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sábado, 23 de julio de 2011

IBARRECHEA: WINKELBAUER

Nunca habiá visto unas piernas tan blancas, tan bien formadas.
Don Joseph, le lavaba los piés a sus dos hijas, agachado sobre el enorme fuentón, luego se los secaba lentamente mientras ellas reían por las cosquillas que sentían, nos decían.
Después, pisaban la madera de una escalera, subían a una alta tarima, introducían los pies, en una gran batea llena de uvas negras y empezaban a saltar sobre ellas al compás de una música de la Europa del Este.

Esta escena se desarrollaba en el patio de la casa de don Joseph, en Deán Funes, una vez cada año hasta que la menor, se casó.

La mayor, mantuvo su soltería por unos años más, fue entonces que don Joseph, su padre viudo enfermó.
Los parrales del fondo también enfermaron y un fuerte viento de otoño los tiró al piso, donde fueron hallados, sin vida, por los perros de los vecinos.

Una vez entré a buscar unos papeles a la casa de don Joseph, lo hice a pedido de una de sus hijas, que me dijo que los recuerdos de esa casa afectarían su frágil salud.

Entré por la puerta del fondo porque era la única puerta con llave y picaporte, en cambio, la entrada principal, estuvo clausurada desde el fallecimiento de su madre y ostentaba colgajos de telarañas con hojas y tierra de muchos otoños anteriores.

Daba miedo.

Cuando llegué a la cómoda del cuarto de don Joseph, abrí temeroso, el primer cajón, el manojo de papeles que buscaba, estaba ahí, eran las partidas de nacimiento de ellas dos, perfectamente acomodadas entre un montón de viejas fotografías.

Por curiosidad, abrí el segundo cajón, al levantar una camisa blanca vi una pistola Lugger, un birrete gris y una Cruz de Hierro, colgando de una cinta negra, con algo de rojo y blanco, me parece.

Al salir a la luz del patio, me detuve a recordar a don Joseph, parado en el lugar donde lo encontraron muerto.

Me parecía oir nuevamente aquella música que dormía en los surcos de un disco, me parecía ver las piernas largas de sus hijas saltando sobre la uva, me parecía verlas levantándose la pollera y la enagua con sus manos, me parecía ver el nudo de los pañuelos en sus nucas, me parecía verlo a él con su cómico bigote, acomodándose los tiradores del pantalón, mientras brincaba y golpeaba sus palmas acompañando y me parecía que en algún momento del año, le ayudé a atornillar un cajón de madera de pino con seis botellas adentro, que luego sobre los tornillos quemaba el lacre y los sellaba porque se iban a la europa, me decía y que en ése lugar, unos dias antes de embalar las botellas, yo mismo con mis manos, les había pegado las etiquetas que decían simplemente... Winkelbauer.
Nada más.

Ibarrechea

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