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viernes, 2 de agosto de 2013

HISTORIAS PARA NO OLVIDAR.

(1)
MORIR ASÍ
Nunca supe quién era, ni como se llamaba.
Pero lo recuerdo el día que llegó a la casa de mi tía, vestía ropa que parecía vieja, pero limpia.
Primero pidió un vaso de agua y esperó en la vereda mientras apoyaba un bolso en el piso. De uno de los bolsillos extrajo un pañuelo y mirando hacia el sol se secó la transpiración de su rostro, como un cowboy sin caballo.

Era en horas de la siesta. La hora que mi tía escuchaba la radionovela. Mis primos y yo lo espiábamos por la ventana que daba a la calle, y lo vimos tomar agradecido el vaso de agua fresca con las dos manos, y mientras bebía en pequeños sorbos nos miraba de reojo. 

Finalmente, con gestos de infinito agradecimiento devolvió el vaso, algo le entregó en manos a ella, y cuando quedó solo en el calor de la calle, se secó la boca con la manga de la camisa, puso en su cabeza un sombrero gastado y oscuro y cruzó la calle, para caminar por la vereda de las sombras.

Corrimos a preguntarle a mi tía que quién era ese señor. Ella solo nos dijo que era un hombre cansado que solo pasaba por aquí, y que seguramente debe andar buscando trabajo. En realidad es la primera vez que lo veo, no debe ser de por acá. Nos decía mientras zurcía un par de medias.  Y allí mismo, nos mostró en un gesto bondadoso, un rosario de madera que aquel hombre le había entregado, como muestra de gratitud por el agua fresca. No quiso otro vaso, dijo que era suficiente con el que le dí.

Por la tarde inventábamos historias sobre él.
Decíamos que podía ser un ladrón que huía de la policía. O quizás era el famoso hombre de la bolsa que llevaba niños desobedientes.
Que a lo mejor volvía y pedía más agua. Agua y comida, tal vez.
También aventurábamos que si regalaba rosarios de madera por un vaso de agua, podía ser un cura que no tenía Iglesia.
Finalmente pensábamos que si en vez de tomar agua de las canillas de los jardines, la pedía a los dueños era porque era un hombre honrado sin casa dónde vivir. 

A la noche nos metimos en cama hablando sobre sus posibles desventuras. Nuestra imaginación se sacudía en el laberinto de nuestras suposiciones.
Y así, lentamente, nos fuimos quedando dormidos.

A la mañana siguiente, cuando llegamos a la escuela todo era un alboroto. 
Se comentaba que por la noche habían encontrado un hombre ahorcado, cerca de la ruta, en una de las ramas de un añoso aguaribay, atrás de la estación de servicio.

Era él. 

No es justo morir así. Nos dijo la tía cuando volvimos, y mientras prendía una vela al lado del rosario que le regaló el finado extraño.


(2)
EL "TIRU" DE CARAVANA
El señor Gregorio Zcosut, era un gigante que calzaba zapatos hechos a medida, número cuarenta y cinco, decían los que lo conocían, que se agachaba para entrar por las puertas, que se peinaba tirándose el cabello para atrás y luego con una destreza admirable, doblaba su bigote hacia arriba, por las puntas, Señoras y señores, don Gregorio usaba bigotes tupidos tipo manubrio, perfectos y severos, por donde se escapaba un vozarrón de aguardiente y tabaco.

Atendía una modesta verdulería con libreta para anotar los "fiados" y escondía en el interior de su casa, a su bella hija, una rubia tan hermosa como la madre.

Nosotros lo llamábamos el Polaco.
Un día el Polaco caminaba nervioso por la vereda y silbaba llamando a su perro, el  Tiru.

El Tiru era un perro común, de raza indefinida, que ya merodeaba por las calles desde que tengo uso de razón, no era malo ni juguetón, no se encariñaba con nadie, ni tampoco peleaba con los demás perros callejeros, a veces, dormía la siesta en el baldío que estaba justo al frente de la casa de don Gregorio y nosotros le arrojábamos piedras para incomodarlo. Tiru, en cambio, nos contestaba con un largo bostezo. 

