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viernes, 17 de mayo de 2013

CONDENADO A VIVIR UNA VIDA LLENA DE INGRATITUDES



Testimonio de Gervasio Moyano, sobre el asesinato de Cipriano Tavares (alias Cúter.)

Él supo por su madre que estaba condenado a vivir una vida llena de ingratitudes, decía. 

Contaba que cuando apenas tenía seis años y montaba por primera vez un caballo, tuvo su primer gran golpe.

Decía que con el paso del tiempo se fue convirtiendo en un buen jinete como su padre. 

Pero para sorpresa de muchos de los conocidos, no había caído en las tentaciones de los juegos viciosos ni en las locuras del alcohol. Tal es así que se presentó sin mayores inconvenientes en el Distrito Militar cuando fue citado por Cédula para cumplir el Servicio Obligatorio en los Cuarteles.

Pero que justo en ese mismo año se le dio a los cabrones de sus jefes hacer  la Revolución que derrocó al Gobierno Conservador con el que había pactado el Comandante de Peremerimbé y que  entonces se hizo desertor y que volvió a su rancho uniformado. Dijo que no hubo tiempo para andar contándole esas cosas a su madre, pues ella estaba haciendo todas las tareas del hogar porque su bendito padre estaba encarcelado por unas cuestiones de límites entre campos.

Gervasio Moyano fue apresado por la Milicia una mañana que ordeñaba a las vacas con el birrete militar puesto.
Dos años después volvió nuevamente, esta vez con el rostro cambiado, mostrando fuertes facciones que marcaban claramente la rudeza del tiempo, y hasta su misma respiración sabía  a fuertes aromas de alcoholes nocturnos, causando una gran aflicción a su madre, pronta a una cierta ceguera.

Dijo que le habló entonces a su madre que sus anhelos eran no salir nunca más de aquel páramo seco y espinoso por las faltas de lluvia.
Años más tarde enterró a sus padres, en silencio.
Le asignaron una parcela al fondo del cementerio. 
Primero fue a doña Jacinta, que murió vestida de mujer triste y luego a su padre Gervasio, que había pasado gran parte de su vida en distintas prisiones por abigeatos.

Y que supo más adelante,  por una aparición calma y sencilla en sus sueños, que estaba destinado a no conocer mujer casamentera que pudiera engendrarle un hijo que se llame Gervasio, y así fue pasando su tiempo entre pequeños trabajos mal remunerados y largas noches de fin de semana con vino y apariciones asombrosas.

Una vez vio un hombre grande vestido como los sargentos en fiestas patrias, descender de las ramas del algarrobo, y contaba que este tipo caminaba entre los perros dormidos, mirándolo fijamente y que entonces pensó que se moriría pronto.

Dijo que fue hasta el cementerio al día siguiente y habló con sus muertos. Les previno que le faltaba poco, y que por eso se compraría un buen traje porque - les explicó- que  hay que morirse con dignidad y pasearse entre celebridades que en el Cielo debían abundar.
A veces en las noches febriles se levantaba ante el espantoso estruendo del paso de las caballerizas y carretas que llevaban a los virreyes por el camino Real y a los hermanos Reyna disparando sus armas de fuego en un tropel bullicioso. 

Todos coincidían que tenía los mismos sueños de su padre, del abuelo de su padre, y del abuelo del abuelo de su padre.

Nadie le creyó por esa razón, cuando dijo haber visto la noche del domingo posterior a la parranda del pueblo, que abrió solemnemente el cura Aparicio desde el campanario, al hombre vestido de traje marrón que caminaba y saltaba algunos alambrados cerca de su rancho,  ni que sus perros siempre feroces y hambrientos, le ladraron al extraño.

Dijo también,  que lo recordaría siempre por su elegante sombrero y porque llevaba una valija que desprendía un fuerte olor a rosas, que impregnaba todo su campo, como una brisa del norte, que se metía entre sus viejos papeles y se depositaron en el retrato de su madre, por varios días. Afirmaba.

Pero la más asombrosa declaración, la que ya nadie le creyó, fue cuando le dijo al juez que una noche se le apareció aquel hombre de sombrero elegante, en harapos malolientes de sangre y pólvora. arrastrando su pierna derecha doblada al revés y tapándose la cara con las manos cuarteadas de sangre seca. 
 - Yo soy Cúter amigo, no me he muerto todavía, dijo que le decía....

Derechos reservados prohibida su publicación total o parcial sin nombrar la fuente y al autor.
José Antonio Ibarrechea.
Extraído del libro "Cúter"
diceelwalter@gmail.com

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