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viernes, 20 de abril de 2012

EL SEÑOR Y LA SEÑORA FIGUEROA

El señor y la señora Figueroa, se conocieron en un baile del Centro Tulumbano.
Adivinen quién ponía la música.

Ellos no se quitaban los ojos de encima.
Marcaron territorio en el centro de la pista, abajo de la bola espejada.
Les sobraban todas las demás baldosas del local.

Se casaron en la Iglesia San Fermín.
Tuvieron un hijo.

El señor Figueroa, se recibió de ingeniero y trabajó en la Renault, hasta su jubilación.

Hizo, que a su señora esposa, nada le faltara.
Tampoco a su hijo.
Aunque repasando su vida y en un inesperado ataque de sinceridad, me contó detalladamente su vida matrimonial.
Le costó mucho esfuerzo comprar el lote, donde y mediante créditos del Banco Social,  logró edificar su casa.
Eran tiempos difíciles, me decía apesadumbrado.

Tuvo algunas amantes.
Cambió el auto varias veces, hasta llegar al cero kilómetro.
Pensó en separarse.
Nunca se llevó bien con sus suegros.

Figueroa llegó al llanto, cuando me habló de su hijo.
El hijo del señor Figueroa, se casó a los veinte años, cuando se bailaba el mejor pop de los noventa, él y su mujer, se largaron de Córdoba, habitarían en España y pronto resolverían olvidarse de sus familiares.

Seguía contándome, que en algunas ocasiones, pensó en vender la casa, inmensa y solitaria.

Nos despedimos con un fuerte abrazo.

La señora Figueroa, en cambio, trabajaba en una tienda de la calle Ituzaingó, hasta su embarazo.
El nacimiento de su hijo le cambió la vida, me manifestó algunos días después y en otro bar del centro.
No pudo tener más hijos.
Al borde de las lágrimas me contaba de sus sospechas sobre la infidelidad de su marido y de sus desdichas
matrimoniales.

Recordaba, ya entre lágrimas, las veces que tuvo que llamar al médico por las enfermedades de su nene, su primer día en el Jardincito, su primer día en la escuela primaria, su guardapolvo, sus cuadernos, sus cumpleaños de tortas y chocolates. su escuela secundaria y hasta que conoció a "esa".

Me dijo que estaban ya casi separados.
Que su marido no dormía con ella.
Que él salía solo y que ella recorría la casa inmensa y solitaria buscando el alboroto de otros años, el bullicio que proporcionaba su hijo correteando por los pasillos con sus juguetes, sus primos y sus amiguitos.
Pero que siempre se encontraba con la mirada ausente de quien fuera el único hombre en su vida.

Nos despedimos con un beso en la peatonal.

Estábamos casi todos.
Nosotros, los muchachos, ya canosos, pelados y gorditos.
Ellas esplendorosas y fascinantes, como si el tiempo no hubiera pasado.

Yo rescaté del baúl de mis recuerdos, el Winco, las púas Wichita y los discos de vinilo.
Porque en realidad, estábamos casi todos.
Hasta los canapés, las pizzas y las bebidas en las mesas.

Y cuarenta y dos años después, reabrimos el club para ver bailar al señor y la señora Figueroa.
Bajo la bola espejada.
Solos y apretados sobre la misma baldosa.
Como en aquellos tiempos.  












Ibarrechea

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