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viernes, 26 de octubre de 2012

LAS SEÑORAS QUE PASARON POR MI VIDA

    Me saludaban con un movimiento alegre de sus manos y una estimulante risa soñadora que me hacía perder el apetito.

    Llegaban en fastuosas alfombras voladoras guiadas por duendes perfumados, o lo hacían ellas mismas, porque habían desplegado sus alas para iniciar un vuelo intrépido, sin remordimientos ni horarios pactados de antemano.

    Así eran todas cuando llegaban hasta el pie de mi cama, esa brasa cómplice que nos confundía entre el fervor y el cansancio, el insomnio y las culminaciones del alba.

    A cada una de ellas la recuerdo con respeto.
    Se que a su manera, me amaron.
    Y que nunca podré olvidarlas.

    Me miraban abriendo tan grande sus ojos encandilantes, que desnudaban mi almita, y se iniciaba entre nosotros un largo diálogo en silencio, donde esculpíamos en el aire y piel a piel el movimiento involuntario del goce, conscientes de sabernos inocentes de cualquier culpa, implacables a la hora de pensar en que nada más debía importarnos, borrando de nuestras memorias, cualquier obligación que no fuera aquella de, simplemente amarnos.

   Estas paredes fueron consecuentes custodias de nuestros secretos.

   Más allá de los nombres de cada una de ellas, yo las reconocía no sólo por las bondades de sus cuerpos, sino por el tono de la voz, el aroma de sus perfumes impregnados en las porosidades de cada piel, por el corte único y personal de sus cabellos que las distinguían y por la destreza del paso de sus dedos por mis partes, como un temblor pasajero.

    Todas tenían manos mágicas, con las cuales cortaban el aire de mi habitación, aún en la oscuridad de las noches profundas, o en la incipiente luminosidad del alba.

   Tenían manos mágicas, que se deslizaban con cierta candidez y fragilidad por las paredes, o por los muebles de la casa y por la piel mojada bajo la ducha reparadora.

   Tenían manos mágicas que se hundían en las almohadas y arrugaban las sábanas con tremulaciones indisimuladas.

    Por eso, cuando ellas venían, mi casa se llenaba de amor, y a cada paso que daban, un contínuo canto de pájaros parecían acompañarlas.

   Entonces yo les escribía poemas.
   Uno a cada una, sin nombrarlas.
   Los escribía en las paredes, en los vidrios, en los espejos humedecidos, en las maderas, en las telas, en el papel...  A cualquier hora, tropezándome en el desórden de nuestras ropas esparcidas por el piso, escribía agradecido.

   Yo siempre las esperaba, anhelaba sus regresos.
   Aún a sabiendas que algunas de ellas, sólo podían visitarme de vez en cuando. 
   Que otras aparecían de repente y que otras por equivocación. 
   O todas juntas a la vez.

   Yo siempre las esperaba.
   Y hasta a veces, viajaba a verlas.

   Viajaba de noche, bajo el luminoso reguero de estrellas y con la complicidad de la luna acompañándome y señalándome el camino.

   Viajaba de día, con miles de mariposas alborotadoras que se arrojaban en mi travesía insistente, llena de un ansia que aturdía mis pensamientos obsecados en desahogar mis pasiones.

    Las recuerdo a todas...
    Las recuerdo en sus desnudeces.
    Las recuerdo mordiéndose los labios con agradable ternura.
    Las recuerdo arreglándose con natural delicadeza frente al espejo.
    Las recuerdo acomodándose sus vestidos con esmero.
    Las recuerdo calzándose en un ritual por demás estupendo.

    Ellas se fueron despidiendo de mi. Agradecidas y yo también.

    Lo hicieron con un fuerte apretón de manos. 
    De esos que se dan las personas que no se quieren olvidar. 

    Lo hicieron con un fuerte y caluroso abrazo. 
    De esos que se dan las personas que no se van a olvidar.

    Lo hicieron con un beso. 
    Con un beso enorme. 
    De esos que se dan los amantes en las promesas de no olvidarse nunca jamás.

    Y sin saberlo, me fueron abandonando a mi pertinaz soledad.

José Antonio Ibarrechea
diceelwalter@gmail.com
Copyright 2012  

MACARENA

    Han pasado tres días desde que se llevaron al viejo.
    Han pasado tres días y aún no vinieron por mi.

    Los hombres que entraron a buscarlo, tuvieron que saltar la tapia, con torpeza, porque estaban apurados. Abrieron a los empujones la puerta del fondo y después abrieron las otras puertas que dan para la calle y por allá se lo llevaron.

    Algunos de ellos me tocaron la cabeza haciéndome caricias y me dejaron algo para comer y para beber. Pero los tipos ni nadie, vino más.

    Yo me acuerdo cómo fue que pasó todo, pero no me preguntaron.
    Yo me acuerdo que el viejo estaba preparando la comida para nosotros dos, cuando empezó a tocarse el pecho y a quejarse como si lo pisase un camión grandote y tosía. Me dejó la comida a medio cocinar y fue a acostarse, creo. 

