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viernes, 12 de abril de 2013

CINCO CHANGUITOS

A cierta hora de la siesta, nos juntábamos los cinco changuitos de la cuadra con los  bolsillos llenos de tapitas de lata de envases de cerveza y gaseosas, nos trepábamos  al borde de las vías del ferrocarril y las poníamos en hilera, una al lado de la otra, sobre los rieles.
Mientras desde el norte, venía echando un espeso humo y silbando fuerte, la máquina del tren.

Bajábamos rápido, y nos escondíamos tras los árboles.
Algunas tapitas quedaban aplastadas para siempre. Otras, parecían desaparecer pero las más audaces, salían disparadas como balas.

Nosotros les tirábamos piedras con nuestras hondas a las macizas ruedas de los vagones de carga.

- Un día de estos vas a perder un ojo, pibe. - me decía mi mamá, que no me dejó jugar más a los indios. Nunca más -.
- Entonces jugaremos a los cowboys forajidos que asaltan trenes. - dijo José -.
- Dale.


-Oh, Mike mira eso, le dieron al Wal.
- No temas Joe, es sólo un rasguño.

Sospecho que los árboles que nos cubrían, aún muestran las cicatrices de las heridas de aquellas fenomenales balaceras en sus troncos.

Cada uno de nosotros, tenía una bicicleta.
La otra prueba que debíamos pasar para ser considerados chicos machos y respetados, era bajar por el camino de Sauce Punco hasta Deán Funes y cruzar la ruta sin frenar.
Yo era el cuarto de aquella fila intrépida.
En un momento de la veloz carrera, debíamos soltar el manubrio, abrir los brazos y que el viento sacuda nuestra ropa, manteniendo el precario equilibrio hasta llegar al cruce. Allí volvíamos a pedalear con fuerza y sin mirar hacia los costados.

Los cinco changuitos voladores, llegábamos triunfantes a la meta fijada.
Lejos de cualquier capacidad de asombro, coincidíamos en que resultaba fácil.

Por mucho tiempo, recuerdo, comentábamos indignados este dato curioso.
Los diarios de aquella época hablaban sobre las medidas del presidente Frondizi y olvidaron pronunciarse sobre la actitud de los dos agentes de la policía de la Provincia que nos incautaron las bicicletas, mientras nosotros nos sacábamos las mariposas del pecho.

Eso si, habíamos ascendido un escalón como niños desobedientes y con los manuales escolares sujetos en las parrillas transportadoras de las bicis.

De aquellos cinco changuitos, solo quedamos tres tristes abuelos.

Me enteré que Miguel, un día amaneció muy cansado, no quiso ir al médico. Me dijeron que cuando estaba en la mesa, parecía dormirse, y que finalmente a la hora del almuerzo cerró los ojos, para siempre, delante de toda su familia.

También me contaron que Carlos, murió camino al viejo hospital de los hombres solos, luego de chocar con su automóvil en una de nuestras rutas.

Hoy, Marcial es mozo de un bar frente a la plaza, me dijeron que sirve el café en silencio y mira siempre hacia afuera por las ventanas. Como esperando por alguien. Que guarda todas sus propinas en los bolsillos como un gran tesoro y que por la noche, los invierte en los juegos de quiniela. Que vive solo, en un garage, que son sus pertenencias una cama, una radio y un viejo ropero.

José, en cambio, es pastor evangélico. Para llevar la palabra del  Señor a sus fieles se viste con una camisa a cuadros y luce una corbata negra. Que camina tres cuadras hacia el templo. Que abre cuidadosamente el candado del portón. Que enciende las luces y se sienta a esperar. Al final, apaga las luces y coloca el candado del portón cantando aleluyas.

Yo escribo, a veces escribo.
De vez en cuando, escribo.     

José Antonio Ibarrechea
diceelwalter@gmail.com
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