranda, borrachos y mal vestidos, y que trajeron de nuevo un batallón de los mismos milicos de los fusilamientos de las revueltas anteriores, o sea el cuarenta y seis de campaña,  pero que estos hombres venidos de Manvatará, a cargo del Oficial Iparraguirre, eran mas severos. Y que andaban casa por casa entregando unos bandos con las nuevas leyes, y que devolvían las mujeres a la casa donde pertenecían. Dice que por eso, esa noche no fue casi nadie al circo. Y que antes de instalarse en sus nuevas oficinas, Iparraguirre vestido de un elegante uniforme marrón clarito  y de altas botas lustradas, se llevó la sorpresa de su vida, pues ocurrió eso de la grande estampida de los animales del circo cuando sus soldados andaban de casa en casa. 
Según afirma más adelante, el león del circo entró por la puerta principal de las viejas dependencias y saltaba por todos lados, desparramando la tinta para escribir sobre los papeles con órdenes y bandos impuestos por la nueva ley, y que le rugía amenazante, sin darle tiempo a que desenfunde su pistola y que el pobre animal asustado pudo saltar por una de las ventanas hacia afuera. La cebra desorientada hizo lo mismo, con cierta torpeza, entró despavorida pero fue muerta de tres balazos por el arma de Iparraguirre.
En su relato, Márquez amplía las notas describiendo el paisaje. Señala que el griterío de la gente era ensordecedor. Y que el oficial Iparraguirre, Carlos Atanasio. Sale a la oscura calle gritando las mismas obscenidades comunes a las que estábamos acostumbrados y que eran de nuestro uso común, normal y específico de nosotros los Peremerimbinos, -frase que subraya dos veces.- y que este coronel ordenaba que dejásemos de pronunciar. 
Relata que el coronel, pistola en mano, en la puerta tropezó con uno de sus suboficiales que estaba de guardia de cuarto, según decían las consignas que tenían asignadas y que éste, totalmente aterrorizado le mostraba las heridas propinadas por las garras del oso "Zonko" que se perdía en las sombras de la noche, mas allá de la esquina y que el coronel, entonces  vio el resplandor del incendio del circo, al final de la calle y a un elefante que pasaba ante sus narices con intenciones de llevarse todo por delante. 
Gritaba, daba órdenes no sé a quién, todos corrían de un lado hacia otro y encima al cura Victorino Barboza se le daba por hacer sonar las campanas restauradas y llamar a misa a eso de las diez de la noche. 
Hay una serie de frases que no se pueden leer. Parece que hacen alguna referencia al estado del tiempo, y un dato curioso.
Señala que  observaba detenidamente a quién sería su enemigo, cuando ve que el pequeño Didú le tocaba el pantalón a Iparraguirre y que éste miró hacia abajo, le pareció que el tipo creía ver a un niño sonriente, que le daba la bienvenida, pero luego tuvo la certeza que el tipo alcanzó a darse cuenta que era un enano que pedaleaba una pequeña bicicleta entre los animales sueltos, y recién al otro día supo que el atrevido que lo había tocado era el pequeño Didú. El hijo de la mujer que había aprendido a volar en el circo.
En otras hojas de su relato, señala que el cura Victorino abrió las puertas de la Iglesia de par en par, y se paró en el umbral a contemplar el espectáculo bochornoso de infieles corriendo de un lado a otro entre distintos animales y que levantaba la biblia en una de sus manos, mientras los soldados con  fusil y bayonetas caladas trasladaban baldes con agua.
Escribe Benito Ponciano Márquez que se acercaba en silencio, a recoger sus cosas de la iglesia y que el cura Victorino lo miró y le pidió que encienda todas las luces, dice que le dijo. "Encienda usted todas las luces por favor,  a esta hora y hasta que esta gente se derive hacia Nuestro Señor, habrá Misa permanente" - Según anotó.

Fue al joven cura Victorino Barboza, a quién acudió Ernesto Valdivia. 

Contaba en sus "Relatos Laicos" que el tal Ernesto Valdivia, se le acercó al nuevo cura y le pidió por alguien que le acerque a Dios lo más rápido posible sus súplicas - Yo soy la palabra de Dios aquí- dice que le dijo Victorino, y que lo tomó del brazo y lo llevó al confesionario.
Hay un apellido subrayado en su cuaderno. Valdivia.
Cuenta que Valdivia había llegado a Peremerimbé con el primer tren, y que murió vestido con uniforme de ferroviario, cuando los hombres grises ya habían terminado la construcción del dique y las aguas taparon la vieja ciudad. Cuando los árboles sedientos por la sequía de tres años, se suicidaron arrancando sus propias raíces y cuando los pájaros peregrinos cambiaron sus rumbos. Un día que creyó ver el féretro de un familiar navegando en las aguas y se arrojó con toda su enorme pena, para nunca más salir del fondo. Agrega que de las vías hacia el oeste se había fundado la nueva ciudad pero que no respetaron el nombre original de la región y que el gobierno hizo cambiar los mapas y que ahora todo esta vasta región se llamaba Imbuté y que ante la aparición del primer féretro flotando en las aguas y golpeando su debilitada madera contra las paredes de cemento, nacen los anarquistas, de la mano de un tal Teófilo Cabanillas, los guapos Fontana y una tal Marcela Da Silva de la famosa "Turma sem Bandeiras." Dice que Valdivia ya era viejo para eso y que exclamaba en sus largas noches de borrachera, que Dios había puesto en su cama a la mamá del pequeño Didú. Que Didú era un niño enano, pero que él argumentaba que Dios los castigaba por los tremendos pecados de la madre y por su infeliz maniobra del cambio de señales que llevó al descarrilamiento del tren de cargas en el cuarenta y ocho. Que fue Didú, cuando tenía entre quince y veinte  años de edad, y que aparentaba de seis, el que prendió fuego al circo, después de soltar a todos los hambrientos animales, cuando sorprendió a su madre en caricias deshonestas, -según así expresaba- en uno de los carromatos del domador Scattollini con la mujer barbuda. Afirmaba, -sigue el escrito- que Didú dormía por costumbre en el campanario de la Iglesia y fue uno de los primeros en darse cuenta que el Comandante Penerguido había muerto una madrugada. También contaba que el niño, nunca había sido bautizado en una Iglesia Cristiana y que le quedó el nombre de Didú, porque ésa fue su primera palabra pronunciada. Hay una parte que hace hincapié y desde donde creo, Benito Ponciano Márquez, expone textualmente el relato de  Ernesto Valdivia. 
"...Mi pequeño había empezado a caminar, caminaba por el piso de ladrillos, como haciendo equilibrio, pero se lo notaba fuerte y decidido y bajo la acacia florecida del patio, se sentó a defecar. Sus heces eran cilindros sólidos que quedaron expuestos a las moscas y al sol y allí, como en un milagro repentino empezó a hablar, decía: didú, didú, didú."

También leer: "Pongan un arma en mis manos" Ya publicado en este blog 
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hasta la próxima entrega

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