    Porque no lo vi más.

   No salió de su habitación. Cuando pasó un tiempo, pensé que mejor era llamarlo porque había dejado la televisión prendida.

    Pero no me respondía.

    Entonces empecé a llamar a la gente que andaba por afuera, algunas me chistaban para que me calle, otras se dieron cuenta y al día siguiente entraron por la tapia.

    Nunca más supe nada de él.

    Ahora recorro la casa sola, sintiendo sus olores, husmeando entre sus cosas, llorando su ausencia.

    Cuando venga álguien a repartirse las cosas de él y abran la puerta, me mandaré a mudar para la calle. Si a él lo dejaron solo... Qué bola me van a dar a mí...

    Porque es muy triste ser una perrita que ha quedado sin dueño. ¿Saben?
    Guau.











José Antonio Ibarrechea
diceelwalter@gmail.com
Copyright 2004
(Extraído de "El hombre que vive solo en la esquina" año 2004 del mismo autor.)

viernes, 19 de octubre de 2012

MI MAMÁ ME MIMA

    Las cenizas de mi madre se fueron diluyendo en la laguna Setúbal, cerca del puente Colgante, en Santa Fe, tal cual como ella quería y se hizo así su voluntad.

    Adivinen quién lloraba en un prolongado silencio mientras miraba el movimiento del agua y los piés se le hundían en el barro de la orilla.

    Mi mamá había sufrido por años las calamidades de una artritis reumatoidea que la agotó completamente y que antes de entrar a la sala de Terapia Intensiva y empezar a recorrer la larga escalera que la llevó hasta el Cielo, arrastrando sus bondades, me tomó de la mano y me lanzó una tierna despedida.

    Mucho tiempo antes, en aquella época en que ella era la flaca más bonita y elegante que anduviese por mi pueblo.
    En la época en que su cabello le caía en largos rizos hasta la mitad de la espalda y sus ojos te desarmaban ché, con ese pestañear tan dulce que tenía, mi viejo orgulloso, se valió de un generoso clavo de acero de dos pulgadas, para incrustarlo en la pared de ladrillos a puros martillazos, para colgar allí, el enorme diploma de modista que mi mamá ostentaba.

    Entonces, en aquella misma época, yo me trepaba a las sillas de madera, apoyaba los brazos en la mesa y la cara sobre mis manos para verla trabajar.

    Ella ponía el molde sobre la tela, y con la tiza y las tijeras le daba forma al vestido de moda que le encargaban, y que luego hilvanaba prolijamente, y finalmente, en la máquina de coser "Singer" hacía realidad.

    Una belleza.

    Por las siestas leía con avidez la revista "Vosotras" y suspiraba con las novelas de Corín Tellado.
    - Oh pibe, ahora sabes porqué te llamas Ricardo.-

    Por la noche los dos escuchábamos la radio.
    A veces bailábamos entre le living y el comedor, las canciones que después de la señal que las emisoras lanzaban al aire y que con voz metálica anunciaban aquellos locutores en sus programas.

    A mi mamá le gustaba escuchar a Agustín Magaldi, Antonio Tormo, Tránsito Cocomarola, Cuco Sánchez, Tarragó Ros (padre) y un montón más.

    A mi mamá le gustaba sorprenderme con meriendas asombrosas.
    Te con scones.
    Leche chocolatada con bizcochuelo.
    Arroz con leche con jugo "Royalina" o una "Teem" o una "Bidú" o una "Crush."
    Café con leche con pan casero.
    Tortas fritas con mate cocido.
    Hasta hacía con sus hábiles manos, enormes cucuruchos de papel que rellenaba con maíz pororó.

    Una Delicia.

    Cuando llovía nos sentábamos en la galería de casa, para sentir el el olor de la tierra mojada.
    Díganme si eso no es poesía.

    Cuando hacía frío, ella me abrigaba.
    Cuando hacía calor, ella me daba algo fresco.
    Cuando tenía fiebre, ella me llevaba al médico.
    Cuando empezaron las clases, ella me llevó a la Escuela.
    Cuando hizo falta, ella me llevó al Hospital para que me vacunen.
    Y hasta me hizo un trajecito de Granadero Soldado Heroico, para que gritase que moría contento porque habíamos vencido al enemigo, en una memorable actuación coronada de aplausos y vítores.

    Unas bondades.

    Bondades que sólo las madres nos pueden brindar.
    A mi me soltó un poquito las manos, cuando logré un sorprendente equilibrio, y mi bicicleta siguió su rumbo con vuelo propio, por las callecitas de Deán Funes, mientras yo seguía pedaleando en contra del viento y aferrado al manubrio.

    Ahora mismo, me parece sentir su presencia atrás mío, guiándome en cada uno de mis emprendimientos y seguramente, si me doy vuelta, nos estrecharíamos en un cálido abrazo.
    O me pega un flor de reto por desobediente.

    Recordar a mi mamá, es pura poesía.
    Escribir sobre ella, es emocionante.