Tiru faltó desde ese día de los silbidos. Desde el día en que todos por una manzana roja jugosa, salimos a buscarlo. No hubo baldío que no registráramos y eramos cada vez más.
Hasta que un día, sentado en una gruesa silla puesta en la vereda de su negocio, El gigante Gregorio, con sus manos apoyadas en las rodillas, nos dijo que se acabó la búsqueda, que daba por desaparecido al Tiru, y porque se le acabaron las manzanas.

Ya no era el mismo, don Gregorio. Nunca lo habíamos visto tan triste y abatido.
Incluso para todos nosotros, la ausencia del Tiru nos había afectado tanto que quisimos regalarle otro perro callejero encontrado cerca del paso a nivel de las vías del tren.  
No lo quiso. ni su señora la rubia, ni su hija Mónica, que se asomaba para infartarnos, con una sonrisa estremecedora y brutal, como el escote de su blusa.

Pero casi cinco meses después, Tiru apareció.
Al lado de Tiru, cuentan los que lo vieron volver, venía una perra y con ellos, tres perritos más.

Entonces el gigante verdulero, al verlo, lanzó una enorme carcajada de alivio y alegría que los puso felices a todos. Dicen que primero lo retó y que lo mandó hacia el patio, pero que Tiru, sin su nueva familia no entró. Finalmente fueron todos aceptados y que el polaco Gregorio se encargó de  ponerles nombres a la hembra, y a los tres cachorros.

Pero el comentario de las señoras del barrio, no era exactamente nuestra alegría, la de volver a tener a Tiru cerca, ni la cara risueña y bigotuda del señor Gregorio. Sino por el comentario que le hizo a su hija, la bella Mónica que empezaba a usar ropa ajustada al cuerpo.

A vos, ni se te ocurra hacer esto. Dicen que le dijo, y la mandó para adentro de la casa.


(3)
CALESITA  MULTICOLOR
Ayer por la noche tuve un sueño, soñé que era pequeño, que tendría once o doce años, que caminaba hasta el pequeño parque de diversiones que había llegado a mi pueblo, que era tarde, que casi anochecía y que yo contaba las monedas inquietas en mis bolsillos, para pagarme la entrada a algunos juegos. 

Entonces en el sueño, yo la vi. 
La vi entre la gente, mezclándose para llegar hasta la entrada de la calesita toda iluminada. 

Ella tenía un vestido color rosa y sus cabellos rubios parecían brillantes, y que traté entre toda la gente de alcanzarla. 

Era Adriana, mi compañera de sexto grado, que subía a la calesita antes que yo, y que ésta empezaba a girar y que el hombre de la sortija se hacía el distraído para que nadie le gane una vuelta más, gratis.

En el sueño, todos los niños estiraban la mano cuando pasaban cerca de él. Yo veía aquella imagen desde la larga fila de la gente que esperaba. 

A veces ella se paseaba en un auto color azul, en la otra vuelta, se trepaba a un caballo blanco, y cuando volvía a pasar, estaba montada sobre un león que tenía fuertes garras que parecían rascar espaldas de gigantes. 

Desde arriba de aquel monstruo, ella tomó la sortija y se ganó una vuelta gratis. Al final, todos bajaron menos Adriana, que levantaba la sortija con aire triunfante. Esa vez, tampoco pude subir, pero quedé primero en la fila. A a un paso, con mi entrada en la mano. Nuevamente la calesita iluminada comenzó a girar y ella se subió a un avión de color amarillo. Fue allí cuando me vio y levantó las manos para saludarme.


- ¡Espérame aquí! - le gritaba - ¡Saco una entrada más para que demos otra vuelta juntos!

Ella parecía sonreír, cuando la calesita se puso en movimiento. 
Corrí hasta la boletería, compré otro boleto y volví desesperado a reclamar mi primer lugar.

En mi sueño, la calesita no paraba de girar, y ella ya no estaba.
La calesita no paraba de girar, y el avión amarillo tampoco estaba.
De las garras del león alado, colgaba una cinta rosa. 
El señor que accionaba la máquina, parecía buscar la sortija por el piso. 
Y Nadie más, pero nadie más, se había dado cuenta, que ella ya no estaba.

Mientras tanto, un avión amarillo surcaba el cielo.











Ibarrechea
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