    Les cuento que ella era Chaqueña, nacida bajo el signo de Aries, en la Ciudad de Resistencia. Una diosa cuando bailaba chamamés. Una imagen preciosa en la cocina.
    Experimentada tejedora de sueños y proyectos multicolores como sus ovillos de lana, que terminaban en estupendos pulóveres o magnícos entramados de las mantas.
    Díganme si eso no es poesía.

    A veces viajo hasta Santa Fe para hundir los pies en el barro de las orillas de la laguna Setúbal, y desde allí, le arrojo una flor a esas aguas marrones.

    A veces paso por los puentes sobre el río Colastiné, y antes de meterme en el melancólico túnel subfluvial, siento un fuerte tirón de orejas. Seguramente, por esta vida de bohemio y aventurero que vivo.
    ¿Acaso eso no es poesía?

    Hablemos de poesía.

    Mi primer verso lleno de amor, el más emocionante, puro y sincero que haya escrito, se llama...
    "Mi mamá me mima."



   








Ibarrechea.
diceelwalter@gmail.com
Copyright 2012


viernes, 5 de octubre de 2012

MARIA Y YO


    Si te trepás al dique de Cruz del Eje, y caminás por el paredón haciéndote el macho, sabrás que de un lado está el agua y del otro, el viento que lleva los ángeles al cielo.

    Después de eso puedes pescar, sacar fotos, llorar y otras bestialidades que se te ocurran, mientras nadie te vea.

    Recuerdo que mi señorita maestra me había encontrado la pareja ideal.
    Con Normita bailábamos, hacíamos obras de teatro, representábamos a Próceres, oh, discúlpen por favor, San Martín, Belgrano, Sarmiento y Martín Fierro, Remedios, Merceditas, y La Cautiva. Y que, por culpa de ello, no advertía la presencia extraordinaria, llena de toda belleza, de María.

    María se sentaba a mi lado, me alcanzaba la goma de borrar, me decía cuál de las palabras llevaba hache, me prestaba el compás, me acomodaba el guardapolvo, se reía de todos mis chistes, me dictaba en las pruebas, le sacaba punta a mi lápiz, pasaba el papel secante en mi carpeta, acomodaba mis útiles en los recreos y nos espiaba desde la puerta cuando Normita y yo ensayábamos.
    Ellas no eran amigas.

    Los ojos de María eran dos faroles con luz alta encendida, mientras vos venías de contramano. Pero al acercarte, bajaban la intensidad, pestañeaban, alumbraban al piso y daban la vuelta. Entonces sólo te quedaba el perfume de sus manitos en tu solapas arregladas.

    A veces caminábamos por las calles de la Ciudad, la mismas calles que caminó Don Arturo Illia, sólo para que ella riese a carcajadas, para que tomemos un helado, busquemos mi bicicleta estacionada en la plaza y trepemos de un salto como el Sundance Kid.. Ella sentada en el caño y con los piés cruzados a la altura de los pedales, sus manos en el manubrio y las mías en sus hombros. Yo silbaba "Gotas de lluvia sobre mi cabeza" de Bucharach y Davis.

    En su casa vivían, ella y su mamá, nadie más.
    Al año siguiente, ella estudiaba en la Escuela Normal y yo en la ENET.
    Su mamá nunca la dejó salir a bailar. Allí ponía luz baja en sus ojos y se le empañaban los cristales.

    Aún así, tenía la sana costumbre de ayudarme con algunos ejercicios de matemáticas.
    Entraba a casa atropellando y con luz alta, con autoridad manifiesta del que sabe y susurrando cada una de sus palabras, poniendo distancia, marcando la cancha, para que el indio escondido que tengo, no se me despertara cuando quedábamos solos.

    Tres años más tarde me fui a vivir a la ciudad donde vive la mujer más linda del mundo.
    Al verme llegar, Jerónimo Luis de Cabrera desenfundó su sable made in Toledo, y me mandó a encerrar a la altura del kilómetro cinco y medio de la ruta veinte para que estudie como debe ser.

    Del puesto de guardia para aquí, órden, disciplina, y reglamentos varios.
    Del puesto de guardia para allá, a María se le moría la madre.
    De ahora en más, viviría sola.

    Nos vimos por última vez, el verano del setenta, mientras me trepaba al tren y la saludaba con la mano en alto por la ventanilla, diciéndole que me espere.
    Después del beso en la mejilla, ella cruzó todos sus dedos y con la palma de las manos hacia abajo y a la altura del bajo vientre esbozó aquella sonrisa inolvidable, sus ojos iluminaron la estación y permaneció quieta hasta que nos perdimos de vista, camino a Deán Funes.

    Nunca más vi a María.

    Cuando ascendía por los ciento cuarenta escalones del paredón del dique para ver el agua color verde oliva, me contaron que murió.
    Sola y señorita.
    Siempre esperando.

    Entonces caminé por el paredón haciéndome el macho, sabiendo que de un lado está el agua y del otro, el viento que lleva los ángeles al cielo. Si algún día andan por allá y ven algo, me avisan.










Ibarrechea.
diceelwalter@gmail.com
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